El segundo imperio (38 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

BOOK: El segundo imperio
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—¿Y qué seríais vos? ¿Mi obediente esposa? Preferiría compartir mi cama con una víbora.

Ella se incorporó y se encogió de hombros. Su corpiño había resbalado, y sus pechos pesados y de pezones oscuros estaban al descubierto. Jemilla apoyó la mano de Murad sobre uno de ellos, obligándole a pellizcar su suavidad.

—Pensadlo bien —dijo, con la voz convertida en un ronroneo—. Abeleyn es una parodia de hombre, que sigue con vida sólo gracias a la hechicería. No llegará a viejo.

—Puedo ser muchas cosas —dijo Murad—, pero aún no soy un traidor.

—Pensadlo —repitió ella, y se puso en pie, arreglándose el vestido y sacudiéndose la hierba del cabello—. Y, por cierto, el capitán de vuestro barco era un tal Richard Hawkwood, ¿no es así?

—Sí. ¿Y bien?

La voz de Jemilla cambió. Pareció perder una parte de su seguridad.

—¿Cómo está? Tengo una doncella que desea saberlo.

—¿Una doncella enamorada de un navegante? Supongo que está bastante bien. Sobrevivió, igual que yo. No hay mucho más que decir.

—Comprendo. —Jemilla recobró su compostura habitual, y se inclinó para besar la cicatriz en la frente de Murad—. Pensad en mi oferta. Me alojo en el ala oeste, en los aposentos para invitados. Podéis visitarme allí cuando queráis. Venid a hablar conmigo. Me siento muy sola allí. —Pasó un delicado dedo por la cicatriz que deformaba la piel de su sien. Luego se volvió y echó a andar por el jardín en dirección a las luces del palacio, agitando el abanico todo el tiempo.

Murad la observó alejarse. Un peculiar apetito despertó en su interior. Había algo en lady Jemilla que desafiaba su orgullo. Aquello le gustaba. Sus intrigas eran sueños peligrosos; pero la visitaría, de ello estaba seguro. Y la haría chillar, por Dios.

Abandonó la sombra del árbol y levantó la vista hacia las primeras estrellas que centelleaban en el cielo primaveral. Abrusio. Al fin estaba en casa. Y podría olvidar aquella horripilante pesadilla que había dejado atrás. Su aventura había sido un fracaso, pero le había enseñado muchas cosas. Tenía información que algún día podría ser útil.

Al día siguiente visitaría los cuarteles y se ocuparía de recuperar su antiguo mando. Y necesitaba un caballo nuevo, algún semental rebelde y malhumorado de los establos de Feramuno. Algo que poder disfrutar domesticando.

Había muchas cosas que disfrutaría domesticando. Murad levantó el rostro y rió en voz alta en dirección al cielo estrellado. Daba gusto estar vivo.

Epílogo

Al parecer, la primavera había llegado. Había una sensación de limpieza en el aire, y las prímulas florecían en hileras brillantes junto a los márgenes de la carretera del oeste. Corfe estaba en la cima de la torre, observando la luz manchada de nubes sobre las colinas. Si volvía la cabeza, vería el mar centelleando en el horizonte del mundo. Un mundo en paz.

—Pensé que te encontraría aquí —dijo una voz de mujer. Le tocó ligeramente un brazo, entre un susurro de largas faldas. Llevaba una corona.

Una mujer anciana. Parecía lo bastante madura para ser su abuela, pero estaba a punto de convertirse en su esposa.

—Todo parece tan tranquilo ahora… —dijo Corfe, sin dejar de mirar las vacías colinas al otro lado de las murallas—. Como si no hubiera sido más que un sueño.

—O una pesadilla —replicó Odelia.

Corfe no dijo nada. Los grandes túmulos funerarios de Armagedir estaban demasiado lejos para poder verlos, pero sabía que siempre los sentiría cerca, en algún lugar junto a su hombro. Andruw yacía bajo uno de ellos, igual que Morin, Cerne, Ebro, Ranafast y Rusio… y otros diez mil hombres sin rostro que habían muerto obedeciendo sus órdenes. Eran un monumento que nunca podría olvidar.

—Es la hora, Corfe —dijo suavemente la reina de Torunna.

—Lo sé.

Si miraba al este, en dirección al mar, vería un enorme y ornamentado campamento, lleno de alegres pendones de seda y estandartes merduk. El enemigo se había presentado tras su derrota, no exactamente con el rabo entre las piernas, pero sí con cierta humildad contenida. Corfe había dado permiso para que el sultán merduk, con un séquito apropiado, plantara sus tiendas a la vista de las murallas. Se había permitido a sus representantes el acceso a la ciudad aquella misma mañana, penetrando en paz en el lugar que tanta sangre habían derramado para conquistar. Querían presenciar la coronación del nuevo rey de Torunna, el hombre con quien tendrían que negociar en los días venideros. Todo era demasiado extraño para describirlo con palabras. Andruw lo hubiera encontrado inmensamente divertido.

Corfe parpadeó para ahuyentar el calor de sus ojos. Era muy duro, más duro de lo que habría imaginado.

—Murió bien —dijo Odelia en voz baja—, como él hubiera querido. Todos murieron bien.

Corfe asintió. También él se habría alegrado de morir aquel día, sabiendo que la batalla estaba ganada.

—Todavía nos falta conseguir la paz —dijo Odelia, con aquella inquietante intuición suya—. Tenemos que lograrlo. Lo que vas a hacer hoy forma parte de esa tarea.

—Lo sé. Aunque no estoy seguro de si ésta es la forma que hubiera escogido.

—Es la mejor manera —dijo ella, oprimiéndole el brazo—. Confía en mí, Corfe.

Se apartó del parapeto cojeando, con la mano de Odelia todavía sobre su brazo, volviéndose en dirección a la ciudad. Desde aquella altura, Torunna parecía una metrópolis de cuento de hadas. Las calles estaban abarrotadas de gente (se decía que había un cuarto de millón de personas congregadas en la plaza) y en todas las casas parecía ondear alguna bandera o estandarte. Los ciudadanos se apelotonaban en las ventanas de los pisos superiores como hileras de vencejos, y había soldados torunianos con uniforme de gala apostados en todas las esquinas.

—Acabemos con esto —dijo Corfe.

Formio había destacado una guardia de honor de piqueros fimbrios en el patio del palacio, que se pusieron firmes como autómatas en cuanto aparecieron Corfe y Odelia. El asistente fimbrio saludó a su comandante con una rara sonrisa, y un brazo aún en cabestrillo. Su aspecto era pálido y algo etéreo, pero había insistido en levantarse de la cama para estar presente aquel día. El vacío en el interior de Corfe se llenó un poco. Aras también estaba allí, con la gran cicatriz de su rostro prácticamente curada; la reina había trabajado de modo incansable después de Armagedir, salvando incontables vidas y agotándose hasta convertirse en una sombra en el proceso.

—Enhorabuena, señor —se atrevió a decir Aras.

—Gracias, general.

Corfe y Odelia subieron al carruaje abierto que les aguardaba, y salieron del palacio rodeados por cincuenta catedralistas montados, todos los supervivientes. En cuanto aparecieron en las puertas del palacio, un gran rugido se elevó entre la multitud. Recorrieron las calles empedradas entre el estrépito de los cascos de los catedralistas y los vítores frenéticos de la multitud. El aire estaba lleno de flores que arrojaban los espectadores desde las ventanas.

—Saluda, Corfe —dijo Odelia sin apenas mover los labios—. Son tu pueblo. Has ganado la guerra para ellos.

La procesión se detuvo ante los escalones de la catedral, y allí descendieron entre una nube de pajes, dignatarios y flores voladoras. Hubo un saludo de cornetas. Se detuvieron en los escalones de piedra, mientras Odelia sonreía y saludaba graciosamente con la cabeza al embajador merduk, un tal Mehr Jirah. Corfe le dirigió una mirada fría antes de seguir adelante. Los pajes levantaron la cola del vestido de la reina y el borde del largo manto de Corfe.

Y entraron en la catedral, en cuyos bancos se habían sentado todos los nobles que aún quedaban en el reino, junto a las personas más importantes de Torunna. Corfe captó la mirada del almirante Bersa, cerca del pasillo. El anciano almirante le dedicó un guiño cuando pasó junto a él, con el rostro rígido como la madera. Distinguió la cabeza canosa de Passifal entre los militares reunidos. Corfe no reconoció a nadie más. Siguió cojeando pasillo adelante, con la mirada fija delante de él y el rostro inexpresivo.

En el altar les aguardaba el propio Macrobius, con su sonrisa de ciego. Lo flanqueaban los obispos Albrec y Avila, sosteniendo sendos cojines de terciopelo. Sobre uno de ellos descansaba la corona de Torunna. Sobre el otro había un par de simples anillos de oro. Cada uno de aquellos símbolos dependía del otro; ambos se consideraban necesarios para el bienestar del país.

Corfe y la reina se detuvieron ante el pontífice. Cuando lo hicieron, Albrec miró a Corfe a los ojos. Parecía extrañamente perturbado. Por un momento, Corfe pensó que el diminuto clérigo estaba a punto de hablar, pero lo pensó mejor. El momento pasó.

Otra fanfarria de cornetas. Humo de incienso, tan intoxicante como el de pólvora, retorciéndose en cintas bajo los rayos inclinados de sol que entraban por los altos ventanales. El vidrio policromado arrojaba torbellinos de color sobre las losas, ahogando la luz de los cirios y arrancando destellos dolorosos del oro y las joyas que resplandecían por todas partes, incluso sobre la ropa de Corfe.

Imágenes que descendían sobre su mente como una lluvia. Su primera boda, en una pequeña capilla cerca de la puerta sur de Aekir. Heria portaba un ramito de prímulas. También era primavera. Llevaban dos años casados cuando empezó el asedio.

Sentado en el barro bajo una carreta destrozada en la carretera del oeste junto al mismo hombre que estaba a punto de coronarle, royendo un nabo medio crudo y limpiándose la lluvia de los ojos.

Compartiendo un odre de vino con Marsch y Andruw en las murallas de Hedeby, tras su primera batalla juntos. Ebrios de victoria y de la camaradería que la enriquecía, creyendo por el momento que todo era posible.

—Sí, quiero —repuso, cuando Macrobius le hizo la pregunta. Y alguien le deslizó el oro frío en el dedo. Odelia le miró a los ojos, con un rostro que revelaba al fin toda su edad. Cuando Corfe le puso el otro anillo, la reina apretó el puño en torno a él como si quisiera evitar que pudiera escapársele. Su beso fue seco y casto como el de una madre. Unos momentos después, la corona fue depositada sobre su cabeza. Resultó sorprendentemente ligera, en absoluto comparable al peso de un yelmo. Podía haber estado hecha de plumas y hojalata.

Cuando se incorporó, el sol captó los metales preciosos de su corona convirtiéndola en llamas, y todas las campanas de la catedral de Torunn empezaron a tocar al unísono, mientras en el exterior se oían los poderosos vítores de la multitud de personas que se habían convertido en sus súbditos.

Y estaba hecho. Corfe volvía a tener esposa, y Torunna un rey.

El embajador merduk fue el invitado más importante en la fiesta de aquella noche. Corfe y su reina lo recibieron en la enorme sala de audiencias del palacio, rodeados de guardias y funcionarios de la corte. Estaba presente el nuevo senescal, que no era otro que el coronel Passifal, designado por real decreto. Permanecía en pie junto a los tres tronos, con aspecto incómodo pero curiosamente decidido. El general Aras, también presente, había sido ascendido a comandante en jefe del ejército, con Formio como segundo de facto. El fimbrio hubiera sido la primera opción de Corfe, pero Odelia le había dejado muy claro que incluso un rey debía pensarlo dos veces antes de poner al ejército nacional bajo el mando de un extranjero.

Corfe necesitaba rostros familiares a su alrededor, y éstos eran cada vez más difíciles de encontrar. El tercer trono sobre el estrado estaba ocupado por otra cara conocida, la de Macrobius. Junto a él se encontraba Albrec, y un anciano clérigo con aspecto de gnomo llamado Mercadius, que hablaba merduk con fluidez. Lo más extraño era que Corfe había compartido alguna historia con casi todos los presentes. Había combatido junto a Aras, Formio y Passifal. Había salvado la vida de Macrobius. Había escapado de las mazmorras de Fournier con Albrec. La guerra le había costado su esposa, y los mejores camaradas que hubiera conocido, pero de no haber sido por la guerra no habría gozado de la amistad de hombres como aquéllos, hombres como Andruw y Marsch, y habría sido más pobre por ello.

Mehr Jirah entró en la sala de audiencias sin ceremonia, rodeado sólo por un par de clérigos merduk, de aspecto sorprendentemente similar al de los monjes ramusianos, aunque sin tonsuras. Mercadius de Orfor tradujo su discurso al normanio para los demás oyentes.

—Éstas son las palabras que mi señor, el sultán de Ostrabar, me ha ordenado dirigir al rey de Torunna:

Enviamos saludos al nuevo rey de Torunna, y le felicitamos por su inesperada ascensión al trono. Ciertamente, Dios ha sido amable con él. Ahora nos dignaremos hablar con él de soldado a soldado, en los términos más claros posibles. La matanza de nuestros jóvenes ya ha durado demasiado tiempo. Hemos alfombrado el mundo con los cadáveres de nuestros muertos, y, en el nombre de Dios y su Profeta, ofrecemos al nuevo rey de Torunna la posibilidad de acabar con las muertes. En nuestra generosidad, refrenaremos la ira de nuestros poderosos ejércitos, y permitiremos que el reino de Torunna sobreviva, si el rey Corfe reconoce la soberanía de Aurungzeb el Grande, sultán de Ostrabar, conquistador de Aekir y el dique de Ormann. No tiene más que doblar su rodilla ante nosotros para que la guerra llegue a su fin y la paz reine entre nuestros pueblos para siempre.

»¿Qué contesta el monarca de Torunna?

Hubo un murmullo de indignación entre los torunianos reunidos cuando Mercadius tradujo aquellas palabras, y Aras dio un paso adelante, llevándose la mano adonde debería haber estado su espada. Pero nadie llevaba armas en la sala de audiencias salvo el propio rey. Corfe se levantó, con los ojos centelleantes.

—Mehr Jirah, algunos de los presentes hemos oído hablar de vos. Me han dicho que sois un hombre de honor e integridad, y como tal os pido que recordéis que lo que voy a decir no va dirigido contra vos ni contra la fe que profesáis, una fe que ahora sabemos que es casi la misma que la nuestra. Esto va dirigido a Aurungzeb, vuestro señor.

»Decidle que Torunna nunca se someterá a él, aunque traiga ante sus muros diez veces más hombres de los que posee. En Armagedir trató de destruirnos, y le derrotamos. Si es necesario, volveremos a derrotarle. Nunca nos rendiremos, aunque tengamos que luchar hasta el último hombre oculto en las colinas. Resistiremos hasta que se abra el mundo el día del Juicio Final.

»Queremos la paz, sí, pero sólo si se lleva a sus ejércitos derrotados y abandona para siempre el suelo toruniano. Si no lo hace, juro por mi Dios que le expulsaré. Su pueblo no conocerá un momento de paz mientras yo viva. Aunque tarde veinte años, lo empujaré de nuevo hasta la otra orilla del río Ostio. Mataré a cada merduk, hombre, mujer o niño que caiga en mis manos. Quemaré sus ciudades y sembraré su suelo de sal. Convertiré su reino en un desierto de sufrimiento, y borraré de la faz de la tierra hasta el último recuerdo de Ostrabar y su sultán.

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