El prisma negro (70 page)

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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

BOOK: El prisma negro
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—Lord Prisma —dijo el joven—. ¿En qué puedo ayudar?

El sol apenas si acababa de rebasar el horizonte, y todos los trazadores que eran capaces de trazar sin lastimarse en el proceso ni perder el control se habían reunido en la muralla. Los obreros nativos parecían desconcertados al verse rodeados por tantos de ellos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Gavin. Ni siquiera recordaba haber visto antes al muchacho.

—Aheyyad.

—De modo que eres artista —dijo Gavin.

Aheyyad sonrió.

—Tampoco tenía mucha elección, con la abuela que me tocó en suerte.

Gavin ladeó la cabeza.

—Perdón, pensé que lo sabíais. Mi abuela es Tala. Supo que iba a ser naranja y artista cuando aún no había cumplido los cuatro años. Obligó a mi madre a cambiarme el nombre.

—Tala puede ser muy, ejem, persuasiva —dijo Gavin.

La sonrisa del muchacho se ensanchó.

Un chico que iba a ser liberado a la vez que su abuela. Había una historia de pesar bajo la superficie de todo aquello, un drama familiar, la pérdida de dos generaciones al unísono, pero no había necesidad de remover ahora esas aguas. Todas las cosas salen a la luz a su debido tiempo.

—Necesito un artista —dijo Gavin—. ¿Puedes trabajar deprisa?

—Más me vale —fue la respuesta de Aheyyad.

—¿Eres bueno? —Gavin sabía que tenía que serlo, de lo contrario Corvan no se lo habría enviado. Le interesaba averiguar cómo afrontaría el joven una tarea tan colosal, si con arrojo o con timidez.

—El mejor —dijo Aheyyad—. ¿Cuál es el proyecto?

Gavin esbozó una sonrisa. Le encantaban los artistas. En pequeñas dosis.

—Estoy construyendo una muralla. Colabora con el arquitecto para cerciorarte de que no estropeas ningún componente fundamental, pero tu misión consiste en conseguir que esta muralla infunda temor. Puedes reclutar a cualquiera de los trazadores más veteranos para que te ayude. Te proporcionaré unos diseños de Rathcaeson que obran en nuestro poder. Si es posible que se parezca en algo a ellos, hazlo. Les dirás a los azules cómo reforzar los moldes. Yo los rellenaré de luxina amarilla. Ante todo busco algo funcional. Podremos adosar e integrar lo que diseñes dentro de dos o tres días.

—¿Cómo de grande puedo hacer… lo que sea que haga?

—Disponemos de un par de leguas de muralla.

—Eso significa… grande.

—Enorme —dijo Gavin. Encargar al artista que se limitara al diseño de los moldes impediría a su vez que el joven trazara más de la cuenta. A juzgar por lo cerca que estaba Aheyyad de romper el halo, posiblemente eso le salvaría la vida.

Al amanecer estaban listos para empezar a trazar. Gavin había pedido a todos los antiguos guerreros que echaran un vistazo a los planos de la muralla, y no pocos de ellos le habían ofrecido sus sugerencias. Dichas sugerencias lo abarcaban todo, desde expandir las letrinas (y asegurarse de que los desechos cayeran sobre el enemigo vaciando los bacines de repente en unos toboganes abiertos en la fachada de la muralla) hasta modificar las plataformas de los cañones y añadir hornos para calentar los proyectiles en varias de las estaciones. El metal fundido era perfecto para incendiar las máquinas de asedio. Alguien propuso imprimir textura a los suelos y crear desagües no solo en el exterior, para el agua de lluvia, algo que ya se había tenido en consideración, sino también dentro del muro, para la sangre.

Muchas sugerencias válidas, y unas cuantas nefastas. La muralla debería ser más grande, más pequeña, más gruesa, más alta. Debería haber sitio para más cañones, más arqueros, más camas en el hospital, los barracones deberían estar dentro del recinto amurallado, etcétera.

Al amanecer sujetaron a Gavin al arnés y lo levantaron del suelo. Los demás se arremolinaban a su alrededor, trazando moldes y sosteniendo su arnés. Entonces puso manos a la obra.

70

Hubieron de transcurrir dos días, cuando Kip y Liv divisaron el ejército del rey Garadul, desparramado por la llanura y ensuciando el río como un gigantesco excremento de vaca, para que el muchacho comprendiera cuán profunda, increíble y brillantemente estúpido era su plan.

¿Voy a plantarme ahí caminando con paso resuelto para rescatar a Karris?

Caminando como un pato, más bien.

Desde lo alto de una pequeña loma, sentados a lomos del caballo, que parecía agradecer el descanso, contemplaban la masa de humanidad que se extendía ante ellos. Era inmensa. Kip nunca había intentado calcular a ojo cuántas personas componían una multitud, pero tampoco nunca había visto una tan numerosa.

—¿Qué opinas, sesenta o setenta mil? —le preguntó a Liv.

—Más bien cien, me parece.

—¿Cómo vamos a encontrar a Karris en medio de todo eso? —¿Y qué esperabas? ¿Un letrero, a lo mejor? «Trazadora secuestrada, por aquí.»

La mayor parte del campamento estaba sumida en el caos. La gente montaba cobertizos apoyados en las carretas, quienes tenían tiendas discutían a gritos para ver qué sitio correspondía a quién, los niños corrían de un lado a otro, congestionando los contados resquicios que mediaban entre las tiendas, las carretas y las reses. Aún había claridad en el cielo, aunque el sol se había puesto ya, y a lo largo y ancho de la llanura proliferaban las fogatas. Kip oyó que alguien cantaba no muy lejos de ellos. Los hombres nadaban y se bañaban en el río, corriente abajo desde donde unos soldados habían erigido un improvisado corral. Los animales ensuciaban el agua, pero a nadie parecía importarle. Y otros estaban en la orilla, orinando en el agua. El color del río, tanto corriente arriba como abajo desde el campamento, era bien distinto. La gente acarreaba cubos de agua por doquier, recogida directamente del río.

Creo que solo beberé vino.

Más importante todavía, el olor a carne asada impregnaba el aire.

El estómago de Kip protestó. Se habían terminado las provisiones antes de lo previsto (principalmente él se la había terminado antes de lo previsto) y ahora no le quedaba nada. Bueno, menos por un tubo de danares robado que valía el sueldo de medio año.

Ah. Eso.

—Nos dividiremos —dijo Liv—. Tú ve al centro del campamento. Me imagino que ahí es donde el rey tendrá sus tiendas. Karris es importante, así que podrían tenerla cerca. Yo iré a buscar las tiendas de los trazadores. Una prisionera trazadora probablemente esté custodiada por otros trazadores. Tiene que estar en alguno de los dos sitios. Nos reuniremos aquí dentro de, digamos, ¿tres horas?

Kip asintió con la cabeza, impresionado. Él solo habría estado perdido.

Casi de inmediato, Liv desmontó y se perdió de vista. Sin vacilar, sin titubeos. Kip vio cómo se alejaba. Qué hambre tenía.

Conduciendo el enorme y dócil caballo, tirando y azuzando al bruto cada vez que intentaba tascar la hierba a izquierda y derecha, Kip se acercó a una de las fogatas más grandes. No uno, sino dos jabalís se asaban en sendos espetones sobre las llamas, y mientras Kip se quedaba observándolos fijamente, salivando, una de las mujeres más obesas que había visto en su vida serró una pata crujiente con unos cuantos golpes diestros en la articulación. La fragancia era penetrante, suculenta, apetitosa, deliciosa, exquisita, asombrosa, hipnotizadora, debilitante. Kip no podía moverse… hasta que vio que se llevaba la carne a los labios.

—¡Disculpe! —dijo, más alto de lo que pretendía. Varias cabezas se alzaron alrededor de la fogata.

—No lo había olido —dijo la gorda, antes de hincar el diente al grasiento jamón. Kip se sintió morir un poquito. Luego un poquito más, cuando los curtidos hombres y mujeres que rodeaban la fogata se rieron de él. La gorda, jamón en mano, con un largo cuchillo en la otra, sonrió entre bocado y bocado. Tenía al menos tres barbillas, sus rasgos faciales desaparecían entre la grasa que la envolvía como un niño atemorizado acorralado por un grupo de matones. Su falda de lino bastaría para formar una tienda de campaña. Literalmente. Dio la espalda a Kip, guardó el cuchillo en su funda y se dispuso a seguir dando vueltas al espetón. Sus posaderas eran algo más que mero sebo tembloroso; eran arquitectura pura.

—Disculpe —dijo Kip, recuperándose—. Me preguntaba si podría comprar algo de cenar. Tengo dinero.

Todos los oídos se aguzaron alrededor de la fogata ante sus palabras. Kip se preguntó de repente si habría elegido el lugar más indicado para detenerse. ¿Tendrían tan mala catadura como estos los demás hombres del campamento?

Kip miró a su alrededor. Ay, sí, la verdad es que sí.

Mierda.

Toqueteó el monedero de cuero que contenía el tubo de danares de estaño. Había cogido el cinturón porque ya tenía dinero dentro y sería más fácil de transportar que un puñado de monedas sueltas. El tubo era un método estupendo para llevar el dinero. De corte cuadrado para encajar en el hueco que había en el centro de los danares, y de longitud uniforme para que todo el mundo pudiera contar rápidamente las monedas propias (las ajenas seguían pesándose en una balanza, por supuesto), resultaba muy práctico e impedía que el dinero tintineara a cada paso como ocurría con las bolsas. Además, los tubos podían envolverse en cuero para sujetarlos al cinto u ocultarlos entre la ropa, como había hecho Kip. El brillo de este tubo le llamó la atención y lo cogió.

Pero mientras tiraba del extremo abierto del tubo de dinero para extraer una moneda de estaño, Kip vio que algo andaba muy mal. Se quedó paralizado. El peso era correcto, o al menos lo suficientemente correcto como para no hacerle sospechar nada, pero la moneda que sacó no era de estaño. Un danar era aproximadamente lo que ganaba un obrero tras una jornada de trabajo. Un trabajador no cualificado como su madre solo cobraría medio danar al día. Había asumido que el tubo que agarró estaría lleno de monedas de estaño, cada una de ellas por valor de ocho danares.

En vez de eso se había llevado un tubo de quintares de plata. Su circunferencia era ligeramente más amplia, pero solo la mitad de gruesa, y el metal era un poco más liviano que el estaño. Cada moneda de plata valía veinte danares. Un tubo de quintanares de plata contenía cincuenta monedas, el doble de las veinticinco monedas de estaño que cabrían en el mismo tubo. Así que en lugar de sustraer doscientos danares del Palacio de Travertino (una suma que ya de por sí no era nada despreciable), Kip había robado un millar. Y acababa de sacar una moneda a la vista de todos, dejando bien claro que tenía más.

Todas las conversaciones cesaron. A la oscilante luz de las llamas, varios ojos relucieron como los de una manada de lobos.

Kip guardó el resto del monedero, rezando para que nadie hubiera visto lo lleno que estaba. ¿Qué más daba? Su vida podría valer menos incluso que ese quintanar de plata.

—Me pido la otra pata —dijo.

La gorda soltó el espetón y extendió la mano.

—Serán diecinueve danares de vuelta —dijo Kip. El sueldo de una jornada completa debería ser más del triple de lo que costaba la pierna de jabalí.

La mujer soltó una risita.

—Claro que sí, como si regentáramos una casa benéfica. ¿Tenemos cara de luxiats, eh? Diez.

—¿Diez danares por una comida? —preguntó Kip, sin creer que estuviera hablando en serio.

—Te puedes quedar con hambre si quieres. Tampoco te vas a morir —repuso la mujer.

La injusticia de que esta ballena le llamara gordo y la imposibilidad de hacer algo al respecto dejaron paralizado a Kip. Rechinó los dientes, miró alrededor de la fogata con expresión huraña y se despidió del quintar.

El leviatán cogió la moneda y la sostuvo entre los dientes, doblándola ligeramente. Si se tratara de una imitación, estaño bañado de plata, produciría un chasquido delator al deformarse. Complacida con el peso y la textura, la mujer se guardó la moneda. Pegó un trago de una jarra de cristal, la posó y serró una pata del jabalí. Mientras trabajaba, Kip reparó en que algunos de los hombres que antes estaban sentados alrededor de la fogata habían desaparecido.

Sin duda los encontraría apostados en la creciente oscuridad, esperándolo. Por Orholam, seguro que habían visto el resto del tubo.

Tampoco los hombres y las mujeres restantes lo observaban con gesto especialmente cordial. Sentados encima de sus petates, o de troncos, o en el suelo, la mayoría de ellos lo miraban en silencio. Unos pocos bebían de odres de vino o cerveza, murmurando entre sí. Una mujer con la mirada vidriosa yacía con la cabeza apoyada en el regazo de un tipo mal afeitado, calvo y desgreñado, acariciándole el muslo. Los dos lo contemplaban sin pestañear.

La ballena le dio la pata de jabalí.

Kip se quedó mirándola, a la espera.

La mujer le devolvió la mirada, inexpresiva, bajo sus capas de sebo.

Hacía apenas unas semanas, Kip se habría echado atrás. Estaba acostumbrado a que la gente le tratara como si fuera una escoria. Ignorándolo o mangoneándolo. Pero no podía imaginarse a Gavin Guile dejándose maltratar, ni siquiera con todas las probabilidades en su contra. Kip podría ser un bastardo, pero si tenía una gota de la sangre del Prisma en las venas, no se daría por vencido tan fácilmente.

—Los diez danares —dijo Kip.

La borracha se carcajeó de repente al otro lado de la fogata, incontrolablemente, hasta que empezó a resoplar y se carcajeó aún con más ganas. De modo que no solo estaba bebida.

—¿Tengo cara de que me sobren diez danares? —preguntó la ballena.

—Puedes cortar ese danar por la mitad.

La mujer desenvainó el cuchillo y se encogió de hombros mientras se acercaba a Kip. Apestaba a alcohol de trigo.

—Lo siento, no tengo cuchillo.

Kip lo comprendió de inmediato. Varios de los hombres estaban irguiéndose en sus asientos, no solo prestando más atención, sino disponiéndose a levantarse de un salto. No estaban esperando tan solo a reírse de él, sabiendo que esta ballena iba a timarlo. Aguardaban con la certeza de que la ballena lo timaría, para ver si era una víctima. ¿Aceptaría Kip mansamente que lo engañaran? Si era una víctima, era una presa. Si tenía un quintar, quizá tuviera más.

Pero ¿qué podía hacer? ¿Devolver la comida? No, de todas formas la mujer no le devolvería el quintar. Si se marchaba, confirmaría su debilidad. Alguien estaría esperándolo al amparo de las tinieblas. ¿Cómo reaccionarían si la atacaba? ¿Si, sin avisar, le pegaba un puñetazo en esa cara sebosa con todas sus fuerzas?

Se le echarían encima, naturalmente. Y después de molerlo a palos, le robarían.

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