Una detonación, un rugido, una presión tan insoportable que la vista de Kip se nubló por unos instantes. Todos los que aún estaban de pie perdieron el equilibrio. Algo, Kip ni siquiera sabía de qué se trataba, sobrevoló sus cabezas como una exhalación.
Debía de haber perdido unos segundos. Rodó de costado, intentó incorporarse, se cayó. Tenía las muñecas ensangrentadas, pero libres de ataduras. El aroma acre de la pólvora impregnaba el aire. Una lluvia de astillas tabaleó en el suelo.
Cuando Kip intentó levantarse de nuevo, alguien le ayudó. A menos de cien pasos de distancia, donde se encontraba antes la carreta de la pólvora, vio un cráter de más de diez pasos de diámetro y al menos dos de profundidad. En un inmenso radio a su alrededor, solo había cadáveres.
Karris le dio la vuelta, moviendo los labios, con la piel tiznada de pólvora. Kip no podía oírla.
Vio que Karris silabeaba una maldición al comprender lo que ocurría. Kip estaba seguro de que había exclamado «¡Puño de Hierro!» y una sarta de blasfemias. Le puso un mosquete en las manos y dijo, despacio para que Kip pudiera leerle los labios: «¿Puedes caminar?».
Kip asintió con la cabeza, sin saber hasta qué punto estaba escuchándola y hasta qué punto leyendo sus labios. Karris tiró de él y empezaron a correr. Kip aún se sentía desorientado, pero vio que no era el único. Docenas de hombres y mujeres con la piel y la ropa oscurecidas por la pólvora trastabillaban sin rumbo, algunos de ellos sangrando por los oídos. Un hombre sostenía su mano izquierda en la derecha mientras buscaba el resto del brazo, con el hombro mutilado convertido en un surtidor de sangre.
Algunos de los soldados habían empezado a reagruparse y corrían hacia la muralla. Otros se habían quedado rezagados y disparaban sus mosquetes contra la posición del cañón, aunque Kip no vio que nadie respondiera al fuego desde las almenas.
Alguien estaba gritándole algo. Bien, volvía a oír. Se giró.
No reconoció al soldado que tenía delante.
—¡A formar, soldado! —exclamó el hombre—. ¡Vamos!
Pensaban que era un soldado porque empuñaba un mosquete. Por otra parte, con la ropa cubierta de pólvora, no tenía nada de extraño.
—¡En marcha, soldado, tenemos una ciudad que conquistar!
Había al menos veinte soldados con el hombre, y solo el oficial lucía un uniforme de verdad. Kip miró a Karris de reojo. Se tambaleaba adelante y atrás, tapándose los ojos con las manos como si estuviera cegada, tan solo una herida más. Kip comprendió que si veían las fundas violetas que le cubrían los ojos, la prenderían de inmediato. O la matarían en el acto. Con ese vestido, le convenía no llamar la atención más de lo necesario.
Si Kip oponía resistencia, el hombre podía ejecutarlo sumariamente. Y la determinación que irradiaba sugería que sería muy capaz de hacerlo.
—¡Sí, señor! —respondió Kip. Se unió a la columna, echó un vistazo a Karris, miró de nuevo a su alrededor en busca de Liv, sin éxito, y emprendió la carrera con los demás soldados hacia la ciudad, el estruendo de los disparos y las llamaradas de magia.
Gavin cuadró los hombros y se enfrentó a sus acusadores. Un pasillo en el Palacio de Travertino. No era exactamente el lugar que hubiera elegido para morir, pero supuso que era mejor que algún calabozo en cualquier otra parte. Más de lo que te ofrecí a ti, Gavin. Al menos él podía arrostrar su suerte con dignidad.
—¿Qué queréis? —preguntó.
—Sabemos qué os proponéis —dijo Usef Tep—. Señor. —El «señor» llegó tarde. Como sucedía siempre con el Oso Púrpura.
Samila Sayeh avanzó y apoyó una mano en el poderoso brazo de Usef.
—Hemos venido para deteneros, Gavin Guile.
—¿Y cómo pensáis conseguirlo?
—Ofreciéndonos voluntarios.
¿Eh? Gavin se tambaleaba al filo del abismo, preparándose para trazar hasta el límite de sus posibilidades. Se detuvo. Intentó borrar la estúpida expresión de perplejidad que se había cincelado en sus rasgos.
—Es noble, lord Prisma, pero imprudente.
¿Cómo? En fin. A veces, cuando uno no sabe a qué diablos se refiere su interlocutor, lo mejor es seguirle la corriente.
—No sé a qué diablos te refieres. —Ups.
—La Liberación es el momento más sagrado en la vida de un trazador —dijo Samila—. Intentáis preservarlo para nosotros. Y os damos las gracias por ello. Pero somos guerreros. Todos nosotros combatimos en la guerra. Estamos dispuestos a luchar de nuevo.
—Moriré hoy —terció Usef—. Es mi deber aceptar el final, y lo acepto. Pero no tengo paciencia para todo este Orholam por aquí, Orholam por allá. Prefiero morir luchando.
—Lord Prisma —continuó Samila Sayeh—, debemos proteger la ciudad hasta que todo el mundo haya conseguido escapar. La defensa de la muralla es una sentencia de muerte. ¿Por qué no encomendárnosla a nosotros? De todos modos, ya estamos muertos.
Mientras hablaban, Gavin había dispuesto de unos instantes para recapacitar, para recuperar la compostura.
—Si os envío ahí fuera, todos romperéis el halo. Por eso estáis aquí. El año que viene tendría que enfrentarme a vosotros, en el bando opuesto. Ellos no sacrifican a los engendros de los colores. No estamos hablando solo de vuestras almas. Se trata de vuestra cordura. Y tenéis razón, todos sois guerreros. Eso os volverá diez veces más peligrosos cuando os rompáis.
—Combatiremos en equipos. Cada uno de nosotros irá armado con una pistola y un cuchillo. Cuando nos rompamos, haremos lo mismo que los Guardias Negros.
Cuando un camarada rompía el halo en el campo de batalla, los Guardias Negros lo daban por muerto; y en efecto, el afectado solía perder el sentido temporalmente. Los Guardias Negros examinaban los ojos de sus compañeros caídos, y si el halo estaba roto, lo degollaban.
—Con la salvedad de que cuando cualquiera de los equipos se reduzca a una sola persona, esta se quitará la vida —dijo Samila. Se trataba de una cuestión espinosa, desde un punto de vista teológico, aunque no carente de precedentes. ¿Era el suicidio un pecado cuando uno sabía que iba a enloquecer y, casi con toda seguridad, herir o matar a algún inocente?—. Sois el Prisma, podríais hacer una excepción.
—Las generaciones venideras pensarían que se trata de una excepción necesaria —intervino Talon Gim, ceñudo. Siempre había defendido unas convicciones teológicas muy concretas.
Maros Orlos dio un paso al frente.
—Lord Prisma, ya hemos dejado que se liberen todos los trazadores cuya condición sabíamos que les impediría rendir en el campo de batalla. ¿Qué es lo verdaderamente importante? ¿Que hagamos las cosas como las hemos hecho siempre, o que salvemos toda una ciudad?
No había elección, por supuesto. Gavin estaba temblando.
—Creo que semejante sacrificio honraría a Orholam. Os daré a todos una… bendición especial por aceptar esta carga. Me siento… profundamente humillado por este gesto de devoción. Profundamente agradecido.
Al menos eso no era mentira.
Tras tomar la decisión de permitir que la clase de Liberación muriera luchando en vez de por su cuchillo, Gavin se reunió por separado con cada uno de ellos. Los confesó, escuchó las preocupaciones que los asaltaban a las puertas de la muerte y los bendijo. Hizo lo mismo que habría hecho en la ceremonia, apuñalamiento excluido. Pero para Gavin la experiencia era completamente distinta. Por lo general, lo que debía hacer lo repugnaba hasta tal punto que era incapaz de escuchar sus palabras con atención. Lo intentaba. Fingía. Sabía que se merecían todo su esfuerzo.
Pero en esta ocasión, lo hizo de veras. Cuando hablaban, no se dirigían realmente a él, sino a Orholam. Gavin era un mero instrumento que facilitaba la confesión, más de lo que lo haría dirigirse a una estancia desierta. Lo que estaban haciendo era un acto de devoción. Un acto de sacrificio.
Para cualquier otro, no se distinguiría demasiado de lo que hacían algunos todos los años durante la Liberación. Al final seguiría habiendo un trazador que había abrazado la muerte con valentía. Pero sin la carga de tener que derramar su sangre, Gavin podía verlo con claridad por primera vez en su vida. Estas personas eran héroes.
Si Gavin no hubiera estafado al mundo entero y al mismísimo Orholam haciéndose pasar por su hermano, quizá la Liberación le pareciera igual de sagrada todos los años. Se suponía que era motivo de celebración, aunque Gavin siempre lo había temido. Siempre.
Ahora, mientras rezaba con cada uno de los trazadores, casi podía creer que Orholam estaba escuchando.
Samila Sayeh fue la última. Se trataba de una mujer, recordó Gavin, cuya belleza resistía los escrutinios más minuciosos. Su piel, incluso a los cuarenta años, era casi perfecta. Contenía unas pocas arrugas fruto de su sonrisa, pero era limpia y brillante. Esbelta. Impresionantes ojos azules contra el fondo oliváceo de su tez atashiana. Impecablemente vestida.
—¿Sabes?, tuve una aventura con tu hermano.
Gavin se quedó paralizado. Sabía que él, Dazen, no había tenido ninguna aventura con Samila Sayeh, lo cual solo podía significar una cosa: lo sabía.
—A veces los hombres pretenden que no ha sucedido nada entre sus antiguas amantes y ellos —se apresuró a replicar Gavin—. Sobre todo si se trató de un gran error.
Samila se rió.
—A lo largo de los años, a menudo me he preguntado si eres tan bueno que nadie te ha descubierto, o si todos los que podrían haberte denunciado tenían motivos ocultos para no hacerlo. —Lo miró fijamente, pero Gavin se obstinó en su silencio—. Evi ha echado un vistazo a tu muralla, ¿sabes? «No recuerdo que Gavin fuera un supercromado», dijo. «No debería ser capaz de trazar un amarillo tan perfecto.» ¿Y sabes qué más dijo? Que Orholam debía de haber bendecido tus esfuerzos. Que eso demostraba que estabas cumpliendo su voluntad. Y todo el mundo asintió con la cabeza. ¿Te lo puedes creer?
Gavin sintió un escalofrío.
—Gavin habría construido una muralla que aguantaría un mes y fanfarronearía asegurando que resistiría eternamente. Tú has construido una muralla que aguantará eternamente, y dijiste que resistiría tal vez unos cuantos años. No podías conformarte con crear algo que no fuera perfecto, ¿verdad, Dazen? —A alguien que llevaba los últimos veinticinco años trazando azul le complacería ver el orden que entrañaba esto: Dazen era un perfeccionista. Aunque su máscara se beneficiaría si le imprimiera algunas imperfecciones, su carácter se lo impedía.
—No —dijo Gavin en voz baja.
—Luché por tu hermano. Maté por él.
—Todos lo hicimos, hasta la saciedad.
—Me sentí tan traicionada por ti, por que ni siquiera te dignaras mirarme después de lo que habíamos compartido. Vislumbré la esperanza cuando rompiste tu compromiso con Karris. Cuando por fin encajé todas las piezas, seguía sin estar segura del todo. Gavin nos había contado cosas acerca de ti, de lo que harías si ganabas. Pero no estabas haciéndolas. ¿Mentía tu hermano desde el principio, o habías cambiado? Se suponía que eras un monstruo, Dazen.
—Lo soy.
—Retorcido, eso seguro. El hermanito insolente de lengua afilada. Lo digo en serio. —Se quedó mirándolo atentamente, durante largo rato. Echó un vistazo al cuchillo de la Liberación, que Gavin aún no había desenvainado—. ¿Hasta qué punto te conoces?
Gavin pensó en los años que habían transcurrido, en los objetivos que había alcanzado, y en el propósito último que lo impulsaba.
—Como dijo el filósofo —respondió Gavin—, un hombre solo es un dios o un monstruo. Y no soy ningún dios.
Samila continuó observándolo durante unos instantes, inescrutables sus intensos ojos azules. Sonrió.
—Bueno. Tal vez la ocasión requiera un monstruo.
Se arrodilló a sus pies y Gavin la bendijo.
Kip siempre se había imaginado que una carga debía de ser algo glorioso. Cualesquiera que fuesen sus expectativas, no se parecían en nada a esto. Debía aguantarse los pantalones con la mano izquierda, magullada, mientras empuñaba el mosquete con la derecha. ¡Y cómo pesaba! El corazón latía desbocado en su pecho y todos los demás corrían más deprisa que él.
Le costaba entender qué sucedía a su alrededor. Un tipo que rugía a los soldados que podían llamarle dios o sargento primero Galan Delelo encabezaba el asalto, arengando a sus hombres. Las espaldas de los demás soldados ocupaban el resto del campo visual de Kip, y el dolor de la carrera lo distraía de todo lo demás salvo los silbidos intermitentes, que al principio no reconoció, hasta que comprendió que era el sonido de las balas de mosquete que pasaban volando por su lado, momento a partir del cual ya no pudo pensar prácticamente en nada más.
Por un momento vio las murallas de la ciudad cuando los hombres que tenía delante se perdieron de vista en el fondo de una acequia antes de reaparecer por el otro lado. Recordó cómo se había burlado de esas murallas no hacía ni una semana. Ahora ofrecían un aspecto ciertamente impresionante. La cara del muro estaba incrustada de chabolas como moluscos entre las que se apelotonaban ya los hombres del rey Garadul, intentando utilizar los edificios bajos y los refugios improvisados a modo de escalera. Pero incluso durante el breve atisbo que vislumbró Kip, una de las decrépitas construcciones a las que se encaramaban los hombres se tambaleó y se desplomó, aplastando a los escaladores y levantando una nube de polvo.
Algo húmedo y viscoso le golpeó la cara mientras corría. Se giró, vio vagamente que alguien se caía a su lado… y de improviso el suelo dejó de estar donde debería.
Aterrizó con fuerza en el canal de riego sin agua. Resbaló sobre el rostro, dio una voltereta y rodó mientras el aire escapaba de sus pulmones. Gimiendo, pugnando por recuperar el resuello, comprendió que no estaba solo. Se encontraba rodeado de hombres acobardados, encogidos al amparo de la exigua protección que les proporcionaba el desnivel.
El sargento primero Galan Delelo reapareció al borde del canal.
—¡No seáis patéticos, sabandijas! Desde la muralla tienen una trayectoria directa hasta esta zanja, condenados imbéciles. ¡Arriba! ¡Si no estáis muertos, levantaos u os pegaré un tiro yo mismo!
Por un segundo, nadie se movió.
—No te atreverás —dijo alguien.
El sargento desenfundó una pistola y le descerrajó un tiro en el vientre.
—¿Quién es el siguiente? —gritó. Apuntó con el arma a otro hombre, que portaba una gran saca turquesa.