Vagó por entre las mesas, repasando con la mirada los volúmenes que se exhibían y las pilas de libros que se amontonaban en los rincones, tratando de descubrir algún tesoro desconocido, pero no encontró nada nuevo.
Como solía hacer cada vez que visitaba aquel lugar, dejó para el final la zona que consideraba como suya, donde se hallaban las primeras ediciones de sus libros preferidos. Allí gastaba horas enteras investigando, deleitándose con aquellas joyas imposibles de poseer. Era el único pasatiempo que le hacía olvidar sus penas.
Había encontrado ejemplares, dedicados de puño y letra, de autores como Flaubert, Balzac, Dickens, Wilde, Faulkner…, libros que, además de ser monumentos literarios, le regalaban la posibilidad de conocer la caligrafía del autor, algo que toda su vida le había obsesionado, pues los convertía en mortales, en seres más próximos a ella.
Tras permanecer un largo rato ojeando un ejemplar de
Veinte poemas de amor y una canción desesperada,
editado en gran formato como le gustaba a Neruda, y de seguir el trazo de su particular caligrafía en aquella tinta verde que solía usar, de repente percibió un fuerte aroma a hierba recién cortada; era una fresca exhalación que aparecía y desaparecía como si fuese una respiración. Miró a su alrededor buscando su origen, pero no supo identificarlo. Fue olfateando los libros, dejándose guiar por su nariz, y se dio cuenta de que a medida que se alejaba de la estantería, el olor crecía. Al llegar al pupitre se detuvo: en aquel pequeño mueble nacía y moría aquel perfume verde.
Sumergida en el tintero, como cada lunes, la aguardaba la orquídea blanca, que poco a poco se había ido tiñendo con el rojo que chupaba de la tinta. Lóculos, polinias y el rostelum habían tomado tonos iridiscentes. Los conductos de los pétalos absorbían el líquido, creando en su delicada superficie formas sinuosas, semejantes a letras entrelazadas. Se acercó y la aspiró profundo creyendo que el aroma se originaba en la flor, pero ésta sólo olía a la tinta.
Levantó la tapa del pupitre y, al hacerlo, aquel perfume verde la abrazó. Provenía de
Hojas de hierba,
un ejemplar de la edición que Walt Whitman, en 1855, había tenido que publicar con su propio dinero para que viera la luz.
En alguna de sus visitas a la librería lo había estado ojeando, maravillada por el trascendentalismo y realismo que emanaba su autor. El libro estaba abierto en una página, y lo que leyó le pareció que estaba escrito para ella:
TO YOU
Whoever you are, I fear you are walking the walks of dreams, I fear these supposed realities are to melt from under your feet and hands,
Even now your features, joys, speech, house, manners, follies,… dissipate away from you,
Your true soul and body appear befare me,
They stand forth out…, eating, drinking, suffering, dying.
Whoever you are, now I place my hand upon you, that you be my poem,
I whisper with my lips close to your ear,
I have loved many women…, but I love none better than you.
I have been dilatory and dumb,
I should have made my way straight to you long ago,
I should have blabbed nothing but you, I should have chanted
nothing but you.
…
None has understood you, but I understand you,
…
None but has found imperfect, I only find no imperfection in
you.
A TI
Quienquiera que seas, sospecho con temor que caminas por los senderos de los sueños,
temo que estas realidades ilusorias se desvanezcan bajo tus pies y entre tus manos,
desde ahora tus facciones, alegrías, lenguaje, casa, modales, locuras…, se separan de ti,
se me aparecen tu alma y tu cuerpo verdaderos,
se apartan de…, comer, beber, sufrimiento, muerte.
Quienquiera que seas, pongo sobre ti mis manos para que seas mi poema,
te murmuro al oído:
He amado a muchas mujeres… pero a nadie he amado tanto como a ti.
He sido tardo y mudo,
Debí haberme abierto camino hacia ti hace mucho tiempo,
No debí haber proclamado a nadie sino a ti, no debí haber cantado a nadie sino a ti.
…
Nadie te ha comprendido, pero yo te comprendo,
…
No hay nadie que no te haya encontrado imperfecta, sólo yo no encuentro en ti imperfecciones.
Aquella página le llegó al corazón. Era una declaración de amor, la que hubiese querido que alguna vez le dijera Marco.
¿Por qué lo hacía?
¿Qué pretendía aquel hombre silencioso y arisco dejándole esos libros?
¿Y la orquídea?
¿Quién era en realidad ese ser helado y transparente?
Alzó la mirada y obedeciendo a un impulso lo llamó.
—¿Oiga? —dijo, levantando la voz—. ¿Me oye?
Se fue girando, buscando encontrar algún tipo de reacción, pero sólo le contestó el eco de su voz. Al darse cuenta de que el librero no respondería a sus llamados, le escribió una nota y se la dejó sobre el mueble.
Algo resplandecía en el interior de esa mujer.
Lívido seguía observándola, analizando sus expresiones.
A través de los binóculos se recreaba en su pecho, viendo cómo subía y bajaba mientras iba leyendo el pasaje marcado en el libro de Whitman.
Su jersey marrón aguantaba un corazón que cabalgaba, queriéndose salir. Sus pestañas tiritaban rítmicas, resiguiendo con el dedo, como si fuese una niña, cada palabra y renglón de aquella página.
Le gustaban sus manos, delgadas y dúctiles, porque semejaban un extraño instrumento alado del que brotaba música.
A veces olvidaba que los separaba una enorme distancia y acercaba sus dedos para tocarla.
Acariciaba su perfil, repasando despacio cada ángulo, cada curva de aquel rostro recién lavado y húmedo.
La lejanía le permitía lo que su timidez le impedía: besar su frente, sus ojos, su nariz, sus labios y su infinito cuello, hasta perderse en el nacimiento de su pelo.
La ilusión de tenerla en su tienda lo llenaba. Él, que había concluido que la felicidad estaba en no sentir ni desear, ahora no se reconocía. ¿Sería esto el amor?
Era como si lo hubiese envuelto en un hechizo. Ahora sabía que su sorpresa le había gustado, y no existía placer más grande que regalarle una alegría.
Ese poema lo había elegido entre muchos, tras haber hecho una ardua selección; todo el fin de semana leyendo sólo para ella; pensando en cómo agradarla. Hasta había abandonado sus caminatas por el bosque y hecho oídos sordos a sus amados caballos, que no paraban de relinchar y dar coces encerrados en sus cuadras, todo por este instante. Pero había valido la pena.
De repente, ella se levantó y, dejando apoyado el bastón en el mueble, se alejó por el pasillo.
¿Y si se le ocurría ir en su busca? ¿Subir las escaleras y entrar en su despacho? ¿Estaría preparado?
Sus manos empezaron a sudar. No sabría reaccionar. No sabría cómo mirarla, cómo hablarle ni qué decirle.
Tras su experiencia con Antonella, había quedado incapacitado para las mujeres.
La oyó llamarlo varias veces, pero a pesar de su insistencia, no pudo responderle.
Sentía rabia consigo mismo por no ser capaz de acercarse como lo hacían los demás hombres cuando una mujer los atraía. Vivir en sombras aquel sentimiento que empezaba a brotar, amordazar su voz, apagarla por miedo a otro fracaso. No deseaba que cualquier aproximación pudiera ser tildada de inapropiada, indeseable o fuera de lugar. Ella y él vivían una existencia gris, y entre los grises cualquier matiz era muy importante.
Se mantuvo alejado, en esa oscuridad que le protegía, observando sus movimientos.
Tras la fallida tentativa de acercamiento, la mujer regresaba al pupitre.
La vio extraer de su cartera una pluma y garabatear en un papel algo que dejó junto a la orquídea. Después, recogió el abrigo que había dejado apoyado en el respaldo del pupitre, pero al hacerlo arrastró el bolso y todo su contenido se desparramó por el suelo.
Lo que vio lo dejó atónito. Junto al estuche de gafas, el móvil y el monedero, una pistola resplandecía en el parquet. ¿Qué hacía una mujer como ella con un arma?
Cuando la vio abandonar la librería, Lívido bajó y, sin encender ninguna luz, se dirigió a tientas hasta el pupitre. La débil luz de las velas que caía sobre el mueble lo fue guiando. En el suelo había quedado olvidado un pintalabios; lo recogió y abrió. Por un instante la imaginó delante de un espejo pintándose la boca con aquel rojo sangre, pintándose para él. Aquella imagen lo excitó. Al llegar al viejo pupitre, encontró junto a la flor el papel que le había visto escribir. Lo recogió y, antes de leerlo, lo acercó a su nariz y aspiró su profundo aroma a incienso. Después, lo desplegó.
Quienquiera que seas…
Gracias.
Observaba con desilusión el paquete con las hojas mecanografiadas por su padre y sus anotaciones sobre el diario. No podía escribir aquella historia; no tenía ganas, fuerzas ni información. Todo lo que había ido a buscar a Firenze, había resultado un estrepitoso fracaso.
Tras noches y noches perdidas en los sótanos del Gabinetto Scientifico Letterario y la desaparición de la página dejada en el laboratorio de la academia, daba por concluida su infructuosa búsqueda y su labor de investigación. Además, le faltaba lo más importante: tener ganas.
Releía la carta de su madre cuando tocaron a la puerta. Era Fabrizio, con un humeante cappuccino y un trozo de
panettone.
—Señora, le he traído esto, creo que le gustará. Lo hace nuestro cocinero y le sale muy bien. Ya sé que no me lo ha pedido y que no es de mi incumbencia, pero me parece que usted no come.
—Es muy amable, pero…
Al ver el ordenador sobre el escritorio, el conserje apuntó.
—Tengo ganas de leer su próxima novela. Perdone mi curiosidad, ¿le falta mucho para terminarla?
Ella se molestó con la pregunta.
—Fabrizio… ¿le importa dejarme sola?
—Entiendo —le dijo él, recogiendo la bandeja—. Le pido mil disculpas.
—Ah… tráigame otra botella de vodka, por favor. La que tenía se ha terminado.
El conserje la miró apenado y se retiró. Cinco minutos más tarde un camarero le traía el licor.
Cuando desapareció, se sirvió un trago y abrió el ordenador. Buscó la carpeta que contenía la novela inacabada y leyó el último capítulo.
Tratar de escribir, tenía que tratar de escribir. Puso sus manos sobre el teclado y bebió un sorbo de vodka.
De repente, oyó la voz de La Otra.
—No te saldrá nada.
—Lárgate de aquí.
—¿Crees que podrás acabarla?
—He dicho que te largues.
—Suponiendo que puedas, cosa que dudo muchísimo, ¿estás segura de que lo que escribes tiene algún sentido?
—Tú siempre me has infravalorado.
—Te equivocas, te conozco muy bien. Vives la gloria de creerte grande sin ser nada.
—¡Maldita!, te odio.
—¿Odiarme? Ay, querida, tú no puedes odiarme, porque sin mí no existes.
—Puedo acabar contigo cuando me dé la gana.
Se levantó y buscó el bolso.
—Mira lo que tengo preparado para ti.
Extrajo el revólver.
—¡Uy! Qué miedo me das… ¿Vas a matarme? —Soltó una carcajada.
—¡Apártate de mí!
Se miró al espejo y apuntó a la imagen que se reflejaba.
Estaba cansada de arrastrar su yo. Ese yo que a veces aparecía y le negaba cualquier tentativa de remontar su existencia. Quería ser como todos. Ilusionarse con algo, sonreír, tener ganas de vivir y disfrutar. Acallar su mente, sus pensamientos, su alma. Llevar lo imaginado a la realidad.
Qué fácil habría sido, por ejemplo, no pensar; no indagar sobre nada. Abandonarse en la sencillez de los analfabetos. Creer, no cuestionar, dejarse impresionar por el canto de un pájaro, por la risa de un niño, por el llanto de un viejo. Mirar alto y encontrar en las estrellas muertas la luz de la vida. Pero se sentía lejos de todo, de la verdad y la mentira. Estaba en medio de dos párrafos, haciendo funambulismo en la destemplada cuerda de un limbo, a años luz de la tierra. Era un protozoario vagabundeando perdido en un mundo de gigantes.
Todo lo había matado su primer dolor; ese secreto que guardaba y la había desgarrado por fuera y, sobre todo, por dentro.
¿Dónde había quedado su cuerpo? ¿Quién le había robado su inocencia y arruinado su valía?
Las asquerosas manos de su abuelo manoseándola, sus ojos suplicantes, su corazón acelerado, terror a ser descubierta y convertirse en niña mala. Su boca muda, muda, rogando en silencio: «Que acabe ya, por favor, que acabe ya», en aquel rincón perdido, bajo sábanas blancas, recién lavadas, que huelen a jabón Fab.
Todo tan limpio, y ella, tan sucia…
La puerta abierta de par en par, la brisa de la tarde levanta las cortinas. Angustia. El olor del dulce de guayaba le llega de la cocina. Miedo. Los gritos alegres de los niños en la calle jugando al escondite, su braguita abajo. Terror. Sus muslos abiertos a la fuerza… y el agrio hedor de aquella piel marchita, en descomposición.
El vaho caliente de su fétido aliento sobre su cara… ese calor que se acerca, el contacto. Sus gruesas manos, ásperas, hirvientes, arañando su infancia… y aquellas uñas que lastiman, que rasgan, que hieren, mientras su madre va y viene con las ropas planchadas, y su padre canta melancólico los tangos de Gardel… «Y todo a media luz, que es un brujo el amor, a media luz los besos, a media luz los dos. Y todo a media luz, crepúsculo interior. ¡Qué suave terciopelo la media luz de amor!…»
El timbre de la puerta, la algarabía de sus hermanas regresando del colegio, todos en sus mundos mientras aquellos dedos repugnantes se clavan en su vagina una, y otra, y otra, y otra vez.
Le dolía, claro que le dolía, pero ella era valiente y no gritaba. «Las niñas tienen que ser valientes», le decía su madre mientras le metía en la boca la cucharada del jarabe que odiaba. Ganas de vomitar, pero se aguantaba. Ganas de llorar, pero nada brotaba de sus ojos.
¿Qué trataba de encontrar en sus entrañas aquel viejo? ¿Por qué hurgaba tanto dentro de ella? Era el abuelito bueno, que rezaba el rosario y recibía la comunión cada domingo.
El abuelo que le enseñaba catecismo y le contaba historias de ángeles y de hombres bondadosos; el abuelo que le cantaba en las noches de insomnio y le contaba cuentos de princesas. ¡El abuelo, que tanto la quería!