—¿Me conoces, Glarus de Garmidalan? Tu padre es el guardabosques de mi finca. Tu madre fue ama de llaves de mi padre durante veinte años.
—Santo Dios —flaqueó Glarus. Y cayó de rodillas—. Perdonadme, señor. Os creíamos muerto. Y habéis… habéis cambiado tanto…
La fuerza febril de Murad pareció extinguirse. Se tambaleó junto a la pesada mesa de la cocina, soltando al hombre. El cuchillo de carnicero cayó al suelo.
—Ya estoy en casa. Prepárame un baño, y llama a mi ayuda de cámara. Y esa muchacha de ahí… —señaló a una chica con las manos llenas de harina que trataba de encogerse— que la lleven al instante al dormitorio principal. Quiero vino, pan, queso y pollo asado. Y manzanas. Lo quiero todo preparado dentro de medio reloj de arena. Y envía un mensaje a palacio solicitando una audiencia. ¿Me has oído?
—¿Medio reloj de arena? —preguntó tímidamente Glarus. Murad se echó a reír.
—Me he convertido en marinero después de todo. Con diez minutos bastará, Glarus. ¡Sangre de Dios, qué bien se está en casa!
Dos horas más tarde se estaba admirando en el espejo de cuerpo entero del dormitorio principal, mientras la llorosa doncella era conducida fuera de la habitación con una manta sobre los hombros. Su barba y cabello habían sido pulcramente cortados, y llevaba un jubón de terciopelo negro con encaje plateado. Le quedaba holgado como un saco, y tuvo que ponerse calzas en lugar de medias, pues sus piernas eran demasiado flacas para mostrarlas sin hacer el ridículo. Su ayuda de cámara le pasó por el hombro el tahalí de su estoque, y Murad aguardó, tomando sorbos de vino y observando cómo presumía el extraño del espejo. Nunca había sido un hombre guapo, aunque siempre había poseído algo que el bello sexo no dejaba de encontrar atractivo. Pero a la sazón estaba hecho un espantapájaros demacrado y cubierto de cicatrices, con un rostro bronceado donde una boca sin labios se curvaba en una perpetua mueca despectiva. El gobernador de Nueva Hebrion. Su excelencia. El descubridor del Nuevo Mundo.
—El carruaje está listo en el patio, milord —se aventuró a decir Glarus desde la puerta.
—Bajaré en un momento.
Apenas era media mañana. Pocas horas antes había sido un mendigo a bordo de un barco a punto de hundirse, con la hez de la tierra por toda compañía. Pero volvía a ser un lord, con sirvientes a su disposición, un carruaje esperando y un rey dispuesto a recibirlo. Al menos una parte del mundo volvía a ser como antes. Algo del orden natural de las cosas se había restablecido.
Descendió hasta el carruaje y miró ávidamente a su alrededor mientras éste se abría paso entre las estrechas calles adoquinadas de camino al palacio. Por lo menos no se veían muchas huellas de destrucción en aquella parte de la ciudad. Abeleyn era muy amable al recibirle tan pronto, pero el monarca probablemente ardía de curiosidad. Era importante que la versión de Murad sobre los acontecimientos en el oeste fuera la primera en llegar a oídos del rey. Había muchas cosas que podían malinterpretarse.
Glarus había hablado a Murad de la guerra, de la ruina de la ciudad y la enfermedad del rey, mientras él hundía su semilla en el vientre de la llorosa doncella. Al parecer, habían ocurrido muchas cosas mientras él y sus compañeros recorrían aquella jungla interminable, comiendo insectos para sobrevivir. Murad no pudo evitar pensar que el mundo al que había regresado se había convertido en un lugar extraño. Pero los Sequero habían sido destruidos, al igual que los Carrera. Lo cual significaba que él, lord Murad de Galiapeno, era el hombre más cercano al trono. No hay mal viento que no traiga algo bueno. Sonrió para sí. La guerra servía para algo, después de todo.
El rey le recibió en los jardines de palacio, entre el canto de las cigarras y el rumor de los cipreses. Un año atrás, Murad había estado sentado allí con él, y le había hablado por vez primera de su expedición al oeste. El mundo ya no era el mismo. Y ellos tampoco eran los mismos hombres de aquella mañana de verano.
El rey había envejecido en un año. Su cabello moreno estaba manchado de gris, y tenía cicatrices en el rostro, igual que Murad. Era más alto que antes, Murad estaba seguro de ello, y caminaba con cierta torpeza, el legado de heridas sufridas en la batalla por la ciudad. Abeleyn sonrió mientras su pariente se acercaba, aunque el flaco noble no dejó de notar el sobresalto inicial en su rostro, rápidamente dominado.
—Me alegro de verte, primo.
Se abrazaron, y luego permanecieron cogidos de los brazos mientras cada uno estudiaba el rostro del otro hombre.
—Has hecho un viaje muy duro —dijo Abeleyn.
—Yo podría decir lo mismo de vos, señor.
El rey asintió.
—Esperaba tener noticias tuyas antes. ¿Lo encontraste, Murad? ¿El Continente Occidental?
Murad se sentó junto al rey en el banco de piedra calentado por el sol.
—Sí, lo encontré.
—¿Y valía la pena?
Por un instante, Murad no pudo hablar. Imágenes en su mente. El gran cono de Undabane surgiendo de la vegetación. La masacre de sus hombres. El viaje por la jungla. La patética ruina de Fuerte Abeleius. Bardolin aullando en la bodega del barco las noches de viento. Cerró los ojos.
—La expedición fue un fracaso, señor. Tuvimos suerte de escapar con vida, los que lo logramos. Fue… fue una pesadilla.
—Cuéntame.
Y Murad se lo contó. Todo, desde la partida del puerto de Abrusio tantos meses atrás hasta su regreso aquella misma mañana. Reveló a Abeleyn prácticamente todo lo ocurrido, pero sin mencionar a Griella ni cómo había acabado Bardolin. Y el papel de Hawkwood en la historia quedó reducido al mínimo. Los supervivientes habían salido adelante gracias a la determinación y el coraje de lord Murad de Galiapeno, que no había flaqueado ni en el más negro de los momentos.
Los pájaros cantaban en homenaje a la mañana, y Murad percibía el olor a enebro y lavanda traído por la brisa. Su historia parecía un cuento ejemplarizante narrado junto a la chimenea de un marinero, no algo que había sucedido en la realidad. Era una pesadilla de la que había despertado al fin, para encontrarse de nuevo en la realidad soleada de su propio mundo.
—¿Has desayunado? —preguntó al fin el rey cuando Murad hubo terminado.
—Sí. Pero podría volverlo a hacer. He vomitado casi todo lo de esta mañana.
—Acompáñame, entonces. Yo también tengo una historia que contar, aunque sin duda ya habrás oído una parte.
El rey se levantó entre un perceptible crujido de madera, y ambos abandonaron juntos el jardín, mientras los pájaros cantaban a pleno pulmón a su alrededor.
Un muchacho sin aliento llevó el mensaje a Golophin directamente desde el puerto. Había esquivado a todos los pajes y guardias del palacio, y ardía en deseos de contar sus noticias. El
Águila gabrionesa
había regresado al fin, y su capitán había ordenado que cierto cargamento precioso fuera transportado a su torre de las colinas. Estaría allí a media tarde. El capitán Hawkwood deseaba entrevistarse con él aquella noche, si era conveniente, para hablar del citado cargamento. Los miembros supervivientes de la tripulación del Águila eran festejados en todas las tabernas que aún existían en la Ciudad Baja, y contaban historias sobre tierras extrañas, bestias aún más extrañas y ríos de oro.
Golophin dio al muchacho una corona de oro por las molestias y se detuvo en seco. Se dirigía a ver al rey, pero le asaltó una idea sobre la naturaleza del cargamento de Hawkwood. Ordenó bruscamente a un sirviente curioso que ensillara su mula de inmediato, y regresó a sus aposentos de palacio para reunir algunos libros y hierbas que creía poder necesitar.
Isolla le encontró allí, recogiendo sus cosas con tranquilo apresuramiento.
—Estábamos citados con el rey hace diez minutos, Golophin.
—Decid al muchacho que me disculpe. Ha surgido algo. Debo regresar de inmediato a mi torre. Es posible que tarde unos días.
—Pero ¿no habéis oído la noticia? Un lord que partió en busca del Continente Occidental ha regresado. Esta tarde habrá una fiesta en su honor.
—Lo sabía —dijo Golophin con una sonrisa—. Conozco a lord Murad. Pero un amigo mío tiene… tiene problemas. Y soy el único que puede ayudarle.
—Debe de ser un amigo muy querido —dijo Isolla, con evidente curiosidad. No había pensado que Golophin tuviera lazos de afecto con nadie, excepto quizá con el rey.
—Había sido mi discípulo.
Un paje llamó a la puerta y asomó la cabeza.
—La mula está ensillada y lista, señor.
—Gracias. —Golophin se colgó al hombro su bolsa de cuero, se encasquetó en la cabeza el sombrero de ala ancha y besó apresuradamente a Isolla—. Cuidad bien de él mientras estoy fuera, señora.
—Sí, por supuesto. Pero, Golophin…
Y el mago desapareció. Isolla se hubiera puesto a patalear de frustración y curiosidad. Pero bien pensado, ¿por qué no darse un gusto? Pese a lo mucho que apreciaba a Golophin, en ocasiones sus aires de paciente superioridad le resultaban muy irritantes.
Se perdería la fiesta, y las historias del explorador, pero algo le decía que la partida urgente de Golophin estaba relacionada con la llegada de aquel barco del oeste.
Isolla se dirigió a sus aposentos. Tenia que ponerse algo más adecuado para cabalgar.
El ejército despertó en la oscuridad anterior al alba, y en las gélidas tinieblas los hombres tropezaban, maldecían y soplaban sobre sus dedos entumecidos mientras se ponían la armadura y mordisqueaban sus trozos de galleta seca. Corfe compartió una jarra de vino con Marsch y Andruw mientras los tres observaban los movimientos de la hueste de hombres que les rodeaba.
—No olvidéis enviarme correos regularmente —dijo Corfe, apretando los dientes a causa del frío—. No me importa que no haya nada de que informar; al menos los mensajes me mantendrán informado de vuestra posición. Y, por el amor de Dios, no os enfrentéis a ninguna fuerza grande antes de que llegue el cuerpo principal.
—Ningún problema —dijo Andruw—. Y yo tampoco te repetiré lo que ya sabes de memoria.
—De acuerdo. —La verdad era que Corfe detestaba enviar a los catedralistas bajo el mando de otra persona, aunque fuera Andruw. Empezaba a comprender que su elevado rango implicaba sacrificios, además de oportunidades. Estrechó las manos de Marsch y Andruw y observó cómo desaparecían en la penumbra que precedía al alba en dirección a los caballos. Pocos minutos después, los catedralistas empezaron a ensillar, y en cuestión de media hora se estaban alejando en una columna larga y silenciosa, mientras el amanecer empezaba a iluminar las nubes bajas del horizonte ante ellos.
A media mañana, el resto del ejército, unos seis mil quinientos hombres en total, había formado en una columna de media legua de longitud, cuya cabeza apuntaba casi directamente hacia el este. Corfe cabalgaba en la vanguardia, rodeado por los quince coraceros que eran todo lo que quedaba del regimiento de caballería del dique de Ormann. Su corneta, Cerne, había insistido en quedarse con él, y Andruw le había dejado a media docena de salvajes como una especie de guardia ceremonial. Tras aquel pequeño grupo de jinetes marchaban quinientos arcabuceros torunianos, seguidos por los dos mil fimbrios de Formio, y luego otro grupo de tres mil arcabuceros al mando de Ranafast. Tras ellos avanzaba la caravana de mulas, con sus seiscientos animales malhumorados y pesadamente cargados, y finalmente una retaguardia formada por otros mil torunianos.
Durante las primeras millas de su avance pudieron distinguir a los catedralistas, aún en el horizonte: una mancha negra en un paisaje por lo demás gris y monótono. Pero hacia media mañana el terreno empezó a ascender en largas elevaciones pedregosas que cruzaban su línea de marcha, lo que les obligó a reducir el ritmo de la marcha y oscureció su visión del terreno al este. A mediodía, el cielo se despejó y grandes franjas de sol recorrieron el campo, liberadas por el rápido movimiento de las nubes sobre su cabeza. Al límite de su visión por el este, distinguieron unos bastones negros que se erguían en el aire y se inclinaban al ser capturados por los vientos de las cumbres. Era el humo procedente de las ciudades en llamas a lo largo del rio Searil. La infantería marchaba contemplando el humo, y la ondulante columna de hombres se movía en un silencio tenso.
Aquella noche acamparon al abrigo de un alto montículo. Los centinelas recorrían su cumbre, y Corfe permitió a los hombres encender fuegos, ya que el terreno alto los ocultaba por el este y el sur. El frío era intenso, y el cielo se había aclarado por completo, de modo que sobre su cabeza había una enorme extensión de estrellas. Las más grandes parpadeaban en tonos de rojo y azul.
A medianoche llegó un correo de Andruw, tras cabalgar durante cinco horas. Los catedralistas habían instalado un vivac a unas cuatro leguas al suroeste del río. Habían destruido a tres bandas de saqueadores merduk sin sufrir bajas, y se disponían a virar hacia el sureste, en paralelo con el Searil. Había una gran ciudad llamada Berrona que parecía no haber sido saqueada todavía, pero a juzgar por el número de enemigos cada vez mayor que Andruw iba encontrando, su opinión era que el cuerpo principal no podía estar muy lejos, y Berrona sería un bocado demasiado apetitoso para que los merduk lo pasaran por alto.
Corfe permaneció varios minutos sentado junto al fuego mientras el correo comía a toda prisa, y algunos coraceros cepillaban a su caballo y ensillaban otro para que lo llevara de regreso.
Bizqueando a la luz del fuego, Corfe garabateó su respuesta. Andruw tenía que explorar los alrededores de Berrona sólo con uno o dos escuadrones, manteniendo ocultos al resto de sus hombres. El cuerpo principal avanzaría a la carrera hacia la ciudad por la mañana. Corfe calculaba que se encontraba a unas treinta y cinco millas, lo que sería una dura marcha de todo un día, pero sus hombres lo conseguirían. Luego aguardarían acontecimientos.
Si querían que el ejército regresara a Torunn en condiciones de luchar, aquélla era la única oportunidad que tendría Corfe de enfrentarse a una gran fuerza merduk. Otros dos días, tres como mucho, y tendrían que regresar, u obligar a los hombres a subsistir con unas raciones aún más escasas que las que los mantenían en aquel momento. Y aquello significaría, casi con toda seguridad, que los caballos empezarían a morir, algo que Corfe no podía permitir que ocurriera.
El agotado correo partió de nuevo. Con algo de suerte, alcanzaría a Andruw justo antes del amanecer, tras haber recorrido setenta millas en una sola noche. Cómo podía encontrar su camino en una región totalmente desconocida para él, sobre un terreno inhóspito y en la oscuridad, era un misterio para Corfe. Él y Andruw habían traído consigo una serie de mapas, sólo para descubrir que estaban totalmente anticuados. El norte de Torunna, a la sombra de las montañas de Thuria, siempre había sido un lugar más agreste que el sur del reino. Tenía pocas carreteras y menos ciudades, pero estratégicamente era tan vital como las líneas de los ríos Searil y Torrin. Algún día, cuando tuviera tiempo, Corfe haría algo al respecto. Convertiría el paso de Torrin en una fortaleza, y construiría buenas carreteras hasta la capital, por donde pudieran pasar los ejércitos. Hasta el momento, los torunianos habían confiado demasiado en lo que los fimbrios habían dejado tras ellos. El dique de Ormann, Aekir, la propia Torunn y las carreteras que los conectaban eran legados de un imperio largamente desaparecido. Era hora de que los torunianos empezaran a levantar sus propias construcciones.