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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

El prisma negro (24 page)

BOOK: El prisma negro
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Se giró, haciendo oídos sordos a las airadas protestas de la mayor parte de su cuerpo, y dirigió la mirada a la mutilada puerta principal de la iglesia.

Una gigantesca serpiente carmesí, llameante, asomó la cabeza por el frontispicio. No, no se trataba de ninguna serpiente, sino de una columna de luxina pura, incandescente, tan ancha como las espaldas de un hombre fornido. A continuación la serpiente vomitó, y apenas un poco más deprisa de lo que el fuego podía devorar la luxina roja inflamable, el trazador salió disparado de la iglesia, el fuego y la luxina.

Aterrizó no muy lejos de Karris, y con mucha más gracia, rodando para reducir la velocidad hasta ponerse en pie al final de la pirueta. Observó las calles en todas direcciones y, al no ver a nadie, se permitió serenarse parcialmente. Cuando lo hizo, no obstante, Karris vio que una fatiga abrumadora se asentaba en todo su ser. Trazar tanta magia como acababa de ver lo había dejado en apariencia tan maltrecho como se sentía ella, pálido como un cadáver y tambaleante.

—En marcha —dijo el trazador—. Creo que todos los soldados de Garadul se han ido ya, pero si no, llegarán enseguida después de lo que acabas de hacer. Tenemos que irnos.

Karris se incorporó, trastabilló, y se habría desplomado si el hombre no la hubiese sujetado.

—¿Quién eres?

—Me llamo Corvan Danavis —se presentó el trazador—. Y si no me falla la memoria, tú eres Karris Roble Blanco, ¿verdad?

—¿Danavis? —preguntó Karris. Por Orholam, cómo le dolía todo—. Estabas con Dazen. Un rebelde. Puedo apañármelas sola, gracias. —Se sacudió de encima las manos del hombre, se inclinó de manera brusca a un costado, después al otro, y se derrumbó. El trazador se quedó mirándola, cruzado de brazos, sin hacer el menor ademán de agarrarla. Karris golpeó el suelo con un hombro y el mundo empezó a difuminarse.

Tuvo tiempo de ver cómo se acercaban las botas de Corvan. Seguro que la dejaba allí para que la encontraran los soldados. Le estaría bien empleado. Estúpida cabezota.

28

La arenera que trazó Gavin cuando aún faltaban cinco leguas para la isla del Pequeño Jaspe tenía como modelo una que había visto emplear a un trazador rebelde aborneano, con los costados elevados y el fondo llano, la proa puntiaguda y la quilla achatada. Era más estable y mucho menos veloz que las traineras preferidas por Gavin, pero de eso se trataba. Pocos trazadores se atrevían a usar un deslizador en el océano, porque para ello había que estar dispuesto a darse más de un chapuzón. Eso conllevaba el confiar en ser capaz de salir del agua solamente trazando, y no muchos trazadores podían o querían nadar entre olas embravecidas y trazar al mismo tiempo.

La habilidad (o la temeridad) de Gavin generalmente volvía reconocible de inmediato su silueta en mar abierto. Era algo que quería evitar en esos momentos. De ahí la arenera.

Kip se mostraba huraño, preocupado por el Trillador y la reticencia de Gavin a contarle nada sobre él.

En cuestión de un par de leguas se cruzaron con dos galeras mercantes y una galeaza. En todas las ocasiones, los segundos de a bordo los observaron con ayuda de un catalejo, repararon tanto en el desaliñado atuendo de Gavin como en la ausencia de banderines de auxilio, y ordenaron pasar de largo sin decir palabra. La brisa que soplaba ese día concedía un descanso a los marineros mientras los galeotes se afanaban en los bancos de remos. Cada vez que se encontraban con un barco, Gavin saludaba jovialmente con la mano al distinguir los destellos del catalejo y continuaba remando a su vez.

Lo que la gente denominaba la Cromería se componía en realidad de dos islas: el Pequeño Jaspe, sede de la Cromería propiamente dicha, y el Gran Jaspe, donde confluían embajadas, haciendas, comercios, establos, tabernas, prostíbulos, cárceles, fonduchas, viviendas, almacenes, cordeleros, fabricantes de velas, remeros, pescadores y esclavos convictos, amén de una nutrida población de desvalijadores, estafadores y soñadores.

El Gran Jaspe poseía dos grandes puertos naturales: uno al este, el cual proporcionaba refugio a las embarcaciones durante la estación oscura; y otro al oeste que se utilizaba durante la estación luminosa, cuando las tormentas llegaban procedentes de oriente. A medida que la isla crecía en número de habitantes e importancia, se habían construido rompeolas a ambos lados para que los puertos pudieran utilizarse durante todo el año. Después de varias ocupaciones, que si bien nunca habían tocado la Cromería sí habían purgado el Gran Jaspe a sangre y fuego, se había erigido un muro que rodeaba toda la isla. De treinta pasos de grosor y veinte de alto, ahora lo utilizaban sobre todo los ordenanzas de la ciudad para descubrir e impedir delitos en las calles.

El objetivo de Gavin era el Pequeño Jaspe, pero no podía atracar en su único muelle, el más pequeño de los dos, sin llamar la atención de los espías de cada una de las Siete Satrapías. Incluso Tyrea tendría un espía atento a la llegada de quienes fueran lo suficientemente importantes como para fondear sin disimulo en esas aguas. De modo que pasó remando entre las dos islas. Entre las fauces del muelle con forma de U del Pequeño Jaspe se encontraba la isla de los Cañones. Su guarnición se componía de veinte hombres a lo sumo, y siempre había dos trazadores de guardia, supuestamente debido a los peligros que conllevaba atracar en la isla cuando había algo de marejada y soplaba incluso la brisa más ligera. Se trataba de un destino aborrecible del que no escapaban ni siquiera los Guardias Negros. Se creía que la Blanca restringía las listas a los guardias de la Cromería de mayor graduación para poder dar lecciones de humildad a una clase de hombres y mujeres que solían hacer gala de una pizca de temeridad más de lo aconsejable.

Y en efecto, la Blanca y el Negro empleaban las asignaciones a la isla de los Cañones como castigo, pero solo para los soldados de confianza. La ficción funcionaba mejor si contenía un ápice de verdad. Cuando otros soldados intercambiaban sus destinos (te hago el turno en la isla de los Cañones la semana que viene si tú me haces la ronda este fin de semana), el comandante de guardia anotaba los nombres de todos los implicados. A continuación esas personas eran vigiladas de cerca cuando estaban de servicio, y aún más de cerca después. No era ningún secreto que había espías infiltrados en la isla, lo que era relevante a efectos estratégicos por razones puramente mundanas, pero todavía nadie (al menos eso creía la Blanca) había descubierto cuál era la verdadera importancia de la isla de los Cañones.

Envuelto en el rugiente oleaje de la pleamar, Gavin condujo la arenera hacia la parte posterior de la isla. Los numerosos remos trazados le conferían un control muy superior al que hubiera podido ejercer sobre una barca corriente, pero seguía siendo complicado ponerse a la par con los rodillos implantados tiempo atrás para que las embarcaciones pudieran ser remolcadas y puestas a salvo incluso durante los temporales más feroces. Los habían visto, como cabía esperar, y dos Guardias Negros (siempre eran Guardias Negros los encargados de patrullar las aguas) salieron a recibirlos.

Los hombres, imponentes hermanos de piel negra como el carbón, reconocieron a Gavin de inmediato. Ambos levantaron una mano; no a modo de saludo, sino para ofrecer a Gavin un blanco fijo. El Prisma disparó supervioleta a las dos manos, lo dejó allí anclado, y a continuación desplegó un cable de luxina verde a lo largo de ese hilo estable. Como si fuera una cuerda, la luxina se enroscó en las manos de los guardias fornidos. Gavin sujetó los extremos restantes al cuerpo de la barca con dos pegotes de luxina roja. Los hombres tiraron de él con pericia. La arenera traqueteó al salir de las olas para asentarse torpemente en los rodillos y deslizarse con suavidad rampa arriba.

El comandante Puño de Hierro, el mayor de los hermanos, fue el primero en hablar, como siempre.

—Señor. —Su mirada se posó fugaz en los jirones de ropa de Gavin. Ese «señor» era su lacónico equivalente a: Por supuesto que te reconozco, pero si se supone que esto es un disfraz, soy lo bastante listo como para no estropearlo. ¿Cómo quieres que te llamemos hoy?

—Necesitaré que un Guardia Negro conduzca a Kip a la Cromería, comandante. Le he hablado de la existencia del túnel de evacuación, por cierto, así que no lo pierda de vista.

Los dos hombres encajaron sus palabras en reprobatorio silencio.

—Tendremos que esperar a que baje la marea antes de… —comenzó Puño Trémulo.

—Inmediatamente —insistió Gavin, sin levantar la voz—. Debe ver al Trillador. No corre prisa, puede esperar a mañana. Informad del resultado a la Blanca. Decidle que Kip es mi… sobrino.

Puño de Hierro enarcó una ceja mientras Puño Trémulo abría los ojos de par en par. Kip, por su parte, parecía afligido.

Gavin miró al muchacho, cuya expresión se tornó cohibida de improviso.

—Nos veremos mañana —dijo Gavin—. Lo harás bien. Después de todo, llevas mi sangre en las venas. —Sonrió.

Kip no logró disimular su sorpresa.

—¿Quieres decir que no vas a… decir que no soy tu, hum, bastardo? —El propio Kip parecía desconcertado con tantas negaciones.

—No, no, no. ¡No voy a repudiarte! Cuando digo «sobrino», todo el mundo sabe lo que significa. Suena más diplomático, eso es todo. Y conviene ser diplomático a la hora de tratar con la Blanca.

Puño de Hierro tosió. Sabía toser con mucha elocuencia.

Gavin le dirigió una miradita elocuente a su vez. Puño de Hierro se arregló el ghotra, el turbante pariano de cuadros, como si no se hubiera dado cuenta.

—Pero ¿cómo sabrá la gente que en realidad no soy tu sobrino? —preguntó Kip. Seguía aferrado al remo de luxina que Gavin había trazado para él.

—Porque harán una pausa como si fuera un tema delicado y no dirán tu apellido. «Este es Kip, el… sobrino de lord Prisma», y no, «Este es Kip Guile, el sobrino de lord Prisma». ¿Lo ves?

Kip tragó saliva con dificultad.

—Sí, señor.

Gavin contempló la torre del Prisma al otro lado de las olas. Detestaba pasar la noche fuera. Su esclava de cámara, Marissia, teñiría el pan y se lo lanzaría al prisionero por el tobogán, sabía que podía confiar en ella. Pero no era lo mismo que hacerlo personalmente. Volvió a mirar al atemorizado muchacho.

—Haz que me sienta orgulloso de ti, Kip.

29

Con algo parecido al pánico, Kip vio cómo el Prisma surcaba las olas. Gavin tenía tal control de todo, era tan valiente, y ahora lo había abandonado. Con dos gigantes con caras de pocos amigos.

Cuando Gavin por fin se perdió de vista, Kip se giró para observar a los hombres. El de aspecto más feroz, Puño de Hierro, estaba poniéndose unas gafas azules cuyas grandes lentes ovaladas se ceñían alrededor de sus ojos. Ante la atenta mirada de Kip, la luxina azul envolvió al hombre, aunque resultaba casi invisible contra su piel negra como el carbón. El blanco de sus ojos ya parecía azul visto a través de las lentes, por lo que no fue hasta que la piel bajo sus uñas se volvió azul como el hielo que Kip tuvo la certeza de que no eran imaginaciones suyas que el Guardia Negro estuviera trazando.

—Agarra una cuerda —ordenó Puño de Hierro a su hermano—. Con flotador. —Puño Trémulo los dejó a solas.

»No sé por qué te ha confiado el secreto de esta isla —dijo Puño de Hierro—, aunque seas su… sobrino. Pero ahora que lo sabes, debes guardarlo como el resto de nosotros, ¿entendido?

—Lo hizo para que, si lo traiciono, hombres como tú me maten por él —dijo Kip. ¿Es que no iba a aprender nunca a tener el pico cerrado?

La expresión de sorpresa que aleteó en las facciones de Puño de Hierro no tardó en ser remplazada por una sonrisa.

—Todo un estratega, nuestro «amigo» —dijo—. Y un muchachito con hielo en las venas. Qué apropiado.

Ese «nuestro amigo» indicó a Kip que aquí ni siquiera iban a pronunciar el nombre del Prisma, aun ahora, con el viento restallando a su alrededor y la posibilidad de que alguien estuviera escuchando a hurtadillas reducida a cero. Era esa clase de secreto.

—La historia es que tú y tu maestro, un escriba, salisteis a bordo de la barca de un amigo para… hummm.

—¿Estudiar los peces de la zona? —sugirió Kip.

—Puede servir —dijo Puño de Hierro—. No contaba con el oleaje y carecía de experiencia en alta mar. Intentó llegar aquí en busca de refugio. Vuestra arenera zozobró y él desapareció bajo las olas. A ti te sacamos del mar.

—Ah, para explicar por qué no está aquí si alguien nos vio acercarnos —dijo Kip.

—Correcto. Agárrate.

Kip sostenía un remo de luxina erguido entre Puño de Hierro y él, pero no entendió a qué se refería el gigante hasta que ya casi era demasiado tarde. Con un golpe seco, Puño de Hierro proyectó una mano a través de la luxina; la detuvo tan cerca de Kip que este dio un respingo. Apenas si notó cómo la luxina se desmenuzaba entre sus dedos. Sintió el repentino impulso de orinar.

—No sé si has dado motivos a tu progenitor para que sospeche de ti —dijo Puño de Hierro—. Pero si lo traicionas, te arrancaré los brazos de cuajo y te daré una paliza con ellos.

—Qué suerte que esté tan gordo —repuso Kip.

—¿Cómo? —Incrédulo.

—Tengo los brazos blanditos. —Kip sonrió de oreja a oreja, pensando que Puño de Hierro bromeaba. La expresión pétrea, impasible y asesina del gigante hizo que su sonrisa se resquebrajara y desintegrara como la luxina.

—La grasa también te ayudará a flotar. Métete en el agua —dijo una voz glacial a su espalda.

Kip respingó. Ni siquiera había oído acercarse a Puño Trémulo. El hombre transportaba un tronco hueco cubierto de cuerdas anudadas y entrelazadas. La madera incluía también varias asas talladas, para que resultara sencillo arrojarla al mar. Un nadador podría recoger entonces tanta cuerda como necesitara.

Puño Trémulo entregó el tronco a Kip y Puño de Hierro hizo tañer con fuerza una campana.

—¡Hombre al agua! —gritó Puño de Hierro—. ¡Hay dos hombres en el agua!

—En marcha —dijo Puño Trémulo—. Y será mejor que te empapes bien. Date prisa. Llegará ayuda enseguida.

Kip se aferró al tronco hueco y descendió corriendo por la rampa entre los rodillos. La primera ola lo derribó limpiamente de espaldas. Se golpeó la cabeza con uno de los grandes rodillos de madera y vio las estrellas. El agua lo cubrió de inmediato.

El frío lo conmocionó al principio. Uno se acostumbraba enseguida a la temperatura del agua en el mar Cerúleo, relativamente templado, pero Kip no dispuso ni tan siquiera de unos momentos. Jadeó e inhaló agua salada cuando otra ola le pasó por encima. Mientras tosía para despejar los pulmones, agitando los brazos como un ave herida, sintió que la resaca tiraba de él. ¿Dónde estaba el tronco? Lo había soltado. Se había perdido.

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