Con la confluencia de caballos y hombres con armaduras (si bien solo una pequeña fracción del ejército del rey Garadul poseía armaduras o uniformes, esos soldados se empeñaban en entrar los primeros), Kip perdió de vista al rey Garadul. Karris se había colado en la fila delante de él, y estaba aprovechando su esbelta figura y sus músculos para deslizarse entre las hileras y abrirse paso hacia delante. Kip pronto la perdió de vista a ella también. Hubo de esforzarse por mantenerse de pie cuando el tropel de gente se apelotonó contra la muralla.
—¡Tú! —exclamó alguien.
Kip levantó la cabeza. A diez pasos de distancia, un jinete lo observaba fijamente. Kip no tenía ni idea de quién podía ser.
—¡Tú! —repitió el oficial—. ¡No eres de los nuestros!
Al principio, Kip no lo reconoció. Pensó que debía de tratarse de alguno de los soldados que lo habían conducido hasta Zymun después de que Kip produjera aquella conflagración. Pero incluso eso eran meras suposiciones. Por desgracia, carecía de importancia. El hombre lo había reconocido a él.
El oficial tiró de su mosquete, intentando sacarlo de la funda de la silla, pero había más caballos presionando a sus costados y el arma estaba atascada.
—¡Espía! ¡Traidor! —gritó el oficial, señalando a Kip—. ¡No lleva las mangas! ¡No es uno de los nuestros! ¡Asesino! ¡Espía! ¡Ese trazador verde es un espía!
Kip había sido empujado hasta lo alto de un montón de escombros, hasta la brecha misma de la muralla. Eso lo había llevado a una posición elevada. Todo el mundo podía verlo.
El oficial por fin consiguió liberar su mosquete y azuzó sin miramientos a su montura para ir detrás de Kip. De espaldas al hombre, sin creer realmente que estuviese dispuesto a disparar contra sus compatriotas, Kip levantó las manos dispuesto a trazar algo, lo que fuera. Resbaló en los escombros, y el vaivén de la multitud, algunos de cuyos componentes retrocedían mientras otros intentaban llegar hasta él, le hizo perder el equilibrio. Cayó por etapas. La multitud era tan compacta que no se desplomó de inmediato, pero tampoco fue capaz de detener su caída una vez empezada.
La brecha de la pared los vomitó en el interior de Garriston. Kip chocó contra el suelo y salió rodando.
Alguien le pisó la mano que se había quemado. Profirió un alarido. Un sinfín de pies le aporreaba los costados, alguien tropezó con él, alguien le pisó la barriga, alguien le pegó una patada en la cabeza. Continuó rodando por la ladera de escombros, intentó levantarse, y recibió el impacto de la culata de un mosquete. Terminó tumbado de espaldas, con la cabeza dándole vueltas, la mano izquierda encendida de dolor y la vista borrosa. Sin pretenderlo, había vuelto a adoptar la estrategia de la tortuga, tal y como hiciera cuando el ama Helel intentó asesinarlo, y una vez más era tan eficaz como una tortuga panza arriba.
Era como si el mundo supiera que Kip necesitaba seguir la senda de los cobardes y conspirara para reconducirlo hasta ella una y otra vez.
Antes de darse cuenta se encontró rodeado de personas que se empeñaban en molerlo a patadas. Algunos intentaban aporrearlo con las culatas de sus mosquetes, pero había tantas personas amontonadas a su alrededor que solo sintió unos pocos golpes de refilón en las piernas. En el pasado, habría rodado sobre su estómago y habría enterrado la cabeza entre las manos, se habría hecho un ovillo y habría esperado hasta que Ram volviera a imponer su autoridad, se aburriera del juego y lo dejara en paz. Hacer eso aquí supondría la muerte.
¿Esperas que me quede tumbado mientras me dan una paliza?
Sí, Kip. Es tu estilo.
¿Esperas que me quede tumbado mientras me matan?
Afróntalo, Kip, no vales gran cosa como luchador, no a la hora de la verdad. ¿Por qué no te encoges en una pelota y te rindes?
Una parte de él esperaba que Karris le salvara el pellejo. Ella era una luchadora. Una guerrera. Una trazadora. Era rápida y decidida, ágil y mortífera tanto con la magia como con la espada.
La turba era como una bestia, una masa rugiente, hirviente e imparable que había perdido cualquier rastro de individualidad. Y Kip la detestaba. Encogió la cabeza entre los hombros cuando alguien intentó pisoteársela. Vio sonrisas burlonas. Atisbó labios replegados sobre los dientes. Facciones deformadas por el odio.
Una parte de él esperaba que Puño de Hierro lo salvara. El hombre había surgido de la nada en dos ocasiones para hacer precisamente eso. Puño de Hierro era enorme, fuerte, amenazador. Era silencioso e inquebrantable como el acero. Un guardián.
Una parte de él esperaba que Liv lo salvara. ¿Por qué no? Había aparecido en el último momento para rescatarlo del ama Helel, aquella asesina.
Una parte de él esperaba que Gavin lo salvara. ¿Para qué servía un Prisma si no era capaz de proteger a su propio bastardo? Gavin estaba allí. En alguna parte. No podía andar lejos. Tenía que saber que la muralla había sido traspasada. Debía de estar dirigiéndose hacia allí en esos momentos.
Una patada alcanzó a Kip en los riñones, enviando lanzazos de dolor a todos los rincones de su cuerpo. Mientras corcoveaba, un puño se estrelló contra su cara. Su cabeza rebotó en las piedras del suelo. La sangre que brotó de su nariz le empapó la boca y la barbilla.
Nadie iba a ir a salvarlo. Como cuando su madre lo encerró en un armario, cuando tenía ocho años, porque se había quejado, o porque había hablado demasiado, o… ni siquiera recordaba cuál era la ofensa que había cometido. Únicamente recordaba la expresión de asco de su cara. Lo despreciaba. Le tiró la sopa encima, cerró la puerta con llave y se fue a drogarse. A olvidarse de él. Porque no valía para nada.
Las ratas llegaron un día después. Lo despertó una que intentaba lamerle la sopa del cuello. Sus patitas se le clavaban en el pecho, su cuerpo era aterradoramente pesado. Profirió un alarido, se puso en pie de un salto, pataleó. Gritó hasta quedarse ronco, pero nadie lo oyó. Aquella rata se fue corriendo, pero pronto, en la oscuridad, acudieron más. Se enredaban en sus cabellos, le mordisqueaban los dedos de los pies descalzos, correteaban por las perneras de sus pantalones. Estaban por todas partes. Docenas de ellas. Cientos, era imposible saberlo con certeza. Se desgañitó hasta lastimarse la garganta, se revolvió y las aporreó hasta dejarse las manos ensangrentadas, se torció un tobillo entre las cajas viejas que se amontonaban en el armario. Y nadie fue en su ayuda.
Su madre lo encontró a la mañana del tercer día, hecho un ovillo, con la cabeza enterrada bajo los brazos, gimoteando, deshidratado, con la cabeza, los hombros, la espalda y las piernas cubiertos de largos cortes ensangrentados, sin intentar siquiera zafarse de las ratas que lo arropaban como una manta. A su alrededor había docenas de ellas, muertas, y aún más todavía con vida. Su madre le dio agua, con la mirada nublada por la cencellada, le limpió las heridas a regañadientes con los restos de su potente licor de limón y volvió a salir en busca de más droga. Todo ello sin pronunciar palabra. Cuando Kip volvió a verla, era como si no se acordara de nada. Él aún conservaba las cicatrices de los mordiscos que le habían pegado las ratas en los hombros, la espalda y las nalgas.
No va a venir nadie, Kip. Otra patada. Siempre has sido una decepción. Otra patada. Un fracaso. Patada. No vales para nada. Patada.
—¡Basta! ¡Basta ya! —gritó alguien. El oficial consiguió abrirse paso por fin entre el gentío, empuñando su mosquete—. ¡Apartaos! —ordenó.
Levantó el arma y apuntó a la cabeza de Kip.
¿Qué puedo hacer? ¿Trazar bolitas de color verde? Pues vale.
Kip trazó una bola de luxina verde y la arrojó contra la boca del cañón, deseando con todas sus fuerzas que se adhiriera.
El oficial apretó el gatillo. Transcurrió un momento antes de que el mosquete explotara en sus manos. La recámara del mosquete estalló, proyectando llameante pólvora negra a la cara del hombre, incendiándole la barba. Se desplomó de espaldas con un alarido.
—¡Matadlo! —gritó alguien.
Kip vio acero desenvainado por todas partes, destellos del sol en las hojas. Y empezó a reírse. Porque sí que valía para algo.
Valía para soportar los castigos. Era una tortuga. O puede que un oso. Un oso tortuga. Por Orholam, qué tonto era. Se rió de nuevo, dándose palmadas en los hombros mientras yacía tumbado en el suelo. Una capa de luxina verde lo recubrió como había visto hacer al engendro de Rekton.
Mientras Kip observaba, una espada descendió y golpeó la luxina verde que le recubría el brazo. Penetró hasta dos dedos de profundidad, pero la luxina era más gruesa. El arma se detuvo, temblando como un hacha atrapado en la madera. Kip se dio la vuelta, absorbiendo más verde de todas las superficies claras, sin saber siquiera cómo estaba haciéndolo, absorbiendo cada vez más, trazando luz de la inagotable reserva de Orholam.
Lo sobrevino la misma ferocidad de antes. Una ferocidad encadenada, encajonada, acorralada. La luxina que lo cubría se volvió más espesa. Kip afianzó los pies en el suelo y se irguió con un rugido.
Se había vuelto loco. Había enloquecido, y la sensación era maravillosa. Proyectó un antebrazo verde contra un hombre que esgrimía una espada con los ojos como platos. El hombre salió lanzado hacia atrás. Kip se detuvo por un segundo y su armadura esmeralda se cubrió de pinchos. Arrojó su peso adelante y atrás, embistiendo a sus agresores como si fueran ratas a aplastar contra las paredes de un armario.
La sangre surcaba el aire en surtidores rojos. Kip ya no era humano. Era un animal, deseoso de escapar de su jaula. Era un perro rabioso. Una parte de él, racional pero amordazada, pensó que no debería ser capaz de moverse tan deprisa cargado con un blindaje tan pesado. Era fuerte, pero no tanto.
No sabía cómo estaba desarrollándose la batalla más allá del pequeño círculo que lo rodeaba. Incluso eso era borroso; movimientos bruscos a izquierda y derecha, reflejos en espadas y mosquetes levantados a aplastar antes de que pudieran disparar. Cortaba, desgarraba y embestía con una furia irracional. En su cabeza solo cabía un pensamiento: Nadie va a detenerme.
Transcurridos unos instantes, u horas, Kip había perdido la noción del tiempo, vio que el miedo se había instalado en todas las miradas. Un torrente incesante de hombres atravesaban la brecha, empujados hacia delante sin miramientos por la masa de cuerpos a sus espaldas, y todos ellos chocaban con Kip, pero su mera presencia los frenaba, los hombres intentaban retroceder en cuanto lo veían, otros saltaban a los lados con la esperanza de evitar incurrir en su ira.
Su debilidad lo inflamó más aún. Eran como ratas, dispuestas a morder en la oscuridad, pero dispersándose cuando les daba la luz. Eran unos cobardes. Los aporreó, aplastando cabezas, abriendo vientres en canal. Cargó contra la brecha, donde no podían huir, los empaló, arrojando vísceras a izquierda y derecha.
Un pensamiento se impuso en su cerebro. En medio de todos los rugidos, los alaridos, el terror, la niebla, el fuego de los mosquetes y el entrechocar del acero, alguien estaba gritando una palabra:
—¡Kip! ¡Kip! ¡El rey Garadul! ¡Por aquí!
Kip no podía ver a quién pertenecía esa voz. Se estiró, descubrió que era más alto que nunca, la luxina se arremolinaba bajo sus pies, elevándolo varios palmos del suelo. Miró hacia el interior de la ciudad y vio a Karris, con la piel cubierta de verde y rojo entrelazados, blandiendo una espada, apuntando hacia el corazón mismo de la ciudad.
El rey Garadul estaba amasando a sus Hombres Espejo a su alrededor allí, reagrupándolos después de que se hubieran separado al cruzar la brecha. Estaba gritando órdenes. Parecía furioso por algo. No había visto a Kip.
Antes de darse cuenta incluso de lo que estaba haciendo, Kip embistió con toda su fuerza de voluntad concentrada, imparable, implacable. Un único pensamiento resonaba en su cabeza: El rey Garadul debía pagar por lo que había hecho. Debía morir.
Cuando Gavin oyó la explosión supo inmediatamente de qué se trataba. Ya casi había desandado el camino hasta la muralla desde los muelles, donde había empleado la primera luz del alba para ayudar a trazar botes para los refugiados. La evacuación sería completamente posible si la gente se mostraba razonable. Gavin había dicho a los prohombres de la ciudad que los nobles podían traer tres baúles, los armeros y los apotecarios también, dos en el caso de los mercaderes más adinerados, y los demás tendrían que conformarse con lo que pudieran cargar en los brazos.
Era una medida lógica, aunque rigurosa. Los tyreanos fugitivos necesitarían medicamentos, y nadie quería dejar atrás ningún arma que el rey Garadul pudiera utilizar para pertrechar a sus tropas y expandir la invasión. Y si bien a Gavin le dolía favorecer a los ricos en detrimento de los más necesitados, los primeros se llevarían sus fortunas con ellos lejos de la ciudad. De lo contrario, el rey Garadul podría aprovecharlas para fortalecerse y perpetuar el baño de sangre. Si la gente actuaba según lo acordado, aún quedaría sitio de sobra para que todo el que quisiera escapar pudiera hacerlo.
Solo que, como cabía esperar, todo el mundo hacía trampas. Absolutamente todos. Los nobles se presentaban con seis baúles. Los mercaderes traían cinco. Otros mentían y afirmaban ser armeros y apotecarios cuando no lo eran.
Gavin puso al mando al encargado de un gremio de la zona, se fue a trazar las barcazas y al regresar se encontró con que el hombre estaba permitiendo que los miembros de su gremio trajeran equipaje extra. Gavin no tardó ni cinco segundos en trazar un patíbulo a un lado del muelle, y otros diez en ahorcar al hombre. Designó otro responsable antes de que el primero hubiera exhalado su último aliento.
—Toma las decisiones aprisa y con tanta ecuanimidad como te sea posible —instruyó Gavin al tonelero ceñudo, con la cara picada de viruelas, que estaba ahora al mando—. Aunque cometas algún error, recuerda que te respalda toda mi autoridad. Acepta un solo soborno, y me esforzaré por conseguir que tu muerte sea más horrenda que la de tu antecesor. —Dicho lo cual, se fue. No tenía tiempo para eso.
Se encontraba al pie de la muralla cuando oyó la explosión. Era exactamente lo que se había temido. Ese era el motivo de que hubiera creado la Muralla de Agua Brillante. Con tantos hogares y comercios adosados al muro, defenderse de los enemigos del exterior era difícil, pero defenderse de los del interior sería tarea imposible. Cualquiera que poseyera una tienda podía ocultar barriles de pólvora, cavar un pequeño túnel bajo la muralla y encender una mecha. Podrían actuar en el más estricto anonimato, sin que nadie los interrumpiera. Y lo harían.