—Desde luego, os lo habéis ganado —le tranquilizó suavemente Golophin—. Estoy seguro de que Abeleyn no dudará en reconocerlo. Vuestra expedición puede haber fracasado, pero también ha sido una valiosa fuente de información. Decidme, ¿qué opináis de lord Murad?
—Creo que está desequilibrado. No me refiero a que eche espuma por la boca, ni nada de eso. Pero hay algo estropeado en su mente. La culpa fue del Continente Occidental.
—Y de esa chica cambiaformas, Griella.
—¿Bardolin os lo ha contado? Sí, es posible. Fue un asunto extraño. Él sentía algo por ella, y ella por él, pero la relación les perjudicó a ambos.
Isolla regresó con jarras de peltre llenas de vino frío.
—Majestad —dijo Hawkwood al tomar la suya, con los ojos brillantes.
Ella frunció el ceño.
—Todavía no.
—Faltan unas cuantas semanas. —Golophin sonrió—. Creo que Isolla está impaciente.
—Con vos, sí. A veces sois como un niño pequeño, Golophin.
—¿De veras? Abeleyn siempre me decía que era como una mujer vieja. Parece que sirvo para todo.
Hawkwood apartó la mirada de Isolla y dejó su jarra a un lado tras un breve sorbo.
—Me marcho. Sólo quería asegurarme de que Bardolin estaba bien.
—Hablaré con el rey de vuestra situación, capitán. Nos ocuparemos de que se os recompense por vuestras pérdidas y vuestra hazaña —prometió Golophin.
—No será necesario —dijo Hawkwood, con orgullo—. Cuidad de Bardolin; es un buen hombre, y no importa en qué lo convirtiera ese mago bastardo. Yo puedo cuidar de mí mismo. Adiós, Golophin. —Se inclinó ligeramente—. Señora… —Y se marchó.
—Un hombre orgulloso, para ser plebeyo.
—No es un hombre cualquiera —replicó Golophin—. He sido un estúpido al expresarme así. Merece un reconocimiento por lo que ha hecho, pero lo despreciará si cree que huele a caridad. Y entre tanto lord Murad debe de estar presumiendo en este momento, relatando las maravillas de su expedición y apuntándose todo el mérito que pueda. El mundo es repugnante, Isolla.
—Podría ser peor —contestó ella. Golophin la miró y se echó a reír.
—Ah, lo que es estar enamorado —dijo, y la frase hizo que Isolla se sonrojara hasta la raíz del cabello—. Seréis una fantástica esposa para él, si nuestro orgulloso capitán no os roba antes.
—¿Qué? ¿Qué estáis diciendo?
—No importa. Hebrion vuelve a tener rey, y pronto tendrá una gran reina. El país necesita descansar de guerras e intrigas durante un tiempo. Y también yo. Tengo intención de encerrarme aquí con Bardolin, y dedicarme sólo a la investigación. La he descuidado mucho últimamente; demasiada política. Entre vos y Abeleyn podéis gobernar el reino admirablemente sin mi ayuda. Simplemente vigilad bien a Murad y a esa arpía de Jemilla.
—Está acabada en la corte; ningún noble querrá darle ni los buenos días a partir de ahora.
—No estéis tan segura. Sigue llevando al hijo del rey en su seno, y, aunque sea ilegítimo, siempre habrá nacido antes que los que vos podáis tener.
—Esperemos que sea niña, entonces.
—Desde luego. Ahora regresad al palacio, Isolla. Allí hay un hombre que os necesita.
Ella besó la mejilla del anciano mago. En Hebrion había encontrado esposo, y también a un hombre que se había convertido en un padre. Golophin tenía razón. Lo peor había pasado. El país podría descansar.
Muerte de un soldado
«Pronto un gran guerrero se levantará sobre la tierra y veréis el suelo sembrado de cabezas cortadas. El clamor de las espadas azules resonará en las colinas y un rocío de sangre cubrirá los cuerpos de los hombres». |
Saga de Njal |
El palacio pontificio de Macrobius había sido antes una abadía inceptina, y aquel día estaba abarrotado de clérigos de todas clases, buscadores de empleo, guardias armados y escribientes manchados de tinta. La multitud aumentó con la llegada de un grupo de soldados torunianos ricamente vestidos, una guardia personal digna de una reina. Y, entre ellos, como una punta de lanza escarlata, ocho catedralistas en toda su gloria bárbara. Los sastres militares habían creado rápidamente unos chalecos rojos para ellos (era impensable que se presentaran ante el pontífice con su maltrecha armadura) y aunque, desde el punto de vista del atuendo, su apariencia era más respetable que antes, sus rostros tatuados y largas melenas los habían identificado desde el primer momento.
La reina Odelia y su general en jefe habían acudido a visitar a Macrobius, y debían ser recibidos con toda la pompa y ceremonia que pudiera conseguirse en la atribulada Torunn. Se habían erigido dos tronos (el reservado para la reina mucho menos ornamentado que el de Macrobius) y a un lado se había preparado una silla negra de líneas severas para el general.
Corfe era con mucho el miembro de aspecto más discreto de la procesión que había recorrido las abarrotadas calles de Torunn hasta el palacio pontificio, pero también el que había despertado más excitación entre el gentío. Le habían vitoreado continuamente, y algunos de los más efusivos se habían abierto paso entre el cordón de soldados para tocarle la bota o incluso para acariciar el flanco de su inquieto corcel. Andruw, que cabalgaba a su lado, lo había encontrado enormemente divertido, pero Corfe se sentía como un farsante. Le llamaban «el salvador del país», pero el país distaba mucho de estar salvado.
La procesión desmontó en la plaza principal de la abadía. Los balcones que la rodeaban estaban llenos de monjes y sacerdotes entusiasmados, un espectáculo extraño y algo cómico. Entonces Corfe tomó el brazo de su reina, y entre el resonar de las trompetas, fueron conducidos a la gran sala de recepciones del palacio, desfilando entre los aplausos de un grupo de nobles. Eran casi todo lo que quedaba de la nobleza toruniana, y su saludo fue claramente menos entusiasta que el de las multitudes al otro lado de los muros de la abadía. Los nobles miraban con desagrado a los salvajes tatuados, con extrañeza y disgusto al general vestido de negro, y con cierta desaprobación a la reina entrada en años. El rostro de Corfe parecía esculpido en madera cuando se detuvo frente al estrado pontificio y volvió a contemplar al anciano ciego que era el líder espiritual de la mitad del mundo occidental.
Monseñor Alembord apenas había empezado a aclararse la garganta para anunciar a sus eminentes visitantes, cuando Macrobius le interrumpió bajando del estrado y alargando un brazo.
—Corfe.
Corfe tomó aquella mano inquisitiva. Estaba seca como una hoja de otoño, y parecía ligera como el vilano. Corfe contempló el desfigurado rostro y recordó las noches frías y largas pasadas en la carretera del oeste durante la huida de Aekir.
—Santidad. Aquí estoy.
La gran cámara quedó en silencio, y la proclamación de Alembord se convirtió en una tos ahogada. Todos los ojos se posaron sobre el general y el pontífice.
—Ha pasado mucho tiempo, general —sonrió Macrobius.
—Es cierto.
—Una vez te dije que tu estrella aún no había acabado de ascender. Tenía razón. Has recorrido un largo camino desde Aekir, amigo mío. Un camino largo y difícil.
—Ambos lo hemos hecho —dijo Corfe. Le ardía la garganta. La visión del rostro de Macrobius le traía recuerdos de otro mundo, de otro tiempo. El anciano le apretó el hombro.
—Siéntate a mi lado, y háblame de tus viajes. Esta vez compartiremos algo más que un nabo.
La silla que se había reservado para Corfe fue acercada apresuradamente al trono pontificio, y los tres tomaron asiento después de que Macrobius saludara a la reina con bastante más formalidad. Los músicos empezaron a tocar, y el rumor de las conversaciones llenó el salón. Andruw permaneció al pie del estrado con los guardias catedralistas, y se encontró junto a un joven de su edad, ataviado con la túnica de los inceptinos.
—¿Qué tal, padre? —le dijo animadamente.
—Debéis llamarme «vuestra gracia». Soy obispo, ¿sabéis?
Andruw lo miró de arriba abajo.
—¿Y qué hago? ¿Besaros el anillo?
Avila se echó a reír, y tomó dos copas de vino de la bandeja de un sirviente que pasaba junto a ellos.
—Podéis besarme el trasero, si queréis. Pero antes bebed algo. Estas veladas son propias para ello, y tengo entendido que vos y vuestros bárbaros escarlata habéis vuelto del norte muy sedientos.
—No sabía que hubiera obispos tan jóvenes.
—Ni coroneles, bien mirado. Vine de Charibon con… con un amigo mío.
—Esperad. Creo que os conozco. ¿No nos encontramos con vos y vuestro amigo? Hace unos meses. Ibais por la carretera del norte con un par de fimbrios. Corfe se detuvo para hablaros.
—Tenéis buena memoria.
—Vuestro amigo… era el que no tenía nariz. ¿Dónde está ahora? ¿Se mantiene apartado de los poderosos?
—No… no sé dónde está. Pero os diré una cosa: beberemos a su salud. Un brindis por Albrec. Albrec el loco. Que Dios se apiade de él.
Entrechocaron las copas antes de tomar un buen trago.
—Tenemos motivos para creer que ese obispo errante vuestro sigue con vida —dijo Odelia—, y, lo que es más, se mueve con libertad por la corte merduk, difundiendo su mensaje. Por lo que sabemos, los mulás merduk lo están debatiendo ahora mismo.
Macrobius asintió.
—Sabía que lo conseguiría. Tiene la misma aura de hombre marcado por el destino que percibí en Corfe. Bueno, tal vez sea mejor así. La cosa ya no está en nuestras manos, después de todo. No veo otra opción que difundir la noticia también aquí en Torunna. El tiempo de los debates y discusiones ha pasado. Debemos empezar a divulgar la noticia de la nueva fe.
—Toda una revelación, esta nueva fe vuestra —dijo Corfe en voz baja. Odelia le había contado finalmente lo que había provocado las enconadas discusiones en el palacio pontificio. Se había asombrado tanto como el que más, aunque al principio lo había considerado un mero tema eclesiástico. Sin embargo, el hecho que los merduk estuvieran enfrascados en el mismo debate daba un color totalmente distinto al asunto. Podía haber ramificaciones militares.
El pontífice, la reina y el general estaban encerrados en los aposentos privados de Macrobius al final de un día largo y agotador, dedicado en gran parte a los discursos y las apariencias. La velada había sido todo un éxito, como había señalado Odelia. Su coronación había sido ratificada por la aprobación de la Iglesia, y todo el mundo había reparado en que el pontífice saludaba a Corfe como a un viejo amigo. Cualquiera que tratara de desestabilizar el nuevo orden se lo pensaría dos veces tras presenciar la entusiasta bienvenida que les había dado la multitud, y la aparente amistad entre corona e Iglesia.
—Si los merduk aceptan el mensaje de ese Albrec, ¿creéis que eso afectará a su actitud ante la guerra? —preguntó Odelia.
—No lo sé —le respondió el pontífice—. Hay hombres de conciencia en la nación merduk, siempre lo hemos sabido. Pero los hombres de conciencia no siempre tienen la influencia necesaria para detener las guerras.
—Estoy de acuerdo —intervino Corfe—. El sultán seguirá luchando. Todo indica que esta campaña será el clímax de toda la guerra. Quiere tomar Torunn antes del otoño, y no permitirá que los mulás se interpongan en su camino. Pero si conseguimos sobrevivir hasta el verano, es posible que un fin negociado de la guerra sea más factible.
—El fin de la guerra —dijo Odelia—. Dios mío, ¿sería posible? ¿Un final definitivo de todo esto?
—Ayer hablé con Fournier. Estuvo tan insoportablemente arrogante como siempre, pero cuando insistí se dignó decirme que las fuerzas merduk están sometidas a una gran tensión, y que las deserciones aumentan a diario. Si su próximo asalto fracasa, no cree que el sultán pueda continuar la guerra. Los
minhraib
estuvieron en campaña durante la cosecha del año pasado. Si tienen que hacerlo por segundo año consecutivo, Ostrabar se enfrentará a una hambruna. Ésta es la última oportunidad de Aurungzeb.
—No tenía ni idea —dijo Odelia—. No suelo pensar en ellos como hombres con cosechas y familias. Para mí son más bien como… como cucarachas. Matas a una y aparece una docena. De modo que al fin hay algo de esperanza; una luz al final del túnel.
—Hay esperanza —dijo pesadamente Corfe—. Pero, como he dicho, Aurungzeb lo apostará todo a ese asalto final. Podríamos enfrentarnos a ciento cincuenta mil enemigos en el campo de batalla.
—¿No deberíamos entonces quedarnos tras estos muros y resistir un asedio? Podríamos aguantar durante meses, hasta mucho después de la cosecha.
—Si lo hiciéramos, el sultán podría enviar a los
minhraib
a casa y contenernos con una fuerza más reducida. No; necesitamos obligarle a emplear hasta el último hombre. Hemos de llevarlo al límite. Para conseguirlo, tendremos que salir al campo y desafiarlo abiertamente.
—Corfe —dijo suavemente Macrobius—. Con tal cantidad de enemigos, no creo que haya esperanza.
—Lo sé, lo sé. Pero la victoria para nosotros es algo distinto del tipo de victoria que necesitan los merduk. Si podemos detener a su ejército de algún modo, contener este último asalto, y al mismo tiempo impedir que Torunn sea sitiada, habremos ganado. Creo que podemos hacerlo, pero necesito alguna ventaja, alguna oportunidad que me permita equilibrar un poco las cosas. Todavía no la he encontrado, pero lo haré.
—Rezo a Dios porque así sea —dijo Macrobius. Su rostro sin ojos estaba hundido y demacrado, testimonio vivo de lo que hacían los merduk en la hora de su victoria.
—Si eso ocurre, si consigues detener a ese gigantesco ejército… ¿qué pasará entonces? —preguntó Odelia—. ¿Qué podemos esperar recuperar o perder con una paz negociada?
—El dique de Ormann está perdido para siempre —dijo bruscamente Corfe—. Eso es algo a lo que debemos habituarnos. Y también Aekir. Si conseguimos que la frontera quede marcada por la línea del Searil, podremos considerarnos afortunados. Todo depende de cómo luche nuestro ejército en el campo. Estaremos comprando nuestro país con sangre toruniana, literalmente. Pero mi trabajo es matar merduk, no negociar con ellos. Eso lo dejo para Fournier y los de su calaña; no tengo aptitudes para ello.
«Pero las tendrás. Yo me encargaré», pensó Odelia. Y en voz alta dijo:
—¿Cuándo saldrá el ejército, entonces?