—No lo sé. Nadie lo sabe de cierto. Tengo funcionarios rebuscando en los archivos de la corte mientras hablamos, y espero que descubran algo. La muerte del rey ha aturdido por el momento a todos los cazadores de prebendas; han podido ver que el reino se tambalea al borde del abismo. Pero tarde o temprano el susto pasará, y mi posición se verá cuestionada. Y si consiguen reducir mis poderes, aunque sea muy poco, existe la posibilidad de que puedan quitarte el ejército.
—De modo que era eso.
—De modo que era eso. ¿Te das cuenta ahora del sentido de lo que te propongo? Como rey, serías intocable.
Corfe se puso en pie de un salto y recorrió la habitación con la mente hecha un torbellino. Él convertido en rey… Absurdo, totalmente absurdo. Sería ridiculo. Torunna se convertiría en el hazmerreír del mundo. Era imposible. Su mente se negaba a considerarlo siquiera.
Y casarse con aquella mujer. Curiosamente, aquello le perturbaba más que la idea de la corona. Se volvió a mirarla, y se dio cuenta de que ella estaba en pie ante la chimenea, contemplando las llamas como si aguardara algo. La luz del fuego la hacía parecer más joven, aunque era lo bastante vieja para ser la madre de Corfe. Tan vieja.
—¿Tan terrible sería estar casado conmigo? —preguntó ella en voz baja, y la penetración revelada por aquella pregunta sobresaltó a Corfe. Era una bruja, después de todo. ¿Acaso también tenia la capacidad de leerle la mente?
—No tan terrible —mintió.
—Sería un matrimonio de conveniencia —dijo ella, y su voz se endureció—. Ya no tendrías que venir a mi cama; no tengo edad de dar a luz, de modo que la cuestión de un heredero no existiría. No te pido que me ames, Corfe. Eso es para los poetas. Estamos hablando de una ruta hacia el poder, nada más. —Y le volvió la espalda, apoyando las manos en la repisa como lo haría un hombre.
De nuevo el dolor en su corazón al mirarla e imaginar el cabello dorado convertido en negro, y los ojos grises en lugar de verdes. «Ah, Heria. Dios mío, te echo de menos».
No quería hacer daño a aquella mujer formidable pero vulnerable. No la amaba; dudaba que pudiera volver a amar a ninguna mujer. Y, sin embargo, la apreciaba mucho. Más que eso, la respetaba.
Se dirigió a la chimenea, se situó detrás de la reina y apoyó las manos en las de ella, de modo que quedaron uno dentro del otro. Ella se reclinó contra su cuerpo y sus dedos se entrelazaron; los recargados anillos de la reina se clavaron en la carne de Corfe. Dolor, sí. Pero no le importó. En la vida no se conseguía nada bueno sin dolor. Lo había aprendido.
—Quiero casarme contigo —dijo, y en aquel momento creía decirlo de veras—. Pero la monarquía es un premio demasiado grande para mí. No sirvo para eso.
Odelia se volvió y lo abrazó, y cuando se apartó parecía extrañamente eufórica, como si hubiera ganado algo.
—El tiempo lo dirá —fue todo lo que dijo.
A cincuenta leguas de donde estaban Corfe y su reina, los nuevos campamentos de invierno del ejército merduk estaban casi terminados. Decenas de miles de hombres se afanaban en su interior, como se habían afanado sin cesar en los días transcurridos desde la Batalla del Rey. La relocalización (no era una derrota, ni una retirada) exigía una labor ingente. Habían talado un bosque de buen tamaño para erigir una serie de empalizadas que se prolongaban durante millas. Habían cavado trincheras y erigido barricadas con pinchos en dirección al oeste, cubiertas por las nuevas baterías de artillería. Habían construido altas torres de vigilancia, creado caminos de troncos y montado las tiendas en el interior de las nuevas defensas. Una auténtica ciudad había surgido en las llanuras al oeste del dique de Ormann; las nuevas carreteras que conducían a ella hervían de tropas yendo y viniendo, carretas de aprovisionamiento, transportes de artillería, rápidos mensajeros y grupos de esclavos torunianos que servían de mano de obra forzada. Más al este, rodeado por más líneas de fortificaciones, se había construido un gran depósito de provisiones, donde las cajas, sacos y barriles de alimentos y municiones se amontaban en hileras de media milla de longitud y veinte pies de altura. A un lado estaban los miles de cajas de mantas, uniformes de repuesto y tiendas. Las carretas traqueteaban por los caminos de troncos entre el depósito y los campamentos, manteniendo a las tropas de primera línea alimentadas y vestidas. Unas diez millas cuadradas de campo toruniano se habían transformado en el campamento armado más grande y poblado del mundo. Aunque Aurungzeb, el sultán de Ostrabar, era el comandante en jefe de aquella poderosa hueste, ésta incluía grandes contingentes de los sultanatos de Nalbeni, Ibnir y Kashdan. Los estados merduk habían dejado a un lado sus diferencias y se estaban aliando al fin para ajustar las cuentas con los ramusianos de una vez por todas. Su objetivo era nada menos que la conquista de toda Normannia hasta las Malvennor, y habían decidido detenerse allí sólo a causa del temido nombre de Fimbria.
El propio Aurungzeb y su séquito no estaban en los campamentos de invierno, sino que se habían trasladado al dique de Ormann para pasar con más comodidad las frías semanas de espera. El sultán de Ostrabar se encontraba aquel día en la torre desde la cual Martellus el León había visto romperse los ataques merduk contra las impenetrables defensas del dique. Los estandartes de seda merduk ondeaban sobre las largas murallas que había erigido Kaile Ormann tantos siglos atrás.
—Shahr Johor —atronó Aurungzeb.
Un miembro del grupo de soldados y cortesanos que se agolpaban cerca de él se adelantó.
—¿Mi sultán?
—¿Sabes cuántos de los nuestros murieron tratando de tomar esta fortaleza?
—No, alteza, pero puedo averiguarlo.
—Era una pregunta, no una orden. Casi treinta mil, Shahr Johor. Y finalmente no la tomamos, simplemente la rodeamos y forzamos su evacuación. Se dice que es la mayor fortaleza del mundo. ¿Y sabes qué?
Shahr Johor tragó saliva, viendo que el color subía de tono en las morenas mejillas del sultán.
—¿Qué, alteza?
Pero la explosión no se produjo. En su lugar, Aurungzeb habló en tono bajo y razonable.
—No nos sirve absolutamente de nada.
—Sí, alteza.
—Los fimbrios, malditos sean sus nombres, la construyeron de este modo. Viniendo del este, es inconquistable. Pero si tienes la suerte de capturarla intacta, resulta inútil. Todas las defensas miran al este. Desde el oeste, es indefendible. Esos ingenieros fimbrios debían de ser muy astutos.
Los cortesanos y soldados esperaron, preguntándose si aquella extraña calma seria la precursora de un ataque de rabia sin precedentes. Pero cuando Aurungzeb se volvió a mirarlos parecía pensativo.
—Quiero que esta fortaleza sea destruida.
Shahr Indun Johor parpadeó.
—¿Alteza?
—¿Estás sordo? Aplanadla. Quiero que llenéis el dique. Quiero las murallas derribadas y la torre destruida. Quiero que el dique de Ormann desaparezca de la faz de la tierra. Y cuando eso se haya hecho, crearás otra fortaleza en la orilla este del río, mirando al oeste. Si por alguna casualidad increíble los ramusianos consiguen hacer retroceder a nuestros ejércitos, los detendremos aquí, en el Searil. Y haremos que se desangren como hicieron con nosotros. Y Aekir, mi nueva capital, permanecerá a salvo. Aurungabar la Dorada, la mayor ciudad del mundo. Encárgate de ello, Shahr Johor. Reúne a nuestros ingenieros. Quiero que los planos estén listos para examinarlos esta noche. Y una maqueta. Sí, una maqueta a escala del aspecto que tendrá todo, con el dique de Ormann destruido y esa nueva fortaleza en su lugar. Debo pensar en un nombre…
Shahr Johor se inclinó sin ser visto, y abandonó la cima de la torre para cumplir la voluntad de su amo. Los cortesanos restantes se miraron unos a otros. Nunca hasta entonces habían oído a su real señor hablar de nada que no fueran avances y victorias, pero en aquel momento parecía estar haciendo planes para una derrota. ¿Qué había ocurrido?
Un eunuco fláccido y lampiño intervino.
—Mi sultán, ¿realmente creéis que los malditos infieles podrían obligar a nuestros gloriosos ejércitos a retroceder hasta el Searil? Están en los últimos estertores. Pronto lo estaremos festejando en el palacio de Torunn.
Aurungzeb contempló tristemente la antigua fortaleza que se erguía ante él.
—Me gustaría compartir tu optimismo, Serrim. Ese general de los jinetes rojos… Mis espías me han dicho que ahora es el comandante en jefe de las fuerzas torunianas. Él y su maldita caballería escarlata ya han salvado a los torunianos de la destrucción en dos ocasiones.
—¿Quién es ese hombre, señor? ¿Lo sabemos? Tal vez nuestros agentes…
Aurungzeb soltó una carcajada.
—Según todos los informes, es un hombre difícil de matar. —Su humor volvió a agriarse—. Ahora dejadme todos. No… Ahara, tú quédate. —Pasó a hablar en normanio vacilante—. Ramusiano… quédate tú también. —Y de nuevo en merduk—: Los demás, fuera de mi vista.
La torre se vació, dejando atrás dos figuras. Una era la de un hombre menudo ataviado con un hábito negro y cuyas muñecas estaban atadas con cadenas de plata. La otra era una mujer esbelta y vestida de seda, cuyo rostro estaba oculto por un velo enjoyado. Aurungzeb indicó a la mujer que se acercara, y la tempestad de su frente amainó ligeramente. Le apartó el velo y le acarició la pálida mejilla.
—Alma de mi alma —murmuró—. ¿Cómo estáis tú y mi hijo?
Heria se acarició el abdomen. La hinchazón era visible.
—Estamos bien, mi señor. Batak ha usado sus artes para examinar al niño. Está perfectamente. Nacerá dentro de cinco meses. —Hablaba en el idioma merduk.
Aurungzeb sonrió, rodeando los hombros de Heria con su enorme brazo, y suspiró de satisfacción.
—Cómo me gusta oírte hablar en nuestro idioma. Debe convertirse en el tuyo. Las lecciones continuarán… El tutor se ha ganado el sueldo. —Bajó la voz—. Te convertiré en mi reina, Ahara. Ya eres seguidora del Profeta, y un día serás la madre de un sultán. Mi heredero no puede tener por madre a una simple concubina. ¿Te gustaría eso? ¿Te gustaría ser una reina merduk? —Y Aurungzeb le apoyó las enormes manos en los hombros y estudió su rostro.
Heria lo miró a los ojos.
—Éste es mi mundo ahora. Vos sois mi señor, el padre de mi hijo. No hay nada más. Seré reina si vos lo deseáis. Soy vuestra, para hacer conmigo lo que os plazca.
Aurungzeb sonrió lentamente.
—Dices la verdad. Pero no eres mi esclava; ya no. Serás mi esposa, además de mi reina. Viviremos en Aurungabar, y nuestra unión será un símbolo. —El sultán se volvió y levantó la voz para que pudiera oírle el hombre vestido de negro—. El encuentro de dos pueblos, sacerdote. ¿Te gustaría eso? De ese modo, los ramusianos que permanezcan al este del Torrin verán que no soy el monstruo que ellos creen… y tú también.
Albrec se adelantó, entre el sonido de más cadenas invisibles bajo su hábito.
—Creo que es una buena idea. Nunca pensé que fuerais un monstruo, sultán. Ahora sé que no lo sois. Al final, un gobernante realmente grande hace lo que es mejor para su pueblo, no lo que le complace a él. Estáis empezando a comprenderlo.
Aurungzeb pareció desconcertado por la franqueza del clérigo. Soltó una carcajada forzada.
—Por las barbas del Profeta, eres un loco muy atrevido, lo reconozco. Tú y tu pueblo tenéis coraje; Shahr Baraz siempre lo decía. Yo le creía un viejo estúpido y sentimental, pero ahora veo que tenía razón.
Heria estudió a Aurungzeb, extrañada. Nunca hasta entonces le había oído hablar de los ramusianos con nada que se pareciera a la moderación. ¿Eran ciertos los rumores de la corte, entonces? ¿Se estaba cansando Aurungzeb de la guerra?
Él sorprendió su mirada, y se alejó hacia el parapeto.
Hubo una pausa. Finalmente, Heria reunió el valor para hablar.
—Mi señor, ¿realmente creéis que ese nuevo general de los ramusianos es tan peligroso?
—¿Peligroso? Su ejército es una chusma desmoralizada, y su país está ahora gobernado por una mujer, ¡Peligroso! —Pero, por algún motivo, sus palabras sonaron huecas—. Ven aquí, Ahara. A mi lado.
Ella se reunió con él. Albrec se quedó atrás, olvidado por ambos.
Juntos miraron abajo, desde la vertiginosa altura de la torre a las castigadas murallas de la fortaleza y el río Searil, cruzado por los nuevos puentes de madera en los que los ingenieros llevaban semanas trabajando. Al otro lado del río estaba la gran desolación de cráteres y escombros que había sido la barbacana oriental de la fortaleza. La guarnición ramusiana la había llenado de pólvora y la había destruido justo cuando estaba a punto de caer en manos de los merduk.
—Mira hacia las colinas del este, Ahara. ¿Qué ves?
—Carretas, mi señor, docenas de ellas. Y cientos de hombres cavando.
—Están cavando una enorme fosa común para enterrar a nuestros muertos. —El rostro de Aurungzeb pareció encogerse—. Cada vez que luchamos contra los torunianos, debemos cavar otra.
—¿Puede durar mucho más, mi señor? Tanta muerte…
Él no respondió de inmediato. Parecía cansado, incluso exhausto.
—Pregunta a ese loco santo de ahí detrás. Parece que tiene todas las respuestas.
Albrec avanzó tintineando hasta situarse también junto al parapeto.
—Todas las guerras terminan —dijo en voz baja—. Pero hace falta más coraje para terminarlas que para empezarlas.
—Tonterías —dijo Aurungzeb, disgustado.
—Vuestro Profeta, sultán, no creía en la guerra. Aconsejó a todos los hombres que vivieran como hermanos.
—Igual que vuestro Santo —replicó Aurungzeb.
—Cierto. El Profeta y el Santo tenían mucho en común.
—Escucha, sacerdote… —empezó a decir el sultán acaloradamente, pero justo entonces hubo un ruido de botas en la escalera, y un soldado jadeante apareció en el parapeto. Cayó de rodillas ante la mirada furiosa de Aurungzeb.
—Alteza, perdonadme, pero han llegado despachos de nuestras fuerzas en el norte. Shahr Johor ha dicho que debíais ser informado inmediatamente. Nuestros hombres han llegado al paso de Torrin, alteza. ¡El camino a Charibon está abierto!
El malestar de la expresión de Aurungzeb se evaporó.
—Bajaré al instante —dijo, y, mientras el soldado empezaba a descender, lo siguió sin una sola mirada atrás, con el paso enérgico como el de un muchacho. Heria y Albrec se quedaron atrás, momentáneamente olvidados.