Pero la plaza en sí se veía inmaculada. Todos los restos calcinados habían sido empujados a las calles que desembocaban en ella o tirados sin contemplaciones al río, cuyo canal delimitaba la plaza al oeste. El rey Garadul no quería que nada distrajera a los visitantes de su macabro trofeo. Karris se armó de valor y volvió a contemplar la pirámide de cabezas humanas. Todas las marcas del suelo, todas las franjas sanguinolentas conducían aquí. Todos los cadáveres (Karris esperaba que ese fuera su estado cuando llegaron aquí) habían sido decapitados en esta plaza para que la pirámide estuviera lo más bañada de sangre posible. Era una exhibición; el rey Garadul quería que todo apuntara a este horror.
La pirámide era más alta que Karris. Las cabezas de la cima, la cúspide de la pirámide, eran cabezas de niños: muchachos y muchachas de mejillas regordetas con cintas y lazos en el pelo.
Karris no vomitó. Había algo en todo esto que la dejaba fría. A juzgar por sus edades, esos niños podrían haber sido suyos. Se descubrió contando las cabezas. Había cuarenta y cinco en la base, y la pirámide era tan ancha como alta, construida con precisión matemática. Las cabezas de los niños eran más pequeñas, y resultaba imposible saber si la pirámide era maciza o si estas cabezas se habían apilado alrededor de una pirámide más pequeña hecha de otra cosa. Los dedos de Karris se movieron mientras movía mentalmente las cuencas de un ábaco, empujándolas a derecha e izquierda.
Si la pirámide era maciza, contendría alrededor de un millar de cabezas.
Un escalofrío helado recorrió su piel, heraldo de una nueva arcada. Apartó la mirada. Eres una espía, Karris. Tu cometido consiste en averiguar cuanto sea relevante. Respiró hondo y examinó una de las esquinas inferiores de la pirámide, para después recorrer el canto de la figura con la mirada. Estaba formada de múltiples capas de luxina de distintos colores. El rey Garadul quería que esto durase años. Alguien podría atacar la pirámide con un martillo de picapedrero, y tal vez conseguiría resquebrajarla, pero no la derribaría. Enterrar estas cabezas, eliminar este monumento execrable, era tarea imposible.
La habilidad invertida sugería que el rey Garadul tenía acceso a un número indeterminado, tal vez muy abultado, de trazadores aptos y capaces. Mala noticia. Karris había oído a Gavin expresar la sospecha de que el rey Garadul se proponía fundar una supuesta academia a fin de formar a sus propios trazadores lejos de la supervisión de la Cromería. Esto demostraba sin lugar a dudas que Gavin estaba en lo cierto.
—Malnacido —masculló Karris. No sabía si se refería a Garadul o a Gavin. ¿Cómo podía ser tan estúpida? ¿Tenía delante una montaña de cabezas y estaba tan furiosa con Gavin como con el monstruo que había hecho esto? ¿Porque se había acostado con una fulana durante la guerra?
Aunque pareciera una locura, incluso después del inmenso incendio que le había arruinado la vida y acabado con las de sus hermanos, Karris se había sentido más que tentada de pasarse al bando de Dazen por aquel entonces. Siquiera para escuchar su versión de los hechos. Puede que Gavin lo supiera.
O puede que fuese el sentimiento de culpa provocado por su aventura lo que llevó a Gavin a romper su compromiso justo después de la guerra.
De modo que había sido infiel. Bienvenida a la suerte que compartían todas las mujeres que se enamoraban de grandes hombres. Que ella supiera, solo había sido una noche de debilidad en vísperas de la batalla definitiva, una belleza se había arrojado a sus brazos y él no había podido negarse, solo esa vez.
Ya. Pero que ella supiera, la misma debilidad podría haberse repetido todas las noches.
Hace años de aquello, Karris. ¡Años! ¿Cómo se ha comportado Gavin desde que terminó la guerra?
¿Aparte de romper nuestro compromiso y dejarme sin nada?
¿Cómo se ha portado contigo en los últimos quince años?
Decentemente. Maldito sea. Mentiras y secretos al margen. ¿Qué había dicho? «No espero que lo entiendas, o que me creas incluso, pero te juro que lo que pone en esa nota no es verdad.» Había algo en todo ello que le remordía la conciencia. ¿Qué sentido tendría elaborar una mentira?
La dirección del viento cambió y cubrió la plaza abierta de humo. Karris tosió y sintió que se le irritaban los ojos. Pero cuando terminó de toser, le pareció oír un crujido.
Otro, y entonces, a un bloque de distancia, una chimenea se desplomó sobre los restos carbonizados de una casa. El amanecer era rojo; un efecto fruto del humo y los espectros, no un espejo celestial de toda la sangre aquí derramada.
Karris comenzó a registrar la ciudad en busca de supervivientes mientras estimaba los daños. Sé justa, haz lo que tengas delante. La ciudad no había ardido fácilmente. Los edificios eran de piedra, aunque con soportes de madera, y los árboles eran verdes, ya fuese debido al riego manual (el río atravesaba la ciudad de lado a lado) o a que sus raíces eran lo bastante profundas. Pero hasta la última estructura del centro urbano había quedado reducida a cenizas. Eso significaba trazadores rojos.
Debían de haber recorrido el interior de todos los edificios, rociando todas las vigas de madera con luxina roja.
Durante las dos horas que empleó buscando entre los escombros esparcidos por las calles, en ocasiones Karris se vio obligada a rodear bloques enteros. Aunque se cubrió el rostro con un pañuelo mojado, seguía sintiéndose mareada y tosía con frecuencia. No encontró nada más que cadáveres y unos cuantos perros que gañían plañideros. Se habían llevado todas las reses. La iglesia de la ciudad había sido el escenario de una pequeña contienda. Frente a sus puertas yacía el cuerpo de un luxiat, decapitado como los demás. A Karris no le costó imaginárselo amonestando a los soldados, intentando proteger a aquellos de sus feligreses que buscaban santuario entre las paredes del templo. Dentro encontró podaderas, un hacha, cuchillos, un par de machetes, una espada rota y más cadáveres sin cabeza. Y sangre seca y quemada por todas partes. Las vigas estaban chamuscadas pero no se habían incendiado. Obra de un trazo descuidado, quizá, o del temor religioso, o del hecho de que las vigas de duramen, importadas de los desiertos del sur de Atash, fueran tan antiguas y densas.
Los bancos, sin embargo, y los cadáveres habían ardido. Karris se sentía aturdida, bien a causa del humo que había inhalado o de su creciente insensibilidad a la acumulación de muerte y sufrimiento. Al fondo de la iglesia, detrás de las escaleras, encontró a una joven familia; el padre rodeaba con los brazos a la mujer, que guarecía a un niño entre los suyos. Los soldados no habían dado con ellos. Habían perecido los unos en brazos de los otros a causa del humo. Karris los auscultó minuciosamente, atenta al menor indicio de pulso en sus cuellos. El padre, muerto. La madre, una muchacha todavía adolescente, muerta. Karris tomó por fin en sus brazos al bebé envuelto en las mantas, un varón. Musitó una plegaria entre dientes. Pero Orholam hizo oídos sordos; el pecho diminuto no albergaba ningún aliento.
Karris se tambaleó. Tenía que salir de allí. Dejó el cadáver del bebé encima de la mesa más próxima, tan solo para descubrir que se trataba del altar. Recorrió el pasillo principal de la iglesia a trompicones, dejando atrás bancos humeantes a izquierda y derecha; las imágenes de otra época, de otro bebé sacrificado, se confundían con los horrores que se desplegaban ante sus ojos.
Ya casi había llegado a la salida cuando el suelo se hundió bajo sus pies.
—Tienes que tomar unas cuantas decisiones, Kip —dijo Gavin.
Que él supiera, Kip apenas si llevaba consciente unos segundos; minutos contados, a lo sumo. Aún era de noche, las estrellas destellaban glaciales sobre su cabeza; a pesar de haber caído muy cerca del fuego, había querido la suerte que este no le quemara la ropa. La asfixiante máscara de luxina roja se había esfumado, aunque su piel conservaba una fina capa de áspero polvillo arenoso.
—¡Te mataré! —dijo Kip. No podía confiar en nadie. Todos eran unos embusteros. Todo el mundo se preocupaba tan solo de sí mismo. Como de costumbre, el miedo que crecía en su interior avivaba su ira, feroz, abrasadora e incontrolable. Se sentó y traspasó al Prisma con la mirada. El hombre lo observó fríamente, sin dar muestras de arrepentimiento, meramente curioso por ver qué hacía Kip a continuación, haciendo oídos sordos a sus palabras. Kip se preguntó si podría utilizar el fuego para conjurar unas gigantescas lanzas verdes con las que empalarlo.
Muy listo, Kip. En medio de solo Orholam sabe dónde, ¿estarías dispuesto a matar a tu guía? ¿Por qué? ¿Por no tolerar tus chiquilladas?
No te lo tomes como una traición, Kip, sino como una lección. Kip se estremeció. Realmente había pensado que Gavin se disponía a asesinarlo. Y esa era la cuestión. No había dejado a Gavin otra elección más que demostrarle que no podía ser manipulado, no por un crío. No solo era mayor que Kip, también era más inteligente, estaba más curtido y tenía más experiencia que él, y exigía respeto.
Lo cual era… justo.
Pero eso no impidió que Kip sufriera un estremecimiento. Siquiera por unos segundos, había llegado a creer que se moría, y no había podido hacer nada al respecto. Pero esta era la única persona que podía enseñarle cómo no volver a sentirse impotente. Este era el hombre que podía enseñarle cómo vengar a su madre y a Rekton. ¿Y Kip pensaba quedarse sentado con la boca cerrada, enfurruñado?
Con toda la dignidad que fue capaz de reunir, Kip volvió a sentarse en el tronco. Le temblaban las piernas, pero consiguió acomodarse sin ponerse aún más en evidencia.
—Lo siento —murmuró, rehuyendo la mirada del Prisma. Carraspeó para aclararse la voz—. ¿Qué decisiones?
Notó que Gavin se sorprendía un poco, complacido al ver que Kip renunciaba a seguir luchando, pero el hombre lo dejó correr.
—Eres mi hijo natural, Kip. Eso conlleva algunas consecuencias. Para ti. —Kip observaba con atención el rostro de Gavin. Pronunció las palabras «mi hijo natural» sin torcer el gesto, sin entornar siquiera los párpados. Kip se preguntó si habría practicado para poder decirlo con tanta indiferencia. Había visto una muestra de lo que proclamar su paternidad le había costado a Gavin, y aun así el hombre lo reconocía sin tan siquiera arrugar la nariz ante la ignominiosa existencia de Kip. Debía de estar representando un papel (¿a quién le gustaría descubrir que había engendrado un bastardo?), pero si así era, lo representaba por el bien del muchacho.
Gavin era mejor persona de lo que Kip jamás hubiera creído posible.
—Que te conozcan como mi hijo ilegítimo tendrá su precio —prosiguió Gavin—. Aunque no te hayas criado entre algodones, quienes detestan a los privilegiados te detestarán también a ti. No has recibido ninguna educación especial, pero quienes sí la han recibido te despreciarán si demuestras saber menos que ellos. Si te reconozco, atraerás todo tipo de amistades indeseadas. Los que me envidian y me odian rara vez se atreven a meterse conmigo, Kip, soy demasiado poderoso, demasiado peligroso. Pero se meterán contigo. No es justo, pero así son las cosas. Te someterán a un escrutinio incesante, y tanto tus logros como tus fracasos tendrán repercusiones inimaginables en estos momentos. Mi padre podría decidir no reconocerte. Otros intentarán demostrar que eres un impostor. Otros intentarán utilizarte en mi contra. Y aun otros buscarán tu amistad con la esperanza de que eso les ayude a ganarse mi favor. Las falsas amistades son un veneno contra el que me gustaría protegerte.
Ya es demasiado tarde para eso. Kip pensó en Ram. Ram, que siempre estaba al mando, al que siempre le gustaba restregarle su inferioridad en las narices a Kip, alegando que era una broma inocente. Ram, del que Isa se había enamorado. Ram, muerto, tendido de bruces con una flecha en la espalda.
—¿Y cuáles son mis opciones? —preguntó Kip—. Soy lo que soy.
Gavin se acarició el puente de la nariz.
—Podrías hacerte pasar por un estudiante más, por ahora. Más adelante, a tu elección, te reconoceré públicamente. Así dispondrás de tiempo para aclimatarte a tu nuevo entorno, para saber quiénes son tus verdaderos amigos.
—¿Engañándoles?
—A veces es preciso mentir a nuestros amigos —le espetó Gavin. Hizo una pausa—. Mira, solo quería darte la opción…
—No, perdona. No… no estoy enfadado contigo. Mi madre… ¿Recuerdas cómo era? Quiero decir, antes de que yo naciera.
Gavin movió los labios. Se los humedeció con la lengua. Sacudió la cabeza.
—No me acuerdo de ella, Kip. En absoluto.
De modo que no había sido lo que se dice un flechazo. El vacío de Kip se intensificó. No tenía familia.
—Eres el Prisma. Supongo que muchas mujeres querrán estar contigo.
—Estábamos en guerra, Kip. Cuando uno espera morir en el momento menos pensado, lo último que se le pasa por la cabeza es el efecto que podrían tener sus actos sobre los demás dentro de diez años. Cuando has visto cómo caen los amigos a tu alrededor, hacer el amor consigue que te sientas vivo. El vino y el licor fluían en abundancia, y no había nadie capaz de frenar a un joven impulsivo que tenía la mala suerte de ser el Prisma. Pero eso no es excusa. Lo siento, Kip. Lamento que mi desconsideración te haya provocado tanto sufrimiento.
De modo que mi madre pasó una noche contigo, y depositó todas sus esperanzas en esa circunstancia. Seguro que había conspirado y se había abierto paso a codazos entre una docena de mujeres más que dispuestas a compartir la cama del Prisma, a Kip no le cabía la menor duda. ¿Y por eso había dejado que sus años se tiñeran de amargura?
Con el corazón en un puño, Kip se rió sin la menor sombra de humor. Con todas las veces que había soñado con quién podría ser su padre, jamás se había atrevido a imaginar que pudiera tratarse del mismísimo Prisma. Pero en sus sueños, era una emergencia lo que había reclamado a su padre. Los había abandonado porque no le quedaba más remedio. Sin embargo, los amaba a su madre y a él. Los extrañaba. Quería regresar, y lo haría algún día. Gavin era un buen hombre, pero no sentía nada por Lina. Ni por Kip. Estaba dispuesto a cuidar de él porque era respetuoso con el deber. Era un hombre decente. Pero no le profesaba ningún cariño. No le ofrecía ninguna familia. Kip estaba solo, aislado tras una reja entre cuyos barrotes atisbaba todo cuanto jamás podría ser suyo.
Era como recibir un regalo extraordinariamente exótico cuando lo único que anhelabas era algo de lo más común. Aun así, ¿cómo podía ser tan ingrato? ¿Se lamentaba? ¿Se compadecía… porque su padre era el Prisma?