—Y eso no le hará ningún daño, general —replicó Corfe—. Muy bien. Ahora, ¿cómo van las obras en la carretera del oeste?
El pequeño grupo de hombres, en pie sobre la muralla de la barbacana azotada por el viento, estudió una a una las listas de Passifal. Las listas eran interminables, y los días demasiado breves para ocuparse de la mitad de sus tareas, pero poco a poco el ejército se iba preparando para la inminente campaña. La última campaña, tal vez. Eso era lo que todos esperaban. Entre tanto, había que alojar a los nuevos reclutas, voluntarios o no, había que domesticar y entrenar a los caballos, además de a los hombres, había que inventariar el tren de intendencia y equiparlo con todo lo que pudieran necesitar más de treinta mil soldados para una estancia prolongada en una zona inhóspita, y la propia carretera, que soportaría sus pies en cuestión de pocos días, tenía que ser reparada para que el ejército no quedara empantanado en el barro a la vista de la ciudad. No se podía dejar nada al azar. Era la última oportunidad de los torunianos. Si fracasaban, no quedaría nada que se interpusiera entre el reino y el horror de una ocupación merduk.
Corfe había sido invitado a cenar aquella noche en la residencia urbana del conde Fournier. En realidad, no tenía tiempo que perder en cenas sociales, pero la invitación le había intrigado, de modo que se vistió con su uniforme negro de gala y acudió, pese a la jocosa advertencia de Andruw de que vigilara lo que comía. La casa de Fournier era más bien una mansión, con un arco en una de las alas lo bastante ancho para dejar pasar un carruaje de cuatro caballos. Se encontraba en la elegante zona oeste de la ciudad, cerca del propio palacio, y en la parte trasera tenía unos grandes jardines que llegaban hasta el río. A la orilla del Torrin había un pequeño pabellón, y Corfe fue conducido hasta allí por un joven paje de cabello muy corto, tras dejar a su caballo en manos de un mozo, también muy joven. Fournier lo recibió con una sonrisa y una mano tendida. El pabellón contenía más cristal del que Corfe hubiera visto en su vida, como no fuera en una catedral. Estaba iluminado por linternas, y en su interior se había preparado una mesa para dos. A un lado, el poderoso río Torrin gorgoteaba en la oscuridad, con su orilla oscurecida por una hilera de sauces. Mientras Corfe miraba a su alrededor, algo se separó de uno de los sauces y se alejó con un batir de alas correosas. Una especie de murciélago.
—¿No lleváis escolta ni séquito, general? —preguntó Fournier, con una ceja enarcada—. Sois muy austero para un hombre de vuestro rango.
—He pensado que era mejor ser discreto. Además, los catedralistas son vitoreados cada vez que cabalgan por las calles.
—Ah, sí, no lo había pensado. Sentaos. Tomad algo de vino. Mi cocinero ha hecho maravillas esta noche. Creo que hay lubina del estuario y pichones silvestres.
La plata centelleaba a la luz de las velas sobre un mantel inmaculado. Las copas de cristal rebosaban de vino. Había un frasco decorado en oro, y un pequeño ejército de pajes, ninguno de los cuales alcanzaba la treintena. Fournier observó las miradas de Corfe y dijo brevemente:
—Me gusta estar rodeado de jóvenes. Me ayuda a mantener alto el… el nivel de energía. Ah, Marion, el primer plato, por favor.
Algún tipo de pescado. Corfe lo devoró automáticamente, y su plato estaba vacío cuando Fournier no había tomado más de tres bocados. El noble se echó a reír.
—Ahora no estáis en el campo, general. Deberíais saborear la obra de mi cocinero. Procede de oriente, en realidad, un converso de Calmar. Creo que en su juventud era pirata, pero uno no debería investigar demasiado de cerca los antecedentes de los genios, ¿no es así?
Corfe no dijo nada. Fournier parecía estar disfrutando, como si poseyera algún conocimiento secreto y lo saboreara con mayor deleite que la propia comida.
Los platos fueron retirados, y aparecieron otros. Fournier hablaba tranquilamente sobre temas gastronómicos: la poca eficiencia de la flota pesquera toruniana, la manera correcta de preparar una carpa. Corfe bebía vino con frugalidad y respondía con monosílabos. Finalmente retiraron el mantel, y los dos hombres se quedaron solos, con un plato de nueces y un frasco de brandy. Los criados salieron, y durante un rato el único sonido fue la tranquila música nocturna del cercano río.
—Habéis demostrado una paciencia digna de encomio, general —dijo Fournier, entre sorbos del delicioso licor fimbrio—. Había esperado algún tipo de estallido antes de que llegara el plato principal.
—Lo sé.
—Perdonadme. Disfruto con mis pequeños juegos. ¿Por qué estáis aquí? ¿Qué está ocurriendo en este día, víspera de grandes acontecimientos? Os lo diré, como recompensa por vuestra tolerancia.
Fournier metió la mano bajo la silla y depositó sobre la mesa un pergamino manchado de sangre. Sobre él había un sello roto, pero con suficiente cera para que Corfe distinguiera las cimitarras cruzadas de las fuerzas armadas de Ostrabar. Contra su voluntad, se irguió en su silla.
—Tomad una nuez, general. Combinan muy bien con el brandy. —Fournier abrió una nuez con un cascanueces de mango de marfil. También había sangre en el cascanueces.
—Hablad de una vez, Fournier —dijo Corfe—. No tengo más tiempo que perder.
La voz de Fournier cambió; el tono jocoso fue reemplazado por el más frío acero.
—Mis agentes han capturado hoy a alguien que nos interesa a todos. Un mulá merduk con dos compañeros, cabalgando solos ahí fuera. El mulá era un tipo pequeño y extraño, con la cara mutilada y sin dedos en una mano. Hablaba un normanio perfecto, con acento de Almark, y ha dicho que era el obispo Albrec, recién llegado de las delicias de la corte merduk.
Corfe no dijo nada, pero la luz de las velas despertó dos pequeños fuegos infernales en sus ojos.
—Nuestro clérigo aventurero llevaba encima este pergamino, y debo añadir que fueron necesarias grandes dosis de persuasión para que lo soltara. Tras un poco más de persuasión, reveló que le habían encargado que os lo entregara a vos, mi querido general. Sólo a vos, y en persona. Pues bien, tenemos un agente en el campamento enemigo, eso ya lo sabíais. Pero ¿queréis creer que hasta esta noche ni yo mismo conocía la identidad de ese agente? Extraño, pero cierto. Ahora sé todo lo que hay que saber, general. O casi todo. Tal vez podríais explicarme exactamente por qué estáis recibiendo despachos de alguien situado en el mismo corazón de la corte merduk.
—No tengo ni idea de qué estáis hablando, Fournier. ¿Qué dice el pergamino?
—Eso no importa de momento. Sin embargo, nos enfrentamos a la alarmante perspectiva de que el comandante en jefe toruniano tenga comunicaciones clandestinas con el alto mando enemigo. Eso, mi querido Corfe Cear–Inaf, es traición, se mire como se mire.
—No seáis absurdo, Fournier. Eso procede de ese agente vuestro del que tanto habéis presumido estas últimas semanas. ¿Qué dice el maldito pergamino? ¿Y qué habéis hecho con Albrec?
—Todo a su tiempo, general. Veréis, lo más interesante es que el pergamino no procede de ningún agente mío. Procede, como ha reconocido finalmente nuestro pequeño obispo deforme, de las manos de la propia reina merduk. Tal vez podríais explicarlo.
Corfe parpadeó, sobresaltado.
—No tengo ni idea…
—Coronel Willem —dijo Fournier, levantando un poco la voz. Instantáneamente, un grupo de hombres surgió de la oscuridad. Las velas iluminaron las hojas de sus espadas desenvainadas.
Un hombre con la cabeza afeitada y un parche en un ojo entró en el pabellón. Willem, uno de los oficiales de mayor graduación de Corfe. Tras él estaba el joven coronel Aras. Willem llevaba una pistola de caballería amartillada y lista, con la mecha ya encendida en la llave.
—Arrestad al general Cear–Inaf. Llevadle a mis oficinas del río y retenedle allí.
—Será un placer, conde —dijo Willem, sonriendo para mostrar unos dientes anchos y mellados—. Levántate, traidor.
Corfe continuó en su asiento. La estupefacción abandonó su mente en un instante. De repente comprendió muchas cosas. Estudió los rostros de los recién llegados con una rápida mirada. Todos eran extraños para él a excepción de Willem y Aras. Ni siquiera llevaban sus uniformes militares. Se volvió hacia Fournier, hablando con una voz tan tranquila como le fue posible.
—¿Por qué no me matáis ahora?
—Eso debería ser evidente para cualquiera. Las masas no lo tolerarían; sois su niño mimado, general. Debemos desacreditaros antes de ahorcaros.
—Nunca convenceréis a la reina —le dijo Corfe.
—Su opinión es tan intrascendente como su gobierno inconstitucional. La dinastía de los Fantyr está acabada. Torunna tendrá que encontrar a sus reyes en otra parte.
—Me apuesto algo a que no tendrán que buscar mucho.
Fournier sonrió.
—Willem, llévate de mi vista a este campesino advenedizo.
Un carruaje cerrado les esperaba en el patio. Corfe fue esposado y encerrado dentro. Aras compartía el espacio con él, con otra pistola amartillada y apuntada al pecho de Corfe, mientras Willem y los demás se sentaban fuera. El carruaje traqueteó a través de la capital dormida; se había hecho muy tarde. Corfe supuso que era más de medianoche. Su mente funcionaba a toda velocidad, pero se sentía curiosamente tranquilo. Todo habia salido a la luz al fin. No más intrigas; ya sólo valdría la fuerza bruta.
Miró a Aras a los ojos.
—Cuando os vi luchar en la Batalla del Rey, nunca hubiera creído que pudierais formar parte de algo así.
Aras no respondió. El interior del carruaje estaba iluminado por una sola linterna con una vela, y era difícil ver la expresión de su rostro.
—Esto significará una guerra civil, Aras. El ejército no lo tolerará. Y los merduk tendrán el reino en bandeja. Esto es lo que se propone Fournier: ser el gobernador de una provincia merduk.
Más silencio, a excepción del traqueteo de las ruedas de hierro y los cascos de los caballos sobre los adoquines.
—Por el amor de Dios, hombre, ¿acaso no veis dónde está vuestro deber?
El carruaje se detuvo. Alguien abrió la puerta desde el exterior, y Corfe fue empujado hacia fuera. El aire olía a pescado, alquitrán y algas. Estaban cerca de los muelles del sur, al borde del estuario. Oscuros edificios se recortaban contra el cielo, y Corfe distinguió las siluetas de varios mástiles de barco a la luz de las estrellas. No ofreció resistencia mientras lo trasladaban; estaba claro que Willem quería matarlo de inmediato. Corfe no le daría ningún motivo para disparar.
Linternas que oscilaban y esparcían una luz rota sobre los adoquines mojados. Hombres con armaduras, arcabuces, picas. Los soldados llevaban libreas extrañas; formaban parte de los reclutas que Corfe había traído a la capital. Él mismo había metido al enemigo en la ciudad. Aquél era el motivo de que se sintieran tan seguros.
Estaban en el interior. Alguien le dio un puñetazo en la oreja sin razón aparente. Bajaron por una escalera de piedra, con el agua cayendo por las paredes. Luz de antorchas, y un hedor repugnante que le revolvió el estómago.
—Agarradle —dijo la voz de Willem, y lo inmovilizaron entre varios. El coronel tuerto lo inspeccionó a la débil luz—. Te hemos pillado por sorpresa, ¿verdad? Creías que todo estaba firmado, sellado y entregado. Bueno, te equivocabas. Rata de alcantarilla… —Y dejó caer la culata de su pistola contra la sien de Corfe.
Corfe se tambaleó, y al segundo golpe su mundo se oscureció y le fallaron las piernas. Resistió, pero los hombres a su alrededor le agarraban con fuerza mientras Willem le descargaba golpe tras golpe en la cabeza. No había dolor, sólo una sucesión de explosiones en su cerebro. Como una batería de culebrinas disparando una tras otra. De algún modo, se mantuvo consciente. Su sangre manchaba las losas del suelo, y se le pegaba en los ojos y la nariz. Podía oír su propia respiración como si procediera de una gran distancia, los estertores propios de un tuberculoso agonizante.
El sonido de unas llaves, y lo arrojaron a la oscuridad de una celda, cerrando la puerta de golpe tras él. Los pasos se alejaron en el exterior, y las risas con ellos.
Le parecía que su cabeza no le pertenecía. La sentía llena de luces que centelleaban como una batalla en la penumbra, y las apretadas ataduras de las muñecas empezaban a hincharle las manos. El suelo estaba empapado y apestoso.
Corfe se sentó, y el dolor empezó a asomar por debajo del sobresalto. Le resonaban los oídos y tenía la boca llena de sangre. Vomitó, dejando un charco de bilis en el sucio suelo.
—¿Quién es? —preguntó una voz en la oscuridad, una voz extraña, con algo roto en su interior.
—¿Quién quiere saberlo? —jadeó Corfe.
—Me llamo Albrec. Soy un monje.
Corfe luchó por respirar.
—Volvemos a encontrarnos, entonces. Me llamo Corfe. Soy un soldado. —Y entonces la oscuridad de la celda le invadió la mente, y su rostro chocó contra el suelo.
Al amanecer habían empezado las detenciones. Willem y sus hombres recorrieron la ciudad en pelotones. Arrestaron primero a Andruw y Marsch, junto con Morin, Ebro y Ranafast. Luego el intendente Passifal y el general Rusio fueron sacados de sus camas y encadenados. Tres mil arcabuceros al mando del coronel Willem rodearon los cuarteles de los catedralistas, mientras el coronel Aras conducía a otros veinte tercios a confinar a los fimbrios de Formio. Se dictó una orden a todo el ejército, ordenando a los hombres permanecer en los cuarteles, y se impuso un toque de queda en toda la ciudad. Finalmente, el propio Fournier tomó a cincuenta hombres y entró con ellos en el palacio, exigiendo ser recibido en los aposentos de la reina. Odelia fue situada bajo vigilancia (por su propia seguridad, naturalmente), y el palacio fue sellado.
A mediodía, las mazmorras de la orilla albergaban a casi todos los oficiales del alto mando toruniano, y los soldados de brillantes libreas de los que se había mofado Andruw controlaban tres cuartas partes de la ciudad. Los catedralistas habían hecho un intento de escapar, pero los arcabuceros de Willem los habían derribado a docenas. Los fimbrios no habían hecho aún ningún movimiento, aparte de fortificar sus cuarteles con barricadas improvisadas. Sin embargo, apenas tenían municiones para sus escasos arcabuces, y sus picas resultarían casi inútiles para combatir en las calles. Por el momento, estaban contenidos. Fournier confiaba en que aceptarían algún tipo de acuerdo, y estaba dispuesto a dejarlos en paz. A lo largo de la tarde, sin embargo, situó baterías de artillería pesada alrededor de los fimbrios y los catedralistas, y el coronel Willem se llevó a unos doce mil regulares torunianos al norte de la capital. Les habían dicho que una partida de merduk se acercaba a la ciudad, y que el comandante en jefe había dado orden de interceptarla. Una vez fuera de Torunn, sin embargo, Willem los condujo al este, hacia la costa, donde no podrían molestar. El resto de los regulares, sin líderes y desconcertados, se quedaron en sus cuarteles, mientras a su alrededor las patrullas armadas mantenían al pueblo fuera de las calles, y se hacían circular rumores sobre merduk infiltrados para asustar a las masas. Así, con una astuta mezcla de mentiras, astucia y fuerza, Fournier estrechó su control sobre la capital.