Se acerca el final del conflicto que devasta el continente de Normannia. En el este, el general Corfe Cear–Inaf, al mando de los ejércitos de Torunna, ha detenido el avance merduk y se dispone a pasar a la ofensiva. Pero la batalla que le espera, una sangrienta lucha de ocupación en la que las atrocidades contra los civiles están a la orden del día, es un nuevo tipo de guerra que no todos tendrán estómago para soportar.
Mientras, al oeste del continente, un recobrado rey Abeleyn de Hebrion planta cara al desafío del consejo de los nobles, decidido a declararlo incapaz y establecer una regencia. Al mismo tiempo, un barco solitario retorna del Gran Océano Occidental, portando al avezado marino Richard Hawkwood y a todo lo que queda de la expedición que intentó colonizar el Nuevo Mundo. Hawkwood vuelve con un relato espeluznante de los horrores del Continente Occidental, y una carga muy especial en la sentina de su nave.
En el centro de Normannia, la Iglesia himeriana se consolida como poder temporal y se apresta a dar batalla a los reinos heréticos. Y haciendo sentir su presencia por todas partes como un mal viento, el archimago Aruan, líder de los practicantes de dweomer exiliados, teje su tela de araña y planea el futuro de dos mundos.
Paul Kearney
El segundo imperio
Las Monarquías de Dios - 4
ePUB v1.1
arthor24.08.12
Título original:
The Second Empire
Paul Kearney, 2000.
Traducción: Nuria Gres
Diseño/retoque portada: Epica Prima
Editor original: arthor (v1.0 a v1.1)
Corrección de erratas: lenny
ePub base v2.0
Para John McLaughlin
Hace cinco siglos surgieron dos grandes fes religiosas que llegarían a dominar todo el mundo conocido. Se basaban en las enseñanzas de dos hombres. En Occidente, San Ramusio; en Oriente, el profeta Ahrimuz.
La fe ramusiana surgió en la misma época en que el gran imperio continental de los fimbrios empezaba a resquebrajarse. Los fimbrios, los mejores soldados que el mundo había visto, se vieron inmersos en una cruel guerra civil que permitió a las provincias conquistadas escindirse una por una y convertirse en los Siete Reinos. Fimbria quedó reducida a una sombra de sí misma, con unas tropas todavía formidables pero con la atención vuelta exclusivamente a los problemas del interior del país. Y los Siete Reinos fueron aumentando su poder… esto es, hasta que las primeras huestes de merduk empezaron a derramarse sobre las montañas de Jafrar, reduciendo rápidamente su número a cinco.
Así empezó la gran batalla entre los ramusianos de Occidente y los merduk de Oriente, una guerra esporádica y brutal que abarcó varias generaciones y que, en el siglo VI de la era ramusiana, estaba finalmente llegando a su clímax.
Porque Aekir, la mayor ciudad de Occidente y sede del pontífice ramusiano, acabó cayendo en manos de los invasores orientales en el año 551. De su saqueo escaparon dos hombres cuya supervivencia tendría grandes consecuencias para la historia futura. Uno de ellos era el propio pontífice, Macrobius, considerado muerto por los demás reinos ramusianos y por el resto de la jerarquía eclesiástica. El otro era Corfe Cear–Inaf, un simple alférez de caballería, que había desertado de su puesto, desesperado tras haber perdido a su esposa en el tumulto de la caída de la ciudad.
Pero la Iglesia ramusiana ya había elegido a otro pontífice, Himerius, que estaba decidido a purgar los Cinco Reinos de practicantes de dweomer, o magia. La purga provocó que el joven rey de Hebrion, Abeleyn, aceptara financiar una expedición desesperada al lejano oeste para buscar el legendario Continente Occidental, una expedición dirigida por su ambicioso y despiadado primo, lord Murad de Galiapeno. Murad chantajeó a un capitán mercante, Richard Hawkwood, para que comandara la expedición, y como pasajeros y futuros colonos se llevaron a algunos practicantes de dweomer de Hebrion, incluyendo a un cierto Bardolin de Carreirida. Pero cuando finalmente llegaron al legendario oeste, descubrieron que una colonia de magos y licántropos ya llevaba varios siglos residiendo allí, bajo la égida de un archimago inmortal, Aruan. Su grupo de exploración fue aniquilado; sólo sobrevivieron Murad, Hawkwood y Bardolin.
De nuevo en Normannia, la Iglesia ramusiana se escindió por la mitad cuando tres de los Cinco Reinos reconocieron a Macrobius como auténtico pontífice, mientras que el resto prefirió al recién elegido Himerius. La guerra religiosa estalló cuando los tres llamados Reyes Heréticos (Abeleyn de Hebrion, Mark de Astarac y Lofantyr de Torunna) decidieron luchar por conservar sus tronos. Todos lo consiguieron, pero Abeleyn tuvo que librar la batalla más dura. Se vio obligado a tomar por asalto su propia capital, Abrusio, por tierra y mar, destruyendo al hacerlo una buena parte de ésta. Y en el momento de la victoria final, fue derribado por un proyectil perdido, que dejó su cuerpo destrozado y sumido en un profundo coma.
Mientras Abeleyn yacía sin sentido, cuidado por su fiel mago Golophin, se desencadenó una lucha de poder. Su amante Jemilla trató de instaurar una regencia que gobernara el país, reconociendo el derecho de su hijo no nacido (teóricamente, engendrado por el rey) a sucederle en el trono. Golophin e Isolla, la prometida astarana de Abeleyn, trabajaron a su vez para frustrar las ambiciones de Jemilla. Después de que los poderes mágicos del agotado Golophin fueran restaurados por la inesperada intervención de Aruan, el mago del oeste, Abeleyn salió de su coma, y sus piernas desaparecidas fueron sustituidas por extremidades mágicas de madera.
Por todo el continente, las Monarquías de Dios se encontraban en un violento estado de ebullición. En Almark, el moribundo rey Haukir legó su reino a la Iglesia de Himerius, convirtiéndola de la noche a la mañana en un gran poder temporal. El hombre que la lideraba, Himerius, era en realidad un títere del hechicero del oeste Aruan y, tras un rito de iniciación extraño y agónico, el pontífice fue convertido en licántropo, igual que su señor.
Y, en Charibon, dos de sus más humildes clérigos, Albrec y Avila, encontraron por casualidad un antiguo documento, una biografía de San Ramusio en la que se afirmaba que el santo era el mismo hombre que el profeta merduk Ahrimuz. Los dos monjes, acusados de herejía, huyeron de Charibon, pero no antes de sufrir un macabro encuentro con el bibliotecario jefe de la ciudad monasterio, que resultó ser también un hombre lobo. Fueron sorprendidos por una tormenta invernal, y habrían muerto sobre la nieve de no haber sido rescatados por un ejército fimbrio, que estaba de camino al este para auxiliar a los torunianos en sus grandes batallas contra los merduk. Los monjes lograron finalmente llegar a la propia Torunn, donde comunicaron a Macrobius su trascendental descubrimiento.
Más al este, la fortaleza toruniana del dique de Ormann se convirtió en el foco del asalto merduk, y allí Corfe se distinguió en su defensa. Fue ascendido, y tras llamar la atención de la reina madre de Torunna, Odelia, se le encomendó la misión de reprimir a los nobles rebeldes del sur del reino. Tuvo que empezar con una banda de ex esclavos de galeras, un grupo variopinto y mal pertrechado, los únicos hombres que el rey le autorizó a llevarse. Torturado por el recuerdo de su esposa perdida, ignoraba que en realidad ella había sobrevivido a la caída de Aekir para convertirse en la concubina favorita del propio sultán Aurungzeb, y que estaba esperando un hijo de éste.
Los merduk renunciaron al fin a los costosos asaltos frontales y rodearon el dique de Ormann por mar, forzando la evacuación de la fortaleza. En su retirada, la guarnición se combinó con el ejército fimbrio, que había llegado demasiado tarde para reforzarla, y ambos ejércitos habrían sido aniquilados en la Cadena del Norte de no mediar la intervención de Corfe, que desobedeció sus órdenes y se llevó a sus hombres al norte para sacarlos de la encerrona. En cualquier caso, ambos ejércitos perdieron a la mitad de sus hombres, y Corfe, gracias a las intrigas de la reina madre toruniana, se convirtió en general de los soldados restantes. Él y Odelia se hicieron amantes, lo que avivó la campaña contra él en la corte, y también los prejuicios del rey Lofantyr.
Lofantyr dirigió a todo el ejército toruniano en un último intento de detener el avance merduk, y perdió la vida en una batalla titánica al norte de su capital. Corfe consiguió arrancar una sangrienta victoria de la debacle, y una vez más condujo al ejército a casa, en aquella ocasión para ser nombrado comandante en jefe.
Había terminado el año 551, y un nuevo capítulo de la turbulenta historia de Normannia estaba a punto de escribirse. En el horizonte, el maltrecho barco de Richard Hawkwood regresaba al fin, con noticias del terrible nuevo mundo que se agitaba en el oeste.
El improvisado timón se doblaba bajo sus manos, magullándoles las costillas. Hawkwood lo apretó con más fuerza contra su torturado pecho, junto a los demás, con los dientes apretados y la mente convertida en un estallido de blasfemias, una furia impotente que maldecía al viento, al barco, al propio mar y al vasto e indiferente mundo sobre el que avanzaban en una carrera enloquecida.
El viento viró un punto; Hawkwood lo sintió clavarse en su oreja derecha, cargado de lluvia gélida. Destensó las mandíbulas el tiempo suficiente para gritar hacia la proa por encima del azote de la galerna:
—Bracead las vergas… Está virando. Bracead la verga mayor, ¡que Dios os confunda!
Aparecieron más hombres sobre la cubierta azotada por las olas, saliendo de sus refugios y tambaleándose a través del inclinado combés del galeón. Iban cubiertos de harapos, algunos con aspecto de haber sido una vez soldados, con los restos de sus uniformes militares todavía aleteando en torno a su torso. Se movían de modo lento y torpe bajo la fría galerna; se hubiera dicho que su lugar era el pabellón de un hospital, en lugar de la cubierta de un barco castigado por la tormenta.
De las profundidades del torturado barco surgió un terrible rugido, que se elevó por encima de la cacofonía ensordecedora del viento, la furia de las olas y los gemidos de la arboladura. Sonó como una enorme bestia enjaulada que derramase su crueldad sobre el mundo. Los hombres de la cubierta se detuvieron en su manipulación de los empapados aparejos, y algunos trazaron el signo del Santo. Durante un segundo, un terror abyecto asomó a través del agotamiento que embotaba sus ojos. Luego volvieron a su trabajo.
Los hombres de popa sintieron que el timón se aflojaba ligeramente cuando se bracearon las vergas para recibir el viraje del viento. Les llegaba entre la cuadra y la aleta, y el galeón pugnaba por avanzar como un caballo con la nieve hasta el pecho. Navegaba sólo con la vela mayor rizada. El resto de las velas pendían en harapos de las vergas, y donde había estado el mastelero de mesana no quedaba más que un muñón lleno de astillas, con los restos de los obenques aleteando a su alrededor en jirones negros.
«Ya no falta mucho», pensó Hawkwood, y se volvió hacia sus tres compañeros.
—Navegará mejor ahora que el viento está en la cuarta. —Tuvo que gritar para hacerse oír por encima de la tormenta—. Pero mantenedlo así. Si el viento arrecia, tendremos que dejarnos llevar, y al diablo el rumbo.