¡Allí! El tejado de una de las casas del otro lado era considerablemente más bajo. Karris se desvió a la izquierda y saltó, sobrevolando las cabezas de treinta o cuarenta Hombres Espejo. Aterrizó en el tejado, rodó, se levantó justo a tiempo de dar otro salto, esta vez hasta un tejado más alto. Lo alcanzó con un pie extendido. Se impulsó hacia arriba, intentando elevarse un poquito más sin detener la inercia que la empujaba hacia delante.
Arqueó el cuerpo en el aire, pero no lo bastante arriba. Aterrizó con la mitad del torso en la superficie lisa de estuco encalado, resbaló, arañó a su alrededor en busca de asidero.
Las puntas de sus dedos se engarfiaron en el estuco sucio y agrietado que empezaba a desmenuzarse. Osciló de costado, perdió un asidero por un segundo cuando el estuco se hizo pedazos. Proyectó la mano hacia lo alto del tejado, se agarró con fuerza esta vez, y se balanceó hacia el otro lado. Su pie alcanzó el borde, rasgando la abertura de su falda aún más arriba. Se apresuró a terminar de encaramarse, desconfiando del resto del estuco que podía desmoronarse en cualquier momento.
No había tiempo para felicitarse por estar viva. Karris comprobó las espadas y el arco, miró de reojo hacia abajo, a la caída de veinte pies que conducía a la irregular superficie de la calle; precipitarse al vacío le habría costado una pierna rota, por lo menos. Reanudó la carrera.
Llegó a un tejado con vistas al mercado y se detuvo. El rey Garadul se acercaba al frente de cientos de Hombres Espejo y unos cuantos trazadores… y Kip se cernía sobre ellos como una espada flamígera. Literalmente.
Las cosas iban a ponerse realmente feas.
Karris sonrió.
Kip estaba envuelto en llamas. Alguien lo había rociado de luxina roja y le había prendido fuego.
Eso no lo detuvo. Se limitó a engrosar la coraza verde que lo rodeaba para que la luxina roja incandescente no pudiera traspasarla. El combustible viscoso se adhería al verde. No podía limpiarse la cara, estaba pegado, implacable. Pero sí podía mover la luxina verde, de modo que la proyectó hacia afuera hasta apartarla de sus ojos y consiguió ver de nuevo. Empleando la misma técnica, desplazó toda la luxina roja a los brazos y los hombros, y a los costados, hasta quedar silueteado en llamas. Le llevó apenas unos instantes. Pensaba lo que quería hacer y la luxina lo hacía. O para ser más exactos, lo deseaba y se cumplía.
La ferocidad de su interior era tan fuerte que quería salir de la ciudad y escapar. Pero no podía permitirlo. Refrenó su ferocidad. Esa ferocidad se sometería a su voluntad. Le ayudaría a destruir al hombre que empuñaba la correa y el látigo, el hombre que se proponía controlarlo: el rey Garadul.
No sabía si estaba avanzando en la dirección correcta, pero seguía el desfile de los soldados del monarca. El propio Kip era como un faro incandescente en medio de la niebla de la mañana. Pero la luz le entorpecía la vista. Era como empuñar una antorcha: si la sostenías por encima de la cabeza, veías en la oscuridad, pero si la sostenías entre la oscuridad y tú, no veías absolutamente nada. Kip era la antorcha. No podía ver gran cosa, ni le importaba. Podía ver que los hombres se alejaban corriendo de él; algunos reparaban en su presencia y huían aterrados, pero otros parecían tener un destino en mente. Un lugar de reunión, un punto de encuentro. Donde estaría el rey Garadul.
Kip dobló una esquina como una exhalación y se estrelló contra las espaldas de media docena de soldados. Ellos no lo habían visto venir, y él no podía parar. Los arrolló en medio de una vorágine de gritos, carne quemada, maldiciones y sangre mientras se esforzaba por no caer sin dejar de pisotear brazos y piernas. Extendió las manos para barrer el aire en todas direcciones, en grandes arcos de fuego, sangre y cuchillas que impactaban en la multitud.
Porque se trataba de una multitud. Kip había llegado a su destino. Había cientos de soldados aquí. Podía ver los tenues destellos de las armaduras rutilantes de los Hombres Espejo al otro lado de la plaza. La batalla lo engulló a continuación, envolviéndolo en su íntimo abrazo. La niebla matinal se esfumó. Sus adversarios eran innumerables. Resultaba imposible descifrar los alaridos ininteligibles del enemigo, las órdenes que podrían ayudarle a predecir lo que iba a ocurrir a continuación. Lo único que resonaba en sus oídos era el rugido que escapaba de su propia garganta, el martilleo de su corazón, la vida palpitante que era su magia. No existía nada más allá del fuego que alimentaba sus músculos, la resistencia que sentían sus brazos recubiertos de pinchos al hundirse en el torso de un hombre, y la libertad que lo embargaba cuando volvía a liberarlos con un tirón.
El mundo se cerró sobre Kip. No podía ver prácticamente nada, apenas si era capaz de girar el cuello dentro de la armadura esmeralda. Eso lo sacaba de quicio. Necesitaba libertad. No podía estar encerrado. Era un animal. Se abrió paso entre las columnas de soldados que formaron contra él. Los grandes barridos de sus brazos destrozaban las lanzas como si de briznas de hierba se tratara. Las cabezas se partían bajo el impacto de sus puños cerrados. Se sacudió la maraña de hombres que le cubrían la espalda y les partió las vértebras con las manos desnudas.
De improviso, las filas se abrieron ante él. A excepción de un solo hombre, que no supo apartarse a tiempo. Kip vio a veinte mosqueteros repartidos en dos hileras. La primera estaba de rodillas, la segunda de pie, y todos los mosquetes lo apuntaban a él. Alguien gritó con voz imperiosa. Kip miró al hombre que se interponía entre los mosqueteros y él. El hombre también había oído la orden y sabía lo que significaba. Kip vio como el pánico se adueñaba de su expresión.
Los mosqueteros dispararon una andanada. El fuego y el humo saltaron de los mosquetes rugiendo como leones emboscados. Kip vio al hombre prepararse para recibir el impacto casi al mismo tiempo que se desplomaba sin vida.
Las balas de mosquete lo golpearon como puños, impactando a la vez muchas de ellas, y algunas instantes después, embistiéndolo como un ariete. Sus pies se separaron del suelo.
Se elevaron vítores a su alrededor. La cabeza le daba vueltas y sintió cómo la luxina verde se reblandecía sobre su cuerpo.
¡No! Puedo soportar el castigo. Ese es mi don. Ese es mi talento.
Un mosquetero se acercó corriendo hasta él, le apuntó a la cabeza con un trabuco. Algo pasó volando junto a la cabeza del hombre (¿una flecha?), pero falló. Kip agarró la boca del trabuco y tiró hacia sí, la apoyó en su frente e introdujo luxina verde a presión en el cañón. La recámara explotó cuando el hombre apretó el gatillo.
Kip se puso en pie de un salto, con una fuerza sobrehumana. Pisoteó al mosquetero vociferante y se detuvo a echarse un vistazo. Podía ver las balas de plomo del mosquete, aplastadas, dentro de su armadura verde. Como si hubieran impactado contra un árbol. Los proyectiles habían penetrado, pero habían sido detenidos. Kip se rió, prácticamente al borde de la locura. Era a prueba de balas.
Ignorando a los mosqueteros, varios de los cuales se alejaban corriendo mientras los demás recargaban desesperadamente, atareados con sus baquetas y sus cuernos de pólvora, intentando prepararse para realizar otro disparo, Kip buscó al rey Garadul con la mirada. Estos hombres no eran ninguna amenaza. No podían frenarlo. Pero no veía nada. De modo que reunió luxina verde a su alrededor y se hizo más alto. Así de fácil.
Y allí estaba. Rodeado de Hombres Espejo, a lomos de su caballo, el rey Garadul gritaba a la trazadora que tenía a su lado, señalando a Kip. La trazadora tenía la piel azul, resplandeciente, pero mientras preparaba su magia algo cayó del cielo a gran velocidad. La mujer abrió las manos, inertes, y el azul escapó de ella y formó un charco en el suelo. Se cayó de la silla.
El rey Garadul enmudeció de repente, miró a su alrededor. La trazadora que tenía al otro lado, una roja, se desplomó de la silla a su vez. Esta vez Kip (y todos los Hombres Espejo) siguió la trayectoria de la flecha hasta su origen. Una azotea. Karris, esbelta, musculosa, cubierta de sangre, vestida con meros jirones de tela y preparando otra flecha. Uno de los Hombres Espejo se abalanzó sobre el monarca para arrojarlo al suelo. La tercera flecha de Karris traspasó la greba de un Hombre Espejo y le clavó la pierna al caballo. El corcel enloqueció, encabritándose, derribando a media docena de Hombres Espejo y arrollándolos antes de perder el equilibrio y aplastar a su jinete.
Kip ignoró el caos. Ya había encontrado su objetivo. Podía sentir que sus fuerzas se tambaleaban. Tenía que hacerlo ahora. No dispondría de otra oportunidad. Cargó hacia delante, provocando una estampida de hombres y mujeres a su paso, alcanzando gradualmente el máximo de su velocidad.
Estoy loco.
Kip se rió. Si esto era la locura, bienvenida fuera. Colisionó con las primeras filas de Hombres Espejo antes de que todos hubieran dejado de mirar a Karris. Algunos estaban de espaldas, otros montados a caballo, aún otros habían bajado de sus sillas y algunos seguían intentando desenfundar o recargar sus mosquetes para disparar contra la asesina del tejado. Kip derribó a un caballo, arrolló varios cuerpos, desvió estocadas carentes de fuerza.
Con un gran puño de luxina transformado en una maza aplastó el yelmo de un Hombre Espejo, pero el impacto también cercenó la mitad de la mano verde de Kip. Vio que los pinchos y las cuchillas que había trazado en su cuerpo se habían disuelto o partido al colisionar con la armadura de espejos. Golpeaba a izquierda y derecha, pero cuantos más hombres aplastaba, más se desintegraba su armadura. Cada nueva herida que infligía le costaba una parte de su ser.
Los Hombres Espejo, recuperándose, formaron detrás de la línea de vanguardia. Kip embistió contra esta primera barrera y se encontró delante de docenas de pistolas que rugieron al unísono. Los impactos frenaron su ímpetu, aunque aguantó. Sintió unas líneas abrasadoras contra su piel; la luxina seguía consumiéndose. Algunos de los disparos debían de haberla atravesado.
No fracasaré. No ahora. No tan cerca. Maldición, ¿dónde está el rey?
Kip atacó al Hombre Espejo que tenía más cerca, arrojándole una bola de luxina verde. El proyectil se estrelló contra el pecho de su objetivo y se partió por la mitad, enviando pegotes de luxina verde en todas direcciones, sin provocar más daños que si Kip hubiera tocado suavemente con los nudillos el pecho del hombre, que se tambaleó tan solo a causa de la bala de mosquete intencionadamente oculta dentro de la bola de luxina verde que Kip le había lanzado.
Los demás Hombres Espejo soltaron sus mosquetes y desenvainaron sus afiladas espadas, relucientes como espejos. Kip estaba mirándose el pecho, tachonado de balas de mosquete aplastadas suspendidas en la luxina verde, rodeadas de sangre algunas de ellas allí donde lo habían cortado. Estaba reuniendo más luxina para recomponer su armadura y vio que las bolitas se movían en círculos, como barcas atrapadas al pie de una catarata.
¿La luxina no os hace daño? ¿Qué tal el plomo?
Kip dirigió una de las balas de plomo de su pecho hasta su mano. La proyectó hacia delante y, con toda su fuerza de voluntad, disparó una diminuta bola de luxina verde que transportaba la bala de mosquete en su interior.
Un pequeño orificio ribeteado de verde viscoso apareció en la coraza de uno de los Hombres Espejo. Su armadura de espejos se agrietó en líneas zigzagueantes alrededor del agujero, sangre carmesí se fundió con la luxina esmeralda y el hombre se desplomó de espaldas.
Era como si Orholam hubiera insuflado en Kip un vigor renovado. Estaba magullado y extenuado, pero se sentía libre y exultante. Soltó otra carcajada. Se había vuelto completamente loco. Completamente imparable. Las balas de plomo recorrían la armadura hasta sus manos, y él las disparaba como si fuera un mosquete. El peso de la armadura verde, antes tan molesto, ahora le permitía disparar los pequeños proyectiles con tanta potencia que, de no ser por la armadura, el retroceso lo habría tumbado de espaldas.
Extendió la mano derecha, la izquierda, la derecha, la izquierda. Disparando a discreción. Los hombres morían por todas partes. Kip no estaba apuntando en absoluto, pero a esa distancia, la puntería era lo de menos. Procuraba hacer blanco en el pecho, no obstante, aunque terminara impactando en el cuello o en la barriga, o en quien estuviera detrás de su objetivo. Fuera como fuese, la carnicería continuó y las filas empezaron a disolverse ante él. Acabó con todas las balas de mosquete de su pecho y encontró más en su espalda y sus brazos, mientras seguían añadiéndose más. Abrió un surco sangriento entre los Hombres Espejo. No podía ver al rey Garadul, pero supuso que allí donde la resistencia fuera más enconada debía de ser la dirección adecuada. Quien algo quiere, algo le cuesta.
Entre las filas enemigas y el caos, Kip atisbó un destello de algo. Atuendos reales. Garadul.
Llegó a tiempo de ver al rey Garadul subir a lo alto de una plataforma emplazada al fondo de la plaza del mercado. Sus hombres intentaban conducirlo al interior de una callejuela angosta. Kip dio un salto hacia delante y descubrió que sus piernas de luxina verde lo transportaban mucho más lejos de lo que se había propuesto. Aterrizó entre el rey Garadul y el callejón, aplastando a dos de los hombres del monarca, incluido su último trazador. El suelo estaba sembrado de cadáveres de trazadores, pero a Kip no le importaba cómo habían muerto. Solo tenía ojos para el monarca. Extendió una mano a su espalda y disparó una docena de balas de mosquete hacia los Hombres Espejo restantes.
El rey Garadul tropezó con uno de los cuerpos que yacían encima de la plataforma. En un instante, Kip se abalanzó sobre él. El monarca le pegó una patada. Kip impulsó un puño enorme hacia abajo y rompió la pierna del rey como si fuera una astilla. El hombre gritó. Kip le agarró la cabeza, afianzó los grandes puños de luxina a ambos lados y tiró hacia arriba. El cascabeleo del fuego de mosquete cesó. Kip estaba demasiado cerca del monarca; nadie se atrevería a disparar contra él ahora.
—¡Asesinaste a mi madre! —rugió Kip en la cara del rey.
Los ojos de Garadul se concentraron en el rostro de Kip tras la armadura verde.
—¿Tú? —dijo—. ¿El mocoso de Lina? No se merece que la venguen, y tú lo sabes.
—¡Kip! —Alguien gritaba su nombre, pero Kip apenas lo oyó. El rey estaba intentando desenfundar un bich’hwa de su cinturón, pero se lo impedía el dolor.