—La razón —dijo Gavin— es que los tyreanos tienen tantos motivos para odiarnos como nosotros a ellos. Llevamos dieciséis años castigándolos por la guerra. Muchos de los que pagan el precio ahora eran niños cuando estalló el conflicto. No entienden por qué deberían seguir pagando por lo que sus difuntos progenitores hicieron o dejaron de hacer. Nos detestan, y la verdad es que ninguno de nosotros… ninguna de las Siete Satrapías… quiere regresar allí con un ejército.
—¿Qué insinúas? —preguntó el señor de la lux Negro—. ¿Dispones de información privilegiada acerca de alguna amenaza?
—Insinúo que como no nos retiremos de Garriston y renunciemos a nuestras condiciones, el rey Garadul tomará la ciudad por la fuerza e impondrá las suyas. —A eso se refería el rey Garadul al decir que pensaban recuperar lo que les habían arrebatado. Pero Gavin no podía desvelar esa información sin sacar a la luz otros secretos, y de todas formas no lo creerían.
—No entiendo el chiste —dijo nerviosamente Klytos Azul. Era un cobarde de los pies a la cabeza, pero Gavin sabía que Ruthgar no iba a renunciar a Garriston de buena gana—. Tenemos mil soldados y cincuenta trazadores allí. Tan solo estos últimos bastarían para repeler cualquier ejército que pueda reunir el tal «rey» Garadul.
—Hincar la rodilla ante un rebelde, un hombre que se autoproclama rey… es inimaginable —dijo la Naranja—. Merece morir.
Ay, padre, lástima que ya no te dejes caer por aquí. Esto te encantaría. Pero yo puedo hacer algo que tú nunca pudiste.
—Para empezar —dijo Gavin—, irnos de allí sería un acto de justicia. Estamos castigando a personas que ya han sufrido demasiado, y que nos odian por ello. Llevamos dieciséis años plantando las semillas de otra guerra. Ellos empezaron la última, sí. El general Delmarta nació en Garriston, sí. Pero eso no nos exime de lo que hicimos, que no solo fue una equivocación, sino también una estupidez.
—¿Disculpa? —dijo Delara Naranja. Su antecesora en el cargo, su madre, había sido la artífice del plan de ocupación rotatorio.
—Ya me has oído —dijo Gavin—. Apenas si recibimos trazadores tyreanos. ¿Crees que se debe a que ya no nace ninguno? ¡Ja! ¿Y si en vez de estudiar aquí como pordioseros, vilipendiados y acusados de traidores, alguien hubiera decidido adiestrarlos más cerca de sus hogares? Ha surgido una nueva escuela, una Cromería consagrada a la venganza, por culpa de nuestra estupidez y estrechez de miras.
—Eso es absurdo —dijo Delara—. Algo así habría llegado hasta nuestros oídos.
—¿Y si no lo hubiera hecho? —preguntó Gavin—. Quizá la calidad de esa instrucción no sea tan buena como la nuestra. Alimento esa esperanza. Pero aun con un puñado de hechizos de fuego rudimentarios, ¿cuánto tiempo podrían resistir los cincuenta trazadores estacionados en Garriston frente a varios cientos? ¿Durante cuánto tiempo resistirían nuestros soldados contra miles de rebeldes que podrían ocultarse a la vista de todos entre los vecinos de la zona? La cuestión es que el rey Garadul conquistará Garriston. Nos la reclamará, en términos intencionadamente inaceptables, y después la tomará por la fuerza. El único interrogante es: ¿nos pondremos en ridículo y le regalaremos su triunfo al rey Garadul antes de vernos arrastrados a una guerra para la que vuestras satrapías no tienen estómago, o renunciaremos a un tributo que, tras dividirse entre seis, es insignificante y nos desprenderemos voluntariamente de aquello que de todas formas no podemos conservar? Si cedemos Garriston antes incluso de que el rey Garadul lo pida, pareceremos magnánimos. Si le ofrecemos nuestras disculpas, pareceremos compasivos, y si hacemos las dos cosas antes de que él actúe, le arrebataremos la victoria y su causa.
—¿Tienes pruebas de todo eso? —preguntó Delara. Era correosa, como acostumbraban a ser las naranjas, pero la luxina roja también volvía a los trazadores más agresivos y temerarios con el paso del tiempo—. Porque, de lo contrario, me quedaré con la impresión de que pretendes que renunciemos a toda una ciudad sin motivo. No sabemos nada de este nuevo rey Garadul. Ha llegado al poder hace muy poco tiempo. No nos ha enviado ni un solo emisario, y menos aún nos ha comunicado la menor exigencia.
—¿Intentáis convencerme de que ninguno de vosotros ha plantado espías alrededor de Garadul? —repuso Gavin.
Silencio por toda respuesta, y unas cuantas sonrisitas sardónicas. Nadie iba a admitir algo así, por supuesto. No confiaban lo suficiente los unos en los otros. En los últimos dieciséis años no se había producido ninguna guerra, pero eso no quería decir que los intereses de todos coincidieran. La Cromería y todas las capitales estaban más repletas de espías que nunca.
—En tal caso —sentenció Gavin en un tono imperioso que sabía que los espolearía—, daos prisa.
—Noble señor de la lux, las satrapías se toman vuestro consejo muy en serio, naturalmente… —comenzó Klytos Azul. Los ruthgari odiaban a Gavin desde que puso fin a la guerra con el Bosque de Sangre.
Gavin lo atajó. Había llegado el momento de caldear los ánimos.
—Escuchadme con atención, cretinos. No sé cómo no habéis visto venir esto. O puede que algunos lo hicierais. Vuestra lealtad es encomiable. La cuestión es que estamos hablando de rebelión y herejía. El rey Garadul habla de destruir las satrapías y el mismísimo culto a Orholam. Seguro que a este le gustaría recibir más cooperación por parte de sus Colores.
—¡Basta! ¡Basta, lord Prisma! —ladró la Blanca. Miró a Gavin como si le costara creer que este hubiera podido decir algo así.
No había nada como acusar a los poderosos de idiotas, ingratos, desleales e impíos, todo a la vez. Al pasear la mirada alrededor de la estancia, Gavin vio consternación en algunos de los rostros y odio en los demás.
Klytos fue el primero en romper el silencio. Era el Azul. Era lógico que hubiera analizado la situación antes que nadie.
—Creo que deberíamos tomar en serio a lord Prisma. Lo más aconsejable es que sirvamos a las satrapías y a Orholam con el mismo celo que demuestra él a diario. —Pese a lo aparentemente inocuo de sus palabras, la malicia que destilaban no podría resultar más evidente—. Voto por que enviemos una delegación a Garriston para que evalúe la amenaza del supuesto rebelde Garadul y nos informe directamente.
—¡¿Una delegación?! ¿Qué estás, ciego, atontado o corrompido? —preguntó Gavin—. Para cuando lleguen…
—¡Gavin! —lo acalló la Blanca—. ¡Suficiente!
Sometió a votación la idea de que una delegación partiera de inmediato y regresara en el plazo de dos meses. Se aprobó con cinco votos a favor y ninguno en contra, con dos abstenciones.
Gavin se derrengó en la silla como si estuviera aturdido, derrotado. En medio del silencio reinante, antes de que nadie se levantara dispuesto a abandonar la sala, sacudió la cabeza y dijo con voz fúnebre:
—Delegué el poder después de la guerra, renuncié a la tepromaquia. Accedí a ser un simple consejero, cuando en realidad muchos querían verme convertido en emperador. Y ahora desoís mis consejos. De acuerdo. Pero decidles lo siguiente a vuestros sátrapas y satrapesas: Preparaos para la guerra. El rey Garadul no se conformará con la conquista de Garriston. Os lo garantizo.
¿Lo ves, padre?, esto es lo que puedo hacer y tú no: Fingir que he perdido.
Liv apenas si se detuvo a ver sus nuevos aposentos en la torre amarilla antes de volver a salir. No para festejar, ni porque fuera impulsiva, sino porque su coraje flaqueaba con cada segundo que pasaba. Había visitado a la mitad de los prestamistas de las islas antes de encontrar uno dispuesto a hacer negocios con ella.
Cuando entró en su nueva habitación, descubrió que los esclavos de la torre ya habían traído sus escasas pertenencias de la caja de zapatos que había sido su hogar durante los tres últimos años. Y que había una mujer sentada en su cama.
—Salve, Liv, ¿has estado de celebración? —preguntó Aglaia Crassos.
—¿Qué haces en mis aposentos? ¿Cómo has entrado?
—No está bien que te olvides de tus amigos, Aliviana. —Aglaia se levantó y se plantó a un palmo del rostro de Liv.
—¿Qué? ¿Has venido a amenazarme? Mira cómo tiemblo.
Una fea sombra cruzó las facciones de Aglaia, pero pronto fue remplazada por su acostumbrada máscara de petulancia y su risa falsa.
—Ten cuidado con esa lengua tan afilada, niña. Te podrías cortar la garganta.
—Se acabó —dijo Liv—. Gavin Guile me…
—Te ha comprado para que seas su esclava en la cama, o eso he oído.
—¡Vete al infierno!
—Serás tú la que termines allí, en vista de cómo te has lanzado a los pies del hombre que asesinó a tu madre y arrasó tu país.
Liv trastabilló de espaldas ante la contundencia de esa bofetada verbal.
No era la primera vez que Aglaia hacía alusiones al incendio de Garriston, pero Liv nunca había escuchado nada ni remotamente parecido. A decir verdad, Liv no tenía ni idea, pero teniendo en cuenta cuál era la fuente, estaba dispuesta a apostar a que era mentira.
—El Prisma no tuvo nada que ver con aquello.
—¿Y lo sabes porque te lo ha dicho él? Tu madre perdió la vida entre aquellas llamas. Tu padre comandó la batalla contra Gavin Guile.
—¿Qué te importa a ti Garriston? Ruthgar luchó del lado del Prisma. Tu padre peleó junto a Gavin.
—Y mi hermano es el gobernador de Garriston, lo cual me permite saber unas cuantas cosas —replicó Aglaia. Bajó la voz y se inclinó hacia delante—. Ahora quizá tú también.
De modo que ese era el quid de la cuestión.
—No —dijo Liv—. Estoy harta de ti, de Ruthgar y de tus embustes. —Lealtad para uno mismo. Ese era el lema de los Danavis, con la sugerencia implícita de que debían ser fieles a una sola persona. Y Liv no estaba dispuesta a profesar lealtad a esta.
—Bienvenida a tu nueva vida, Liv. Ahora eres importante. Te has sentado a jugar una partida crucial, y las cartas no te han venido mal dadas. Verás, Liv, puede que seas tyreana, pero nadie va a seguir echándotelo en cara. Antes bien, haber superado ese escollo te volverá más extraordinaria. La buena vida puede ser tuya.
—No puedes comprarme —dijo Liv.
—Ya lo hicimos.
—Las cosas han cambiado. Por orden expresa del Prisma.
Las cejas de Aglaia se enarcaron ligeramente, estirando aún más su rostro caballuno. Se trataba de un gesto calculado, pero por otra parte, lo genuino no iba con ella.
—Llevo trabajando contigo… ¿qué, tres años? Y he repasado mis apuntes. Nunca te había tomado por una ladrona, Aliviana Danavis. Pero ahora vas a renunciar a tus obligaciones tras tres años de instrucción. Tres años durante los cuales hemos sufragado todas tus necesidades…
—¡Oh, cuánta generosidad!
—Si hubiéramos sido más generosos, ahora tu deuda sería aún mayor. He aquí la cuestión, Liv. ¿Qué clase de mujer eres?
Era la misma pregunta que había puesto en la mano de Liv la pluma con la que firmó el contrato mediante el cual había renunciado a toda su fortuna. Gracias a su reciente amistad con Gavin, probablemente podría decirles a los ruthgari que se fueran al cuerno. ¿Qué podrían alegar contra la decisión del Prisma? Y aunque Liv había pasado de la nada (una monocroma experta en un color de utilidad limitada) a bicroma, seguía sin ser digna de que nadie se peleara por ella. Las inversiones de muchas naciones se malograban. Había trazadores que morían o se consumían, o cuya lealtad cambiaba de bando en el último año de formación. Todos los territorios intentaban robar trazadores, y a los ruthgari se les daba mejor que a nadie, por lo que seguramente no se esforzarían demasiado por conservar a Liv.
Pero el apellido Danavis conllevaba actuar con honor. Siempre.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Has sido un estorbo para mí, Liv. Una trazadora mediocre, hija de un general rebelde. Pero ahora te vas a convertir en la joya de mi corona. Serás mi venganza contra todos los que se burlaban de mí. Y para eso necesito que alcances el éxito. Recibirás una generosa asignación del fondo general de las arcas de la Cromería. Quédatela, y además te pagaremos el doble. Condonaremos tu deuda y los años de servicio que ya nos has prestado. Diablos, si juegas bien tus cartas, podrás conseguir asignaciones de tres o cuatro naciones antes de salir de los Jaspes. Si nos sirves bien, de hecho, ni siquiera tendrás que abandonar la Cromería. Piénsalo: puedes tener una vida aquí, en el centro del mundo, donde se dan cita todas las cosas importantes. Acostarte con quien te plazca, casarte con quien tú elijas, proporcionar a tus hijos todas las ventajas que a ti te fueron negadas. O puedes ir a servir a algún noble de tres al cuarto en alguna parte y pasar el resto de tus días redactando cartas y registrando la cama de su esposa para ver si le es fiel, esperando que te dé permiso para desposar a alguien medianamente tolerable. De todas las naciones, Ruthgar es la que mejor se porta con quienes la sirven. Y la que peor se porta con quienes la ofenden.
—Pero ¿por qué queréis que espíe al Prisma? Nunca ha hecho nada para ofender a Ruthgar.
—Nos gusta seguir la pista de nuestros amigos. Nos ayuda a conservar la amistad.
—Sin embargo, acabas de decirme cómo podría vengarme del hombre que asesinó a mi madre. ¿Cuál es la verdad, Aglaia? ¿Quieres que lo traicione para hacerle daño, o no cabe hablar de traición porque de todas maneras no le deseáis ningún mal?
—Bien dicho —repuso Aglaia, antes de añadir, impertérrita—: El caso es que podrías vengarte de la persona responsable de la devastación que asoló tu región, pero tu interferencia, tu traición… qué perversa eres, mira que empeñarte en llamar traición al servicio de tu país… tu «traición» no dará como resultado ninguna guerra. Estas tierras ya han visto suficiente de eso.
Liv tardó un momento en asimilar esas palabras. Tenía sentido. A su manera.
—De todas formas, es imposible. No conozco al Prisma. Solo me ha dirigido la palabra una vez. Una vez.
—Y le caíste bien.
—No sé si me atrevería a llamarlo así.
—¿Sabes lo difícil que es acercarse a ese hombre? Estamos dispuestos a darte todo eso tan solo por intentarlo. Además, sabemos que siente debilidad por las tyreanas. —El sutil y efímero arqueamiento de sus cejas denotó el profundo asombro que le producía el mal gusto del Prisma—. Podrías utilizar a ese hijo suyo para ganarte su confianza. Nos trae sin cuidado.
Por si no les bastara con pedirle que traicionara al Prisma, ¿también querían que se valiera de Kip para conseguirlo? No. Kip era un buen chico. Liv no estaba dispuesta a hacer nada por el estilo. Solo había una salida, algo que había sabido desde el principio.