El segundo imperio (36 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

BOOK: El segundo imperio
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¿Dónde diablos estaba Andruw? Al menos debía estar ya en camino.

Corfe tomó una decisión y llamó a un correo. Garabateó un mensaje al mismo tiempo que lo repetía verbalmente.

—Ve a ver al comandante de artillería, Nonius. Que prepare los cañones y los lleve hacia delante, hasta nuestra línea de batalla. Tiene que montarlos en medio de nuestra infantería y disparar contra el enemigo hasta la última carga de metralla que tenga. Entonces avanzará Rusio. Debe conseguir llegar hasta el cruce y tomar Armagedir. Repítelo.

El correo lo hizo, con el rostro muy pálido.

—Bien. Lleva primero esta nota a Nonius, y luego al general Rusio. Di a Rusio que los hombres de Passifal cubrirán su flanco derecho. Debe romper la línea merduk. ¿Me oyes bien? Tiene que romperla. Toma. Ahora vete.

El correo tomó la nota y partió a todo galope.

Algo le había ocurrido a Andruw en los pantanos. Corfe podía sentirlo. Algo había ido mal.

Entonces llegó otro correo, con el caballo a punto de desfondarse debajo de él. Había venido del norte. El corazón de Corfe dio un vuelto.

—Los respetos del coronel Cear–Adurhal, señor —jadeó el hombre—. Todavía no ha… no ha encontrado al enemigo. Quiere saber si sus órdenes siguen siendo las mismas.

—¿Cuánto hace que lo has dejado? —preguntó Corfe.

—Puede que una hora. Está a una legua de distancia. Ni rastro del enemigo por allí, señor.

—Sangre de Dios —siseó Corfe. ¿Qué estaba ocurriendo?—. Dile que siga buscando. No; espera. Tardarás una hora en llegar de nuevo hasta él. Si no ha encontrado nada para entonces, debe venir aquí y atacar el flanco derecho merduk con todo lo que tiene.

—Con todo lo que tiene. Sí, señor.

—Busca un caballo fresco, y vete.

Corfe trató de sacudirse la aprensión que lo estaba invadiendo. Puso a su caballo en movimiento y trotó en dirección sur, hacia donde le aguardaban los hombres de Passifal, ya preparados en el flanco derecho. Eran la única reserva que tenía, e iba a lanzarlos a la batalla. No se le ocurría nada más que hacer.

Los hombres de Andruw cargaron contra el enemigo con todas sus fuerzas, y con un rugido que pareció aplanar la misma hierba. Los
ferinai
, la élite de los ejércitos merduk, corrieron a su encuentro, ocho mil hombres sobre caballos pesados vestidos con una armadura idéntica a la de los catedralistas. Y los salvajes lanzaron a sus monturas al galope, adelantando a los fimbrios y torunianos.

Hubo un golpe tangible cuando las dos fuerzas de caballería se encontraron. Los caballos chillaban, algunos derribados a causa del impacto. Algunos hombres volaron por los aires para ser pisoteados por la enorme horda de bestias. Las lanzas se partieron, y los hombres desenvainaron las espadas. Se produjo un estrépito creciente, como en el taller de un herrero enloquecido, cuando los soldados de ambos bandos impactaron contra el acero de las armaduras de sus adversarios. La batalla se convirtió en miles de combates cuerpo a cuerpo cuando las formaciones se detuvieron y se formó un encarnizado tumulto. Los catedralistas fueron rechazados, superados en número, pese a pelear como maníacos. Pero entonces llegaron los fimbrios, con sus picas bajadas. Se abrieron camino entre la atascada caballería enemiga, con los flancos y la retaguardia protegidos por los arcabuceros de Ranafast. La formación combinada tenía la solidez de un puño, y parecía imparable. Andruw sacó a los catedralistas de la línea de batalla, y los hizo reformar en la retaguardia. Muchos de ellos iban a pie; otros llevaban detrás a compañeros que habían perdido su montura, o llegaron arrastrándose, medio colgados del estribo. Andruw había perdido el yelmo entre la terrible presión de hombres y caballos, y parecía infectado por una alegría salvaje. Se unió al vítor cuando los
ferinai
retrocedieron, en una retirada que se convirtió en algo parecido a una carrera cuando los implacables fimbrios emprendieron la persecución. El plan funcionaba, después de todo.

Entonces sonó una tremenda descarga de arcabuz que pareció durar eternamente. Los fimbrios cayeron por centenares cuando una tormenta de balas los arrasó, repiqueteando sobre las armaduras con un sonido curiosamente parecido al del granizo sobre un tejado de zinc. Flaquearon al hundirse las primeras líneas; los hombres caían hacia atrás sobre sus compañeros con las pesadas balas arrancando pedazos de sus cuerpos, derribándolos o partiendo las picas en dos. El avance se detuvo, y su límite más lejano quedó marcado por una línea de cuerpos contorsionados, en algunos lugares de dos o tres cadáveres de altura.

En la retaguardia de los
ferinai
había una enorme hueste de infantería, diez mil hombres por lo menos. Habían permanecido ocultos entre la áspera hierba y el resistente brezo, y la caballería merduk había pasado junto a ellos al retirarse. Entonces, al acercarse los piqueros, se habían puesto en pie para disparar a quemarropa. Era la misma táctica que Corfe había empleado contra la caballería nalbeni en la Batalla del Rey. Andruw contempló horrorizado la carnicería entre las filas fimbrias. Los merduk habían formado en cinco líneas, y cuando una de ellas disparaba volvía a tumbarse para que la de detrás pudiera descargar la siguiente andanada. Era un fuego continuo y devastador, y los fimbrios estaban siendo diezmados.

Andruw trató de pensar. ¿Qué hubiera hecho Corfe? Su primer instinto fue dirigir a los catedralistas en una carga salvaje, pero ello no serviría de nada. No; tenía que pensar en otra cosa.

Ranafast se acercó al trote.

—Andruw, están en nuestros flancos. Los bastardos tienen arqueros montados en nuestros flancos.

Andruw se obligó a apartar la vista de la situación de los fimbrios para observar las colinas de los alrededores. Efectivamente, había grandes formaciones de caballería moviéndose a derecha e izquierda en el terreno elevado que los rodeaba. En cuestión de pocos minutos, sus hombres estarían rodeados.

—Dios todopoderoso —jadeó. ¿Qué podía hacer? Todo el plan se estaba haciendo pedazos frente a sus ojos.

Era difícil pensar en aquel caos creciente. Ranafast lo miraba expectante.

—Llévate a tus arcabuceros, y mantén a esos jinetes lejos de nuestros flancos y retaguardia. Vamos a retirarnos.

Ranafast quedó estupefacto.

—¿Retirarnos? Sangre de Dios, Andruw, están despedazando a los fimbrios y el enemigo está encima de nosotros. ¿Cómo vamos a retirarnos? Nos seguirán y nos destrozarán.

Pero las cosas se estaban aclarando en la mente de Andruw. El pánico inicial había desaparecido, dejando en su lugar una tranquila certeza.

—No; todo irá bien. Envía un correo a Formio. Dile que saque de ahí a sus hombres en cuanto pueda. Debe interrumpir el contacto con el enemigo. En cuanto lo haga, yo atacaré con mis catedralistas. Mantendremos al enemigo ocupado el tiempo suficiente para que tú y Formio os abráis paso a disparos. Te nombro mi segundo, Ranafast. Saca de aquí a todos los hombres que puedas. Llévalos con Corfe.

Ranafast estaba pálido.

—¿Y tú? No tendrás ninguna posibilidad, Andruw.

—Dirigiré una carga montada para golpear con fuerza al enemigo, Además, los fimbrios no pueden más, y tus hombres son necesarios para mantener a raya a los arqueros montados. Tendrán que ser los salvajes.

—Deja que los dirija yo —suplicó Ranafast.

—No; este desastre es responsabilidad mía. Debo hacer lo que pueda para remediarlo. Regresa con Corfe, por el amor de Dios. Deja a otra retaguardia por el camino si es necesario, pero vuelve con todos los hombres que puedas para caer sobre el flanco enemigo. Corfe no podrá contenerlos si no lo consigues.

Se estrecharon las manos.

—¿Qué le digo? —preguntó Ranafast.

—Dile… dile que al fin consiguió hacer de mí un soldado de caballería. Adiós, Ranafast.

Andruw hizo girar a su caballo y partió al galope a reunirse con los catedralistas. Ranafast lo observó alejarse, una figura solitaria en medio de todo aquel caos y violencia. Luego se recuperó y empezó a gritar órdenes a sus oficiales.

Los fimbrios se retiraron, agazapados como si se protegieran de una tormenta, con las picas levantadas. Cuando lo hicieron, los arcabuceros
hraibadar
que se les enfrentaban emitieron un gran vítor, eufóricos por haber hecho retirarse a una falange fimbria. Empezaron a adelantarse, primero en grupos de dos o tres soldados, luego por compañías y tercios, reuniendo valor a medida que se convencían de que la retirada enemiga no era una finta. Sus cuidadosas líneas se entremezclaron, y empezaron a disparar a discreción en lugar de en descargas organizadas.

Un terrible golpear de cascos de caballos, y los catedralistas aparecieron en su flanco; una gran masa de hombres a todo galope, mientras los salvajes cantaban su electrizante himno de batalla. Andruw iba en cabeza, gritando como el que más. Las hileras de
hraibadar
parecieron estremecerse visiblemente, como un caballo ante la picadura de una mosca, en el momento del impacto.

Y la caballería pesada les cayó encima. Mil quinientos jinetes a toda velocidad, con sus corceles entrenados para no evitar los impactos. Ranafast observó el ataque desde su propia posición en el centro de los veteranos del dique. La línea de
hraibadar
se dobló y se quebró. Vio un enorme caballo volando por los aires. Sus compañeros segaban la infantería enemiga como si fueran espigas de trigo. Sintió una oleada de esperanza. Por Dios, Andruw iba a conseguirlo. Iba a conseguirlo.

Pero había diez mil
hraibadar
, y aunque los salvajes habían destrozado a una tercera parte de los regimientos merduk, el resto se estaban retirando en orden, volviendo a formar para el contraataque. El éxito de la carga era sólo temporal, como Andruw sabía perfectamente. Pero había abierto una brecha en la barrera de hombres, una brecha que los hombres de Ranafast estaban ensanchando, disparando descargas bien dirigidas contra los arqueros montados. Los fimbrios se habían desenganchado completamente del enemigo, y fueron rodeados por los arcabuceros torunianos. La formación se parecía a un gran cuadrado de hombres apelotonados. Por suerte, el enemigo no tenía artillería; las hileras de hombres apiñados hubieran constituido un blanco perfecto. Ranafast gritó la orden, y el cuadrado empezó a desplazarse hacia el sur, en dirección a Armagedir, barriendo a la caballería ligera nalbeni de su camino como un rinoceronte que apartase a un perro molesto. Detrás de ellos, los catedralistas luchaban en un marasmo de violencia asesina, ya rodeados, pero combatiendo sin esperanza ni cuartel.

Un grupo de fimbrios se acercó a Ranafast, transportando a alguien. El toruniano desmontó. Era Formio. Había sido herido en el hombro y el estómago y tenía los labios azules, pero sus ojos estaban claros.

—Hemos salido —dijo. Tenia sangre en los dientes—. Sugiero un contraataque, Ranafast. Andruw…

—Andruw ha ordenado que sigamos adelante y nos reunamos con Corfe —dijo Ranafast, con la voz áspera como la de un cuervo viejo. También iban a perder a Formio—. Tengo intención de obedecerle. No hay nada que podamos hacer por los catedralistas. Debemos aprovechar al máximo el tiempo que nos han conseguido.

Formio lo miró fijamente, luego se inclinó y tosió, escupiendo un chorro de sangre oscura que salpicó su coraza perforada. Cierta reserva de fuerza inhumana le permitió volver a incorporarse en brazos de sus hombres y mirar al toruniano a los ojos.

—No podemos…

—Debemos hacerlo, Formio —dijo suavemente Ranafast—. Corfe está librando la batalla principal; esto no es más que una distracción. Debemos hacerlo.

Formio cerró los ojos y asintió en silencio. Uno de sus hombres le limpió la sangre de la boca y levantó la vista.

—Está casi muerto, coronel. —El rostro del fimbrio era una máscara inexpresiva.

—Lo llevaremos con nosotros. No lo dejaré aquí para que se convierta en carroña. —Y Ranafast se volvió, con el rostro contraído por el dolor.

La infantería toruniana se había adelantado una vez más, ganando terreno yarda a yarda. Las tropas de Rusio ocupaban la hilera de árboles que habían sido el punto fuerte del enemigo. A su izquierda, Aras había plantado su estandarte en la propia aldea de Armagedir, y quince tercios se habían agrupado a su alrededor, resistiendo contra un enemigo que los superaba en razón de veinte a uno. La paja de los tejados de las casas estaba en llamas, de modo que todo lo que Corfe podía distinguir eran los diminutos destellos rojos de los disparos crepitando en grupos e hileras, y en ocasiones el resplandor de una armadura a través del denso humo.

Nonius hacía avanzar sus cañones con la infantería, pero era una tarea muy lenta. Muchos caballos habían muerto, y los artilleros tenían que transportar las pesadas piezas sobre un terreno irregular y sembrado de cadáveres. La artillería merduk continuaba enredada en una maraña de hombres y equipamiento que bloqueaba la carretera del oeste durante más de cinco millas por detrás de ellos.

El enloquecido rugir de la batalla continuó sin pausa, un asalto contra los sentidos. A lo largo de una extensión de tres millas de pantano, dos grandes líneas de batalla trataban de aniquilarse una a la otra. Luchaban por la posesión de una hilera de árboles, unas cuantas casas quemadas, un trozo de camino embarrado. Cada pequeño accidente del terreno adquiría un significado mayor cuando los hombres se esforzaban por matarse unos a otros por poseerlo. Incontables miles de cadáveres cubrían ya el campo de batalla, y otros muchos miles de hombres se habían convertido en lastimosas ruinas humanas que blasfemaban, chillaban y trataban de escapar del holocausto.

A la derecha, Passifal había entrado en la línea de batalla con sus hombres. Allí estaba; el fondo del barril. Corfe no tenia nada más que enviar al combate. Y a la derecha de los merduk, frente a los hostigados tercios de Aras, el enemigo se preparaba para un contraataque masivo. Cuando el general merduk estuviera listo, lanzaría a otros treinta mil hombres descansados a la batalla, y todo habría terminado.

A Corfe la idea le resultó curiosamente liberadora. Todo había terminado al fin. Había hecho todo lo posible, y no había sido suficiente, pero al menos ya no tenía nada de que preocuparse. Algo le había ocurrido a Andruw, estaba claro. Los dos correos que Corfe había enviado parecían haber sido tragados por las colinas. Era como si todos aquellos hombres simplemente se hubieran desvanecido.

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