Suspirando, Arja apartó de un manotazo la mano del niño y volvió a mirar. Una mancha oscura de movimiento, como una serpiente erizada de pinchos en la distancia. Estaban tan lejos que era imposible decir si se movían. Pero desde luego eran hombres a caballo, una larga columna de jinetes, a veces bajo el sol y a veces a la sombra, según se movieran con el viento las nubes invernales. Mientras observaba, Arja distinguió los débiles destellos del sol sobre una hilera de objetos de metal. Puntas de lanza, yelmos, corazas.
—Los veo —dijo, con tono ligero—. Ahora los veo.
—Soldados, Arja. ¿Crees que son de los nuestros? ¿Me dejarán subir a un caballo?
Arja abandonó la leña y apretó con fuerza el brazo de su hermano.
—Tenemos que volver a casa.
—¡No! Yo quiero mirar. ¡Quiero esperar a que lleguen!
—¡Cállate, Narfi! ¿Y si son merduk?
Al oír la palabra «merduk», el rostro redondo de su hermano se ensombreció.
—Papá dijo que no vendrían aquí —dijo débilmente.
Su hermana se lo llevó a rastras. Cuando se volvió a mirar por encima del hombro, pudo ver que los jinetes se habían hecho más grandes. La serpiente oscura se había descompuesto en centenares de pequeñas figuras, que relucían en largas hileras. Y más lejos, donde las nubes y la distancia volvían todas las cosas borrosas, creyó ver más jinetes. Parecía la silueta de un bosque lejano ondulando a lo largo de las pendientes y depresiones de la colina. Un ejército. Nunca habia visto ninguno, pero supo instantáneamente lo que era. Un gran ejército. Tragó saliva, mientras las plegarias cruzaban por su mente como una bandada de golondrinas en verano. Pasarían de largo. Nadie venía nunca a Berrona. Pasarían de largo. Pero tenía que avisar a su padre.
Aquella tarde la columna de jinetes entró en la ciudad como si fueran guerreros triunfantes regresando a casa. Había cientos de jinetes, tal vez miles, todos montados en altos caballos bayos y cubiertos con extrañas armaduras, con las puntas de lanza adornadas con pendones de seda y un par de pistolas de mecha en el arzón de todas las sillas. Los silenciosos ciudadanos salieron a las calles, y algunos jinetes les saludaron al pasar, o enviaron besos a las mujeres más bellas. Se detuvieron frente al ayuntamiento, y allí los oficiales desmontaron. El alcalde de la ciudad los esperaba en los escalones, pálido como la nieve pero resuelto. Uno de los jinetes más ricamente ataviados se despojó del yelmo para revelar un rostro atezado y sonriente, y unos ojos oscuros como endrinas.
—Traigo saludos en nombre de mi sultán Aurungzeb y el profeta Ahrimuz, que ojalá viva por siempre —gritó, con una voz clara y joven. Su normanio era perfecto, y sólo un acento muy leve delataba sus orígenes.
—Ries Millian, alcalde de la ciudad —dijo la pálida figura de los escalones, con la voz vacilante por la tensión—. Bienvenidos a la ciudad de Berrona.
—Gracias. Ahora haced el favor de ordenar que toda la gente de la ciudad se reúna en esta plaza. Tengo un anuncio que hacer.
Millian vaciló, pero sólo por un instante.
—¿Qué deseáis de nosotros? —preguntó.
—Ya lo descubriréis. Ahora haced lo que os digo. —El oficial merduk y se volvió y emitió una serie de órdenes a sus hombres en su propio idioma. La columna de jinetes se separó. Unos doscientos permanecieron en la plaza frente al ayuntamiento, mientras los demás se dividían en grupos de una o dos docenas y empezaban a recorrer las calles laterales, con los cascos de sus caballos resonando con fuerza sobre los adoquines.
El alcalde estaba hablando en susurros con otros hombres de la ciudad. Finalmente se adelantó.
—No puedo hacer lo que ordenáis hasta que sepa qué queréis hacer con nosotros —dijo valientemente, mientras los hombres que le rodeaban asentían con la cabeza.
El oficial merduk sonrió, y sin decir una palabra desenvainó su tulwar. Un destello de acero bajo el débil sol invernal, y Ries Millian se encontró de rodillas, atragantándose, con las manos esforzándose en vano por cerrar la abertura en su tráquea. Sangre sobre los adoquines, chorros y gotas humeantes como sopa. El alcalde cayó de lado, se sacudió y quedó inmóvil. Entre la multitud, una mujer chilló y corrió hacia el cadáver. El oficial merduk hizo un gesto de impaciencia, y dos de sus hombres se la llevaron, todavia chillando. A plena vista de la abarrotada plaza, la desnudaron, cortando las ropas de su cuerpo con sus espadas y llevándose trozos de carne al hacerlo. Cuando estuvo desnuda, la inclinaron, y uno de ellos le clavó la cimitarra entre las piernas con un gruñido, hasta que sólo fue visible la empuñadura del arma. La mujer quedó en silencio, se derrumbó y se deslizó fuera de la hoja de la espada. Los merduk sonrieron o rieron a carcajadas. El que la había matado olfateó el arma ensangrentada e hizo una mueca. Los merduk volvieron a reír. El oficial merduk limpió su tulwar en el cadáver del alcalde, y se volvió hacia los paralizados ciudadanos con los que Millian había estado conversando.
—Haced lo que os digo. Reunid a todo el mundo en la plaza. Ahora.
El día avanzó hacia un temprano anochecer invernal, pero a la gente de Berrona le pareció que nunca terminaría.
Los merduk habían vaciado la ciudad casa por casa, estabulando sus caballos en las residencias más humildes. Los hombres habían sido separados de las mujeres y niños, y obligados a marchar hacia el otro lado de las colinas por varios centenares de invasores. Luego se habían oído disparos, crepitando sin cesar en el frío aire. El sonido había durado horas, pero las mujeres no pudieron o no quisieron ponerse de acuerdo sobre su significado. Unas cuantas pastoras locales habían sido arrastradas hasta allí por los invasores, ensangrentadas y aterradas. Dijeron que había un gran ejército merduk acampado en los pastos al sur de la ciudad, pero pocos las creyeron, o no tuvieron tiempo de considerar las ramificaciones de aquel fenómeno. Su propia tragedia ocupaba sus mentes con creces.
Arja había visto a algunas mujeres arrastradas hacia casas vacías por grupos de soldados risueños. Se habían oído gritos, y más tarde los merduk habían vuelto a salir, arreglándose la armadura, sonriendo y hablando lentamente en aquel horrible idioma suyo. Una mujer, Frieda, la esposa del herrero, considerada la más bonita de la ciudad, había sido desnudada y obligada a servir vino a los oficiales merduk, que haraganeaban en la casa del alcalde. Habían buscado a su marido y lo habían atado en un rincón para obligarlo a mirar mientras finalmente la violaban uno por uno. Finalmente, la habían matado. Pero también cegaron y castraron al herrero, antes de abandonarlo gimiendo en el suelo. Nadie se había atrevido a ayudarle, y el herrero había muerto desangrado junto al cuerpo violado de su esposa. Vanya lo sabía porque algunas de las otras mujeres habían sido tratadas del mismo modo que Frieda y luego puestas en libertad. Habían visto cómo ocurría.
Unas cincuenta mujeres de la ciudad habían sido reunidas y encerradas en el ayuntamiento. Eran las más jóvenes y bonitas, las mejor formadas. En el exterior, la noche había llegado, y los merduk habían encendido hogueras en las calles, haciendo altas pilas con el mobiliario de las casas vacías. Estaban saqueando la ciudad, llevándose todo lo valioso y destruyendo lo que no podían llevarse. Muchos edificios habían ardido ya hasta los cimientos, y se rumoreaba que los merduk habían encerrado dentro a los ancianos antes de incendiarlos.
Arja no había visto a su padre desde que se habían llevado a los hombres. Su hermano, aunque apenas tenía ocho años, había sido obligado a acompañarlos. A la sazón, se encontraba en medio de una multitud de mujeres y chicas, todas prisioneras en la oscuridad. Algunas sollozaban suavemente, pero la mayoría permanecía en silencio. A veces había conversaciones en susurros, casi todas especulaciones sobre el destino de sus esposos, padres y hermanos.
—Están todos muertos —siseó una mujer—. Todos muertos. Y nosotras pronto lo estaremos también.
—No —dijo otra, frenéticamente—. Se han llevado a los hombres a trabajar para ellos. ¿Por qué iban a matar a sus trabajadores? Los hombres están cavando defensas al otro lado de la ciudad. ¿Por qué matar a los que pueden trabajar? No tendría sentido.
Aquella débil esperanza pareció animar a muchas de las mujeres.
—Es la guerra —dijeron—. Suceden cosas terribles, pero tiene que tener algún sentido. Los soldados tienen sus órdenes. De modo que ahora estamos bajo los merduk… Bueno, también tendrán que comer. Nos adaptaremos. Podemos serles útiles.
Se oyeron chasquidos y golpes cuando se abrieron las puertas dobles del ayuntamiento. En el exterior había anochecido por completo, pero vieron claramente la luz azafrán de las hogueras, y un cielo rojo y anaranjado a causa de las llamas distantes en las afueras de la ciudad. Las mujeres pudieron distinguir las siluetas negras de muchos hombres recortadas contra las llamas. Algunos llevaban frascos y botellas, otros espadas desnudas. Nadie habló de utilidad.
Algunas gritaron, otras permanecieron pasivas y aturdidas. Los soldados merduk pasearon entre ellas, mirándoles las caras y recorriéndoles los cuerpos con las manos como si comprobaran la calidad de un caballo en una subasta. Cuando encontraban lo que querían, agarraban a la mujer por la muñeca o el cabello y la arrastraban al exterior. Tras llevarse a la mitad de las mujeres, cerraron las puertas. Las restantes se encogieron en un rincón, abrazándose unas a otras, incapaces de hablar.
Gritos en la noche. Hombres que reían. Arja se encogió entre las demás, con la mente convertida en un vacío furioso. Cada sensación parecía prolongarse, como en un horrible sueño. No podía creer que semejantes cosas hubieran ocurrido. Aquello iba mucho más allá de todo lo que había oído o imaginado antes, una ventana a otro mundo que ignoraba que pudiera existir. ¿Era aquello una guerra, entonces?
Parecieron transcurrir horas, aunque no tenían forma de calcular el paso del tiempo, y su estimación de lo que podían ser horas o minutos parecía haberse alterado y retorcido, hasta tal punto que todos los marcos de referencia resultaban inútiles en aquel nuevo universo.
Los gritos se apagaron. Nadie dormía. Permanecieron sentadas, abrazadas unas a otras y contemplando la puerta negra, aguardando a que se abriera.
Y finalmente los golpes y crujidos cuando llegó su turno y los portales del ayuntamiento volvieron a abrirse de par en par. Arja se sintió casi aliviada. Le parecía que se había tensado tanto durante aquella negra espera que estaba a punto de partirse por la mitad como una rama verde al doblarse demasiado.
El procedimiento de selección fue más rápido en aquella ocasión. Una sombra que apestaba a sudor, cerveza y orina agarró el brazo de Arja y la arrastró al exterior, hacia la luz infernal de las hogueras. Había carretas aparcadas en la plaza, llenas de mujeres desnudas que se cubrían el rostro con el cabello. Varias de ellas estaban cubiertas de sangre. Algunos cadáveres, deformados hasta haber perdido todo vestigio de humanidad, yacían sobre los adoquines con las entrañas apiladas como montones de bayas aplastadas a su alrededor. En una de las hogueras ardía lo que parecía el tronco de un árbol pequeño, pero el repugnante hedor de su combustión no era el de la madera.
El captor de Arja empezó a tirar de sus ropas. Era un hombre menudo, y, para sorpresa de la muchacha, no tenía la piel ni los ojos oscuros. Parecía un toruniano, y cuando habló lo hizo en buen normanio.
—Quítatelas. Rápido.
Ella obedeció. Por toda la plaza había mujeres desnudándose, observadas por varios cientos de hombres. Cuando se hubo desvestido hasta la camisola, no pudo continuar. El aturdimiento desapareció, y sintió un instante de terror puro y paralizante. El merduk de aspecto toruniano soltó una risita, bebió un trago de una botella y le arrancó la camisola de la espalda, de modo que Arja quedó desnuda delante de él.
Algunos de sus compañeros se reunieron con él, devorándola con los ojos. Cuando trató de cubrirse con las manos, se las apartaron de un golpe. Reían sin cesar, completamente ebrios. Algunos tenían las calzas desabrochadas, y sus miembros se bamboleaban con un brillo húmedo a la luz del fuego. De nuevo, el pánico batió sus alas oscuras en torno a la cabeza de Arja. De nuevo, la convicción de la irrealidad de todo aquello.
Los soldados hablaban en el idioma merduk, con tonos tranquilos y relajados, como hombres reunidos en una taberna tras un largo día de trabajo. Dos de ellos la agarraron por los brazos. Otros dos le separaron las piernas. Y entonces el pequeño soldado de aspecto toruniano tomó su botella y la introdujo bruscamente entre los muslos de Arja.
Gritó de dolor y se debatió en vano entre los cuatro soldados que la sostenían. El pequeño soldado movió la botella arriba y abajo. Cuando al final la retiró, el cristal estaba rojo y reluciente. Guiñó un ojo a sus compañeros y luego bebió un largo trago del ensangrentado cuello de la botella, relamiéndose teatralmente.
La inclinaron sobre un montón de muebles rotos, con la madera astillada clavándosele en pechos y vientre. Entonces uno la montó por detrás y empezó a hundirse en sus desgarradas entrañas. Sólo existía el dolor, la luz de las hogueras y aquellas manos agarrándola con tanta fuerza que le hicieron perder la sensibilidad en las muñecas. Alguien empujó algo blando contra sus labios y ella apartó la cabeza al notar el olor, pero la agarraron del cabello y una voz ordenó en normanio: «Abre». Tomó el objeto en su boca; éste se volvió grande y rígido, y se le introdujo en la garganta hasta hacerla atragantarse. La penetraron desde ambas direcciones. Un líquido claro le recorrió la espalda desnuda, y los hombres blasfemaron y rieron. La boca se le llenó de otro líquido, salado y repugnante. El objeto del interior se volvió blando de nuevo y salió de entre sus labios. Ella vomitó, y el sabor de su bilis le resultó más limpio, aunque le escaldó los labios y la lengua.
Las manos la soltaron y Arja se derrumbó sobre los duros adoquines. Estaban fríos y húmedos bajo su cuerpo. «Ya ha pasado», pensó. «Han terminado».
Entonces se acercó otro grupo de soldados, que apartó al primero y volvió a levantarla.
El aire del amanecer olía a quemado y el azul horizonte invernal estaba manchado de humo. Los grupos de jinetes se tomaron su tiempo para cepillar a sus monturas, congregarse en la plaza y rebuscar en sus bolsas algo para desayunar. Finalmente alguien gritó una serie de órdenes y los soldados montaron. Sus caballos iban cargados de odres de vino, aves que aleteaban, rollos de tela y sacos que emitían tintineos metálicos. Los oficiales estaban ya fuera de la ciudad, en una colina del sur. Los acompañaba un grupo de comandantes del cuerpo principal del ejército merduk, espléndidamente vestidos y con sus portaestandartes levantando las banderas de seda en el viento creciente.