El segundo imperio (27 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

BOOK: El segundo imperio
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—Señora —dijo Shahr Baraz—. ¿Os encontráis bien?

Ella cerró los ojos por un momento, y luego contestó con calma:

—Entrad, Shahr Baraz.

El anciano merduk parecía preocupado.

—Su ira es como una ráfaga de viento, señora. Pasa y se olvida pronto. No permitáis que os perturbe.

Ella sonrió.

—¿Qué opináis de los descubrimientos de Mehr Jirah?

—Me sorprende que nadie haya reparado en esos hechos durante los cinco siglos de coexistencia de merduk y ramusianos.

—Es posible que alguien lo descubriera, y que el conocimiento volviera a ser enterrado. Esta vez no ocurrirá lo mismo, sin embargo.

—Señora, todavía no sé si deseáis que empecemos a matarnos unos a otros, o si realmente estáis luchando por la verdad. Francamente, eso me preocupa.

—Quiero que la guerra acabe. ¿Es eso tan malo? No quiero más hombres muertos, ni mujeres violadas, ni niños huérfanos. Si eso es traición, soy una traidora hasta la médula de los huesos.

—Los ramusianos también matan —dijo con sarcasmo Shahr Baraz.

—Y por eso el monje Albrec debe ser liberado. Es preciso que regrese a Torunn. Allí están manteniendo la información en secreto, como les gustaría hacer aquí.

—Los hombres siempre se matarán unos a otros.

—Lo sé. Pero al menos pueden dejar de fingir que lo hacen en nombre de Dios.

—Eso es cierto, supongo. Hay algo que quiero deciros, sin embargo: no presionéis demasiado a Aurungzeb.

—Creí que era una ráfaga de viento.

—Lo es, cuando se le lleva la contraria en lo que para él son menudencias. Pero no llegó al trono a base de inacción. Si cree que algo amenaza las raíces de su poder, lo eliminará sin escrúpulos ni remordimientos.

—Incluyéndome a mí.

—Incluyéndoos a vos.

—Gracias por vuestra franqueza, Shahr Baraz. Es extraño; desde que vivo con los merduk he conocido a más hombres honestos que en toda mi vida anterior. Estáis vos, Mehr Jirah, y el monje, Albrec.

—Tres hombres no son muchos. ¿Tan deshonesta era la gente en Aekir? —preguntó Shahr Baraz con una sonrisa.

El rostro de Ahara se nubló. La mujer apartó la mirada.

—Lo siento, señora. No pretendía…

—No pasa nada. Nada en absoluto. Me acostumbraré con el tiempo. La gente se acostumbra a todo tipo de cosas.

Hubo una pausa.

—Estaré fuera si me necesitáis para algo, señora —dijo al fin Shahr Baraz. Se inclinó y salió de la estancia, cuando lo que deseaba hacer era tomarla entre sus brazos. Mientras volvía a ocupar su puesto frente a la puerta, se reprochó a sí mismo su debilidad y estupidez. Era demasiado bella para usarla como una yegua de cría merduk, y sin embargo Shahr Baraz creía haber visto un núcleo de puro acero tras aquellos hermosos ojos. El hombre al que había amado en Aekir, el que había sido su esposo… debía de haber sido todo un hombre. Ella no merecía menos.

Capítulo 16

Agazapado sobre el suelo de piedra, Bardolin se frotó las muñecas, pensativo. Las llagas se habían secado y cerrado en cuestión de segundos. La única evidencia que quedaba de sus sufrimientos eran las cicatrices plateadas que le recorrían la piel. Se palpó la barbilla recién rasurada y soltó una risita maravillada.

—Dios mío, vuelvo a ser un hombre.

—Nunca fuiste otra cosa —dijo brevemente Golophin desde su silla junto al fuego—. Sírvete algo de vino, Bard. Pero ten cuidado. Tu estómago no está acostumbrado.

Bardolin se irguió y se levantó del suelo con cierta dificultad, haciendo una mueca.

—Tampoco estoy acostumbrado a estar de pie. Llevaba tres meses sin poder estirar las piernas. Dios, tengo la garganta seca como la arena. No había hablado tanto en todo un año, Golophin. Me alegro de haberlo soltado todo al fin. Me ayudará a curarme. Ni siquiera tu magia podría restaurarme por completo en un momento.

—¿Y tu magia, Bardolin? ¿Qué le ha ocurrido? Ya deberías haberte recuperado de la pérdida de tu familiar. ¿Y tus propias disciplinas? ¿Les ha afectado el cambio?

Bardolin no dijo nada. Bebió su vino cuidadosamente y observó los objetos amontonados a un lado de la habitación circular de la torre. Allí estaban sus cadenas, con su sangre y suciedad aún incrustadas en ellas. Y los fragmentos astillados de la caja que habían usado para transportarlo hasta allí seis robustos barqueros, muertos de miedo mientras la bestia del interior de la caja rugía, gruñía y golpeaba las paredes de su cárcel de madera. Habían descargado la caja de la carreta para lanzar inmediatamente a los caballos al galope, huyendo de la solitaria torre a toda la velocidad que pudieron sacar de sus animales.

—Va y viene sin ninguna razón aparente —dijo finalmente—. A cada día que pasa se vuelve más incontrolable. Me refiero al lobo.

—Eso pasará. Con el tiempo, la bestia y tú os mezclaréis de modo más completo, y podrás cambiar de forma a voluntad. Lo he visto antes.

—Me alegro de que uno de los dos sea un experto —dijo Bardolin con tono cortante.

Golophin estudió a su amigo y antiguo discípulo en silencio durante un rato. Se había convertido en un hombre esquelético, con los huesos de la cara muy marcados bajo la piel, los ojos hundidos en profundas cuencas y unas ojeras oscuras como la piel de uva. Se había afeitado la cabeza hasta el cráneo para liberarse de los insectos que la infestaban, y ello le daba el aire de un convicto siniestro. El saludable y robusto soldado–mago al que Golophin había conocido parecía haber desaparecido sin dejar rastro.

—Una vez tocaste mi mente —dijo en voz baja el anciano mago—. Estaba explorando el oeste, buscando alguna señal tuya, y te oí gritar pidiendo ayuda.

Bardolin contempló el fuego.

—Estábamos en alta mar, creo. Te sentí. Pero entonces apareció él y rompió la conexión.

—Es un hombre notable, si se le puede llamar hombre.

—No sé qué es, Golophin. Algo nuevo, igual que yo. Su inmortalidad está relacionada con el cambio negro, y también su poder. Estoy empezando a comprenderlo. Aquí en el Viejo Mundo siempre habíamos creído que un cambiaformas no podía dominar ninguna de las otras seis disciplinas; la bestia perturbaba cierta armonía necesaria del alma. Pero ahora pienso de modo diferente. La bestia, una vez dominada, puede conducir a una comprensión mucho más íntima del dweomer. Un cambiaformas es en esencia un animal conjurado, una criatura que debe su existencia enteramente a alguna fuerza que no responde a las leyes normales del universo. Cuando un hombre se convierte en licántropo, también se convierte, por decirlo así, en un ser de magia pura, y si tiene la voluntad necesaria, toda la magia está allí, esperándole. Todo ese poder.

—Casi parece que aceptes tu destino.

—Hawkwood me ha traído aquí creyendo que podrías curarme. Los dos sabemos que no puedes. Y tal vez ya no quiero curarme, Golophin. ¿Has pensado en ello? Ese Aruan es increíblemente poderoso. Yo también podría serlo. Todo lo que necesito es tiempo, tiempo para pensar e investigar.

—Esta torre y todo lo que contiene está a tu disposición, Bard, ya lo sabes.

—Gracias.

—Pero tengo una pregunta. Cuando accedas a ese nuevo poder, si es que lo consigues, ¿qué vas a hacer con él? Aruan tiene intención de instalarse aquí, en el Viejo Mundo; tal vez no mañana, ni este mes, ni siquiera este año, pero pronto. Quiere conseguir una especie de hegemonía de los hechiceros. Por lo que dices, lleva siglos trabajando para ello. Cuando llegue ese día, todos los reyes y soldados ordinarios del mundo tendrán que luchar contra él y los de su especie. Nuestra especie. ¿Dónde trazamos la línea?

Bardolin esquivó su mirada.

—No lo sé. Tiene parte de razón, ¿no crees? Durante siglos hemos sido perseguidos, torturados, masacrados a causa del don con el que nacimos. Es hora de acabar con eso. Los practicantes de dweomer tenemos derecho a vivir en paz…

—Estoy de acuerdo. Pero empezar una guerra no es una forma de garantizarnos ese derecho. Sólo conseguiremos que la gente ordinaria del mundo nos tema más que nunca.

—Es hora de que la gente ordinaria del mundo se arrepienta de su ceguera e intolerancia —gruñó Bardolin, y había tal tono de amenaza en su voz que Golophin, sobresaltado, no supo qué más decir.

Hawkwood no había montado a caballo en más tiempo del que podía recordar. Por suerte, el animal que había alquilado parecía más experimentado que él. Hawkwood cabalgaba, agotado e incómodo, con la vista fija en su destino, un dedo gris de piedra que resplandecía en la neblina primaveral por encima de las colinas del norte. Había otro jinete en la carretera delante de él; una mujer, a juzgar por su aspecto. Su montura cojeaba. Mientras Hawkwood observaba, la mujer desmontó y empezó a examinar los cascos del animal. Él se acercó y detuvo el caballo, recuperando algún maltrecho resto de cortesía.

—¿Puedo ayudaros?

La mujer iba bien vestida; era una muchacha alta y no muy agraciada de veintitantos años, con la nariz larga y una fantástica melena roja que atrapaba el sol.

—Lo dudo —repuso ella, y continuó examinando al caballo.

Hawkwood sabía que su aspecto hablaba contra él. Aunque se había bañado y cambiado de ropa, y había permitido que Domna Ponera, la formidable esposa de Galliardo, le cortara el pelo, no dejaba de parecer un vagabundo algo arreglado.

—¿Vais muy lejos? —dijo, volviendo a intentarlo.

—Ha perdido una herradura. Sangre de Dios. ¿Hay algún herrero por aquí cerca?

—No lo sé. ¿Adónde os dirigís?

La muchacha se enderezó.

—No muy lejos; a esa torre. —Dirigió a Hawkwood una mirada rápida y poco favorable—. Llevo una pistola. Encontraríais víctimas más fáciles en otra parte.

Hawkwood se echó a reír.

—Estoy seguro de ello. Resulta que yo también voy a esa torre. ¿Conocéis al mago Golophin?

—Es posible. —La muchacha lo observó de nuevo, con más curiosidad. A Hawkwood le gustó la franqueza de su mirada, y también la fuerza que vio reflejada en su rostro. En él no había belleza en el sentido convencional del término, pero sí personalidad.

—Mi nombre es Hawkwood —dijo.

—Yo soy Isolla. —Pareció aliviada cuando su nombre no provocó ninguna reacción en él—. Supongo que podemos viajar juntos el resto del camino. No está lejos. ¿Os espera Golophin?

—Sí. ¿Y a vos?

Una leve vacilación.

—Sí. Podéis desmontar, en lugar de mirarme desde arriba.

—Podéis montar en mi caballo si queréis.

—No; de todos modos, sólo monto de lado.

De modo que era noble. Hawkwood hubiera debido adivinarlo por sus ropas. Pero le intrigaba su acento; era de Astarac.

—¿Conocéis bien a Golophin? —le preguntó mientras avanzaban lado a lado guiando a sus caballos.

—Bastante bien. ¿Y vos?

—Sólo por su reputación. Está cuidando de un amigo mío enfermo.

—¿Os encontráis bien? Camináis de modo extraño.

—Hacía mucho tiempo que no montaba a caballo. Y que no pisaba tierra firme.

—¿Cómo? ¿Acaso tenéis alas para ir a todas partes?

—No; un barco. He llegado esta mañana.

Hawkwood vio que una luz se encendía en sus ojos. Ella lo miró de nuevo con detenimiento, y en aquella ocasión pareció más impresionada.

—Richard Hawkwood, el navegante. Por supuesto. Soy una estúpida. Vuestro nombre suena por toda la ciudad.

—El mismo. —Esperó a que ella le diera alguna información sobre sí misma, pero fue en vano. Avanzaron juntos en silencio después de aquello, y las millas fueron pasando sin apenas conversación. Por algún motivo, Hawkwood se sintió casi decepcionado cuando finalmente llamaron a la puerta de la torre de Golophin. Había algo en Isolla que le hacía sentirse como si hubiera vuelto a casa al fin.

«He pasado demasiado tiempo en el mar», pensó.

—La curiosidad —dijo Golophin, molesto—. En un hombre es una virtud, y lleva al conocimiento. En una mujer es un vicio, y lleva al desastre. —Miró a Isolla con desaprobación, pero ella no pareció inmutarse.

—Ése es un dicho inventado por un hombre. No soy una doncella chismosa, Golophin.

—Entonces no deberíais comportaros como tal. Ah, capitán Hawkwood, gracias por haber traído a nuestra princesa sana y salva, ya que ha sido lo bastante imprudente como para venir aquí.

—¿Princesa? —le preguntó Hawkwood. Cierta esperanza pequeña y absurda se extinguió en su interior.

—Estáis viendo nada menos que a la próxima reina de Hebrion —dijo Golophin—. Como si el mundo necesitara otra reina. Haced algo útil, Isolla; traednos algo de vino. Hay una jarra enfriándose en el estudio.

Ella salió de la habitación, inmune a la desaprobación del mago. De hecho, en cuanto Isolla hubo abandonado la estancia, una sonrisa se extendió por el rostro de Golophin.

—Hubiera debido ser un hombre —dijo, con evidente afecto.

Hawkwood no estaba de acuerdo, pero se guardó su opinión.

—De modo que al fin nos conocemos, capitán. Me alegro de que hayáis venido.

—¿Dónde está Bardolin?

—Dormido, de momento. Eso acelerará su curación.

—¿Está…? ¿Ha…?

—La bestia está domada por ahora. He conseguido ayudarle a controlarla.

—Podéis curarlo, entonces.

—No. Nadie puede. Pero puedo ayudarle a vivir con ello. Me ha estado hablando de vuestro viaje. Una auténtica pesadilla.

—Sí. Lo fue.

—No muchos hombres hubieran sobrevivido.

Hawkwood se dirigió a la ventana, que, desde la gran altura de la torre, dominaba el sur de Hebrion; una tierra verde y serena bajo el sol, con el mar reducido a un resplandor en el horizonte.

—Creo que alguien planeó que sobreviviéramos. En cualquier caso, Bardolin debía sobrevivir. Nos dejaron escapar. A veces me pregunto si no nos guiaron durante el viaje de regreso. Supongo que Bardolin os ha hablado de ellos. Una raza de monstruos. Él cree que algunos están ya en Normannia, y que van a venir más. Los magos del oeste tienen planes para nosotros.

—Bueno, al menos estamos advertidos, gracias a vos. ¿Qué planes tenéis ahora, capitán?

La pregunta tomó a Hawkwood por sorpresa.

—No lo había pensado. Dios, sólo llevo un día en tierra, y han pasado tantas cosas… Mi mujer murió en Abrusio, mi casa fue destruida. Todo lo que tengo es mi barco, y su estado es lamentable. Supongo que había pensado visitar al rey, y ver si tenía algo para mí. —Comprendió cómo había sonado la última frase, y se sonrojó.

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