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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

El prisma negro (67 page)

BOOK: El prisma negro
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Karris no soportaba la idea de quedarse en los Jaspes, no podía soportar la compasión y las miradas violentas. De modo que se fue a la casa de una prima lejana en el Bosque de Sangre. Había tenido el bebé y lo había entregado inmediatamente, sin abrazarlo, sin preguntar siquiera si era niño o niña, enterándose tan solo por la indiscreción de su anfitriona de que se trataba de un varón. La familia que adoptó al retoño de Gavin vivía cerca y Karris no soportaba la idea de quedarse, de modo que regresó a la Cromería. Había perdido el peso acumulado durante el embarazo en poco tiempo, y su joven piel apenas si mostraba las marcas del mismo. Era como si nada hubiera sucedido, salvo por los recuerdos que se aferraban a ella como piedra infernal devorándole el alma.

Qué apropiado que mi vestido nuevo sea negro, ¿verdad? Un trocito de medianoche, como lo que hay dentro de mí.

Creía que habías renunciado al melodrama, Karris.

Que te den.

Creo que eso es lo que espera el monarca.

Será un placer para ambos. Espero que le guste la sangre.

¿Y qué? ¿Ahora se supone que debo dar gracias por estar fluyendo? Ni lo sueñes…

Un calambre la asaltó a mitad del pensamiento. Karris se dobló por la mitad. Nada de agradecimientos.

Mientras estaba encorvada, alguien deslizó una hoja de papel bajo la puerta. Karris la recogió. No era más grande que su dedo.

«Órdenes: ases. RG. De noche. No puedo ayudar.» Había una antigua runa dayrica al pie. Era el símbolo convenido para demostrar que provenía del agente con el que Karris debía reunirse. No muy bien dibujada, pero correcta.

Como código no valía gran cosa, pero nunca habían pensado que Karris necesitaría un código. Se suponía que iba a conocer al agente en persona. Debía identificarse trazando ociosamente parte de la runa en cualquier superficie: una mesa, el polvo, lo que fuera. Las órdenes de Karris eran asesinar al rey Garadul. En secreto. Y su contacto no podría ayudarla.

Perfecto. Karris ni siquiera podía quemar la nota, y aunque era pequeña, estaba sucia. Se la metió en la boca con una mueca y se la tragó.

Su contacto no podría ayudarla. Maldición, Karris, llevas tanto tiempo obsesionada con el pasado que te has olvidado del presente. En un momento, Corvan había entendido que alguien debía de querer verla muerta. De todos los agentes de la Blanca, Karris era la persona menos indicada que enviar aquí. O bien la Blanca quería ver muerta a Karris, o…

No cabía otra posibilidad. ¿O acaso esperaba que me secuestraran y tal vez me violaran? Ridículo.

Sabía que frustraba a la Blanca a veces, pero había pensado que le caía bien a la anciana. Por otra parte, la Blanca siempre trazaba sus planes a largo plazo. A lo mejor creía que podría usar la muerte de Karris para lograr otro objetivo.

Karris sintió ganas de vomitar. Era posible. No lo hubiera pensado antes, pero había jurado dar la vida por la Blanca si era preciso. Quizá la Blanca hubiese decidido que lo era.

Alguien llamó a la puerta con los nudillos. La misma rutina de siempre, un montón de trazadoras, un montón de guardias. Esta vez, sin embargo, entraron varias mujeres cargando con botes de polvos y pinturas. Con eficiencia y profesionalidad, maquillaron a Karris, le arreglaron el pelo y la rociaron de perfume. Pero no aplicaron nada de maquillaje a sus ojos ni a sus pestañas.

Karris enseguida descubrió por qué cuando una de las esclavas sacó unas fundas oculares violetas. Que los cieguen, han pensado en todo.

—Si te las quitas, te arrancarás la piel —dijo una de las esclavas—. Y posiblemente también todo el párpado. Si las dejas en paz, el rey podría concederte más libertad, y no te dañará los ojos. Dentro de unos días se soltarán y se caerán solas.

—Momento en el que volveréis a pegarlas —dijo Karris.

—Sí.

—¿Y si se me mete algo en el ojo? —Sería imposible sacarlo.

—Procura que no se te meta.

Probaron a ver cómo quedaban sobre sus cuencas oculares. Las fundas no encajaban a la perfección. La esclava, atashiana oriental a juzgar por sus rasgos, frunció el ceño.

—Tendremos que usar más adhesivo de lo normal para que encajen las fundas. Eso significa que, como parpadees, se te pegarán las pestañas. El rey Garadul te quiere por tu belleza, así que no quiero cortarte las pestañas a menos que sea imprescindible. Pero cuando te apliquemos las fundas en la cara, se quedarán ahí durante días. Seguro que no quieres las pestañas llenas de pegamento… o adheridas a él. Así que, ¿prefieres estar ciega, irritada o sin pestañas?

—Sin pestañas, y al diablo con Rask —dijo Karris.

La esclava frunció los labios.

—Tienes razón. El rey podría enojarse. Habrá que correr el riesgo. Parpadea ahora todo lo que puedas, porque vas a tener que evitar hacerlo durante tanto tiempo como sea posible. —Con sumo cuidado y pegotes de pegamento, le aplicaron las fundas oculares. Los pegotes de pegamento cubrieron los huecos del borde.

Karris casi no se atrevía a respirar, tan quieta como era posible, obligándose a no pestañear. Cuando por fin se rindió y tuvo que parpadear, sus pestañas se engancharon por un momento en el pegamento a medio secar, pero se liberaron.

—Ah, y procura no llorar —dijo la esclava—. O se te anegarán los ojos de lágrimas. Literalmente. —Esbozó una sonrisa desagradable.

Me troncho.

Pusieron más maquillaje alrededor de sus ojos cuando el pegamento terminó de secarse.

A continuación, flanqueada por trazadoras y Hombres Espejo, Karris fue escoltada a través del campamento. El sol se había puesto hacía tal vez una hora, y Karris agradeció el aire fresco y seco. Sobre el olor de su perfume, por fin era capaz de oler los caballos, los hombres, las fogatas, la carne cruda cortada, carne asada, la artemisa, el aceite. ¿Aceite? Miró en rededor y vio un carro de suministros en las proximidades. Oh, espadas engrasadas y metal para armas.

Con la cantidad de carretas que rodeaban la suya, Karris no podía ver lo suficiente del ejército para hacerse una buena idea de cuántos hombres se dirigían a Garriston. Ni siquiera el número de carretas la ayudaba. No sabía si viajaban cargados o ligeros, y aunque lo supiera, la última vez que había acompañado a un ejército no prestó la menor atención a esos detalles. Joven, mimada, aterrada y estúpida, no se le ocurrió que algo tan simple podría serle de utilidad algún día.

Había un gran número de mujeres diseminadas a lo largo y ancho del campamento, portando leña recién cortada para las fogatas, de pie en la carreta del carnicero, gritando a los hombres para asegurarse de que los jabalís salvajes despellejados se repartieran equitativamente, atendiendo las inevitables heridas leves de miles de personas en movimiento, aceptando armas y armaduras para que las repararan los herreros, rechazando las que parecían reparables por los hombres que intentaban que otro les hiciera el trabajo. La mayoría de las mujeres parecían desempeñar papeles de servicio, sin embargo, lo que significaba que el rey Garadul no las tenía en alta estima, o bien que la mayoría eran nuevas reclutas. A juzgar por la gran variedad de vestidos, Karris supuso que provenían de todo el espectro social. Eso significaba que eran nuevas reclutas, y voluntarias. No todas esas personas eran los sirvientes que se había traído de Kelfing; eran nativos. El rey Garadul tenía un apoyo significativo de la gente de Tyrea.

A juzgar por los vistazos hurtados a la creciente oscuridad punteada por las fogatas distribuidas arbitrariamente como estrellas, parecía que el ejército se esparcía a su antojo, pero Karris fue llevada deprisa a un área donde tal vez cincuenta carretas formaban un círculo, dejando tan solo unas pocas vías entre ellas en las puntas del compás donde los caballos pudieran pasar, guardadas todas por diez Hombres Espejo con mosquetes. En el centro había un espacio abierto para la defensa, pequeños falconetes apuntaban hacia fuera por doquier como un puercoespín listo para disparar sus púas, y luego un número de grandes pabellones con franjas de todos los colores.

Un calambre asaltó a Karris mientras la conducían al pabellón central. Se encorvó, privada del aliento. Cerró los ojos con fuerza, y las fundas de luxina se clavaron dolorosamente en sus cejas y sus mejillas. Alisó la expresión y esperó hasta que la furia del calambre hubo pasado. Respiró lentamente, dominando el dolor. Luego gesticuló a uno de los guardias, como si fuera una reina y ya estuviera lista para entrar, gracias.

El hombre apartó la lona del pabellón y Karris entró.

Su vestido debía de ser espectacular, porque en cuanto Karris puso un pie en el interior todas las conversaciones cesaron.

Había tal vez setenta personas en el pabellón: esclavos, acróbatas, malabaristas y músicos que rodeaban a unos treinta nobles sentados en cojines alrededor de una mesa baja repleta de manjares y vino. Todo el mundo vestía vivos colores, de tal intensidad que Karris podía darse cuenta incluso a través de la amortiguación de las fundas oculares oscuras. El rey Rask Garadul presidía la mesa, por supuesto, anillos destellando en los dedos cerrados en torno a una copa de vino. Se había interrumpido en medio de una frase y la miraba fijamente, boquiabierto.

Pero Karris apenas si vio al rey, porque a su diestra había un hombre como nunca había visto ninguno. Se obligó a continuar caminando hacia el monarca, la falda susurrando, la cabeza alta, los hombros relajados, como si no estuviera turbada.

El hombre era un Mancillado, un engendro de los colores. Karris solo había visto uno una vez, y estaba en los primeros estadios de su locura. Este hombre no estaba en los primeros estadios, pero tampoco parecía desquiciado. Lucía una sencilla túnica de luxiat, pero era cegadoramente blanca en vez del negro acostumbrado de los luxiats de Orholam, color que reconocía que necesitaban la luz de Orholam por encima de todo. Tampoco su semblante mostraba ni rastro de la humildad de un luxiat.

Pero al menos su rostro era prácticamente humano: piel, hueso y sangre. Bajo la piel cubierta de quemaduras cicatrizadas yacían unos hilos de luxina verde como tatuajes descoloridos que afloraban a la superficie en los pómulos y la frente. Su cuerpo cambiaba a la altura del cuello, donde la piel era luxina pura de todos los colores del arco iris. La cara interior de su codo, visible cuando levantó la copa de vino al ofrecerle a Karris un brindis burlón, era de luxina verde flexible, al igual que las demás articulaciones y el cuello. Unas placas de luxina azul cubrían todas aquellas superficies que no necesitaban moverse. Le blindaban los antebrazos, convertían sus manos en guanteletes y erizaban de espinas sus nudillos; sus hombros se intuían antinaturalmente anchos bajo el blasfemo hábito de luxiat, y la V de su pecho, visible a través del manto, relucía y reflejaba la luz como el mar al amanecer. De modo que no se trataba de placas, en realidad, sino de luxina azul entretejida, un proceso que triplicaba su resistencia y la volvía mucho menos susceptible de romperse si uno tenía el talento y la paciencia necesarios para realizarlo.

La luxina amarilla fluía entre o bajo los demás colores por doquier, renovando constantemente lo que se perdiera debido a la luz del sol o el desgate natural. Allí donde las placas se tocaban, la luxina naranja las lubrificaba y posibilitaba que se superpusieran sin tropiezos. Encima de las placas azules, la luxina roja formaba finas capas de arcaicos diseños consistentes en runas y grabados de estrellas de ocho puntas. Karris no podía ver si el engendro había incorporado el supervioleta a su piel, pero no le cabía la menor duda al respecto. Después de todo, en el centro de cada una de sus palmas había incrustado un cristal flamígero. Estos, la manifestación física y sellada del subrojo, por lo general duraban tan solo unos pocos segundos. El contacto con el aire provocaba que explotaran y se consumieran con un fogonazo.

De alguna manera, esta monstruosidad se había hundido uno en cada mano y lo había aislado del aire con luxina azul para que se pudiera ver literalmente a través de sus palmas. El efecto, no obstante, era similar a un espejismo. La imagen ondulaba a causa del calor inherente a los cristales flamígeros. A pesar de todo conservaba el uso de los dedos, lo que sugería que se trataba de un sanador milagroso o de algún tipo de ilusión. Tenía que serlo. Todo aquello era imposible.

Lo último que vio Karris fueron los ojos del Mancillado cuando se presentó ante el rey Garadul. Estaban hechos añicos. El halo se había roto por completo. Los colores que escapaban de sus iris por infinidad de lugares le teñían el blanco de los ojos y se arremolinaban sin cesar. El azul se impuso cuando el Mancillado observó a Karris, mientras el verde se retorcía como una serpiente por un laberinto de rojo y naranja.

—Karris —dijo el rey Garadul—, estás radiante. Eres un regalo para la vista.

—Y tú una vista que no querría ni regalada. —Karris sonrió con dulzura.

El monarca se carcajeó.

—No solo te has vuelto más hermosa que cuando eras una muchacha, sino también más afilada. Karris, únete a nosotros. Tengo un regalo para ti, pero antes me gustaría que conocieras a mi mano derecha. —Hizo un gesto en dirección al Mancillado—. Karris Roble Blanco, te presento al Profeta de Cristal, el Maestro Policromo, lord Omnícromo, el Príncipe de los Colores, el Arcano Iluminado.

—Qué nombre más largo —dijo Karris—. Tu madre debía de tardar una eternidad en llamarte a cenar.

—Puedes escoger el que más te guste —dijo el Príncipe de los Colores. Su voz era desconcertantemente… humana. Fuerte y confiada, con una sombra de diversión, aunque ronca como la de un fumador de cencellada empedernido.

—En tal caso, me quedo con el Payaso Multicolor.

Un azul glacial y risueño remplazó enseguida al rojo que saltó a la superficie de los ojos del Mancillado.

—Vaya, Karris, qué impropio de una damisela como tú. ¿Así te enseñó a hablar tu padre? Con lo que te desvivías siempre por complacerlo. Tan modosita y cortés. Tan dócil, para tratarse de una trazadora verde.

—Eso terminó hace mucho —dijo Karris—. ¿Quién diablos eres? No me conoces.

—Ah, claro que te conozco —repuso el Príncipe de los Colores. Miró de soslayo al monarca.

—Claro, claro, adelante, que abra ya su regalo —rezongó con fingida exasperación el rey Garadul.

—Mírame, Karris —ordenó el Profeta de Cristal—. Tómate un momento. Mira más allá de tus miedos, tu repugnancia mezquina, tu ignorancia.

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