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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

El prisma negro (19 page)

BOOK: El prisma negro
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Al cabo de media hora, Kip empezó a acusar el cansancio. Le ardían los brazos. Pensó en cómo Gavin había corrido casi sin descanso durante horas. La idea de despertar al Prisma tan pronto le daba vergüenza. Siempre se había agotado enseguida, pero si superaba la fatiga inicial era capaz de aguantar lo que fuera.

No iba a despertar al Prisma. De ninguna manera. Que repusiera fuerzas. Se había ganado eso, al menos. Kip continuaría hasta que Gavin se despertara por sí solo. Aunque muera en el intento, se juró para sus adentros.

La promesa le sentó bien. Él era insignificante. No era nada. Pero podía concederle una noche de plácido sueño al mismísimo Prisma. Podía hacer algo. Podía marcar una diferencia, pequeña, pero aun así mayor que cualquier otra cosa que hubiera hecho en su vida.

Reanudó la marcha. El Prisma le había salvado la vida ese día. ¡El Prisma en persona! Gavin había plantado cara al rey Garadul. Había matado a una veintena o más de los Hombres Espejo del monarca, y había escapado indemne. Era posible que Kip lo hubiera puesto todo en peligro intentando atacar al rey. ¿Cómo se podía ser tan estúpido? Con todos aquellos trazadores presentes, ¿se imaginaba que podría rozar siquiera al monarca? ¡Menudo imbécil!

Aunque la noche era fría, Kip no tardó en estar empapado de sudor. De caminar a buen ritmo había pasado a arrastrar los pies, pero aun así seguía impulsando la trainera más deprisa que un caballo de tiro.

Estaba tan absorto en el ejercicio que se plantó en el campamento antes de darse cuenta. Había tal vez una docena de hombres sentados alrededor de una fogata, bebiendo y riendo mientras uno de ellos tocaba un laúd desafinado. Kip siguió caminando, con el cerebro tan embotado que tardó en comprender lo que estaba a punto de suceder. Todos los hombres estaban armados, incluido aquel que parecía estar montando guardia; aquel que sostenía una ballesta amartillada apoyada en el hombro.

Kip pensó en susurrar algo para despertar a Gavin, pero se encontraban tan cerca que cualquier sonido capaz de alertar al Prisma podría transmitirse por las aguas hasta el ballestero erguido al filo del círculo de luz de la fogata, con el cuerpo vuelto hacia el río pero la cabeza girada hacia sus camaradas.

La trainera emitía apenas un suave siseo al deslizarse sobre el agua. Seguro que el brioso crepitar de las llamas de los bandidos bastaría para disimularlo. Los bandidos habían bloqueado parcialmente el río, con diques de rocas a ambos lados. Encima de ellos habían tendido tablas de madera para construir una pasarela con tan solo una diminuta abertura en el centro. Cualquier embarcación que intentara cruzar por allí estaría al alcance cuando menos de sus lanzas.

Kip podría soltar los remos y sacudir a Gavin, pero ¿qué podía hacer este? Era de noche. El Prisma no dispondría apenas de luz. Tal vez si Kip lo hubiera despertado antes. Ahora era demasiado tarde. Casi con toda seguridad, había firmado su sentencia de muerte. Tendría que buscar la brecha que separaba los diques y encomendarse al azar.

Orientó la trainera hacia la abertura y reprimió un gritito cuando, en el último segundo, la luz de la luna hendió las aguas y reveló la última trampa de los bandidos: en el lecho del río había un poste, recio y ahusado, cuya punta rozaba apenas la superficie del agua. Quien intentara cruzar la brecha se encontraría encallado, con un boquete en el casco.

El casco de luxina de la trainera acarició el poste y lo dejó atrás, deslizándose.

Kip lanzó una mirada de reojo al ballestero mientras la embarcación se escurría entre los dientes de la trampa de los bandidos. El hombre contaba pocos años más que él. Estaba riéndose de buena gana, con una mano extendida hacia uno de sus compañeros, pidiéndole un odre de vino.

Kip pasó entre los diques. El ballestero se giró, sacudiendo la cabeza, y se quedó de piedra al ver a Kip. En la oscuridad, la luxina traslúcida debía de resultar poco menos que invisible para la visión nocturna del centinela, descompensada por el resplandor de las llamas. Lo que veía era un chico rollizo que pasaba de largo, veloz, sobre la superficie del río. Imposible.

Kip sonrió y saludó con la mano.

El centinela levantó una mano y la agitó a su vez. Se quedó paralizado. Volvió a mirar a sus camaradas, sentados alrededor del fuego. Abrió la boca para dar la voz de alarma, pero no logró emitir ningún sonido. Se giró de nuevo hacia el río y buscó a Kip.

Kip seguía estando al alcance de la ballesta. Lo sabía, pero no aceleró, a pesar de que en estos momentos tenía energías de sobra. Cualquier movimiento podría asustar al centinela.

Este escudriñó las tinieblas intensamente, sin perder de vista al fantasma que se desvanecía ante sus ojos, en silencio. Se frotó la frente con gesto de consternación, sacudió la cabeza y volvió a girarse hacia sus compañeros. Kip empezó a correr entonces, no mucho, pero transcurrido un minuto aproximadamente la trainera había avanzado ya cien pasos río abajo. Kip volvió a caminar. Sonrió. Quizá hubiera cometido un error estúpido, pero lo había resuelto sin tan siquiera despertar al Prisma.

No sabía cuánto tiempo llevaba caminando. Intentaba no perder de vista la orilla, pero el cansancio se había instalado en sus huesos. Dejó atrás campamentos más pequeños; pertenecientes a más bandidos o a inocentes viajeros, no lo sabía. Pero cada vez que veía uno, aminoraba el paso hasta comprobar que todo el mundo estuviera dormido. Puso en práctica incluso una vez más el truco de desenfocar la mirada, lo que le permitió distinguir las siluetas tendidas de varias personas que jamás habría descubierto de otra manera, pero no vio más centinelas.

El horizonte tardó lo que parecían mil años en comenzar a clarear. Kip sentía las piernas en llamas, al igual que los pulmones. Tenía los brazos entumecidos, pero se negaba a parar. Aun arrastrando los pies, la trainera seguía avanzando dos veces más deprisa que cualquier batea.

Por fin, el sol despuntó sobre las montañas. Como siempre, la claridad llegó antes de que el astro terminara de escalar las cimas de las Karsos para anunciar el amanecer. Y el Prisma seguía sin despertar. Kip no pensaba dejar de caminar. Ahora no. Llevaba andando toda la noche. Seguro que el Prisma abría los ojos de un momento a otro y veía lo que Kip había hecho. Se sentiría impresionado. Miraría a Kip con otros ojos. Kip sería algo más que un estorbo, una lacra, un bastardo al que reconocer discretamente antes de repudiarlo.

El Prisma se agitó, y el corazón de Kip dio un respingo. Pero el hombre volvió a acomodarse, su respiración se acompasó una vez más. Desesperado, Kip dirigió la mirada al sol naciente. ¿Tendría que esperar hasta que el Prisma recibiera la luz de frente en la cara? Para eso faltaba al menos una hora. Kip tragó saliva con dificultad. Tenía la lengua seca e hinchada, áspera como el papel de lija. ¿Cuánto hacía que no bebía nada? Un río entero a sus pies, y se moría de sed.

Necesitaba beber. Debería haberlo hecho mucho antes. Si no bebía algo, se desmayaría. El odre de vino del Prisma estaba a menos de un paso de distancia. Kip dejó de caminar. Le temblaban las piernas. No sentía los pies, pero comenzaron a dolerle cuando la sangre comenzó a afluir a ellos de nuevo. Se apartó del mecanismo de los remos y avanzó un paso en dirección al pellejo.

O lo intentó. Se le enredaron los pies entumecidos y se inclinó hacia delante; consiguió girarse en el último momento para no aplastar al Prisma. Golpeó la borda de la trainera con el hombro y, de repente, todo lo que esta tenía de positivo se transformó en negativo. La estrecha quilla que había permitido que la embarcación sorteara la trampa de los bandidos ahora reducía su estabilidad. El estilizado diseño del casco que les había permitido deslizarse sobre las rocas propiciaba que cualquier brusco cambio de peso resultara catastrófico.

Kip se encontró con la mirada fija en el río a cuatro pulgares de distancia; al instante siguiente, el casco entero se dio la vuelta. Kip cayó de cabeza. Y sin embargo, a pesar del agua que se cerraba sobre sus oídos, de los desenfrenados aspavientos de sus estúpidas y torpes extremidades, y del estrépito con que el resto del casco golpeó el agua, de alguna manera tuvo la certeza de haber oído un grito sobresaltado.

El agua era acogedora. Kip estaba tan abochornado que decidió dejarse morir y acabar de una vez. Acababa de tirar al Prisma al río. ¡Orholam misericordioso!

Ahora sí que se sentirá impresionado, Kip.

Sus pulmones comenzaron a arder en ese momento, y la idea de morir discretamente para eliminar una ignominiosa lacra de la creación perdió todo su atractivo. Kip pataleó débilmente. Sus piernas decidieron que ese era el momento perfecto para sufrir un calambre, y ambas sufrieron un espasmo a la vez. Aleteó en el agua como una avecilla impotente, consiguió aspirar una bocanada de aire y se hundió nuevamente de golpe. Una parte de él sabía que podía flotar. No hacía ni un día que había flotado durante leguas río abajo, pero el pánico lo atenazaba con firmeza en sus garras. Agitó los brazos, inspiró antes de tiempo y se le llenó la boca de agua.

Le dolía la cabeza. Por Orholam, era como si alguien intentara arrancarle todos los cabellos.

Escupió y resopló. ¡Aire! ¡Aire dulce, precioso! Alguien lo había agarrado del pelo y lo había sacado del agua. Tosió dos veces más antes de abrir los ojos por fin.

El Prisma estaba guiñándole un ojo… no, no era eso. El Prisma pestañeaba en un intento por sacudirse de encima el agua que Kip acababa de escupirle a la cara.

Que me muera ahora mismo.

El hombre aupó a Kip hasta el casco, más ancho ahora, dotado de una quilla mucho más estable que antes. Kip hundió la barbilla en el pecho y se frotó los brazos y las piernas hasta que recuperaron la movilidad. El Prisma estaba en pie delante de él, esperando. Kip tragó saliva, hizo una mueca y se dispuso a encajar las iras del hombre. Levantó la cabeza con expresión compungida.

—Me encanta nadar por las mañanas —dijo Gavin—. No hay nada más vivificante. —Y a continuación, esta vez sí, le guiñó un ojo.

22

Dazen Guile despertó lentamente, bombardeados sus sentidos por la incapacitante insulsez azul de su calabozo. Tres topetazos, tres siseos, y su desayuno aterrizó en el suelo de la celda. Sin hacer caso del frío que le atenazaba las articulaciones, ni de la rigidez y el dolor generalizados tras dormir en el suelo de luxina azul con tan solo una fina manta, se sentó y cruzó los brazos.

El cadáver silbaba desafinadamente, sentado con la espalda apoyada en la pared opuesta, moviendo la cabeza al compás de una melodía inexistente.

La locura del azul era metódica. Un giist comprendería todos los matices de la prisión de Gavin. Pero cada vez que Dazen se hundía en la locura, le asaltaba el temor de no ser capaz de volver a salir de ella. La última vez que lo intentó debía de haber sido años atrás. Desde entonces había trazado un montón de azul. Descender nuevamente al azul por voluntad propia bien pudiera equivaler a elegir la aniquilación.

—Dazen —dijo el cadáver—. Esta mañana eres Dazen, ¿verdad? —Era uno de los ardides favoritos del muerto, fingir que el loco era Dazen—. No estarás pensando en volverte giist, ¿verdad?

Odiaba a su hermano por hacerle esto, por forzar esta decisión. Pero su odio estaba exento de pasión. Era un hecho desnudo, tanto como sus propias extremidades, despojado de misterio.

Basta. Antes el olvido elegido por voluntad propia que esta interminable tortura elegida por su hermano.

Dazen trazó azul como si estuviera inhalando una honda bocanada de aire. Sus uñas adoptaron ese tinte aborrecible, sus manos, sus brazos. Se propagó por su pecho como un cáncer helado, aplacándolo. El mismo odio que sentía se transformó en una curiosidad, un misterio, algo tan irracional y poderoso que no podía cuantificarse y comprenderse, tan solo percibirse aproximadamente. El azul impregnó todo su cuerpo.

—Mala idea —dijo el cadáver—. No creo que salgas de esta. —Empezó a hacer malabarismos con unas diminutas esferas de luxina azul. Ya era capaz de controlar cinco. Cuando Dazen lo conoció, el muerto ni siquiera era capaz de manejar tres a la vez.

Ahora que la pasión había dejado de velar su escrutinio, Dazen podía apreciar mejor la celda. Su hermano era un genio. ¿Qué había dicho después de encerrarlo? «Construí este calabozo en un mes. Dispones del mismo tiempo para escapar de él. Tómatelo como una prueba.» Rememoraba esas palabras siempre que se daba por vencido. Era una confesión de imperfección. Se podía escapar de la celda. Existía un punto flaco; tan solo debía encontrarlo.

—El punto flaco no está en la piedra infernal —observó el cadáver—. ¿No te lo había dicho ya? Te respeta demasiado. No tendrá unos pocos pulgares de profundidad, sino dos pasos.

Por un instante fugaz percibió una emoción humana al filo de su consciencia. Pérdida… furia por cómo había restregado aceite y orines durante años, años de degradación, en vano. A su hermano no le interesaba vejarlo. Ese no era su estilo. Tanto esfuerzo, para nada. Jugueteó con esos sentimientos como si tuviera una piedrita extraña en las manos, y a continuación los arrojó lejos de sí. Solo empañaban su visión.

Había algo justo delante de sus narices y no conseguía verlo. Tenía que tratarse de algo obvio, algo que tan solo requería que abordara el problema desde otro ángulo. A su hermano siempre se le había dado bien esa forma de pensar.

—Quizá la única pregunta sea: ¿vas a hacer esto al estilo de Gavin, o al de Dazen? —preguntó socarrón el cadáver, con una sonrisita burlona. Cuando sonreía así, a Dazen le daban ganas de machacarle la cara.

Pero puede que estuviera en lo cierto. Esa era la trampa: intentar hacer esto al estilo de Gavin. Si lo hacía al estilo de su hermano, solo conseguiría hundirse más todavía.

Apoyó las manos inundadas de luxina en el suelo, sintiendo el perfil de toda la estructura. La celda estaba sellada, como era lógico, endurecida y protegida contra la burda manipulación mágica, pero igual que ocurriera antes, notó algo distinto hacia el sur. No es que supiera con seguridad cuál era el sur, se había limitado a decidir que el área que parecía distinta sería su sur, su brújula. Ahí era donde aparecía su hermano cuando venía a verlo. Hacía mucho que no recibía ninguna visita, pero detrás de las paredes de luxina azul había una habitación a la que Gavin acudía cuando quería echar un vistazo a su hermano, cerciorarse de que todavía estaba encerrado, a buen recaudo y lejos del mundo, sufriendo aún tanto como esperaba.

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