El segundo imperio (31 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

BOOK: El segundo imperio
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Estableció su cuartel general en las cámaras del alto mando, en un ala de palacio, y al caer la tarde todo el lugar bullía de actividad, con idas y venidas de mensajeros, oficiales que recibían nuevos nombramientos y soldados confusos que montaban guardia. Tras una comida frugal, despidió a todo el mundo, y se sentó a la larga mesa, en la silla que había ocupado el rey Lofantyr, jugueteando con el extremo engrasado de su barba. No se volvió al oír un batir de alas en la ventana, ni pareció sobresaltarse cuando un homúnculo aterrizó ante él entre los papeles, mapas y tinteros. La pequeña criatura plegó las alas e inclinó la cabeza.

—Debo felicitarte —dijo la bestia, con voz de hombre—. La operación ha funcionado aún mejor de lo que esperábamos.

—Ésta era la parte fácil. Mantener las apariencias durante la próxima semana será más difícil. Confío en que tengas bien informado a tu amo.

—Por supuesto. Y está muy complacido. Quiere a Cear–Inaf con vida, para poder disponer de él a su gusto cuando entre en la ciudad.

—¿Y la reina? ¿Qué le sucederá? No podemos permitir que viva, ya lo sabéis.

—Desde luego. Pero Aurungzeb siente una extraña aversión a ejecutar a miembros de la realeza. Cree que ese tipo de acciones mete ciertas ideas en la cabeza de la gente.

—Tal vez pueda desaparecer, entonces. Podría escapar y que nunca se volviera a saber de ella.

—Creo que sería lo mejor.

—¿Cuándo se moverá el ejército de tu amo?

—Ya ha emprendido la marcha. En menos de una semana, mi querido conde, seréis el nuevo gobernador de Torunna, y responderéis sólo ante el propio sultán. La guerra habrá terminado.

—La guerra habrá terminado —repitió Fournier, pensativo—. Cear–Inaf es un advenedizo y un estúpido. Lo ha hecho bien, pero ni siquiera con su famosa habilidad podría ganar contra ciento cincuenta mil soldados. Lo que yo he hecho es evitar a Torunna una derrota catastrófica. He salvado miles de vidas.

—Sin duda. —¿Era su imaginación, o había cierto tono sarcástico en la voz que procedía del homúnculo?

—Ahora vete —le dijo bruscamente—. Di a tu amo que conservaré Torunn para él. Cuando llegue el ejército, las puertas se abrirán, y me ocuparé de que los regulares estén desplegados en otra parte. No habrá resistencia.

—¿Y las tropas personales de Cear–Inaf? Esos salvajes, y los fimbrios, por no mencionar a los veteranos del dique.

—Están contenidos, y serán totalmente neutralizados en los próximos días.

El homúnculo se preparó para remontar el vuelo, extendiendo sus alas de murciélago.

—Eso espero, mi querido conde. Por vuestro bien. —La criatura hizo una pausa antes de elevarse en el aire—. Por cierto, hemos oído rumores de que hay un agente vuestro trabajando en la corte. ¿Es eso cierto?

—Son rumores, nada más. Todos mis intentos de implantar un agente cerca de Aurungzeb han fracasado. Puedes felicitarle por su seguridad.

—Gracias. El homúnculo volverá dentro de dos días, para controlar vuestros progresos. Hasta entonces, conde. —Y la criatura despegó al fin, saliendo por la ventana abierta. Fournier la observó marcharse, y cuando hubo desaparecido se sacó un pañuelo del bolsillo para limpiarse el sudor del bigote.

Cuando Corfe despertó, le pareció que la pesadilla que le había atormentado el inconsciente continuaba junto a él, riendo a carcajadas en la oscuridad. Se llevó una mano al rostro y sintió un dolor agónico en las muñecas cuando la otra mano esposada ascendió con la primera. Estaban hinchadas hasta el punto de resultar inútiles. Un día más con aquellas esposas y se quedaría sin manos. Su rostro, cuando lo palpó cuidadosamente, le pareció ajeno; era una caricatura deforme, que resultaba extraña al tacto de sus dedos. Pese a sí mismo, gimió en voz alta.

—¿Corfe? —dijo una voz—. ¿Estáis despierto?

—Sí.

—¿Qué han hecho? Oí disparos.

—Están tratando de apoderarse de la ciudad, supongo.

—Han estado trayendo a más prisioneros durante toda la mañana. Docenas de ellos. He oído las puertas.

A Corfe le resultaba difícil pensar de modo coherente. Su mente parecía envuelta en lana.

—Fournier os capturó —dijo con voz pastosa.

—Sí, cuando venía hacia la ciudad. Tenía dos compañeros merduk. Los mató después de torturarlos. No quisieron hablar. —Hubo un sonido parecido a un sollozo—. Lo lamento. Yo no pude soportarlo.

—El pergamino. ¿Qué había en él?

—Todo el plan de campaña y orden de batalla de los merduk.

Corfe luchó por aclarar su mente y ordenar sus pensamientos. Ahogó el impulso de apoyar la cabeza en la inmundicia maloliente del suelo y dormirse.

—La reina merduk… Fournier dijo que lo había enviado ella. ¿Es eso cierto?

Hubo un silencio. Finalmente, Albrec dijo:

—Sí.

—¿Por qué? ¿Por qué iba a hacer algo así?

—Es… es ramusiana, de Aekir. Quiere vengarse.

—La honro por ello.

—Sí, aunque ya no va a servir de nada. ¿Qué va a hacer Fournier?

—Creo que tiene intención de rendir la ciudad a los merduk. Ha hecho algún tipo de trato con ellos. He sido un estúpido arrogante, un maldito estúpido.

El silencio se apoderó del interior de la celda. El agua gorgoteaba en algún lugar, y podían oír el rumor de las alcantarillas por debajo de ellos.

Las alcantarillas.

—Padre —dijo Corfe con repentina energía—. Recorred el suelo de este lugar. Debe de haber un desagüe en alguna parte, una rejilla o algo parecido.

—Corfe…

—¡Hacedlo!

Empezaron a rebuscar en la fétida oscuridad con sus manos, mientras sus dedos tropezaban con cosas innombrables. En una ocasión, la mano de Corfe se cerró sobre la humedad viviente de una rata. Escuchó, buscando el origen del sonido del agua. Finalmente lo encontró, y empezó a arrancar puñados de paja podrida del contorno de la rejilla. Sus dedos medio aturdidos trataron de calcular sus dimensiones: dieciocho pulgadas de lado, no más.

Un tirón al metal de los barrotes, pero la rejilla no se movió. Estaba firmemente incrustada en el mortero. Corfe rebuscó en sus bolsillos con apresuramiento febril, y encontró un cuchillo plegable. Willem le había quitado el puñal, pero había estado demasiado atareado golpeándole con la pistola para registrarle los bolsillos.

—Bastardos —espetó Corfe, triunfante. Abrió el cuchillo con sus torpes manos y empezó a rascar el mortero que fijaba la rejilla. Ya había empezado a deshacerse en algunos lugares, ablandado por la humedad del suelo. Arrancó terrones y astillas de mortero, clavando una y otra vez el pequeño cuchillo. Hubo un chasquido, y la punta se rompió. Corfe no se detuvo, sino que siguió trabajando en la sofocante oscuridad, ayudándose sólo con el tacto. De vez en cuando, las luces centelleantes regresaban a su mente, y tenía que detenerse y luchar contra el mareo que provocaban. Tardó horas (o lo que le parecieron horas), pero al final consiguió retirar todo el mortero del contorno de la rejilla. Volvió a guardarse cuidadosamente el cuchillo roto en el bolsillo. Algo cálido y líquido le resbalaba por las sienes. Sudor o sangre, no lo sabía.

—Venid, padre. Ayudadme.

Albrec chocó contra él.

—Sólo tengo una mano buena.

—No importa. Mejor tres que dos. Agarrad por aquí. —Situó los dedos del monje en el lugar deseado—. Ahora, a la de tres, tirad con fuerza.

Tiraron hasta que Corfe creyó que le estallaría la cabeza. Un leve movimiento, un pequeño sonido, nada más. Se derrumbó de lado en el suelo.

Dejaron transcurrir varios minutos, y volvieron a intentarlo. En aquella ocasión. Corfe se sintió seguro de que una esquina de la rejilla se había movido, y cuando la palpó descubrió que se había levantado media pulgada por encima del nivel de las losas del suelo.

Fue un tiempo extraño e infernal de dolor cegador e intensos esfuerzos físicos, todo ello en la más negra oscuridad. Tiraron de todas las esquinas de la rejilla, una tras otra, mientras sus dedos resbalaban en el cieno. Finalmente, Corfe consiguió deslizar la cadena de sus esposas bajo una esquina y tiró hacia atrás, sintiéndose como si sus manos fueran a separase de sus muñecas.

Un quejido de metal, y Corfe cayó de espaldas, con la pesada rejilla estrellándose contra su rodilla y provocándole un dolor increíble. Permaneció tumbado, tratando de respirar.

—Lo… lo hemos conseguido, padre.

Descansaron mientras escuchaban en la oscuridad. No se acercó ningún carcelero ni sonó ninguna alarma.

—¿Vamos a meternos ahí abajo? —preguntó Albrec al fin.

—Estamos en la orilla del agua. Todas las alcantarillas conducen directamente al río. No debería estar lejos; no más de cien yardas. Vamos, padre Albrec. Dentro de quince minutos estaréis respirando aire limpio. Yo iré primero.

El ruido del agua corriente le pareció muy fuerte al introducirse en el desagüe. El olor le provocó arcadas, pero no consiguió vomitar. Su estómago se había liberado muchas horas antes de los últimos vestigios de la cena de Fournier.

Sus piernas se hundieron en una corriente de líquido gélido. Sintió un momento de pánico total ante la idea de aventurarse allí abajo. ¿Y si no había espacio para respirar? ¿Y si…?

Su mano resbaló del borde del desagüe, y Corfe se deslizó por el bajante hasta caer en la alcantarilla. La corriente se lo llevó, golpeándolo contra ásperos muros de ladrillo. Tenía la cabeza debajo del agua. No podía respirar, ni siquiera sabía en qué dirección estaba la superficie. Sus pulmones chillaban pidiendo aire. El túnel medía menos de una yarda de anchura; trató de frenarse usando las paredes, magullándose la piel de nudillos y rodillas. Un breve jadeo de aire, y resbaló para ser arrastrado de nuevo. Su cabeza golpeó la pared del túnel. Tuvo ganas de gritar.

Y luego se encontró en el aire, volando sin esfuerzo alguno antes de volver a chocar contra el agua tras una caída de varias yardas en el vacío. Aire limpio y frío. Estaba en el río, y fuera era de noche. El agua era salobre en aquel lugar, tan cerca del estuario. Se atragantó y luchó frenéticamente por mantener la cabeza fuera del agua, agitando las manos esposadas. La corriente lo empujaba hacia abajo, en dirección al mar. Pero allí había un sauce, con las ramas bajas inclinadas hacia el agua. Trató de agarrar una rama, falló, fue golpeado en la cara por otra y asió una tercera, con la mano resbalando sobre las hojas. Se agarró a ella como a una cuerda, y encontró barro bajo sus pies. Vadeó hasta la orilla, tiritando de frío, y se tomó un segundo para recobrarse. Entonces recordó a Albrec, y empezó a buscar entre la embarrada orilla, hasta encontrar un palo largo, observando todo el tiempo la superficie del agua. Aguardó un largo rato, pero no vio nada. Hacía demasiado frío para quedarse allí. Albrec se había ahogado, o se había quedado en la celda. No podía esperar más. Las luces de Torunn eran brillantes y amarillas, y la muralla de la ciudad se erguía como un monolito apenas a doscientas yardas de distancia. Corfe había alcanzado la orilla en una pequeña zona pantanosa, justo en el interior del perímetro de la ciudad, no muy lejos de la barbacana sur. Estaba demasiado al descubierto. Tenía que moverse.

Había juncales en la orilla, llenos de basura antigua y apestosos por los efluvios de la alcantarilla. Pasó entre ellos lo más silenciosamente que pudo, y luego se detuvo. Alguien se movía delante de él. Un hombre.

—Buen Dios —susurró una voz—. Oh, Dios…

—¡Albrec!

—¿Corfe?

Corfe volvió a avanzar. El monje estaba hundido en el barro hasta los muslos, y parecía una reluciente criatura del pantano. Corfe tiró de él, y luego ambos se tumbaron entre los juncos durante un rato, totalmente agotados. Por encima de ellos, el cielo despejado estaba salpicado de estrellas de uno a otro horizonte.

—Vamos —dijo Corfe al fin—. Hemos de marcharnos. De lo contrario, moriremos aquí.

Sin hablar, Albrec se puso en pie, y ambos se tambalearon juntos como un par de borrachos cubiertos de barro.

—¿Adónde vamos? —preguntó el monje.

—A ver al único hombre de importancia al que no creo que Fournier haya molestado. Vuestro señor, Macrobius.

—¿Y el ejército?

—Fournier lo tendrá controlado de algún modo. Y habrá neutralizado a todos mis oficiales. Tal vez también a la reina. Tengo que quitarme estas malditas esposas antes de quedarme sin manos. ¿Cuántos disparos oísteis mientras estabais allí dentro?

—Muchas descargas. Pero sólo duraron unos minutos.

—Entonces no ha sido una batalla de importancia. Deben de tener a mis hombres encerrados de algún modo. Probablemente, los merduk ya estarán en marcha. ¡Aprisa, Albrec! No hay tiempo que perder.

Capítulo 19

Mientras sus damas chillaban aterradas, la reina se retorcía y gruñía en su silla, con los ojos temblando bajo los párpados cerrados. Llevaba casi dos horas en aquel estado, y todas deseaban llamar a alguien pidiendo ayuda, o mandar venir a un doctor o boticario. Pero la anciana Grania, que llevaba en el palacio más tiempo que las demás, y cuyos ojos oscuros no tenían ningún vestigio de senilidad, les ordenó que se callaran la boca y fingieran que no estaba ocurriendo nada extraño; de lo contrario, los guardias apostados fuera podían decidir entrar. De modo que el pequeño grupito de damas siguió bordando y tejiendo con fervor ausente, pinchándose los dedos con monótona regularidad mientras emitían pequeños sollozos causados por la situación en que se encontraban. Grania las observaba y se servía vasos de vino.

Ninguna de ellas se dio cuenta cuando la pequeña sombra velluda de ojos de rubí volvió a entrar en la cámara a través de la chimenea, y ocupó su lugar de costumbre en el centro de enorme telaraña que temblaba entre las sombras de las grandes vigas. La reina suspiró y se hundió más en su silla. Luego se frotó los ojos y se levantó, apoyándose una mano en la espalda. Durante varios segundos, pareció exactamente lo que era: una mujer sesentona y fatigada. Mientras sus damas parloteaban a su alrededor, tomó la copa de vino que le ofrecía la silenciosa Grania y la vació de un trago.

—Soy demasiado vieja para estas cosas —dijo a la anciana que había sido su niñera.

—Todas lo somos —repuso secamente la mujer. Y espetó, en dirección a las cotorras de brillante plumaje que charlaban a su alrededor—: Oh, callaos todas.

—No —dijo Odelia—. Seguid hablando; es una orden. Que los guardias oigan cómo charlamos. Si estuviéramos en silencio, podrían sospechar.

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