Solo al contemplar de cerca la Puerta de la Amante comprendió Kip por qué se empeñaba Gavin en construir una muralla nueva. La antigua estaba sembrada de viviendas, comercios y posadas, como un barco cubierto de moluscos, solo que aquí las paredes estaban revestidas por dentro y por fuera. En algunos puntos, los tejados de la gente llegaban casi a la altura de los restos de las almenas. Si Gavin quería que esa muralla fuese defendible, tendría que demoler cientos de hogares. El proceso de demolición por sí solo consumiría los cuatro días de los que disponían.
Sería comprensible que la propuesta de demoler aproximadamente una quinta parte de los hogares de la ciudad tuviera un efecto desastroso sobre la opinión popular. Gavin disponía de apenas unos pocos días para conseguir que quienes quedaban en Garriston accedieran a aliarse con él en vez de con su adversario. Se debatía entre dos opciones igual de impracticables: dejar las viviendas apoyadas en las paredes interiores y ofrecer al enemigo una muralla imposible de defender, o derruir las casas y arriesgarse a que la población, ya de por sí dividida, se volviera en su contra. De modo que Gavin había optado por erigir su propia muralla.
Asombroso. ¿Cómo sería durante la Guerra de los Prismas, cuando la gente debía escoger junto a cuál de los hermanos quería combatir? Debía de ser como luchar entre dos gigantes, temiendo que el menor de sus movimientos pudiera aplastarlo a uno, pero sabiendo que quedarse entre ambos, en tierra de nadie, sería aún peor.
Kip regresó a sus aposentos y preparó lo que pensaba que iba a necesitar. Una capa, comida, más comida, una espada corta y un monedero en el que guardó un tubo de danares de estaño. Era más dinero del que creía que le haría falta, pero esperaba que supieran perdonárselo; podría necesitarlo para sobornar a alguien. Decidió que lo mejor sería dejar una nota para que nadie malgastara un tiempo precioso buscándolo.
En el escritorio de su habitación había una pluma y papel de pergamino, en el que escribió trabajosamente el siguiente mensaje: «Soy tyreano y joven. Ayudo más como espía que aquí. Nadie sospechará de mí. Intentaré encontrar a Karris». Firmó la nota, esperó a que se secara la tinta antes de doblar la hoja y la guardó bajo las colchas de la cama de Liv.
A continuación redactó otra: «He salido a comprar algo de comer y a ver a los juglares. Tanto trazar me ha puesto nervioso. Regresaré antes de medianoche».
Esa la dejó encima de la mesa. Sería la primera que encontrarían y le daría algo de ventaja. No se darían cuenta de que en realidad había desaparecido hasta pasada la medianoche. Llegado ese momento comprenderían que ya se habría alejado demasiado como para intentar darle alcance.
Con lo que se temía que parecieran unas alforjas sospechosamente sobrecargadas, Kip dejó atrás a los guardias de la puerta y se dirigió al establo.
—Necesito un caballo —dijo en tono imperioso al mozo de cuadra.
El hombre, recostado contra una pared, le devolvió la mirada sin moverse del sitio.
—Has venido al lugar indicado —repuso.
Un mal presentimiento asaltó a Kip. El hombre no se creía que estuviera en posición de dar órdenes a nadie. Si Kip no conseguía un caballo, no podría hacer nada. Sería el intento de fuga más breve de la historia. Ni siquiera había salido de casa todavía.
—Esto… Busco un animal que no llame la atención y que no sea demasiado… brioso.
—Jinete inexperto, ¿eh? —El tono del hombre insinuaba: «Seguro que también eres un hombre inexperto».
Confiesa tu ineptitud y confíate a su clemencia, Kip.
—¿Cómo te llamas, amontonador de estiércol? —inquirió, en cambio. Ups.
El mozo de cuadra parpadeó y enderezó la espalda automáticamente.
—Gallos… señor —añadió, titubeante.
—No viajo a menudo en estos barriles de carne pestilentes, pero necesito uno que sea fiable, que pueda cargar con mi gordo culo y que no se asuste cuando use la magia, ¿entendido? Y no tengo tiempo para inoportunencias. —¿Existía esa palabra? Kip continuó embistiendo como un toro. Probablemente el mozo de cuadra tampoco lo sabía—. Se está librando una guerra. Consígueme el puñetero caballo y deja el amontonar mierda para tus aprendices.
El mozo de cuadra se puso en marcha con presteza y ensilló un viejo caballo de tiro.
—El que mejor se ajusta a vuestras necesidades, señor —dijo el hombre.
¿Un caballo de tiro? Tampoco estoy tan gordo.
—Servirá —dijo Kip—. Gracias. —No hacía falta forzar la suerte. El estribo parecía imposiblemente alto, no obstante. En lugar de humillarse intentando montar y, con toda probabilidad, caerse, cogió las riendas y sacó la bestia a la ciudad, sin olvidarse de dejar propina al mozo de cuadra.
Por Orholam, sí que era un cretino. Kip no sabía qué era lo más desconcertante: que eso le hubiera abierto el camino con tanta presteza o que hubiera disfrutado imponiendo su voluntad a otro hombre. En casa le habrían dado una azotaina, y se la habría ganado.
En las calles mantuvo los ojos bien abiertos hasta encontrar a un hombre más o menos de su mismo tamaño, vestido con una capa a pesar del calor. Parecía vieja, raída, y costaba posiblemente tanto como uno de los bolsillos del abrigo de Kip. Kip hizo un trueque con el hombre. A continuación compró vino y agua en una de las calles que desembocaban en el mercado fluvial y convenció a un tendero de que en efecto quería cambiar su excelente capa por una más simple, de lana, cuando oyó gritos. Se giró.
Había un anciano de pie en lo alto de una carreta, exhortando a la multitud que entraba en el mercado fluvial, la mayoría de la cual no le hacía el menor caso.
—… recuperar nuestra nación. ¡Con nuestro propio rey! ¿Acaso queréis retorceros de nuevo bajo las botas de los parianos? ¿Recordáis lo que hicieron la última vez? ¡¿Es que no tenéis memoria?!
—¡Mataron a cientos por escuchar tonterías como las tuyas! —gritó alguien.
—Y yo digo que no tenemos que permitírselo otra vez —repuso el anciano. Eso le granjeó unos cuantos murmullos de asentimiento.
—¡Todos los que querían escuchar tus ditirambos sobre el rey Garadul se han ido ya! —chilló un tendero.
—El rey no está dispuesto a consentir que muera nadie. ¡Venid, uníos a él y luchad!
—No queremos luchar. No queremos matar. No queremos que nos maten. Queremos vivir.
—¡Cobardes! —escupió el anciano. Se fue arrastrando los pies en busca de un público más perceptivo.
Kip se disponía a salir de la ciudad cuando algo le llamó la atención. Había un barco nuevo en la bahía, un galeón en el que ondeaba una bandera blanca con siete torres. La insignia de la Cromería. Casi al mismo tiempo que identificaba la bandera vio una línea de hombres y mujeres que recorrían las calles conducidos al menos por una docena de Guardias Negros. Se quedó paralizado. Remordimientos de conciencia. No lo conocían, y no vio a los dos únicos Guardias Negros que había visto antes, Retaco y comoquiera que se llamase el otro.
Las personas que venían detrás de los Guardias Negros eran más interesantes, sin embargo, y Kip las estudió mientras pasaban a medio bloque de distancia y doblaban una esquina en dirección al Palacio de Travertino. Había tal vez doscientas de ellas, y Kip estaba seguro de que hasta la última era un trazador. Unos pocos tenían los ojos tan claros que Kip podía ver que sus iris eran azules, verdes o rojos sólidos, pero algunos de los más pálidos exhibían un tinte visible en la piel. Algunos lo disimulaban con mangas largas. A otros no parecía importarles.
—… cierto, pero tiene mejor aspecto que la última vez que estuvimos aquí, Samila —dijo un hombre teñido de azul. Pese a que su piel era lo bastante clara como para revelar el color que la teñía, el hombre tenía el pelo recogido en gruesas trenzas que le llegaban casi hasta la cintura. La mujer era despampanante, de quizá cuarenta años de edad, con los iris de azul sólido, los pómulos altos y la piel olivácea de las clases altas de Atash occidental. Ambos lucían ricos ropajes.
¿Samila Sayeh e Izem Azul? No, seguro que no. Esos nombres solo salían en las leyendas. Seguro que había multitud de trazadores de su edad que casualmente eran azules y rojos con relaciones especiales entre sí.
A continuación llegaron más Guardias Negros, ayudando a caminar a los trazadores enfermos o empujando sus sillas de ruedas. Kip decidió no quedarse a ver si Retaco estaba con ellos.
Se giró para mezclarse con la multitud… y se topó de bruces con Liv. La muchacha tenía las manos en las caderas, tirante la mandíbula. Sus ojos saltaron del caballo a Kip. Glups.
—Puedo explicarlo —dijo Kip.
—Ya lo has hecho. Dos veces. —No había la menor traza de humor en su tono.
Había encontrado las dos notas. Ay, diablos.
—No me detengas, Liv, por favor.
—Pero ¿qué te crees que vas a conseguir? —Bajó la voz—. ¿Te imaginas que vas a hacer de espía? ¿Que vas a encontrar a Karris? ¿Y después qué?
Kip apretó los dientes.
—Voy a salvarla.
Liv no hizo ningún esfuerzo por ocultar su incredulidad.
—Esa es una de las cosas más ridículas que he oído en mi vida, Kip. Si quieres huir porque la situación aquí es demasiado peligrosa, no hace falta que finjas…
—¡Vete al diablo! —exclamó Kip, sorprendiéndose incluso a sí mismo. Liv puso los ojos como platos. Kip no podía creerse que le hubiera dicho eso a Liv… ¡A Liv, por el amor de Orholam!—. ¡Lo siento! —Lo dijo demasiado alto, y algunas de las personas que los rodeaban lo miraron. Bajó tímidamente la voz—. Lo siento muchísimo, ha sido una estupidez, y mezquino. No hablaba en serio. Yo… Liv. —Hizo una pausa, antes de seguir embistiendo como un toro—. No soy nada. No he sido nada en toda mi vida. ¿Y estoy siendo catapultado a que la gente me trate de otra forma por algo sobre lo que no tenía ningún control? ¿Por mi padre? —Podía ver en su cara que Liv lo entendía. Sabía exactamente a qué se refería—. Liv, se lo debo todo a Gavin y no me ha pedido nada a cambio.
—Lo hará —dijo lúgubremente Liv.
—¿Alguna vez te ha pedido que hagas algo malo, Liv?
—Todavía no —reconoció la muchacha—. Lo único que estoy diciendo es que conviene guardarse las espaldas cuando de la gente de la Cromería se trata.
—¿Y qué? ¿No eres tú una de ellos? Si me obligas a regresar, estarás obligándome a incumplir mi palabra.
—¿Cómo? —A juzgar por la expresión de Liv, parecía que Kip acabara de abofetearla.
—Juré que ayudaría a salvar a Karris. ¿No te das cuenta, Liv? Soy perfecto precisamente porque soy un don nadie. ¡Fíjate en mis ojos! —Confundida aún, la muchacha lo miró a los ojos—. Ni color, ni halo —dijo Kip—. Pero puedo trazar, Liv, por primera vez en mi vida sé exactamente lo que tengo que hacer. Nadie me obliga. Lo hago porque es lo correcto. Hay algo tremendamente… —Apretó los puños, intentando extraer las palabras adecuadas—. Liberador. Poderoso. No sé qué es, pero sé que es agradable.
—¿Aunque te dirijas a tu muerte? —preguntó Liv.
Kip se rió sin ganas.
—No estoy dándomelas de héroe, Liv. No me caigo demasiado bien, eso es todo. ¿Qué más da que me muera?
—Eso es lo más espantoso que he oído en mi vida —dijo Liv.
—Lo siento —dijo Kip—. No intento apelar a tu compasión. Solo digo que… no tengo nada. Soy huérfano, un bastardo a lo sumo. Una vergüenza. No tengo mucho que perder, eso es todo. Si puedo hacer algo bueno con mi vida… o aun con mi muerte… ¿cómo podría no intentarlo?
Kip vio que Liv se estremecía. Por primera vez albergó la esperanza de poder salirse realmente con la suya.
—Por favor, Liv. Si estropeo esto… si ni siquiera consigo salir de la ciudad… realmente no seré nada. Por favor. No me obligues a fracasar en lo más importante que he intentado hacer nunca.
Liv parpadeó, sonrió.
—Nunca me había parado a pensar en lo que podría ocurrir si volvieras esa lengua tan afilada contra mí. Tendrías que ser naranja.
—Ya me parezco a una en la forma, pero no estoy seguro…
—¡Un trazador naranja, no la fruta! —dijo Liv, riéndose.
Ah, que era como un trazador correoso.
—¿Significa eso que no vas a intentar detenerme?
—Peor aún.
—¿Eh?
—Tienes que hacer lo correcto. Yo también. Eres responsabilidad mía, Kip.
—Oh, no, no te atreverás.
—Sí. Me voy contigo… o no irás a ninguna parte.
—Liv, no lo entiendes… —¿Qué era lo que no entendía? ¿Que estás locamente enamorado de ella? ¿Que es guapa, lista, maravillosa y asombrosa, y que toda tu alma anhela estar con ella pero no puedes ni soñar con ponerla en peligro?
—¿Qué es lo que no entiendo? —preguntó Liv. Maldición.
—Eres la luz para mí. —Se le escapó. No podía creerse que lo hubiera dicho en voz alta. Sus ojos se ensancharon antes incluso que los de ella.
Había estado físicamente desnudo ante ella cuando aquella asesina intentó matarlo. Esto era peor. Se había quedado paralizado. Le fallaban los labios.
—Muy gracioso, Kip, pero no vas a engañarme y escaquearte cuando no esté mirando o algo. Quizá seas astuto, pero no nací ayer.
¡Oh, gracias a Orholam! ¡Pensaba que estaba bromeando! Una oleada de alivio bañó a Kip, dejándole las rodillas temblorosas.
—Me voy contigo —dijo Liv—, y esa es mi última palabra. Tienes razón: lo que intentas hacer es algo bueno. Sé que merece la pena salvar a Karris, y lo que haya descubierto podría cambiar toda la guerra. Y si quieres tener éxito, necesitarás mi ayuda. Además, me harías romper mi juramento de velar por ti si me prohibieras acompañarte.
Kip había usado el «no me obligues a faltar a mi palabra» como piedra angular de su argumentación. No le gustaba particularmente que lo volvieran contra él, pero con el cerebro obnubilado y el corazón martilleando aún con fuerza en su pecho, no se sentía precisamente capaz de contraatacar.
—Además —dijo Liv, bajando la voz—, aunque tú no huyas de nada, a lo mejor uno de nosotros sí.
—¿Eh? —dijo Kip. ¿«Eh» es lo mejor que se me ocurre? Estupendo.
—Que me voy contigo. En marcha —dijo Liv.
Juntos encontraron al anciano que antes estaba arengando a la multitud y obtuvieron la ubicación del ejército del rey Garadul: «Dirigíos al sur y seguid las huellas. Ya han ido miles. Si queréis uniros al ejército en vez de ser tan inútiles como el resto de los seguidores del campamento, decidle al sargento reclutador que os envía Gerain».