El segundo imperio (22 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

BOOK: El segundo imperio
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Finalmente, la sobrecargada caballería formó y abandonó la destrozada ruina de Berrona. Algunos jinetes tenían expresiones hoscas o doloridas. Unos cuantos cabeceaban en la silla, y otros parecían aún ebrios tras los excesos de la noche. Apuntaron la cabeza de sus caballos hacia el sur, donde a menos de dos millas de distancia se extendía un gran campamento merduk. Cabalgaban con el sol naciente convertido en un resplandor naranja en su ojo izquierdo, y la ciudad aún humeante detrás de ellos. Casi al final de la ondulante columna, media docena de carretas avanzaban traqueteando, arrastradas por mulas, caballos y bueyes de tiro. Una masa de humanidad desnuda, ensangrentada y empapada se agazapaba en las carretas, mujeres silenciosas como estatuas. A su alrededor, algunos de los soldados del sultán, con el corazón alegre, empezaron a cantar para recibir el amanecer del nuevo día.

Arja tenía la cabeza entre las rodillas para aislarse del mundo. Ella y las demás mujeres de la ciudad (las que habían sobrevivido) se apretujaban en busca de calor y consuelo en el fondo de las carretas. Algunas sollozaban en silencio, pero la mayor parte tenía los ojos secos y parecía encontrarse en otra parte, con la mente muy lejos de allí. Por ello apenas se dieron cuenta cuando los merduk dejaron de cantar.

La carreta se detuvo. Los hombres gritaban. Arja levantó la cabeza.

La columna merduk se había convertido en una multitud informe de jinetes que se apretujaban en desorden. ¿Qué estaba ocurriendo? Algunos merduk estaban arrojando su botín de las sillas, presas del pánico. Otros buscaban las pistolas en sus arzones. Los oficiales gritaban, frenéticos.

Entonces Arja vio lo que había provocado la transformación. En la colina, tras la ruina chamuscada de Berrona, había aparecido una larga hilera de miles de hombres. Aún estaban a una milla de distancia, pero se acercaban a la carrera. Soldados vestidos de negro, algunos con pistolas y otros con picas al hombro. Avanzaban de modo implacable, como una máquina terrible.

—¡El ejército está aquí! —gritó con alegría una de las mujeres—. ¡Los torunianos han venido!

Un soldado merduk cercano la golpeó furiosamente en la cabeza, con su cimitarra, y la mujer cayó de la carreta.

Unos minutos de caos mientras los merduk vacilaban, indecisos. Luego todo el cuerpo de caballería emprendió un frenético galope hacia el sur. Las carretas quedaron atrás, junto con un rastro de botín, abandonado.

A Arja le resultó doloroso volver a interesarse por el mundo, casi como volver a la vida en un renacimiento agónico. La muchacha se incorporó sobre sus rodillas ensangrentadas para ver mejor lo que ocurría. Las lágrimas le corrían por el rostro.

El suelo bajo las ruedas de las carretas pareció temblar con un trueno subterráneo. Era al mismo tiempo un ruido y una sensación física. Los torunianos atravesaban las calles quemadas de la ciudad, mientras su formación se dividía lentamente y sin perder velocidad. Pero nunca alcanzarían a la caballería merduk; iban todos a pie. Arja sintió una ardiente oleada de puro odio en su corazón. Los merduk escaparían. Habían matado a su padre y a su hermano, pero escaparían.

El trueno en el suelo se hizo más intenso, era ya un rugido audible, como si un furioso río se abriera paso por debajo de las piedras y la vegetación de las colinas…

… Y entonces aparecieron ante su vista con la repentina furia de un apocalipsis. Una gran masa de caballería surgió de detrás de una elevación en el sur, en ángulo recto con los merduk que huían. Arja oyó la llamada de un cuerno, clara y libre por encima del impresionante rugido de los cascos de los caballos. Los jinetes llevaban una armadura escarlata, y cantaban al acercarse.

Los merduk miraron por encima de su hombro derecho e, incluso a aquella distancia, Arja pudo distinguir el terror desnudo en su rostro. Los jinetes espolearon frenéticamente a sus monturas, arrojando el botín, las armas, incluso los yelmos. Pero no fueron lo bastante rápidos.

Los jinetes rojos se hundieron en la caballería merduk como un trueno bermellón. Arja vio que docenas de los caballos enemigos más ligeros saltaban por los aires a causa del impacto. Un soldado merduk fue levantado en el aire en la punta de una lanza. El enemigo pareció fundirse. La marea roja lo envolvió, aniquilando a cientos de hombres en pocos segundos. Sólo unas docenas de merduk lograron zafarse de la terrible acumulación de hombres y caballos para continuar su frenética huida hacia el sur, en dirección a su campamento principal. Otros corrían a pie, gritando, pero la caballería pesada escarlata les persiguió como a conejos, alanceándolos mientras corrían, o aplastándolos bajo las patas de los animales. Luego volvió a sonar el cuerno, y de inmediato los jinetes abandonaron la persecución y empezaron a formar en una elegante línea. Un estandarte negro y escarlata se elevaba sobre su cabeza, un dibujo que Arja no podía distinguir con claridad. Todo el enfrentamiento no había durado más de tres o cuatro minutos.

La infantería toruniana corría junto a las carretas, hombres jadeantes con el rostro cubierto de sudor y los ojos resplandecientes como el cristal. Se mantenían en formación, como conectados por cadenas invisibles, y mientras corrían un gran gruñido animal parecía surgir de su garganta. Un hombre tomó apresuradamente la mano de Arja al pasar y la besó antes de seguir corriendo. Otros lloraban mientras corrían, pero todos se mantuvieron en sus puestos. El humo de sus mechas encendidas permaneció en el aire después de que pasaran, como un acre perfume de guerra. Cuando alcanzaron las filas de la caballería, los jinetes se dividieron rápidamente en dos y tomaron posición en los flancos. Entonces la formación reunida avanzó de nuevo, a paso ligero en aquella ocasión, y empezó a devorar el terreno que la separaba del campamento merduk con la tranquila inexorabilidad de una ola gigante.

En aquel momento, a Arja le pareció que estaba contemplando una de las escenas más gloriosas que había visto.

Capítulo 13

Fue una ceremonia sencilla, como correspondía a las estepas donde tenía sus orígenes. Se celebró al aire libre, con las montañas de Thuria proporcionando un decorado magnífico de cumbres blancas en el horizonte del norte. Las ruinas de las Murallas Largas del dique de Ormann resplandecían cerca de allí como antiguos monumentos, y el río Searil corría espumeando al oeste.

Dos mil jinetes merduk, ataviados con las mejores galas que poseían, rodeaban a un cuarteto aislado de figuras, formando tres lados de un cuadrado vacío a su alrededor. En el cuarto lado se había erigido una tarima especial, con un toldo de seda traslúcida. El viento retorcía la fina tela como si fuera humo, permitiendo entrever a las concubinas reales, sentadas en cojines dorados y escarlata en el interior, con los eunucos en pie detrás de ellas como estatuas pálidas. Había un grupo de figuras elegantemente vestidas, reunidas en torno al pie de la tarima, donde los fugaces destellos de sol invernal se reflejaban sobre un auténtico tesoro en gemas y metales preciosos, digno del rescate de un emperador. Detrás de la caballería había una docena de elefantes, pintados hasta hacerlos casi irreconocibles, llenos de sedas y brocados y adornados con arneses de oro y cuero. En sus lomos había grandes tambores y una banda de músicos merduk con cuernos y flautas. Cuando empezó la ceremonia, los tambores redoblaron como una distante salva de artillería, o un trueno en las montañas. Entonces se hizo el silencio, a excepción del siseo del viento sobre las colinas del norte de Torunna.

Mehr Jirah estaba ante Aurungzeb, sultán de Ostrabar, y Ahara, su concubina. El sultán sostenía en su mano derecha las riendas de un magnífico caballo de guerra, y una cimitarra desgastada y de aspecto anticuado en la izquierda. Iba vestido con el sencillo atuendo de cuero y piel de un jefe de las tribus esteparias. Ahara vestía tan sobriamente como Aurungzeb, con un largo manto de lana y un velo de lino.

Mehr Jirah gritó con fuerza en el idioma merduk, y los dos mil jinetes golpearon sus lanzas contra los escudos y rugieron su asentimiento. Sí, aceptarían aquella unión, y reconocerían a aquella mujer como la primera esposa de su sultán. Su reina.

Entonces Aurungzeb puso las riendas de su caballo en manos de Ahara, y depositó a sus pies la cimitarra que había pertenecido a su abuelo. Ella pasó por encima, y todo el ejército vitoreó, mientras los músicos a lomos de los elefantes desencadenaban una cacofonía de ruidos. Mehr Jirah ofreció a la pareja un cuenco de leche de yegua, y ambos bebieron por turno antes de besarse. Y estaba hecho. Aurungzeb, el sultán de Ostrabar, tenía una nueva esposa, con un hijo en su vientre que sería el heredero legítimo al trono.

Le habían acondicionado unos aposentos nuevos en la torre del dique de Ormann. Las ventanas miraban al este, por encima del Searil, hacia Aekir y las tierras merduk de más allá. Heria permaneció sentada en la ventana durante un largo rato, mientras un pequeño ejército de doncellas y eunucos se afanaban arriba y abajo encendiendo braseros, trasladando muebles y depositando bandejas de dulces y vinos. Finalmente se dio cuenta de que había alguien detrás de ella, observándola. Dio la espalda a la ventana, aún vestida con el sombrío atuendo de las estepas con el que se había casado, y vio a Serrim, el jefe de eunucos, junto a un merduk alto vestido con calzas de montar, túnica de seda y una ancha banda en la cintura de la que colgaba un cuchillo. Parecía curtido por el clima y demacrado, con una barba tan áspera como la sal marina. Sus ojos eran grises como los de ella, pero estaba mirando por la ventana por encima del hombro de Heria, y no se dio cuenta de su escrutinio. Parecía tener unos sesenta años, pero su porte era el de un hombre mucho más joven.

—¿Y bien? —preguntó Heria. Serrim la había tiranizado cuando ella era una mera concubina. Pero, tras su ascenso a las filas de la nobleza merduk, el eunuco se había convertido rápidamente en un sicofante. A Heria todavía le disgustaba más por ello.

—Señora, su majestad os envía a Shahr Baraz para que sea vuestro asistente personal.

El esbelto merduk apartó la vista de la ventana y la miró a los ojos por vez primera. Se inclinó sin decir una palabra.

—¿Mi asistente? Ya tengo suficientes. —El lugar más apropiado para Shahr Baraz parecía ser el lomo de un caballo con una espada en las manos, no los aposentos de una dama.

—Va a ser vuestro… vuestro guardaespaldas, y debe acompañaros en todo momento.

—Mi guardaespaldas —dijo Heria extrañada. Y entonces algo acudió a su memoria—. ¿No era Shahr Baraz el comandante del ejército que tomó Aekir? Creí que era un hombre anciano, y que… que ya no estaba con nosotros.

—Éste es el hijo del ilustre
khedive
, señora.

—Comprendo. Déjanos, Serrim.

—Señora, yo…

—Dejadnos. Todos vosotros. Quiero que vaciéis la habitación. Podéis acabar vuestra tarea aquí más tarde.

Una procesión de doncellas abandonó al instante la habitación. El eunuco las acompañó, con aspecto contrariado. Heria sintió un breve momento de intensa satisfacción, y entonces la nube descendió de nuevo.

—¿Queréis algo de vino, Shahr Baraz?

—No, señora. No bebo.

—Comprendo. De modo que vais a ser mi guardaespaldas. ¿De quién esperáis protegerme?

—De cualquiera que pueda desear haceros daño.

Heria pasó al normanio.

—¿Y podéis comprender este idioma?

El merduk vaciló. Un músculo vibró en su mandíbula. Había allí una cicatriz larga y lívida que descendía hasta su barba desde una mejilla.

—Comprendo algunas palabras —replicó, en el mismo idioma.

—¿Comprendéis entonces que creo que no sois más que un espía enviado por el sultán para vigilarme e informar de todos mis movimientos?

—No soy un espía —dijo con calor Shahr Baraz.

—¿Por qué entonces usaría el sultán al digno hijo de un padre tan ilustre para un puesto tan insignificante?

Los ojos grises de Shahr Baraz habían cobrado vida. Su normanio fue perfecto cuando respondió:

—Para castigarme.

—¿Por qué iba a querer castigaros?

—Porque soy el hijo de mi padre, y cree que mi padre le falló ante esta fortaleza.

—¿Vuestro padre ha muerto, entonces?

—No… no lo sé. Desapareció en las montañas antes que regresar a la corte para ser… para responder por sus acciones.

Ella volvió a cambiar al merduk.

—Vuestro normanio es mejor de lo que creéis.

—No soy un espía —repitió él—. Ni siquiera el sultán me pediría eso. Mi familia ha servido a la casa de Ostrabar durante generaciones. No traicionaré la confianza del sultán, ni la vuestra, señora. Lo juro. Y además… —en aquel momento un toque de humor asomó a través de su firmeza— el harén ya está lleno de espías. El sultán no necesita otro.

Heria descubrió que aquel hombre le caía bien.

—¿Tenéis familia propia?

—Una esposa y dos hijas. Están en Orkhan.

Rehenes para su buen comportamiento, sin duda.

—Gracias, Shahr Baraz. Ahora dejadme, por favor.

Pero el hombre se mantuvo en su sitio con aire obstinado.

—Debo permanecer con vos en todo momento.

—¿En todo momento? —preguntó ella enarcando una ceja. Shahr Baraz se sonrojó.

—Dentro de los límites del decoro, sí.

Heria sintió un pinchazo de pura desesperación y abandonó el juego.

—Muy bien.

De modo que los muros de su prisión continuaban intactos. Podría dar órdenes a una hueste de lacayos, pero su posición no había cambiado en lo esencial. Había sido una estúpida por creer lo contrario.

Heria se volvió a mirar el paisaje desde la ventana. El dolor seguía allí, por supuesto, pero ella lo mantuvo a raya, esquivándolo como un hombre evitaría un pantano sin fondo en sus viajes. En algún lugar al otro lado del horizonte oriental estaban las ruinas de Aekir, y en algún lugar entre aquellas cenizas estaban los restos de otra vida. Pero el hombre con quien había compartido aquella vida seguía vivo. Seguía vivo. ¿Dónde estaría Corfe en aquel momento, su verdadero y único esposo? Era extraño y terrible que el hecho de saber que vivía, andaba y respiraba sobre la tierra no fuera más que una fuente de agonía. No podía alegrarse de ello, y se lo reprochaba. Llevaba en su seno al hijo de otro hombre, un hombre que la llamaba esposa. Había sido ennoblecida por la unión, pero pasaría lo que le quedaba de vida tras los barrotes de una jaula dorada. Mientras su Corfe seguía vivo, en algún lugar. Y dirigiendo la lucha contra el mundo donde ella habitaba.

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