Y esas eran únicamente las grandes secciones lisas de la pared. Desde cada una de las ménsulas, la ceñuda y amenazadora figura de un Prisma contemplaba a los atacantes. Gavin se fijó y vio que todos los Prismas de los últimos cuatrocientos años habían sido trazados en la muralla, con Lucidonius a la diestra de la efigie que lo dominaba todo y el propio Gavin a la izquierda. Sobre ellos, sobre el inmenso hueco de la puerta, se cernía la imponente figura del mismísimo Orholam, radiante y furioso, enmarcando los arcos de la puerta con sus brazos en jarras. Quien asaltara esta puerta estaría agrediendo a Orholam y a todos sus Prismas. Un ardid brillante para poner nerviosos a los atacantes. Cada una de las figuras, incluida la de Orholam, contenía matacanes ingeniosamente disimulados desde los que arrojar piedras, fuego o magia sobre los agresores.
Gavin maldijo entre dientes. Había dedicado al menos cinco segundos a admirar su condenada muralla. No le sobraba tanto tiempo.
Por un momento pensó en cerrar sencillamente el hueco de la puerta, crear una muralla pura. Pero llegados a este punto, el proceso no sería más rápido. Los moldes de la puerta ya estaban preparados. Lo único que tenía que hacer era rellenarlos y sujetarlos; solo por un costado, el ingenioso proceso empleado en el resto de la muralla debería esperar. Mañana, si seguían con vida.
Gavin reunió las bobinas de supervioleta que conectaban toda la superestructura de la muralla y empezó a verter luxina amarilla.
Por Orholam, estaba agotado. Llevaba los últimos cinco días trazando hasta el límite de sus fuerzas, y toda esa jornada en particular desde el amanecer. Un trazador normal habría enloquecido hacía tiempo. Incluso la mayoría de los Prismas se habrían matado con la cantidad de luxina que había trazado Gavin. Los demás también lo sabían. Era innegable que Gavin se había vuelto más poderoso desde la guerra, y mucho más eficiente. Había notado que algunas de las mujeres, como Tala (a quien nunca en toda su vida había visto que nada la impresionara), lanzaban miraditas de soslayo en su dirección en momentos de descuido pasajero, como si las atemorizara. Pero ni siquiera él podía seguir trazando eternamente.
Así y todo vertió luxina amarilla perfecta en los moldes. El verdadero Gavin no podría haberlo hecho: no era supercromado, no podía trazar un amarillo perfecto. Pero Gavin no podía quedarse a medias. Cuando se trataba de luxina amarilla, lo «suficientemente bueno» nunca era bastante; si no se trazaba a la perfección, se disolvería. Así de sencillo.
Algo sacudió la muralla y Gavin estuvo a punto de perder el equilibrio. Alguien lo sujetó. Vio a Puño Trémulo en pie a su lado, sosteniéndolo. Un instante después oyó el retumbo rezagado de la artillería lejana.
—Te tengo —dijo Puño Trémulo. Distaba de ser tan enorme como su hermano mayor, pero también él llevaba mucho tiempo al servicio de Gavin. Debió de reparar en la mirada vidriosa y estupefacta de Gavin, porque añadió—: Nuestros cañones entrarán en acción de un momento a otro. No te… distraigas. —No te alarmes, quería decir. No te asustes. No estropees la puerta y consigas que nos maten a todos.
Más disparos de la artillería del ejército del rey Garadul comenzaron a caer en el campo, en su mayoría lejos de la Muralla de Agua Brillante. El sonido de las culebrinas enemigas se convirtió en una tormenta a lo lejos. Gavin hizo acopio de fuerza de voluntad y siguió trazando. No se dio cuenta de que estaba tambaleándose hasta que sintió las grandes manos de Puño Trémulo en los hombros. Varios Guardias Negros más se acercaron.
—¡Levantad la capucha! —bramó el general Danavis.
Mientras la luxina amarilla brotaba de las manos de Gavin y se derramaba en los moldes a sus pies, sintió que la muralla se estremecía conforme las distintas secciones de la capucha encajaban en su sitio, dirigidas por contrapesos. La capucha era un invento de su arquitecto. Básicamente se trataba de un tejado de quita y pon a utilizar durante los bombardeos de artillería. Había ocasiones de sobra en que era preferible un tejado abierto; para recoger agua de lluvia, cuando el calor era asfixiante, o cuando los hombres debían acarrear grandes pesos, o cuando las carretas tenían que recorrer la muralla de un extremo a otro. Pero durante un bombardeo, escudaría a los defensores de los obuses y el fuego de mortero. Las baterías del muro se beneficiaban del mismo diseño defensivo básico de las aspilleras para las flechas; disponían de un amplio ángulo de tiro, y solo un impacto directo por parte del otro bando las dejaría fuera de combate.
—¿Qué diablos es eso? —exhaló Puño Trémulo. Gavin no lo habría escuchado si el hombre no estuviera prácticamente abrazado a él. Y Puño Trémulo no solía hablar por hablar.
Gavin levantó la cabeza, concediéndose un pequeño respiro, y escudriñó la llanura.
El ejército continuaba acercándose, atronador, acortando distancias con las culebrinas. En la vanguardia estaban las cuadrillas encargadas de desplegar los obuses; los defensores todavía no habían disparado ni un solo tiro, hecho que inspiró al general Danavis para increpar a las cuadrillas que tenía más cerca.
Pero Puño Trémulo no había maldecido por eso. A la cabeza del grueso del ejército, cada vez más cerca de las posiciones de los cañones más adelantados, había más de un centenar de hombres y mujeres, algunos iban a caballo, otros avanzaban corriendo. Todos ellos se cubrían con ropajes de vivos colores. El modo en que se movían los verdes, brincando y saltando, devorando las leguas con cada zancada, indicó a Gavin que no se trataba de simples trazadores. Eran engendros de los colores, y se dirigían directamente a la puerta.
Llegarían a la muralla en cuatro minutos, a lo sumo.
Cuatro minutos. Gavin contempló la puerta a medio formar. Si no se preocupaba de los goznes, si se limitaba a fundir la condenada puerta con la muralla, podría lograrlo. Con suerte. Elevó la mirada al sol, reuniendo poder. Faltaba menos de una hora para que anocheciera. Las festividades de la víspera del Día del Sol comenzarían en cuanto el último rayo de sol desapareciera del horizonte. Los atacantes, ya fueran herejes, paganos o fieles, no combatirían durante el Día del Sol. El Día del Sol era sagrado incluso para los dioses que Lucidonius había desterrado.
Si conseguían contener a los asaltantes durante esa hora, tendrían una oportunidad. El Día del Sol les proporcionaría el tiempo que necesitaban para reforzar las puertas y distribuir los suministros y los arsenales.
Un día. Una hora. Cuatro minutos que decidirían el resultado de esta guerra. Todo dependía de él. Gavin no pensaba rendirse. Aún le quedaban cuatro minutos.
Las culebrinas de la muralla respondieron por fin a las del campo, pero los disparos eran precipitados y no rozaron siquiera ni los emplazamientos de la artillería enemiga ni la desenfrenada carga de los engendros de los colores. Eran cada vez más los disparos del rey Garadul que se estrellaban contra la muralla; todos ellos rebotaban en la luxina amarilla con un crujido, un silbido y una explosión de luxina amarilla mientras el muro absorbía el golpe y se regeneraba.
Los moldes que Gavin estaba rellenando de luxina se encontraban repletos ya en sus tres cuartas partes. Lo bañaban con la vivificante fragancia que tanto recordaba a la menta y el eucalipto, pero así y todo comenzaba a agotarse. Dirigió la mirada hacia los engendros de los colores. Menos de dos minutos.
Orholam, estoy intentado hacer una buena obra. Un gran propósito, Orholam. Generoso y todo eso. Te gusta que la gente sea generosa, ¿verdad?
Puño Trémulo dejó a Gavin al cuidado de otro soldado sin dejar de impartir órdenes a voz en grito a los Guardias Negros del suelo. El general Danavis dio instrucciones a las tropas para que confluyeran en la puerta y formaran filas detrás de la muralla. Los curiosos empezaban a dispersarse. El griterío era ensordecedor, pero Gavin ni siquiera podía distinguir las palabras.
Ante él refulgieron unos estallidos de magia. Los engendros lo habían visto. Le arrojaban misiles, fuego y todo lo que se les ocurría, pero los Guardias Negros repelían los ataques.
Gavin siguió trazando. Los engendros de los colores estaban ya a tan solo doscientos pasos de distancia, corriendo tanto como se lo permitían las piernas. Le quedaban meros segundos. Un cañón rugió a la derecha de Gavin y alcanzó a una docena de engendros, reduciéndolos a jirones. Pero las criaturas que venían detrás de ellos saltaron entre la nube de sangre, humo y extremidades amputadas, feroces sus rictus, inhumanos, resplandecientes.
Mientras trazaba los últimos restos de luxina amarilla para rellenar el último molde, Gavin apretó los hilos que tenía en la mano. ¡Iba a lograrlo! Se disponía a sellar la luxina cuando una bala de cañón embistió los moldes. Toda la fuerza del increíblemente afortunado disparo se transmitió a las manos de Gavin. Fue como estar sujetando una cuerda y que alguien la tirara al vacío con un yunque amarrado al otro extremo.
La luxina escapó instantáneamente de las manos de Gavin. La puerta y el proyectil golpearon el suelo al pie del arco. La bala de cañón embistió a los Guardias Negros y a la docena de civiles boquiabiertos que contemplaban aún el espectáculo. La puerta (luxina amarilla sin sellar, liberada de improviso) siseó y se deshizo en forma de luz antes de que Gavin pudiera hacer nada por impedirlo.
En cuestión de dos segundos, la puerta se disgregó en la nada y desapareció. Y con ella, las esperanzas de Garriston.
Gavin se desplomó. O lo habría hecho si dos Guardias Negros no lo hubieran sostenido y arrastrado lejos del borde. Quería resistirse, levantarse, pero estaba tan mareado que ni siquiera era capaz de expresar sus pensamientos con palabras.
Se perdió la primera embestida, justo debajo de su posición, pero la oyó, la sintió. Los aullidos de hombres y mujeres armándose de valor, dando voz a la rabia y el miedo, haciendo acopio de fuerza de voluntad para trazar. A continuación, unas oleadas de calor y el estremecimiento del impacto, los crujidos de las armaduras, los gruñidos de los hombres y los engendros. Y después los gritos. Siempre los gritos.
—¡¿Dónde están mis mosquetes?! ¡Ordené que los trajeran hace dos horas! —se desgañitaba el general Danavis, entre juramentos. Se erguía a diez pasos de distancia de Gavin, asomado a las buhederas y los matacanes para seguir la batalla que se desarrollaba bajo el arco de la puerta. Sus soldados se limitaron a pestañear. De la veintena de hombres, solo dos tenían mosquetes—. ¡Disparad, malditos seáis! —les imprecó—. ¡Tú y tú, id a buscar más mosquetes! ¡Venga! —Dicho lo cual se perdió de vista, sin dejar de arengar a las cuadrillas de artilleros.
Los Guardias Negros arrastraron a Gavin hasta el borde de la muralla. La capucha que la cubría dejaba tan solo unos pocos sitios abiertos, bien al frente o atrás. Encontraron uno por el que las grúas estaban izando sus cargamentos. Un Guardia Negro bicromo trazó un tobogán verde y azul hasta el suelo.
—¿Qué hacéis? —preguntó Gavin.
—Vamos a poneros a salvo, señor. —El hombre se lanzó por el tobogán.
Gavin estaba mirando a través de la brillante pasarela formada por la capucha que conducía hasta una de las culebrinas. Sus artilleros habían efectuado un disparo y tenían la mirada fija en el campo, señal inequívoca de que carecían de experiencia. Solo hacía falta una persona para ver dónde impactaba el proyectil y corregir la trayectoria. Los demás ya deberían estar recargando. Pero transcurridos unos instantes, prorrumpieron en vítores.
—¡Le dimos!
Gavin no podía ver a qué le habían dado, pero mientras la cuadrilla reanudaba su actividad, detectó un destello de movimiento.
—¡Está asegurada! —informó la Guardia Negra desde el suelo, en la base de la Muralla de Agua Brillante.
Unas garras verdes se engarfiaron en las almenas justo delante del equipo de artillería. ¿Qué? Gavin sabía que los engendros verdes imprimían la flexibilidad de la luxina verde a sus piernas, pero nunca había visto a ninguno capaz de elevarse ni siquiera hasta la mitad de la altura de esa muralla. Gritó una advertencia, apuntando con el dedo, pero no antes de que la bestia se abalanzara sobre los artilleros. Sus manos, transformadas en unas zarpas inmensas, hicieron pedazos a cuatro hombres antes de que estos se percataran siquiera de su presencia. La sangre surcó el aire en grandes parábolas que salpicaron las paredes. Los tres hombres restantes vieron a la bestia, pero se quedaron petrificados. Solo uno de ellos llegó a intentar al menos coger uno de los mosquetes que había apoyados en la cara interior de las almenas.
El engendro verde le partió la cabeza en tres grandes pedazos con ambas zarpas, que se hundieron hasta la mitad del cráneo.
Los Guardias Negros no titubearon más de medio segundo. Tampoco ninguno de ellos había visto nunca un engendro de los colores. Cuatro Guardias Negros se adelantaron, casi al unísono. Los dos de delante echaron la rodilla al suelo para despejar la línea de tiro sobre sus cabezas. Bajaron las manos simultáneamente; uno la levantó ya lista para trazar; el otro, con una pistola.
Los gatillos chasquearon, los pedernales impactaron, pero en los dos segundos que se tardaba en disparar una pistola, la luxina brotaba ya de todos los trazadores. Una bola de luxina azul como un puño empujó al engendro verde contra la pared. Un pegote de luxina roja le salpicó el costado y la espalda, pegándolo a la superficie. El suelo se cubrió de viscosa luxina naranja por si conseguía liberarse. Pero esa medida no era necesaria. Las garras del engendro verde seguían estando enterradas en la cabeza del desdichado artillero, y la criatura no tuvo tiempo de reaccionar antes de que las llamas del último Guardia Negro golpearan la luxina roja y le prendieran fuego.
Tres pistolas rugieron en ese momento. Los tres disparos alcanzaron al engendro verde en el pecho. De las heridas brotaron surtidores de luxina verde y sangre roja, excesivamente humana. El engendro se hubiera desplomado, pero la luxina roja continuó inmovilizándolo contra la pared mientras ardía.
—¡Atrás! —chilló una Guardia Negra. Avanzó mientras vertía más pólvora en la cazoleta. Se le debía de haber encasquillado la pistola. Amartilló el arma, apuntó y apretó el gatillo. Un segundo después, la cabeza del engendro verde, aún en llamas, estalló en mil pedazos.
Los Guardias Negros ya habían empezado a recargar. Gavin sabía que, para la mayoría de ellos, se trataba de su primera contienda. Su primera sangre derramada. Sin embargo, todos recargaron las armas sin mirar. Era algo que les enseñaban a hacer solo en circunstancias de peligro extremo e inmediato (inspeccionar visualmente una pistola era por lo general buena idea para evitar encasquillamientos y sobrecargas), pero a veces valía la pena no apartar la vista del campo de batalla, y todos ellos tuvieron la presencia de ánimo suficiente para hacerlo correctamente.