La trazadora manoseó su colgante en un intento por sacar las fundas oculares. Al aminorar la marcha tan ligeramente concedió algo de ventaja a la exploradora, que aumentó la distancia que las separaba. Maldición, esa mujer corría como un antílope. Pero con una paciencia que era fruto de la experiencia, Karris le concedió la ventaja añadida. En cuanto se pusiera las fundas verdes y rojas, la persecución tocaría a su fin.
Abrió el eslabón correspondiente del collar sin dejar de observar el terreno frente a ella, rasgó la luxina y aflojó la marcha para encajar las fundas perfectamente alrededor de cada cuenca ocular.
La exploradora viró de pronto a la izquierda mientras la pendiente aumentaba rápidamente, gritando. Karris la siguió, cargando el brazo derecho de luxina roja y el izquierdo de verde sin dejar de correr.
¿La exploradora estaba gritando? ¿Para quién?
Para su caballo, tal vez.
Seguro que sí, Karris.
En un abrir y cerrar de ojos, Karris coronó la colina y se precipitó por la abrupta ladera al otro lado, donde la aguardaba una docena de hombres acampados. Al menos dos de ellos con redes. Otros dos con pértigas rematadas en lazos. Mazas, porras. Espadas envainadas. No pretendían matarla, sino capturarla. Una trampa.
Horrorizada, Karris sintió que se le retorcían las tripas. Volvía a tener dieciséis años y su padre estaba llevándola a rastras al barco que habría de sacarla del Gran Jaspe. La embarcación de su padre había dejado atrás la mansión familiar, donde Karris había acordado reunirse con Dazen en secreto (o eso pensaba). Allí estaban sus hermanos, emboscados. Habían dicho que iban a darle una lección a Dazen por intentar destruir su familia. Pero ella había visto que llevaban el asesinato escrito en la mirada.
Se encontraba de pie en la cubierta cuando una explosión hizo saltar por los aires todas las ventanas de su habitación en la segunda planta de la mansión. Vio figuras silueteadas por el fuego, luchando.
Algo desgarró la mitad del tejado y las explosiones se sucedieron. Los cuerpos volaban cien pasos antes de caer al agua. En pie junto a ella, su padre palideció. «Dijiste que vendría solo, ramera estúpida. ¡Mira lo que has hecho! ¡Debe de haber traído un ejército!» En lugar de golpearla, su padre le sostuvo la cabeza y la obligó a contemplar aquello de lo que no podría haber apartado la mirada aunque lo hubiese intentado. En cuestión de minutos, las llamas devoraron el único hogar que había conocido hasta la fecha.
Entonces era una niña. Había sido incapaz de pensar, incapaz de actuar. Pero ya no lo era, y albergaba en su interior pozos de rabia de los que extraer aquello que su antiguo e inocente yo ni siquiera conocía.
Karris aprovechó el desnivel para, sin aminorar el paso, abalanzarse sobre el primero de los dos jinetes situados hombro con hombro. El hombre, que empuñaba un lazo con las dos manos, lo elevó de costado en un intento por bloquear la embestida. Atrapó el pie extendido de Karris, pero esta se limitó a renunciar a la intención original de propinarle una patada y golpeó con ambas rodillas.
Las costillas del hombre crujieron cuando se desplomó de la silla. Karris rodó al tocar el suelo, pero hubo de apoyarse en la mano derecha, con la que empuñaba el delgado yatagán, de modo que trazó un estilizado filo de luxina verde con la zurda mientras pasaba por debajo del segundo caballo. La hoja abrió el vientre del animal con increíble facilidad.
Karris se puso de pie antes incluso de que el caballo se encabritara de dolor. Dejó que la luxina verde se desintegrara mientras embestía contra uno de los hombres armados con redes, cambiándose la espada a la mano izquierda. El hombre estaba demasiado conmocionado. No se movió, ni siquiera cuando Karris se abalanzó sobre él y le apuñaló el rostro, trazando un débil arco de fuego a su espalda con la diestra a modo de distracción. El hombre de la red no reaccionó, y Karris pudo continuar la maniobra hasta el final. La hoja se clavó entre sus cejas, resbaló sobre el hueso y se hundió en un ojo.
Karris se giró para seguir el arco de fuego que había trazado y vio una red enorme que giraba por los aires hacia ella justo cuando las llamas se desvanecían en el aire. Un lanzamiento perfecto.
Pero aguardó y aguardó, cambiándose la espada de mano otra vez, hasta que la red estuvo entre ella y un hombre que se le acercaba enarbolando un cayado sobre la cabeza.
Con dos chasquidos secos, Karris lanzó dos herraduras de luxina verde. Una de ellas atravesó la ondeante red expandida con un silbido inofensivo, pero golpeó al dueño del cayado en la mejilla, desequilibrándolo. La segunda herradura se enganchó en la red al traspasarla y la arrojó encima de un grupo de hombres, convertidos de improviso en mayales sus contrapesos de plomo.
El caballo se había encabritado ya y relinchaba de dolor, un sonido espantoso, mientras sus vísceras se desparramaban en una masa informe, nudosa y sanguinolenta. Pero Karris apenas si lo oía, apenas si lo veía. Estaba inmersa en el caos, y el caos era su amigo, el caos estaba de su parte en semejante ejemplo de inferioridad numérica.
Los hombres caían en todas direcciones a su alrededor. Karris lanzó unas bolitas de fuego a las tiendas más próximas, que le entorpecían la vista. Maldición, ¿por qué tenía que ser tan bajita? ¿Dónde estaba el hombre que gritaba las órdenes? Las tiendas estallaron en llamas, pero eso no pareció importarle a nadie más que a Karris. Todos los demás estaban demasiado ocupados huyendo.
Empezaba a hacerse una idea de cuántas personas componían el campamento. Las tiendas se contaban por docenas. ¿Cien hombres, quizá? Por Orholam, tenía que salir de allí. Entonces oyó un rugido atronador. El suelo se elevó por los aires a su alrededor ante el impacto de las balas de mosquete mientras el eco de las detonaciones la sacudía hasta los huesos.
Levantó la cabeza y vio un amplio semicírculo de mosqueteros, por lo menos cuarenta. La mitad de ellos estaba recargando con movimientos rápidos y precisos. Sin precipitarse. Estaban bien adiestrados. La otra mitad apuntaba a Karris con sus armas, cargadas aún.
—¡La próxima descarga te costará la vida, Karris Roble Blanco! —exclamó un hombre enjuto, montado a caballo. Los ricos ropajes con que se cubría anunciaban que se trataba del rey Rask Garadul, en caso de que su sonrisita engreída no fuera suficiente—. La espada y la luxina —ordenó—. Ahora mismo.
Karris paseó la mirada por el semicírculo de tierra arrasada frente a ella, intentando estimar la puntería de los mosqueteros del rey. Condenadamente buena. Los separaban tan solo veinte pasos de distancia. Le haría falta un milagro. La armadura del rey Garadul, como cabía esperar, estaba espejada, y había Hombres Espejo y trazadores tanto a su izquierda como a su derecha. ¿Qué había sido de Corvan?
Si Corvan era tan veloz como ella, llegaría de un momento a otro. Karris siempre perdía la noción del tiempo cuando comenzaba la pelea. Puede que ya hubiera visto el lío en el que se había metido. Fuera como fuese, ni siquiera él tendría la menor posibilidad contra tantos rivales. Jamás conseguiría rescatar a Karris de los veinte mosqueteros que la encañonaban.
Karris se quitó las fundas oculares y las tiró al suelo, arrojó la espada lejos de sí y dejó que la luxina verde y roja se escurriera entre sus dedos. Por lo general, cuando se desembarazaba de la luxina, se sentía menos furiosa y desenfrenada. Esta vez no.
—¿Galan? —dijo el rey Garadul, señalando a alguien detrás de ella.
Karris había empezado a girarse cuando un objeto pesado se estrelló en su cabeza.
Kip siguió al comandante Puño de Hierro en su ascenso por otro tramo de escaleras, el cual los dejó ante las puertas más enormes que el muchacho hubiera visto en su vida. El vidrio que las componía, ligeramente ahumado, estaba surcado de lánguidas ondulaciones irisadas, un inmenso lago de color.
El comandante Puño de Hierro levantó una gran aldaba de plata y golpeó la puerta tres veces. Fue como si hubiera arrojado tres piedras a un estanque de luz. Aunque la puerta en sí no se movió, la luz de su interior se combó y proyectó ondas en todas direcciones. Kip se quedó sin aliento. Apoyó una mano en la puerta y, al contacto con sus dedos, se formaron diminutas ondulaciones.
—No toques nada —ladró Puño de Hierro.
Kip retiró la mano como si se hubiera quemado.
—Debes saber unas cuantas cosas antes de entrar, Kip —dijo el comandante—. Para empezar, todo es real. Perdemos uno de cada diez aspirantes.
—Con perder te refieres a…
—Mueren. Segundo, puedes detenerlo cuando quieras. Sostendrás una cuerda en la mano. Tira de ella y sonará una campana. Pararán de inmediato. Tercero, si desistes, se acabó, tendrás que irte. A los sátrapas les cuesta mucho dinero mantener a un trazador, y nadie está dispuesto a desperdiciarlo con cobardes. Gavin me ha encargado que, si fracasas, te dé plata suficiente para comprar una granja pequeña y te deje en un barco con destino a donde tú elijas. Es más de lo que obtienen la mayoría de los perdedores, pero no podrás volver aquí en lo que te resta de vida. Bastante motivo de vergüenza eres ya.
Al parecer, el tacto no formaba parte de la prueba.
—¿Motivo de vergüenza? —preguntó Kip, con un nudo en la garganta. Gavin nunca le había tratado así.
Puño de Hierro parpadeó.
—La vida de un trazador es dura y efímera. No tengo tiempo para mentiras, por reconfortantes que pudieran ser. Eres un bastardo. Muchos grandes hombres comparten esa circunstancia contigo, pero no deja de ser una lacra. Cualquiera con un mínimo de conocimientos de aritmética sabrá que fuiste engendrado cuando el Prisma estaba prometido con Karris Roble Blanco, a quien la mayoría de nosotros tenemos en muy alta estima. Los Prismas se miden por un rasero más exigente que el común de los mortales, por lo que constituyes un motivo de vergüenza mayor de lo habitual. Aunque sobresalgas en todos los aspectos, seguirás siendo una deshonra. Si fracasas, será aún peor. Esa es la verdad. Envolverla en sedas y encajes no va a cambiarla.
»En cuarto lugar, dicen que el mismísimo Orholam supervisa todas las iniciaciones. Fallar la prueba equivale a fallarle a él, pueblerino. ¿Preparado?
Si Kip fracasaba, lo expulsarían de la isla. No solo sería una vergüenza para el hombre que le había salvado la vida, sino que perdería su única posibilidad de vengarse del asesino de su madre.
No iba a fracasar. Antes preferiría morir.
Puño de Hierro vio la determinación cincelada en sus rasgos.
—De acuerdo.
Las inmensas puertas se estremecieron una vez más delante de Kip. Los brillantes tonos delicuescentes ondularon con suavidad y parecieron hendirse a derecha e izquierda. Era como si algo gigantesco estuviera saliendo a la superficie, procedente de unas profundidades inimaginables. El corazón de Kip dio un vuelco cuando apareció un rostro enorme, tan rápido que ni siquiera pudo reparar en todo los detalles, tan solo en el cabello blanco, unos ojos como estrellas, y agua de todos los colores que se escurrió de sus rasgos cuando se liberó… y abrió la boca, un pozo de oscuridad cavernosa que empequeñecía las puertas. Kip se encogió ante aquellas fauces que parecían disponerse a devorarlo.
Las puertas se abrieron de par en par, como si un gigante las hubiera empujado desde el interior. Una ráfaga de aire bañó a Kip.
—Adelante —ordenó Puño de Hierro.
Kip entró a solas en una cámara redonda. Las paredes y el suelo estaban hechas del mismo cristal ahumado que la puerta. Siete figuras formaban una medialuna alrededor de un disco negro inscrito en el suelo. Kip titubeó, pero nadie se movió. Nadie le dijo adónde tenía que ir.
Las figuras estaban embozadas en mantos de distintos colores. Los representantes del supervioleta y el subrojo se cubrían con capas de color violeta y granate, respectivamente, en deferencia a quienes no pudieran percibir sus espectros, pero cuando Kip expandió y concentró su campo visual, vio que el subrojo irradiaba calor y el supervioleta estaba cubierto de su color, con eslabones de luxina supervioleta entrelazados como las anillas de una cota de malla.
Dubitativo aún, Kip encaminó sus pasos hacia ellas. Al acercarse, pudo atisbar lo que ocultaban las capuchas. Apretó los puños. El subrojo tenía la piel carbonizada. Sin cejas. Sin pelo. Diminutos hilachos de fuego escapaban de su cabeza. El rostro del verde era nudoso como un roble viejo, musgosas sus cejas, como líquenes sus cabellos. Las facciones del azul parecían estar talladas en cristal, de planos pulidos y aristas puntiagudas como cabezas de diamante.
Por Orholam, ¿es que todos eran engendros de los colores? Entonces, desde el interior de su gelatinosa cubierta viscosa, el naranja pestañeó. Kip se fijó en sus ojos. En los de todos ellos.
Se trataba de trazadores disfrazados con máscaras y maquillaje. Representaban a los engendros de todos los colores. Siete variedades distintas de muerte y deshonor. Kip empezó a respirar otra vez, aunque no pudo reprimir un leve estremecimiento. Se situó frente a ellos, dentro del disco negro.
—Soy Anat, soy la ira —dijo el subrojo—. Estoy consumido por la rabia.
—Soy Dagnu, soy la glotonería —dijo el rojo—. Soy insaciable.
—Soy Molokh, soy la avaricia —dijo el naranja—. Nada me puede satisfacer.
—Soy Belphegor, soy la pereza —dijo el amarillo—. Refreno mis talentos.
—Soy Atirat, soy la lujuria —dijo el verde—. Siempre deseo algo más.
—Soy Mot, soy la envidia —dijo el azul—. No soporto el éxito de los demás.
—Soy Ferrilux, soy el orgullo —dijo el supervioleta—. Usurparía el mismísimo trono de Orholam.
Eran los nombres de los antiguos dioses, de quienes Kip apenas si había oído hablar.
—Estas son las distorsiones de nuestra naturaleza.
—Las tentaciones del poder. —Las voces hablaban por turnos, fluidamente, solapándose, como la consciencia de uno.
—Pues la ausencia de autodominio nos transforma en monstruos.
—Vergonzantes y avergonzados, nos ocultamos en las tinieblas.
—Pero somos los hijos y las hijas de Orholam.
—Soy el don de Orholam, manifestaciones de su amor.
—Su ley.
—Su clemencia.
—Su verdad.
—Cubiertos con su benevolencia, no nos avergüenza mostrarnos.
El subrojo dio un paso al frente, se quitó la máscara y dejó caer su manto. Era un joven musculoso, apuesto y desnudo.