Alguien estaba jurando. Vio pies. Karris estaba tendida encima de un hombre que pugnaba por escapar de debajo de ella. Debía de haber impactado contra media docena de soldados que estaban de espaldas a ella… y los había arrollado a todos. Uno de los hombres tenía una pierna torcida en un ángulo forzado. Otro se giró para mirarla, maldiciendo, con la nariz transformada en un surtidor de sangre.
Una explosión inmensa le impidió entender lo que decía. Se había producido a unos sesenta pasos de distancia. Todo pareció congelarse por un momento en el campo de batalla, y entonces las cosas empezaron a moverse demasiado deprisa como para asimilarlas todas a la vez.
Karris se levantó de un salto… y estuvo a punto de desplomarse. La cabeza le daba tantas vueltas que hubo de recurrir a toda su fuerza de voluntad para no caerse. Se auscultó someramente. Presentaba dolorosas abrasiones en brazos y piernas, su vestido había quedado reducido a jirones, pero no tenía ninguna herida grave. Se tocó los ojos. Las fundas oculares estaban intactas, por supuesto. Y embadurnadas de sangre, lo que dificultaba más aún la visibilidad. Genial.
Ahora que se encontraba en el corazón de la batalla, el mundo se había estrechado. Veía imágenes sueltas, como retablos, pero no el conjunto. Karris distinguió a un trazador en lo alto de la Puerta de la Madre… ¿Izem Azul? ¿Qué hacía él aquí? Se erguía con la piel completamente teñida de azul, extendidos los brazos, disparando dagas de luxina en rápida sucesión. Semejante eficiencia constituía un espectáculo prodigioso; hacía falta una concentración extraordinaria para disparar con las dos manos a la vez. Era como una docena de mosqueteros… tres docenas, a pesar de que la niebla refractaba la luz del sol esa mañana. Cada vez que se giraba, caía algún hombre. Se volvió hacia los Hombres Espejo, y Karris vio cómo aquellas cuchillas azules rebotaban en todas direcciones al chocar con las armaduras reflectantes, triturando a todos los que rodeaban a los Hombres Espejo, aunque a veces encontraban una mella o golpeaban una armadura con la contundencia necesaria para traspasarla.
Frente a Karris se erguía un cuerpo sin cabeza, escupiendo surtidores de sangre al compás de los últimos latidos de su corazón.
El sonido de los disparos de mosquete y el rugido de la sangre en sus oídos se fundió en un solo clamor, un palpitar en el que se entrelazaban la vida y la muerte.
Los Hombres Espejo corrían hacia un boquete en la muralla, de unos siete pasos de diámetro. De modo que ahí era donde se había producido la explosión.
Un trazador rojo, uno de los libres del rey Garadul, se había vuelto loco. Se reía en voz baja mientras arrojaba melaza incendiaria sobre todos los que lo rodeaban. Los hombres gritaban atemorizados cuando les salpicaba la sustancia. Alguien estaba implorándole que se detuviera.
Un hombre resbaló y, con un alarido, se cayó desde lo alto del borde destrozado de la muralla.
A un lado, entre las almenas, el sol se reflejó en unos cabellos cobrizos. Karris clavó en él la mirada. ¡Gavin! Se agachó para dar una orden al oído a otro hombre. Corvan Danavis. De modo que el hombre realmente era un general. ¿Y estaba aquí? Gavin le dio una palmada en el hombro, y se separaron.
Karris se giró, acordándose de los Hombres Espejo que la perseguían, tal vez demasiado tarde.
El líder se encontraba a veinte pasos de distancia, atravesando las líneas a caballo, gritando a los hombres que se apartaran, espada en mano. Estaba solo, un inesperado movimiento lateral en las filas lo había aislado de sus hombres, pero demasiado cerca. Karris estaba desarmada y aún le temblaban las rodillas.
A diez pasos de distancia, su perseguidor pareció dar un salto en la silla. Karris podía ver todo su torso de frente, de modo que sabía que no había recibido ningún disparo de la muralla, pero aun así se cayó de la silla.
Alguien había matado al hombre por la espalda. ¿Qué diablos? Karris miró detrás del hombre.
Kip.
¿Kip? El joven llegaba cabalgando a galope tendido tras los Hombres Espejo, siguiendo el camino que habían abierto entre las filas de soldados. Pero no tenía ningún mosquete. Sostenía, en cambio, una pelota verde tan grande como su cabeza. Su piel se había teñido de verde, una expresión feral anidaba en sus ojos… y parecía que fuera a caerse de la silla de un momento a otro.
Sin que pareciera importarle conducir su montura directamente contra otros caballos, Kip echó el orbe verde hacia atrás como si se dispusiera a lanzar una pelota por los aires; se trataba de una idea errónea pero muy extendida entre los trazadores novatos, quienes creían que, puesto que la bola poseía masa, se debía ejercer fuerza sobre ella. Kip proyectó el brazo hacia delante y acto seguido, con un chasquido audible, la esfera verde salió disparada contra los Hombres Espejo.
Se estrelló contra el yelmo refractante de uno de ellos. La armadura de espejos disgregó la luxina sin esfuerzo, pero aún tenía que absorber el impacto físico. Una coraza podría contener una bala, pero su portador seguiría sufriendo la rotura de un par de costillas. En este caso, la cabeza del hombre se giró bruscamente de costado, arrojándolo de la silla, mientras el orbe verde rebotaba y golpeaba a otro Hombre Espejo en el hombro, sin llegar a desmontarlo, antes de embestir al caballo de un tercero, golpeando al animal en el hocico y consiguiendo que perdiera el equilibrio.
La fuerza del lanzamiento elevó a Kip por los aires, lejos a su vez de su propia silla, deteniendo prácticamente todo su impulso hacia delante. Su caballo se encabritó, en un intento por no colisionar con los otros en el último segundo, pero se habían sobresaltado por los jinetes que caían y la gigantesca bola verde que pasó volando sobre sus cabezas, y uno de ellos se interpuso directamente en su camino. Los dos brutos chocaron a gran velocidad, aplastando la pierna del Hombre Espejo que quedó atrapado entre ambos.
Los caballos se desplomaron, pero a Karris le preocupaba más Kip. Lo había perdido de vista cuando cayó. Aún había soldados en el río, abriéndose paso entre los Hombres Espejo, sin conocer ni importarles el motivo de esta pelea. Tan solo querían escapar de la sombra de estas murallas mortíferas y entrar en la ciudad.
Karris recogió una espada del suelo y, agazapada, se internó en la muchedumbre. Tres jinetes habían dado media vuelta e intentaban retroceder. Karris no conseguiría llegar a tiempo.
Uno de ellos estaba sacando un mosquete de la funda de su silla, para disparar contra ella, cuando su cabeza explotó con un estallido de luz amarilla y neblina rosada. Esta vez Karris estaba segura de que el disparo no había llegado de la muralla. Debía de venir de la dirección opuesta… ¿de la colina? ¿Y qué diablos podría haber provocado algo así? ¿Una bala de mosquete explosiva?
Seguía estando demasiado lejos. Vio que dos Hombres Espejo desenfundaban sendos mosquetes y apuntaban.
Dos lanzas gemelas de color verde (columnas, prácticamente, tal era su tamaño) brotaron del suelo donde los jinetes estaban apuntando y los empalaron. El primero recibió el impacto directamente en el pecho. Se produjo una llamarada de luz verde fragmentada mientras la coraza reflectante resistía por unos momentos, antes de hacerse pedazos, y la lanza verde continuó ascendiendo, levantando al Hombre Espejo por los aires. Su compañero no corrió mejor suerte. La lanza golpeó la superficie de la coraza, refractando de nuevo algo de luxina en un fogonazo de luz verde, y se deslizó sobre la superficie hasta introducirse bajo su barbilla y traspasarle la cabeza, arrancándole de cuajo el yelmo destrozado como la cabeza de un diente de león ante los soplidos de un niño.
Ambos se elevaron varios pasos por los aires antes de que las lanzas de luxina verde se partieran, los dejaran caer al suelo y se disolvieran hasta desaparecer.
Kip se puso en pie de un salto, mucho menos muerto de lo que debería.
Karris llegó a su lado instantes después. El muchacho la observó con curiosidad, y la Guardia Negra dijo:
—Kip, soy yo. ¿No me reconoces? Soy Karris. —A pesar de su asombrosa exhibición de poder, Kip era un trazador novato, y los efectos mentales y emocionales de los colores siempre se acusaban más al principio. La ferocidad del verde podía volver peligroso a cualquier trazador.
Kip levantó bruscamente una mano, y Karris se sobresaltó.
—Kip, soy yo, Karris —dijo, consciente de que la batalla distaba de haber terminado, aunque el clamor del fuego de mosquete en lo alto de la muralla se había reducido hasta desaparecer casi por completo.
—No te muevas —dijo el muchacho, mirándola fijamente a la cara. Levantó un dedo e hizo como si se propusiera metérselo en el ojo. Karris sintió el calor que irradiaba de él. ¿Qué? ¿Kip también era subrojo?
Se produjo un siseo cuando el muchacho tocó la funda ocular. Debió de alcanzar el punto de fusión, porque la funda se disolvió. Kip se concentró en la otra.
Y así de fácil, Karris podía volver a trazar.
Oh, diablos. Sí.
—¿Qué me dices? —preguntó Kip.
¿A qué se refería?
—¿Gracias? —respondió Karris.
—Pues yo digo que vayamos a matar al rey —dijo Kip, con una sonrisa febril. Cuando los poseía su color, los verdes tendían a no hacer mucho caso del sentido común.
Karris levantó la cabeza y vio que Rask Garadul acababa de entrar por el boquete que habían practicado en la muralla. La mitad de sus hombres habían pasado ya. Era el momento perfecto para atacar… bueno, obviando el hecho de que Karris y Kip estaban al otro lado del muro con todo el ejército del rey Garadul.
Karris trazó algo de rojo a partir de los charcos de vísceras que los rodeaban. La sobrevino una balsámica oleada de rabia. Se sentía fuerte.
—Vayamos a matar al rey —dijo.
No soy lo bastante importante para esto, pensó Liv mientras lord Omnícromo regresaba a lo alto del cerro donde ella estaba maniatada. Desde su posición elevada, vio a una figura familiar que aceptaba un gran corcel rojo de manos de un mozo de cuadra y montaba. Kip. Si se giraba, tendría que verla.
Por un momento, Liv no estuvo segura de querer que la viera. No le cabía la menor duda sobre lo que haría a continuación. Cargaría colina arriba a galope tendido, y al diablo con la inferioridad numérica. Ese era Kip. Así había sido siempre. Quizá no el más listo, pero sí ferozmente leal.
Liv agachó la cabeza. Aquí solo había muerte para Kip. Como temía, el muchacho se giró durante un segundo mientras se sentaba tambaleándose en lo alto del enorme caballo. Después hincó los talones y a punto estuvo de caerse de la silla cuando el animal se lanzó a la carrera.
El espectáculo dibujó una sonrisa en los labios de Liv, pero la amenazadora figura de lord Omnícromo se la borró hasta no dejar ni rastro. Mientras se acercaba, Liv comprendió que en realidad no era tan alto como parecía de lejos. El manto blanco y la capa del mismo color que se descolgaba de los grandes cuernos azules que se elevaban sobre sus hombros le hacían parecer más grande que una persona normal, pero ni siquiera era tan alto como Gavin Guile. Sin embargo, resplandecía. Era como si por sus venas circulara luxina amarilla en vez de sangre. Sus cabellos se habían esculpido en una diadema de espinas de luxina amarilla, deslumbrante, como si el mismísimo sol lo coronara. Debajo de ella, sus ojos eran un incesante tumulto multicolor. Y estaba observándola con detenimiento.
No soy lo bastante importante para esto, pensó de nuevo. Le palpitaba la mejilla, por la que aún manaba la sangre. La explosión del vagón de pólvora la había dejado sin conocimiento, y la metralla le había provocado una docena de cortes. No sabía cómo la habían encontrado entre tantos cadáveres. No sabía para qué la querían.
—¿Cómo has llegado aquí, Aliviana Danavis?
—Caminando, principalmente —dijo. Danavis, así que era eso. Sabía que su padre comandaba el ejército rival. Y ella había sido tan estúpida de ponerse en sus manos. Bien hecho, Liv.
Los esbirros de lord Omnícromo los rodeaban: trazadores de todos los colores con el halo roto, soldados, mensajeros, y unos cuantos oficiales de alta graduación del campamento del rey Garadul que parecían decididamente nerviosos en presencia de tantos trazadores, por no hablar de lord Omnícromo. Este empuñó un mosquete de aspecto extraño, tan alto como él. Lo levantó, encajó una pierna en una ranura del cañón, lo afianzó delante de él y apunto ladera abajo, hacia el combate.
—En el centro exacto de esa puerta verde —dijo.
—¿La tercera casa a la izquierda? —preguntó un oteador.
Liv no sabía gran cosa sobre mosquetes, pero estaba segura de que no se podía disparar con tanta precisión a trescientos pasos. Que alguien disparara en tu dirección nunca era agradable, pero una vez superada la barrera de los cien pasos, era más cuestión de suerte que de puntería. Sin embargo, lord Omnícromo respiró hondo, apuntó el cañón entre la bruma y disparó.
El mosquete rugió.
—Tres manos más arriba, una a la izquierda —dijo el oteador.
Lord Omnícromo cedió el mosquete a un ayudante de campo, que empezó a recargarlo. Se giró hacia Liv.
—Quiero que te unas a mí, Liv. Te vi anoche, escuchando. Entendiste mi mensaje. Lo sé.
Por Orholam, a Liv le había parecido que lord Omnícromo miraba en su dirección, pero pensó que se trataba de imaginaciones suyas. Miles de almas habían asistido al discurso. Además, ¿cómo la había reconocido?
—Quieres a tu padre, ¿verdad, Liv?
—Más que a nada en el mundo —dijo. ¿Cómo sabía su nombre, por no hablar de su diminutivo?
—¿Y cuántos años tiene?
—Unos cuarenta.
—De modo que es viejo. Para tratarse de un trazador. Si no fuera trazador, podría vivir otros cuarenta años. Pero como trazador leal a la Cromería, ya es un perro viejo, ¿verdad? La mayoría no llega a cumplir los cuarenta. Tu padre debe de ser muy disciplinado, muy fuerte.
—Más de lo que te imaginas. —Liv sintió una oleada de emoción. ¿Quién era este malnacido para hablar así de su padre? No consentiría que nadie lo criticara. Era un gran hombre. Aunque hubiera cometido algunos errores.
El ayudante de campo devolvió el largo mosquete a lord Omnícromo. Este lo levantó, estabilizó su considerable peso contra su pierna y dijo:
—Trazador azul, justo a la derecha de la garita.
Liv observó, horrorizada, mientras lord Omnícromo esperaba. El trazador azul estaba agachado detrás de una almena, desde donde se asomaba para derramar muerte líquida sobre los hombres de abajo antes de volver a esconderse. Asomó la cabeza. Lord Omnícromo dijo: