—Dazen está muerto —dijo Gavin, con una desagradable sensación en la boca del estómago.
—Nadie puede encadenar la luz, Prisma. Ni siquiera tú. Tú eres el hereje, no… —La oscuridad de la muerte se cerró por fin sobre el giist.
Kip apenas si tuvo tiempo de quitarse la mugre con unas toallas, ponerse unos pantalones de soldado y una camisa seca, calzarse unas botas recias (todo de su talla, asombrosamente; allí, al parecer, estaban acostumbrados a los reclutas de gran tamaño) y plantarse delante del fuego antes de que apareciera Puño de Hierro. Aparte de tener húmedo aún el pelo rizado, nada indicaba que el oficial acabara de salir del océano. Lucía un uniforme gris reglamentario como el de Kip, aunque con una estrella dorada de siete puntas y dos galones en la solapa, mientras que el atuendo del muchacho carecía de distintivos.
—Arriba —dijo Puño de Hierro.
Kip se puso de pie, frotándose los brazos en lo que parecía un vano intento por entrar en calor.
—Creía que eras comandante de la Guardia Negra. ¿Por qué llevas puesto un uniforme de capitán?
Puño de Hierro enarcó una ceja en un gesto casi imperceptible.
—Así que conoces los rangos de la Cromería.
—Maese Danavis me enseñó todas las graduaciones de las Siete Satrapías. Pensaba…
—Muy bonito. ¿Tienes todas tus pertenencias? —preguntó Puño de Hierro.
Kip frunció el ceño ante la interrupción, el desdén y el concepto de «pertenencias».
—No poseo nada. Tampoco tenía gran cosa, para empezar, y…
—Entonces la respuesta es un sí —dijo Puño de Hierro.
De modo que así iban a ser las cosas.
—Sí —respondió Kip—. Señor. —Se contuvo para no imprimir demasiado sarcasmo al «señor», pero Puño de Hierro lo miró intensamente, sin que su sempiterna ceja arqueada denotara el menor rastro de diversión. Era realmente grande. No solo alto, ni tan solo realmente alto. Era una mole de músculos. Intimidante. Kip apartó la mirada. Carraspeó, azorado—. Siento que tuviera que lanzarse al agua para rescatarme. Siento que perdiera las gafas por mi culpa. Se las pagaré, lo prometo.
De pronto, horrorizado, Kip sintió que se le anegaban los ojos de lágrimas. ¡Por Orholam, no! Pero la emoción era tan irresistible como la marea. Se le encogió el estómago cuando intentó reprimir los sollozos, pero estos escaparon de todas maneras. Estaba harto de ser tan débil. Era el niño que ni siquiera podía sostener la cuerda que alguien dejaba en sus manos. Era incapaz de hacer nada. No había salvado a Isa cuando esta lo necesitaba. No había salvado a su madre. No había salvado a Sanson. Era un pusilánime, un imbécil. A la hora de la verdad, siempre sucumbía al pánico. Todas las críticas de su madre estaban fundadas.
Media docena de expresiones alteraron las facciones de Puño de Hierro en rápida sucesión. Levantó con torpeza una mano, la bajó, volvió a levantarla y dio una palmadita en el hombro de Kip. Carraspeó.
—Puedo encargar otro par.
Kip empezó a reír y a llorar a la vez, no porque Puño de Hierro hubiera dicho algo gracioso, sino porque el gigante pensaba que Kip estaba llorando por sus gafas.
—Eso está mejor —dijo Puño de Hierro. Golpeó el hombro de Kip con el canto del puño en lo que el muchacho supuso que pretendía ser un gesto amistoso, solo que le hizo daño. Kip se frotó el hombro y se rió y lloró aún con más fuerza.
—En marcha —dijo Kip, retirándose antes de que Puño de Hierro pudiera volver a descargar uno de sus pesados homónimos sobre su hombro y se lo hiciera fosfatina.
Las cejas de Puño de Hierro se enarcaron momentáneamente en una expresión de alivio.
—Casi peor que lidiar con una mujer, ¿eh? —dijo Kip.
Puño de Hierro se detuvo en seco.
—¿Cómo…? —dejó la frase flotando en el aire—. Eres un Guile, ¿verdad?
—¿A qué te refieres?
—En marcha —dijo Puño de Hierro, en un tono que no admitía discusión. Kip no vaciló. No estaba seguro de cómo reaccionaría Puño de Hierro si no obedecía, pero el conocimiento era un proceso lógico. El miedo era más rápido.
Una vez en la calle vio que habían colocado otro bote en la rampa. Se frotó los brazos pegajosos y contempló fijamente el mar. La marea estaba avanzada y embravecida, y las olas rompían con fuerza contra las rocas de la isla de los Cañones. Esa barca no le inspiraba la menor confianza. Parecía menos estable aún que la arenera. Y era más pequeña. Kip sintió que le daba un vuelco el estómago.
—¿Comandante? —dijo uno de los hombres—. ¿Está seguro? Preferiría no salir con este tiempo, aun en compañía de marineros expertos. Sobre todo si piensa seguir la ruta más larga.
Kip no vio la mirada que cruzaron ambos hombres, pero poco después oyó que el soldado decía:
—Sí, señor.
La isla de los Cañones se erigía en medio de las aguas que discurrían entre el Pequeño y el Gran Jaspe. La bahía del Pequeño Jaspe, protegida por un rompeolas, era un remanso, pero para llegar a su destino, que se encontraba en la dirección opuesta, Kip y Puño de Hierro debían rodear el Gran Jaspe en sus tres cuartas partes.
—¿No vamos a la Cromería? —preguntó Kip. Podía distinguir las cúspides de unas torres de colores, visibles tan solo parcialmente sobre la escarpada silueta de la isla de los Cañones—. ¿Por qué no fondeamos en su bahía? Está más cerca.
—Porque vamos a dar un rodeo —fue la respuesta de Puño de Hierro. Indicó a Kip con un gesto que subiera y le entregó un remo.
Los hombres les dieron un empujón, y Puño de Hierro comenzó a remar con ahínco. Kip hizo todo lo posible por mantener el ritmo del gigante, pero casi enseguida empezaron a escorarse hacia el costado del muchacho. Puño de Hierro no dijo nada; se limitó a cambiar de lado y a dar unas cuantas paladas vigorosas en el costado de Kip hasta que se enderezaron, tras lo cual regresó a su lado. Guiados por el comandante, cortaban las olas. Kip tenía el corazón constantemente en un puño. Las olas de tres a cuatro pies de altura dieron paso a olas de cinco a seis pies.
Puño de Hierro izó la pequeña vela cuando habían cubierto un tercio de la distancia.
—Mantennos rectos —ladró mientras manipulaba los cabos. Kip se sentía como un pollo sin cabeza, aleteando torpemente de un lado de la barca a otro, avanzando con parsimonia, escalando las olas con una sacudida y precipitándose en picado al otro lado.
»¡Abajo! ¡Agáchate! —exclamó Puño de Hierro. Kip se tiró al suelo justo cuando el viento cambiaba de dirección y la vela oscilaba de un lado a otro de la embarcación. La botavara cortó el aire sobre su cabeza. Tensó los cabos con tanto ímpetu que Kip pensó que debía de estar a punto de partirse.
Por Orholam, me podría haber arrancado la cabeza.
El bote se escoró con violencia, aun con tan solo un tercio de la vela izada, y dio un salto hacia delante. Kip acababa de ponerse de rodillas, y el inesperado movimiento provocó que se cayera de espaldas, chapoteando en el agua fría y sucia del fondo de la embarcación.
—¡El timón! ¡Coge el timón! —ordenó Puño de Hierro.
Kip agarró el timón y lo sostuvo firme durante largo rato, aunque la barca se había desviado de la dirección adecuada del viento y embestía las olas demasiado escorada. Parpadeó para quitarse el agua salada de los ojos. Empuja el timón hacia allí, gira sobre ese pivote, el bote se mueve… Lo tengo.
La ola siguiente se coló en parte por encima de la borda cuando Kip empujó el timón con fuerza a babor. Una inesperada ráfaga de viento provocó que la barca se hundiera más aún en el agua; se elevaron de un salto al escapar de la presa asesina de la ola.
Kip profirió un grito de júbilo mientras aceleraban, cabalgando las olas, embistiéndolas ahora como un ariete en lugar de estar simplemente a su merced. Pero Puño de Hierro no compartía su efusividad. Observaba el firmamento de reojo. Izó la vela una vez más, y la embarcación ganó aún más velocidad, inclinándose tanto a babor que Kip pensó que iban a volcar.
Recibieron el viento de popa cuando llegaron a la cara oeste del Gran Jaspe. Era como si estuvieran volando.
Puño de Hierro no dejaba de lanzar miraditas subrepticias al sur, pero los negros nubarrones parecían estar disgregándose más que acumulándose, y cuando se guarecieron del viento a la sombra del Gran Jaspe, la expresión del comandante indicó a Kip que el peligro había pasado.
—Nuestro destino es un pequeño embarcadero, ahí enfrente —observó Puño de Hierro mientras desplegaba la vela al máximo.
Así, Kip maniobró entre galeras y galeazas, corbetas armadas con un solo cañón montado sobre un eje, y galeones con quince cañones por banda. Mantuvieron las distancias para no interferir con la constante afluencia de barcos que entraban y salían de la bahía, ni con las lanchas llenas de marineros que se dirigían a la orilla.
—¿Siempre es así? —preguntó Kip.
—Siempre —respondió Puño de Hierro—. La bahía es demasiado pequeña, de modo que para dar cabida al número de embarcaciones necesario para que funcione el comercio existe un elaborado sistema para determinar quién entra primero. Funciona… —Miró de reojo en dirección a un capitán que estaba maldiciendo a voz en grito al controlador portuario plantado frente a él en la cubierta del barco, ábaco en mano. El controlador soportaba la lluvia de improperios sin inmutarse—. La mayoría de las veces.
Mientras Kip viraba como un poseso para esquivar las otras embarcaciones en deferencia a un misterioso código de etiqueta marítima que no alcanzaba a comprender, el muchacho solo podía entrever la ciudad que cubría el Gran Jaspe. Pero al parecer, la cubría por completo. Al pie de la orilla se elevaba una muralla que ceñía toda la isla, extendiéndose durante leguas, pero ni siquiera ella lograba ocultar la ciudad erigida sobre dos colinas. Aparte de unos pocos parches verdes (¿Jardines? ¿Parques? ¿Mansiones rodeadas de césped?), había edificios por todas partes. Altas cúpulas bulbosas de todos los colores, hasta donde alcanzaba la vista. Y gente, más gente de la que Kip hubiera visto en su vida.
—Kip. ¡Kip! ¡A babor! Quédate boquiabierto más tarde.
Kip se obligó a apartar la mirada de la isla y giró a babor justo a tiempo de evitar la colisión con una galeaza. Pasaron de largo bajo la fulminante mirada de su segundo de a bordo, un hombre de cabellera enredada que parecía dispuesto a escupirles hasta que reparó en sus uniformes. El salivazo fue a parar a la cubierta del barco.
Continuaron remando mar adentro hasta empezar a rodear la cara oriental de la isla.
—Entra aquí —dijo Puño de Hierro. Kip puso rumbo a un pequeño embarcadero en el que había unos cuantos botes de pesca amarrados. Tras desembarcar, encaminaron sus pasos hacia la muralla. Kip intentó que no se le desencajara la mandíbula ante la imponente construcción, la mayor obra construida por la mano del hombre que hubiera visto en su vida.
Andando a zancadas, Puño de Hierro se acercó a la puerta. Los guardias apostados frente a ella se mostraron confusos ante su aparición.
—¿Capitán? —Con la mirada desorbitada de asombro, ensayaron un brusco saludo marcial—. ¡Comandante!
Se abrió una puerta más pequeña, integrada en el conjunto del pórtico, y Puño de Hierro la transpuso saludando a los hombres con sendos cabeceos. La ciudad que se extendía al otro lado era tan inabarcable que Kip se sintió abrumado. Pero lo primero que notó fue el olor.
Puño de Hierro debía de haberse fijado en su expresión.
—¿Esto te parece malo? Deberías visitar una ciudad sin alcantarillado.
—No —dijo Kip, mientras paseaba la mirada por los cientos de personas que llenaban las calles, los edificios de tres y cuatro plantas que se alzaban por doquier, las calzadas de adoquines entre los que discurrían surcos de un palmo de ancho—. Es solo que hay tantos. —Y los había. Cerdo guisado, especias que Kip no conocía, pescado fresco, pescado podrido, un leve tufo a excrementos humanos y la pestilencia de las heces de los caballos y las reses; y, por encima de todo, el olor de hombres y mujeres que hacía tiempo que no se bañaban.
El gentío abría paso de forma natural a Puño de Hierro, y Kip seguía su estela, intentando no tropezar con nadie mientras observaba de reojo todas las caras. Algunos hombres se cubrían la cabeza con ghotras, igual que Puño de Hierro, pero también lucían mantos a cuadros de vivos colores. Los atashianos lucían sus impresionantes barbas: cuentas, trenzas, secciones naturales, y más cuentas y trenzas. Había mujeres de Ilyta con vestidos de varias capas y zapatos que eran casi como zancos y les conferían toda una mano extra de altura. Y un caos de colores lo dominaba todo. Todos los colores del arco iris, combinados de todas las formas posibles. Puño de Hierro miró a Kip por encima del hombro, sonriendo.
—Los soldados de la puerta —dijo el muchacho, intentando desviar la atención de Puño de Hierro para que no lo tomara por un pueblerino—. No eran tus hombres.
—No.
—Pero te reconocieron, aunque tú no los reconociste a ellos, y se pusieron muy nerviosos al verte.
Puño de Hierro miró otra vez a Kip y frunció el ceño.
—¿Cuántos años has dicho que tenías?
—Quin…
—El comandante —lo interrumpió Puño de Hierro. Como si eso lo explicara todo. Esbozó una mueca mientras Kip apretaba el paso para situarse a su altura—. Tú eres el genio. Demuéstralo.
¿Genio? Nunca me he comportado como si creyera que lo soy. Pero eso era una distracción. Se trataba de una prueba. De hecho, Kip se dio cuenta de que Puño de Hierro llevaba poniéndolo a prueba desde el principio. Dejarlo al mando del timón había sido una prueba, para ver qué hacía, cuánto tardaba en averiguar su funcionamiento, y si se quedaba paralizado. Kip ni siquiera tenía muy claro si había conseguido salir airoso.
Puño de Hierro era un comandante. Un comandante, el comandante. El comandante. Oh. Oh, cielos.
—Solo hay una compañía de Guardias Negros, ¿verdad? —preguntó Kip.
Como la mayoría de las expresiones de Puño de Hierro, esta fue rápida y efímera: el blanco de los ojos alrededor de los iris oscuros visible por completo durante una fracción de segundo, una mueca sutil a modo de cobertura.
—No está mal, supongo, a pesar de lo evidente de la pista.
—De modo que eres el único comandante de la principal compañía de élite de la Cromería. ¿Eso te convierte en general o algo así?
—Algo así.
—Oh —dijo Kip—. Eso significa que debería sentirme aún más intimidado, ¿eh?