Fue como oír un trueno distante, el rumor de una inconsciencia llena de desconcierto, dolor y furia. Pasó junto a escenas de matanzas, éxtasis de muerte sin límite. La profesión de Corfe, su vocación, era la destrucción de otros hombres, y se le daba muy bien, pero no disfrutaba con ello. Aquello la alivió inmensamente. Su alma no era la de un bárbaro sediento de sangre, pero era un salvaje a pesar de todo. Estaba lleno de repugnancia hacia sí mismo, y al mismo tiempo poseía un profundo deseo de redención que la sorprendió y conmovió.
Allí; allí estaba Aekir, ardiendo como el fin del mundo. Retrocedió un poco más, a la época anterior a todo aquello. Y allí habia un joven normal, de ojos más amables y menos certeza en su corazón. Totalmente distinto, al parecer, y sin nada excepcional.
Entonces comprendió que no debía curarlo. Su sufrimiento lo había convertido en lo que era, había forjado a un hombre a partir del niño y lo había hecho duro como el acero. Odelia sintió admiración por él, mezclada con compasión por su dolor. No podía hacer nada. Nada.
Lo abandonó, reacia a contemplar la felicidad que había existido antes de Aekir, las fugaces imágenes de la muchacha de pelo negro que había sido y siempre sería su único amor. Pero el joven que se había casado con la hija del mercader de sedas ya no existía. Sólo quedaba el general. Sí, podría ser rey. Podría ser un gran rey, uno sobre el que los siglos venideros contarían leyendas. Pero nunca estaría en paz consigo mismo… y aquello era lo que lo empujaba hacia la grandeza.
Odelia se reclinó en su silla y se frotó los ojos, sintiéndose vieja y sola.
—¿Y bien? —preguntó él.
—Bien, nada. Eres un campesino testarudo que necesita emborracharse más a menudo.
La sonrisa de Corfe la conmovió. Nunca sentiría pasión por ella, pero la apreciaba a pesar de todo. Tendría que bastar.
—Creo que tu magia está sobrevalorada —dijo él.
—La magia lo está a menudo. Me voy a la cama. Soy una anciana que necesita descansar.
Él le tomó una mano.
—No. Siéntate conmigo un rato, y nos acostaremos juntos.
Ella sintió que se sonrojaba, y se alegró de la penumbra de la habitación.
—Muy bien. Nos quedaremos aquí sentados junto al fuego, y fingiremos.
—¿Qué fingiremos?
—Que no hay guerras ni ejércitos. Sólo la lluvia en la ventana y el vino en tu copa.
—Brindo por eso.
Y permanecieron sentados, cogidos de la mano, mientras el fuego se consumía, tan satisfechos en el silencio compartido como un anciano matrimonio al final de un largo de día de trabajo.
«Se ha convertido en una extraña costumbre para un anciano», pensó Betanza, «esto de pasear por los claustros durante la noche. Me estoy volviendo peculiar en mis últimos años».
Las campanas de la catedral de Charibon habían anunciado la medianoche, y los claustros estaban desiertos a excepción de su silueta vestida de negro que andaba arriba y abajo, la viva imagen de un alma perturbada. Había empezado a hacerlo últimamente, paseando sus dudas sobre las losas de piedra hasta sentirse lo bastante fatigado para dormirse sin soñar. Y conseguir despertar a tiempo para los maitines, con el sol aún perdido al otro lado del oscuro horizonte.
«Los viejos necesitamos dormir menos que los jóvenes en cualquier caso», se dijo. «Estamos mucho más familiarizados con el concepto de nuestra propia mortalidad».
Había empezado el deshielo, y en lugar de nieve caía una gélida lluvia negra procedente de las Címbricas, alisando el oleaje en el mar de Tor y golpeando las tejas de piedra de la ciudad monasterio. La lluvia se desplazaba lentamente hacia el este, anegando las llanuras de Tor y golpeando las colinas occidentales de las Thuria. Por la mañana habría llegado al norte de Torunna, donde los ejércitos de Corfe estaban todavía a un largo día de marcha de sus lechos.
Betanza detuvo su incesante paseo. Había una figura solitaria en pie en el claustro delante de él, mirando al otro lado de los pilares, en dirección al empapado jardín central y la negra cuña de cielo sin estrellas que lo cubría. Una figura alta vestida con un hábito de monje. Otro excéntrico, al parecer.
Cuando se acercó a él, el hombre se volvió, y Betanza distinguió una nariz aguileña y una frente alta bajo la capucha. Unas cejas erizadas apenas entrevistas.
—Dios sea con vos —dijo el hombre.
—Y con vos —replicó educadamente el vicario general. Hubiera continuado, reacio a interrumpir las devociones del clérigo solitario, pero el otro volvió a hablar, deteniéndolo.
—¿No seréis por casualidad Betanza, el cabeza de la orden inceptina?
—Lo soy. —Era imposible distinguir el color del hábito del monje en la oscuridad, pero su tejido era rico y sin adornos.
—Ah, he oído hablar de vos, padre. Antes erais duque en Astarac, según creo.
El hombre había despertado su curiosidad. Betanza lo observó más de cerca.
—Cierto. Y vos sois…
—Mi nombre es Aruan. Soy un visitante del oeste, y he venido en busca de consejo en estos tiempos turbulentos.
Hablaba con acento de Astarac, pero había un extraño deje arcaico en su dialecto. Betanza pensó que hablaba como el personaje de algún cuento o romance antiguo. Sin embargo, en Charibon había gran cantidad de clérigos procedentes de muchas partes distintas del mundo en aquel momento. El día anterior, sin ir más lejos, había llegado una delegación de Fimbria, escoltada por cuarenta piqueros vestidos de negro.
—¿De qué parte de Astarac procedéis? —preguntó.
—Soy originario de Garmidalan, pero hace muchos años que no vivo allí. Ah… Escuchad, Betanza. ¿Lo oís?
Betanza inclinó la cabeza, y por encima del siseo de la lluvia le llegó un aullido lejano y melancólico, débil pero claro. Fue amplificado por otro, y luego otro más.
—Lobos —dijo—. Bajan a buscar comida a las mismas calles de la ciudad en esta época del año.
Aruan sonrió de modo extraño bajo la capucha.
—Sí, puedo creerlo.
—Bueno, debo continuar. Os dejaré con vuestras meditaciones, Aruan. —Y Betanza continuó con su interrumpido paseo. Había algo en aquel extraño que le inquietaba, y no le gustaba que le hablaran con tonos demasiado familiares. Pero no estaba de humor para dar importancia a aquellas cosas. Enterró sus frías manos en las mangas y empezó a recorrer de nuevo las losas del claustro, mientras los habituales dilemas volvían a rondar por su mente…
Y se detuvo en seco. El tal Aruan volvía a estar delante de él.
Sobresaltado, se apartó un paso de la oscura silueta.
—¿Cómo habéis…?
—Perdonadme. Ando muy ligero, y estabais perdido en vuestros pensamientos. Si pudierais concederme algo de vuestro tiempo, Betanza, hay cosas que me gustaría comentar con vos.
—Venid a verme por la mañana. Ahora, salid de mi camino —trató de intimidarle Betanza.
—Es una lástima. Una verdadera lástima. —Y algo sobrenatural empezó a suceder ante los atónitos ojos de Betanza.
La sombra negra de Aruan empezó a crecer, y el borde de su hábito se separó del suelo. Dos luces amarillas se encendieron como velas bajo la capucha, y se oyó el sonido de tela rasgada. Betanza trazó el signo del Santo y retrocedió, aturdido por la transformación.
—Sois un hombre competente —dijo una voz que ya no era del todo identificable como humana—. Es una lástima. Me gustan los pensadores independientes. Pero no tenéis las habilidades ni las vulnerabilidades que busco. Perdonadme, Betanza.
Ante él había un hombre lobo, que se había liberado del destrozado hábito. Sus orejas asomaban como cuernos del enorme cráneo. Betanza se volvió para huir, pero la bestia lo alcanzó, levantándolo en el aire como si fuera un niño. Entonces lo mordió una vez, destrozándole el hueso y los cartílagos del cuello, mientras cosas innombrables estallaban entre sus colmillos. Betanza se sacudió frenéticamente y cayó inerte como un trapo, con los ojos desorbitados y sin ver nada. Fue depositado suavemente sobre las losas ensangrentadas del claustro, un montón de ropa negra del que asomaba un rostro pálido y agónico.
Más allá del monasterio, los lobos aullaban tristemente bajo la lluvia.
—¿Acaso soy idiota? ¿Os parezco un idiota? —rugió el sultán de Ostrabar—. ¿Esperáis que crea que una hueste de quince mil hombres es una patrulla de reconocimiento? Por las barbas del amado Profeta, ¡estoy rodeado de imbéciles! ¿Qué es esto? ¿Algún juego de los tuyos, Shahr Johor? ¡Explícame cómo ha podido ocurrir esto… y explícame por qué no fui informado!
La majestuosa sala de reuniones donde Pieter Martellus había planeado la defensa del dique de Ormann estaba en silencio. Los oficiales merduk reunidos mantuvieron el rostro cuidadosamente inexpresivo. Shahr Indun Johor, comandante en jefe del ejército merduk, se aclaró la garganta. Una fina película de sudor le cubría el atractivo rostro.
—Majestad, yo…
—¡Nada de excusas o justificaciones! ¡Quiero la verdad!
—Es posible que me haya excedido, es cierto. Pero se me ordenó realizar un reconocimiento armado del paso de Torrin, y, si era posible, establecer una guarnición allí para cortar las comunicaciones entre Torunna y Almark.
—¡Repites como un loro el texto de mis órdenes! ¡Muy bien! Ahora explícame por qué fueron desobedecidas.
—Majestad, no desobedecí. De veras. Pero la resistencia era tan mínima que pensé que era el momento de asegurar nuestra presencia en la zona. Eso es… eso es lo que debía conseguir el ejército del
khedive
Arzamir. Ninguna de nuestras patrullas informó sobre la presencia de tropas regulares torunianas. ¡Ninguna! Y menos aún sobre la de esos malditos jinetes rojos y sus aliados fimbrios. De modo que… me excedí en mis órdenes. Ordené a Arzamir que, si la resistencia no aumentaba, tratara de llegar a Charibon. Fue un error, lo sé. —Shahr Johor se irguió, como si esperara recibir un golpe—. Asumo toda la responsabilidad. Aposté y perdí. Y hemos perdido diez mil hombres a causa de ello. No tengo excusa.
La habitación quedó en silencio. Podía haber estado habitada por un grupo de estatuas armadas. En las orillas del río, se oía a un
subadar
merduk arengando a sus tropas, y, más allá, el golpeteo regular de miles de martillos donde los últimos restos de las Murallas Largas eran derribados piedra a piedra.
Aurungzeb pareció encogerse, abandonando toda la ira que había prestado envergadura a su cuerpo. Rechinó los dientes de modo audible y siseó:
—¿Qué clase de hombre es? ¿Acaso es un mago? ¿Puede leernos la mente? Daría la mitad de mi reino por tener su cabeza en una lanza. ¡Batak!
Se oyó el batir de unas alas correosas, y un homúnculo del tamaño de una paloma descendió de las vigas para posarse sobre la mesa en el centro de la habitación. Varios oficiales presentes retrocedieron al verlo; otros arrugaron la nariz en un gesto de repugnancia. La diminuta criatura plegó las alas, inclinó la cabeza a un lado y habló con la voz de un hombre adulto.
—¿Mi sultán?
—Maldita sea, Batak, ¿no puedes acudir en persona? ¿Durante cuánto tiempo tendrás que permanecer oculto en esa torre, rodeado de abominaciones?
—Mis investigaciones están casi completas, mi señor. ¿En qué puedo serviros?
—Gánate el oro que te he regalado. Libérame de ese general toruniano.
El homúnculo tomó una pluma abandonada de la mesa, la mordisqueó y la arrojó a un lado, escupiendo como un gato. El brillo que infestaba sus ojos vaciló, y luego volvió a intensificarse.
—Lo que pedís no es trivial, mi sultán. Los Asesinos…
—Han rechazado mi oferta. Al parecer, perdieron a uno de ellos en Torunna, y no quieren arriesgar a otro. No, tú eres el mago, el gran dominador de la magia. Tu antiguo maestro Orkh tenía gran confianza en ti, de lo contrario no te hubiera nombrado mago de la corte después de él. Demuestra que eres digno de su confianza. Quiero a ese hombre muerto, y pronto. El asalto final contra Torunna empezará dentro de pocas semanas. Quiero que ese paladín esté muerto y enterrado para entonces.
—Veré lo que puedo hacer, mi señor. —El brillo de los ojos del homúnculo se apagó. La criatura dirigió una mirada furiosa a los hombres que la rodeaban, descubriendo sus diminutos colmillos. Luego emprendió el vuelo, y el viento de sus alas hizo salir volando algunos papeles de la mesa. Flotó en el aire durante unos momentos, y a continuación salió por la ventana abierta y desapareció.
—Esas criaturas son intrínsecamente malvadas, y no deberían ser utilizadas por un seguidor del Profeta —dijo una voz áspera. Aurungzeb se volvió. Era Mehr Jirah, y junto a él estaba la reina de Aurungzeb.
Ahara, una visión velada vestida de azul oscuro. Tras ella apareció la austera figura de Shahr Baraz. Unos sirvientes silenciosos cerraron de nuevo las puertas detrás del trío.
—En tiempos de guerra, hay que emplear todos los medios disponibles —murmuró el sultán, incómodo—. ¿Podemos ayudaros en algo, Mehr Jirah? Esto es una
indaba
secreta del alto mando. No hay lugar aquí para los mulás. Y Ahara, mi reina, ¿qué te trae por aquí en estos momentos? Las mujeres, aunque sean reinas, no deben acudir a estas reuniones. No es adecuado.
Ahara permaneció callada, pero dirigió una mirada a su compañero.
—Los dos deseamos hablar con vos, mi sultán —dijo Mehr Jirah—. Pero el asunto que nos trae aquí es de la máxima importancia, y no puede enunciarse con prisas. Por tanto, podemos esperar a que termine la
indaba
.
Su calma tuvo la virtud de tranquilizar a Aurungzeb. El sultán parecía a punto de hablar, pero cambió de opinión y se volvió de nuevo hacia la mesa, mientras jugueteaba con la empuñadura de la daga curva que llevaba en la faja de su cintura.
—Ya casi habíamos terminado, en cualquier caso. Shahr Johor, cometiste un grave error de juicio, pero comprendo qué fue lo que te indujo a ello. Por tal motivo, estoy dispuesto a ser clemente. Te daré otra oportunidad, pero sólo una más. Háblame de tus planes para la próxima campaña. Un resumen breve, por favor. Veo que Mehr Jirah y mi reina están impacientes. —Pronunció la última frase con evidente curiosidad.
El
khedive
merduk desenrolló un gran mapa sobre la mesa y situó tinteros como pisapapeles sobre las esquinas.
—Los planes están ya muy avanzados, majestad, y no se verán afectados en absoluto por nuestras pérdidas en el norte. Como sabéis, hemos tenido que adelantar la fecha de nuestra partida debido a la pérdida de la línea de aprovisionamiento por mar…