Karris se mordió la lengua. Aquella voz áspera denotaba un genuino afán por identificarse. De modo que guardó silencio y observó con atención. El cuerpo, como cabía esperar, no le ofrecía ninguna pista, así que se concentró en el rostro. La piel manchada de luxina distorsionaba los rasgos, al igual que las cicatrices de quemaduras. Una de las cejas se había regenerado de color blanco, Karris no sabía si a causa del fuego o en reacción a la luxina. Pero había algo familiar.
Por Orholam. El fuego. Las quemaduras cicatrizadas. Un puño se cerró con fuerza en torno a su corazón y apretó. Se quedó sin respiración. No podía ser él, había muerto hacía dieciséis años. Pero en cuanto la idea se formó en su mente, supo que no podía tratarse de nadie más.
—Koios —exhaló con un hilo de voz. Ahora entendía por qué la Blanca la había enviado aquí. El enemigo era su hermano. Las rodillas cedieron bajo su cuerpo. Karris se sentó de golpe en los cojines que había al lado del rey, so pena de sufrir un desvanecimiento completamente propio de una damisela.
Gavin dejó de trazar cuando el sol se hundió tras el horizonte. Podría emplear la luz ambiental reflejada si se lo propusiera, pero ya estaba agotado. Contempló la llanura cubierta de abrojos que se extendía hacia el sur. Karris estaba allí fuera, en alguna parte. Con toda probabilidad, no volvería a verla nunca, nunca tendría ocasión de contarle la verdad. Eso lo entristecía más de lo que jamás hubiera creído posible.
Se giró y estudió el trabajo de la jornada, decepcionado. Había esperado erigir media legua de muralla hoy como mínimo. En lugar de eso, no había hecho más que sentar los cimientos, si bien a lo largo de una legua completa. Sorprendentemente, fue Aliviana Danavis la que resolvió el problema más complicado al que se habían enfrentado hasta ahora. O puede que no fuera tan asombroso, teniendo en cuenta lo inteligente que era su padre. Gavin paseaba a lo largo de la zanja que estaban cavando los obreros, rellenándola de amarillo. Donde aún quedaban restos de la antigua muralla, permitía que la luxina amarilla los recubriera como si fuese agua, hundiéndose en todos los resquicios, reforzando la piedra y el mortero con magia. Allí donde incluso los cimientos originales habían desaparecido, trazaba el amarillo directamente en luxina sólida, proporcionando a la muralla unos cimientos de siete pasos de grosor. Por todas partes anclaba el amarillo al lecho de roca con luxina roja semievaporada y viscosa.
Por si caminar no consumiera bastante tiempo, en cuanto la luxina alcanzaba el nivel del suelo, Gavin tenía que lanzarla. Como todos los colores, el amarillo poseía masa. Pesaba aproximadamente tanto como el agua, y con las cantidades que manejaba Gavin lo estaba aplastando. Sus músculos se darían por vencidos mucho antes que su habilidad para trazar. La situación, por supuesto, no haría sino empeorar a medida que creciera la muralla.
Había empezado a emplear andamiajes, pero al cabo de media hora estaba claro que así no conseguiría terminar la muralla en un mes, y menos en los cinco días de los que disponía.
Fue entonces cuando Liv bosquejó su plan, y al igual que la mayoría de las grandes ideas parecía simple y evidente… una vez expuesta.
Gavin trazó dos raíles a ambos lados de la muralla, y unos brazos para conectarlos. Con la adición de ruedas y un arnés para sostenerlo fue capaz de colgar suspendido en el aire sobre la muralla. Las ruedas se deslizaban a lo largo de los raíles, por lo que en vez de tener que mover un andamio cada veinte pasos, ahora el andamio se movía con él. En lugar de arrojar luxina, podía dejarla caer. Eso eliminaba casi todo el esfuerzo físico del proyecto.
Cuando acabó de trazar correctamente el arnés para que no girase de forma descontrolada cada vez que vertía una carga de luxina, la tarde tocaba a su fin. Gavin había rodado despacio a lo largo de sus raíles, sellando la luxina amarilla a intervalos de veinte pasos y aplicando más amarillo a los puntos sellados. Con la cantidad de tiempo que quedaba antes de que se pusiera el sol se concentró en el trazo bruto, de modo que en vez de abordar los desafíos intelectuales inherentes a trazar el interior de la muralla decidió trazar tantos cimientos como pudiera.
Hizo inmensos progresos, pero aún era difícil saber si lograría completar todo el proyecto a tiempo. Si terminaba una muralla entera, alta e inexpugnable antes de que llegara el ejército de Rask Garadul, salvo por doscientos pasos en el centro, la empresa entera se reduciría a una demostración de vanidad.
Gavin se bajó al suelo. Se tambaleó ligeramente al acercarse a Corvan Danavis, que sujetaba los caballos con expresión preocupada.
—Demasiado tiempo con los pies en el aire, eso es todo —dijo Gavin.
Corvan aceptó la explicación en silencio. Unos cuantos bloques más tarde, mientras el sol se borraba del firmamento, dijo:
—Así que… Han capturado a Karris.
—Mmm-hum —dijo Gavin, sin establecer contacto visual.
—Entonces, ¿ya has dejado atrás todo eso?
No obtuvo respuesta de Gavin.
—Bien. Siempre pensé que era la principal amenaza para tu plan. Razones de sobra para odiaros a ambos, y lo suficientemente impulsiva como para echarlo todo por tierra sin pararse a pensar. Entonces, ¿te propones suscitar el antagonismo de Rask con la esperanza de que la asesine para demostrar que va en serio?
—Maldición —masculló Gavin.
—Ah, ya veo que no lo has dejado tan atrás, después de todo.
Gavin sabía que Corvan no hablaba en serio acerca de provocar la muerte de Karris. Que supiera ver la solución más expeditiva a un problema no significaba que la pusiera en práctica siempre.
—¿Todavía no lo sabe?
—No. Por eso rompí nuestro compromiso.
—¿Porque era la que más probabilidades tenía de descubrir tu disfraz, o por algún otro motivo? —preguntó Corvan.
—La destruimos. Dazen incendió su hogar y la guerra se encargó del resto. No me di cuenta de que no tenía nada… y debía haberlo hecho. Cuando me ofrecí a restaurar la fortuna de su familia se lo tomó como un insulto. Me escupió y desapareció durante un año. A su regreso, había cambiado.
—Me he dado cuenta. Ahora pertenece a la Guardia Negra. Una hazaña asombrosa. Pero no has respondido a mi pregunta.
Aunque comenzaba a oscurecer, reinaba aún una calidez reconfortante en las calles. El gentío, lejos de disolverse, se alimentaba de las personas que salían a encender los faroles frente a sus hogares o sus comercios. E incluso otras se relajaban bebiendo en las azoteas llanas de las casas. Era casi como si el desastre no se cerniera sobre ellos.
Gavin miró a su alrededor y se aseguró de bajar la voz para que no llegara a oídos indiscretos.
—He engañado a todo el mundo. He mentido tanto que a veces se me olvida quién soy. Con todo lo que mi hermano y yo le hicimos a Karris… no podría… Bueno, qué mierda, nos ha visto desnudos a los dos, ¿vale? Si alguien puede distinguirnos es ella. Sería la forma más rápida de echarlo todo por tierra.
—Cierto, pero ibas a decir otra cosa —repuso Corvan, con la mirada fija en la silla, concediéndole a Gavin al menos ese atisbo de intimidad.
—He pensado en ello, ¿sabes? Cómo casarme con ella sin dejar de engañarla. O, si eso no diera resultado, cómo demostrarle que guardar mi secreto es su única elección. Al final, todo se reduce a que es lo único que no estoy dispuesto a profanar. Cuando escapé se enamoró de mi hermano. Si descubriera la verdad y decidiera destruirme… —Gavin se encogió de hombros.
Ahora Corvan lo miró a los ojos.
—No sé si admirarte más todavía, o si sentirme horrorizado ante semejante estupidez.
—Suelo decantarme por el «admirarme más todavía» —sonrió Gavin.
Corvan esbozó una sonrisa a regañadientes, pero no se rió.
Sus caballos recorrían las calles tan deprisa como era posible sin arrollar a nadie, y llegaron al Palacio de Travertino cuando la oscuridad ya comenzaba a asentarse. Puño de Hierro montaba guardia en pie frente a la puerta, con las facciones divididas por una inusitada sonrisa de oreja a oreja.
—Noble Prisma —dijo—. La cena está servida.
Gavin frunció el ceño. La sonrisa de Puño de Hierro sugería la inminencia de algo violento, desagradable o molesto, pero no iba a darle la satisfacción de preguntar de qué se trataba. Todo apuntaba a que Puño de Hierro se limitaría a ensanchar la sonrisa y refocilarse en su halo de misterio. De acuerdo. Gavin empezó a caminar hacia el comedor privado.
—Mi señor —objetó Puño de Hierro—. El salón principal.
Se encontraba tan solo a unos pasos de distancia. Gavin apenas si tuvo tiempo de pensar qué clase de cena podría necesitar el salón principal antes de encontrarse en el interior de la antecámara de la enorme cámara abovedada.
El salón principal del Palacio de Travertino, cuyas dimensiones se limitaban aproximadamente a una tercera parte de las de su homónimo en la Cromería, era no obstante una de las maravillas del viejo mundo. Las puertas consistían en enormes arcos de herradura bulbosos con franjas verdes y blancas, reliquias de la época en que la mitad de Tyrea era una provincia pariana. El travertino y el mármol blanco se alternaban por doquier: en el diseño cuadriculado del suelo, en las intrincadas formas geométricas de las paredes y en las antiguas runas parianas que ornaban los pies del octeto de inmensas columnas de madera que sostenían el techo, distribuidas para componer una estrella de ocho puntas. Cada uno de los pilares medía cinco pasos de grosor (atasifusta, los árboles más robustos del mundo) y ninguno de ellos se ahusaba visiblemente antes de tocar el techo. Contaban que la madera había sido el regalo de un monarca atashiano, hacía quinientos años. Incluso entonces se trataba de un verdadero tesoro. Ahora se habían extinguido; el último calvero había sido talado durante la Guerra de los Prismas. Gavin nunca había descubierto al culpable. Cuando llegó a Ru, el bosquecillo sencillamente había dejado de existir. Sus comandantes (los comandantes de Dazen) juraban que los árboles aún estaban en pie cuando abandonaron la ciudad. Al terminar la guerra, los comandantes de Gavin juraban que los árboles no estaban cuando llegaron.
Lo que hacía que los atasifusta fuesen únicos era que su savia poseía unas propiedades similares a las de la luxina roja concentrada. Los árboles tardaban cien años en alcanzar todo su tamaño; estos gigantes contaban varios siglos de edad en el momento de la tala. Pero una vez alcanzaban la madurez se podían perforar agujeros en el tronco y, si el árbol era lo bastante grande, la savia supuraba lentamente envuelta en llamas. Esos ocho gigantes contenían ciento veintisiete orificios; el significado especial que alguna vez poseyera esa cifra había caído ya en el olvido. A primera vista parecía que los árboles estuvieran ardiendo, pero las llamas eran constantes y en ningún momento consumían la madera, de un espectral blanco marfileño a excepción hecha de las manchas de hollín que había encima de cada agujero. Gavin sabía que las llamas no podían ser eternas, pero tras arder supuestamente día y noche durante quinientos años, las llamas de estos atasifusta no daban muestras de ir a consumirse de un momento a otro. Quizá las llamas más próximas al techo fueron un poco menos intensas que las demás, debido a la savia absorbida por la madera, pero Gavin no pondría la mano en el fuego por ello.
Cuando la madera no estaba madura constituía una leña asombrosa. Bastaba con la brazada que pudiera transportar una sola persona para caldear una pequeña cabaña durante todo el invierno. No era de extrañar que se hubieran extinguido.
En el gran salón eran innecesarias las antorchas, por supuesto, pero al otro lado de las ventanas de vidrio tintado, también con forma de herradura, se mantenían encendidas unas teas para que el cristal reluciera de día y de noche, proyectando reflejos blancos, verdes y rojos.
De nuevo los colores, al igual que la forma de los arcos, poseían algún tipo de significado para las personas que habían construido este prodigio, y de nuevo Gavin no sospechaba siquiera cuál podía ser. Le infundía una sensación de insignificancia. No creía que nada de lo que pudiera construir sobreviviera quinientos años después de su muerte. De hecho, solo la suerte había querido que su hermano no arrasara esa maravilla al destruir la ciudad.
Cuando Gavin se adentró en la sala, las personas sentadas alrededor de la gran mesa, todas ellas con los rostros vueltos hacia él, desviaron su atención de la majestuosidad de aquellas columnas de atasifusta. Se distrajo momentáneamente al pasar frente a unas sombras gemelas que flanqueaban el pasillo. Giró la cabeza de improviso, esperando encontrarse con un asesino. Pero no, se trataba de un Guardia Negro. Había uno a cada lado de la puerta, y docenas de ellos distribuidos por toda la cámara. Todos le sonaban. ¿Guardias Negros? ¿Aquí?
Ah, han llegado los barcos de los que van a ser liberados. Puño de Hierro debe de haber ordenado a todos estos Guardias Negros que los acompañen.
Volvió a fijarse en la mesa. Lo aguardaban al menos doscientos trazadores. Una clase pequeña, tal y como le había dicho la Blanca. Lo que había omitido era la identidad de quienes componían la clase. Gavin los conocía a todos de vista, y a la mayoría por su nombre. Reconoció a Izem Rojo y a Izem Azul, a Samila Sayeh, a Maros Orlos, al bicromo discontiguo Usef Tep, apodado el Oso Púrpura, a Deedee Hoja Caída, a las hermanas parianas Tala y Tayri, a Javid Arash, a Talon Gim, a Eleleph Corzin, a Bas el Simple, a Dalos Temnos el Joven, a Usem el Salvaje, a Evi Grass, a Manos Llameantes y a Odess Carvingen. Dondequiera que se posaban sus ojos encontraba nuevos héroes de la Guerra de los Prismas, excombatientes de ambos bandos. Estos eran algunos de los trazadores con más talento de las Siete Satrapías, y representaban a cada una de ellas, además. Incluso los ilytianos contaban con su propia delegación, si bien compuesta tan solo por Manos Llameantes, y Eleleph Corzin era aborneano.
La incredulidad dejó a Gavin paralizado en el sitio. Todos los años se liberaban algunos trazadores de la guerra, pero Gavin no había visto reunidos a tantos de los grandes desde inmediatamente después del conflicto, cuando muchos de ellos habían sido empujados al límite por la cantidad de poder manejada durante el combate.
Todos estos trazadores habían sido jóvenes durante la guerra, y Gavin sabía y temía que muchos de ellos comenzarían el tránsito tarde o temprano. Pero ¿tantos? ¿En un solo año?