El segundo imperio (23 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

BOOK: El segundo imperio
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Quería morir.

Pero no podía. Llevaba un hijo en su seno. No era el hijo de Corfe, pero también era algo precioso, algo suyo. Por el niño, seguiría con vida… y tal vez incluso podría hacer algo para ayudar a Corfe y los torunianos, para ayudar a los que habían sido su gente.

Pero el dolor… Aquel tormento desgarrador…

—Shahr Baraz —dijo, sin volverse.

—¿Señora?

—Necesito… necesito un amigo, Shahr Baraz. —Las lágrimas le quemaban los ojos. No podía ver. El dolor latía en su voz como el ala de un cisne en pleno vuelo.

Una mano se apoyó suavemente en su cabeza, y descansó allí un segundo antes de retirarse. Era el primer contacto de auténtica amabilidad que había recibido en mucho tiempo, y rompió algún dique en su alma. Inclinó la cabeza y se echó a llorar amargamente. Cuando se hubo recuperado, vio a Shahr Baraz con una rodilla en tierra frente a ella. Sus dedos le palmeaban ligeramente el antebrazo.

—Se supone que una reina merduk no debe llorar —dijo él, pero su voz era gentil. Sonrió.

—Sólo he sido reina durante una mañana. Tal vez me acostumbraré.

—Secaos los ojos, señora. Tenéis el rostro manchado de kohl. Ya está. —Le limpió la pintura de la cara con el pulgar. Su velo cayó.

—Si un hombre toca a una de las mujeres del sultán, le arrancan las manos —le recordó ella.

—Yo no lo contaré si vos no lo hacéis.

—De acuerdo. —Trató de sobreponerse—. Debéis perdonarme. Las emociones de la mañana…

—Una de mis hijas tiene más o menos vuestra edad —dijo Shahr Baraz—. Ruego porque nunca tenga que sufrir como creo que habéis sufrido vos. Preferiría que pasara la vida en una cabaña de lona con un hombre al que amara que… —Hizo una pausa, y luego se irguió—. Haré que envíen a vuestras doncellas, señora, para que podáis recomponeros. No es apropiado que esté aquí a solas con vos, aunque sea un anciano. El sultán no lo aprobaría.

—No. Si queréis hacer algo por mí, ordenad que me envíen al pequeño monje ramusiano. Está encerrado en los niveles inferiores de la torre.

—No estoy seguro de que…

—Por favor, Shahr Baraz.

Él asintió.

—Sois la reina, después de todo. —Se inclinó y salió de la habitación.

«Una reina», pensó. «¿Así que eso es lo que soy ahora?» Recordó el infierno de la caída de Aekir, el soldado merduk que la había violado con el resplandor de la ciudad en llamas clavado en sus ojos. El terrible viaje al norte en las carretas, con los torunianos de John Mogen caminando junto a ellas con yugos en el cuello. Hombres crucificados por millares, niños abandonados para morir en la nieve. Todos aquellos recuerdos. Convertían una parte de su mente en un caos que había aprendido a aislar para no volverse loca.

Estaba sola en la habitación. Por un bendito momento, estaba sola. Sin doncellas chismosas ni eunucos espías. Sin concubinas que intrigaban sin cesar, y protestaban por ofensas mezquinas o desdenes imaginarios. Podía quedarse en la ventana, contemplar lo que había sido su país y sentirse libre. Su nombre era Heria Cear–Inaf, y no era ninguna reina, sólo la humilde hija de un comerciante en sedas, y su corazón seguía siendo suyo para entregarlo a quien quisiera.

—Por las barbas del Profeta… ¿Qué significa esto? ¿Estás aquí sentada sola? Dientes de Dios, esto no puede ser… ¿Dónde está ese bribón de Baraz? Haré que le azoten.

El sultán de Ostrabar entró en la cámara como una galerna, acompañado por un grupo de oficiales de su estado mayor. Volvía a estar cubierto de joyas y oro, y un suntuoso manto recamado de piel volaba a su alrededor como una nube. En las puntas de sus botas relucían las tachuelas de plata.

Heria volvió a velarse a toda prisa.

—Shahr Baraz ha ido a hacer un encargo para mí, mi señor. No le echéis la culpa. Quería asegurarme de que podía darle órdenes.

Aurungzeb soltó una gran carcajada.

—¡Bien hecho, esposa! Esa familia necesita que la humillen. Tienen demasiados aires. ¿Has comprendido mi broma, entonces? Es lo que más se comenta entre los oficiales. ¡Un Baraz convertido en doncella! Mantenlo siempre ocupado, le sentará bien. Pero todavía llevas el traje nupcial. Quítate esos antiguos harapos; la tradición está muy bien, pero no podemos permitir que mi primera esposa parezca una mendiga de la estepa. ¿Dónde están tus criados? Patearé el gordo trasero de Serrim la próxima vez que le vea.

—Están preparando mi guardarropa —mintió Heria—. Les he ordenado que lo hagan entre todos. Son tan lentos…

—Sí, sí, debes mostrarte firme con ellos. Haz que azoten a unos cuantos, y el resto empezará a funcionar de maravilla.

Aurungzeb la abrazó. La cabeza de Heria apenas le llegaba a la barbilla, aunque era una mujer alta.

—Ah, este hermoso cuerpo. No sé cómo me mantendré apartado de él hasta que nazca el niño. —Le acarició el cabello con la cara, sonriendo—. Debo irme, mi reina. Shahr Johor, buscad a esas malditas doncellas. Mi esposa está aquí sentada a solas como una viuda. Y que traigan el mobiliario, las cosas que pedimos que enviaran de Aekir.

Aurungzeb pasó la vista en torno a la habitación. Había formado parte de los aposentos de Pieter Martellus en los días en que el dique era toruniano, y era austero como un cuartel.

—Un entorno muy pobre para una mujer. Habrá que embellecer esto un poco. Es posible que ordene que esta torre siga en pie, como monumento. Es mejor que una tienda en el campo. Más tarde cenaremos juntos, Ahara. He invitado a todos los embajadores. Comeremos langostas recién llegadas de la costa. ¿Has probado la langosta? Ah, aquí está Shahr Baraz. ¿A qué viene esto de dejar sola a la reina?

Shahr Baraz permaneció en pie en el umbral, sin ninguna expresión en el rostro.

—Mis disculpas, sultán. No volverá a ocurrir.

—No pasa nada, Baraz, creo que mi palomita occidental ha estado jugando contigo. —Y añadió, en un aparte a Heria—: Se parece mucho a su terrible padre, y es igual de puritano. Mantenlo siempre ocupado, amor mío, ésa es la manera. Bien, debo irme. Ponte el vestido azul hoy, la tela que nos enviaron los nalbeni. Te resalta los ojos. —Y salió de la habitación a grandes zancadas, con su vozarrón resonando en el corredor, mientras sus acompañantes se esforzaban por caminar a su altura.

Cuando condujeron a Albrec a los aposentos de la nueva reina, ésta se había despojado del sombrío vestido nupcial y estaba envuelta de pies a cabeza en seda azul cielo. Una diadema de plata relucía sobre su cabeza velada, y sus llamativos ojos quedaban resaltados por la pintura. Estaba reclinada en un diván bajo, mientras a su alrededor media docena de doncellas descansaban sobre cojines. Un merduk alto de avanzada edad a quien Albrec no había vasto antes en la corte permanecía junto a la puerta, rígido como una lanza. Las austeras paredes de piedra de la habitación habían sido decoradas con cortinas bordadas y tapices brillantes. El incienso ardía en un quemador dorado, y varios braseros muy recargados emitían un calor reconfortante, con el carbón de su interior de un rojo intenso. Tres niñas mantenían el carbón encendido con discretos movimientos de sus pequeños fuelles. El contraste entre la delicada suntuosidad de la cámara y la pobreza desfigurada del monje no podía haber sido mayor.

Albrec se inclinó al recibir un codazo de Serrim, el eunuco.

—Majestad, creo que debo felicitaros por vuestra boda.

La reina merduk tardó un momento en responder.

—Sentaos, padre. Rokzanne, vino para nuestro invitado.

Albrec recibió un taburete para sentarse y una copa del líquido claro y acre que los merduk se empeñaban en llamar vino. No apartó los ojos del rostro velado de la reina.

—Os hubiera recibido con menos ceremonia —dijo Heria con ligereza—, pero Serrim ha insistido en que empiece a… a comportarme como corresponde a mi nueva posición.

Albrec pasó los ojos por el aposento, un cruce entre un cuartel y un burdel.

—Admirable —murmuró.

—Sí. Venid, permitidme que os muestre el paisaje desde el balcón. —Heria se levantó y tendió una mano al pequeño monje. Éste se levantó torpemente de su taburete bajo y tomó sus dedos con lo que quedaba de su propia mano. Las mujeres de la cámara susurraron y murmuraron entre ellas.

Heria lo condujo al balcón y permanecieron allí con el viento fresco en los rostros, contemplando la ruina de la gran fortaleza. Las Murallas Largas ya habían sido demolidas, y miles de soldados trabajaban para desmantelar sus restos y transportar los ciclópeos bloques de granito al otro lado del Searil en grandes barcazas. En la orilla oriental del río se estaban poniendo los cimientos de otra fortaleza. La torre donde se encontraban Heria y Albrec sería pronto todo lo que quedaría de la gran obra de Kaile Ormann. Incluso el dique sería rellenado con el trabajo de miles de esclavos torunianos. Las fortificaciones menores de la isla serían reconstruidas, y donde habían estado las Murallas Largas se alzaría una barbacana. Aurungzeb estaba construyendo una imagen especular de la antigua fortaleza, que miraría al oeste en lugar del este.

—Habladme de él, padre —murmuró Heria—. Contadme todo lo que sepáis. Rápido.

Las doncellas y eunucos los estaban observando. Albrec mantuvo la voz tan baja que el viento la volvió casi inaudible.

—He oído decir que es un John Mogen redivivo. Goza del favor de la reina de Torunna. Sin duda fue ella quien le nombró comandante en jefe. Eso ocurrió después de que yo abandonara la capital. Luchó aquí, en el dique, y en el sur. Hasta los fimbrios lo obedecen.

—Decidme qué aspecto tiene ahora, padre.

Albrec estudió su rostro. Estaba pálido y tenso por encima del velo, como marfil esculpido. Con la pesada pintura de sus párpados, parecía llevar una máscara.

—Heria, no os atormentéis.

—Decídmelo.

Albrec pensó en aquel breve encuentro en el camino a Torunn. Parecía que hubiera transcurrido mucho tiempo.

—Lleva el dolor escrito en la cara, y en los ojos. Hay cierta dureza en él.

«Es un asesino», pensó Albrec. «Uno de esos hombres que descubren que tienen una aptitud para matar, igual que otros pueden esculpir estatuas o componer música». Pero no se lo dijo a Heria.

La reina merduk permaneció muy quieta, con el frío viento levantándole el velo como si fuera humo.

—Gracias, padre.

—¿No vais a entrar, señora? —dijo la voz aguda del eunuco detrás de ellos—. Empieza a hacer frío.

—Sí, Serrim. Entraremos ahora mismo. Sólo estaba mostrando al hermano Albrec los inicios de la nueva fortaleza de nuestro sultán. Me ha dicho que deseaba verlos. —Y añadió, dirigiéndose a Albrec en un aparte rápido y brusco—. Debo sacaros de aquí, hacer que regreséis a Torunn. Debemos ayudarle a ganar esta guerra. Pero nunca debéis contarle en qué me he convertido. Su esposa está muerta. ¿Me oís? Está muerta.

Albrec asintió sin decir nada, y la siguió de vuelta al calor perfumado de la habitación.

Capítulo 14

Llovía mientras la larga y exhausta columna de hombres y caballos cruzaba la puerta oriental, convirtiendo la carretera en una ciénaga de barro que les cubría los tobillos. Un ejército exhausto, que se extendía durante millas hacia las colinas del norte, y que traía consigo un abigarrado convoy de varios centenares de carretas, abarrotadas de civiles silenciosos y encogidos, algunos con la cabeza cubierta con tela impermeable y otros sentados bajo la lluvia con aire aturdido. Casi todas las carretas avanzaban rodeadas de un grupo de sucios soldados de infantería, que pugnaban por liberar las ruedas de la atracción del barro. El espectáculo evocaba un extraño éxodo cuasi militar.

Corfe, Andruw, Marsch y Formio permanecían a un lado, contemplando cómo el ejército y los refugiados atravesaban las puertas de la capital de Torunna. Los guardias de las murallas habían salido por millares a contemplar la melancólica procesión, y pronto se les unieron muchos ciudadanos, de modo que las almenas se llenaron de cabezas en movimiento. Nadie vitoreaba; nadie estaba seguro de si el ejército regresaba triunfante o derrotado.

—¿Cuántos crees que hay en total? —preguntó Andruw.

Corfe se limpió los ojos de la omnipresente lluvia.

—Cinco o seis mil.

—Creo que se llevaron a otros dos o tres mil —dijo Andruw.

—Lo sé, Andruw, lo sé. Pero éstos, por lo menos, están a salvo. Y el ejército merduk estaba ya acabado cuando abandonamos la persecución. Hemos limpiado el norte, al menos por el momento.

—Son como un perro imposible de domesticar —dijo Formio—. Cuando ataca, le golpeas en el hocico, y retrocede. Pero siempre vuelve a atacar.

—Sí, son unos bastardos persistentes, hay que reconocerlo —dijo Andruw con una sonrisa torcida.

El ejército había destruido casi por completo a la fuerza merduk que había encontrado a las afueras de Berrona, cargando contra el enemigo mientras éste trataba frenéticamente de formar junto al campamento. Pero cuando los hombres de Corfe hubieron roto la formación enemiga para empujarla de nuevo hacia el campamento, la batalla había degenerado en un caos sangriento. Porque en el interior de las tiendas había miles de mujeres torunianas torturadas, capturadas en las ciudades y pueblos de los alrededores para dar placer a los soldados merduk. Los torunianos de Ranafast habían enloquecido tras aquel descubrimiento, masacrando a todos los merduk que encontraban. Corfe calculaba que habían muerto más de once mil enemigos.

Pero mientras el ejército estaba concentrado en la carnicería del interior del campamento, varios miles de enemigos habían conseguido escapar ilesos, y se habían llevado consigo a un gran grupo de cautivas. Los hombres de Corfe estaban demasiado agotados para afrontar una marcha larga, y la nieve había empezado a descender de las montañas sobre las alas de un viento gélido. Se había abandonado la persecución, y tras cavar cuatrocientas tumbas para sus propios caídos, el ejército había vuelto a formar para emprender la larga marcha hacia el sur. Las carretas les habían obligado a avanzar más despacio, y habían tenido que compartir las raciones con los prisioneros rescatados. Con el resultado de que ni un solo hombre había comido nada durante los tres últimos días, y la mitad de los catedralistas iban a pie. A medida que las agotadas monturas se desplomaban, eran descuartizadas y devoradas por los famélicos soldados. Seiscientos caballos de guerra se habían convertido en montones de huesos en la carretera que dejaban atrás. Pero la campaña había sido un éxito, pensó Corfe. Habían hecho lo que se habían propuesto hacer. Simplemente, no podía alegrarse por ello.

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