Durante unos días, el engendro intentó poner toda la tierra de por medio posible entre los pastores y él.
De modo que Gavin se entregó a la intuición, trazando azul para ayudarse a pensar como uno de ellos. Suponiendo que el engendro azul no dispusiera de un caballo que el muchacho no hubiera visto (y los caballos aborrecían a los engendros azules, por lo general), el ritmo al que podía cruzar ese desierto una persona era, por fuerza, limitado. Gavin había pasado por aquí antes, y aunque no conocía el terreno como la palma de su mano, había varios puntos en los que uno debía decidir si quería seguir la carretera de la costa o tomar la ruta comercial que atravesaba las Tierras Agrietadas. Y había lugares en los que las Tierras Agrietadas eran tan abruptas y traicioneras que la ruta comercial se volvía indiscernible. Gavin no tenía la menor intención de elegir entre la una o la otra. Se apostó en uno de los lugares donde las carreteras confluían y divergían.
Y esperó. Se sacó los faldones de la camisa, la retorció, se abrochó los botones saltándose un ojal y volvió a metérsela debajo del pantalón. Y siguió esperando. Trazó cristales de fuego de subrojo para eliminar el calor de su cuerpo, observando cómo los diminutos cristales adquirían forma, crepitaban y se apagaban. Cada diez minutos, ascendía penosamente por la cara de la inmensa duna hasta coronarla para asomar la cabeza y otear el desierto.
Cuando el sol comenzaba a ponerse, distinguió el resplandor delator. Olvidados sus dolores, volvía a ser un halcón volando en círculos, aguardando a que la marmota se alejara lo suficiente de su madriguera. Sintió el mismo espasmo de furia negra que lo asaltaba siempre. Debería matarlo, exterminarlo instantáneamente, y no escuchar sus mentiras, sus justificaciones, su demencia altanera.
No, esta vez necesitaba escuchar primero.
La piel del giist estaba cubierta de capas de luxina azul. No se trataba de una simple armadura: era un caparazón. La cromaturgia cambiaba a las personas, pero los engendros azules sucumbían a la seducción de las perfecciones de la magia. Aspiraban a trocar su piel en luxina. Este había llegado más lejos que la mayoría. Tenía talento, así pues, por no mencionar que era meticuloso y tal vez incluso brillante. Conservaba el pantalón y la camisa azules, aunque ambos se veían mugrientos y, contradiciendo la personalidad de un azul, desgarrados. De modo que creía haberse desembarazado casi por completo de la necesidad de vestirse, pero los peligros de la exposición al desierto o la posibilidad de necesitar un ápice más de azul para trazar habían convencido a la criatura de que debía conservar su atuendo un poco más. Lo verdaderamente prodigioso (u horroroso, según cómo se mirara), sin embargo, era su rostro.
La luxina azul se insinuaba a flor de piel. Gavin lo había visto antes. El proceso debía llevarse a cabo despacio y con cuidado para no provocar infecciones ni rechazo, pero una vez comenzado tenía que culminarse cuanto antes. La piel perdía sensibilidad y empezaba a morir en cuanto se separaba del cuerpo, por lo que el engendro comenzaba a perder tiras de pellejo putrefacto. Este tenía la frente abierta, revelando un azul zafirino bajo los jirones de piel necrótica. Había trazado unas cubiertas azules para los ojos que se arqueaban desde la frente hasta los pómulos en una cúpula sólida, por lo que a efectos prácticos era como si llevara puestas unas gafas azules en todo momento, pero el resultado le confería el aspecto de un insecto de saltones ojos azules. Gavin siempre había pensado que esa era una de las peores torturas que los giists que intentaban recrearse se infligían a sí mismos. Si toda tu piel moría, tus párpados morían también. Aunque pudieras trazar una fina membrana azul cada vez que necesitaras limpiarte los ojos (y tenía que ser luxina azul contenida, porque frotarse los ojos desnudos con cristal azul nunca era buena idea), aunque soportaras algo así, nunca podías cerrar los ojos para dormir. E incluso los engendros necesitaban dormir.
Al cabo de una hora, cuando el sol acariciaba ya el horizonte, pintando el desierto de arrebatadores colores, Gavin se puso las gafas rojas prestadas, se embozó en la capa roja, partió una bengala de magnesio y se plantó delante del giist.
El engendro azul se convulsionó. Los azules detestaban las sorpresas, detestaban no haber previsto algo, detestaban que interrumpieran sus planes. Pero también eran difíciles de interpretar, la perfección azul de un rostro de luxina evitaba la expresión facial de las emociones al mismo tiempo que la magia que corría por sus venas aniquilaba lentamente su capacidad para sentirlas.
Pero la sorpresa solo duró un momento. El giist corrió de frente hacia Gavin, encendida de azul su piel, llameando literalmente sus ojos saltones, iluminados de luz azul reflectante desde el interior. Gavin arrojó la bengala de magnesio a la arena frente a él y abrió de par en par su capa roja, separando las piernas y plantando firmemente los pies en la cara de la luna mientras el giist embestía.
La mano de Gavin pasó como una exhalación por encima del arnés de las armas, y unos diminutos dedos de luxina roja desenfundaron todas las dagas al unísono. Mientras daba una zancada adelante con el pie izquierdo trazó una docena de delicados cañones a lo largo de su brazo. A continuación, su brazo derecho se impulsó hacia delante con toda la energía acumulada en su cuerpo añadida a su fuerza de voluntad. La docena de pequeñas dagas se convirtieron en proyectiles de acero que surcaron el aire a una velocidad cegadora, en rápida sucesión.
Un escudo azul brotó del brazo izquierdo del engendro y se agigantó para interceptar la llamarada que esperaba de un trazador rojo armado con una bengala de magnesio. En lugar de eso, las dagas de acero impactaron con el mismo sonido que produciría el granizo sobre un tejado de latón. El escudo se cubrió de mellas, se agrietó, se partió y se abrió de par en par. Las tres últimas dagas surcaron el aire sin impedimento. La primera le golpeó en la mejilla y rebotó en el caparazón. La siguiente solo cortó el aire junto al cuello del engendro, y la última se hundió en su hombro.
El giist había iniciado ya el contraataque, no obstante. Proyectó el puño derecho hacia delante y cinco enormes lanzas se materializaron en el aire alrededor de su mano antes de buscar el estómago de Gavin en paralelo; aunque saltara a izquierda o derecha, seguiría empalándose en alguna de ellas.
Gavin hizo trampas, naturalmente. Trazó una plataforma bajo la arena para disponer de una superficie sólida desde la que impulsarse y saltó duna abajo, girando en el aire y aterrizando en una gran avalancha que se precipitó por la cara de la duna.
El giist giró sobre los talones, renunció a las lanzas de luxina y trazó una gran espada azul en su lugar. Al ver que Gavin había perdido los anteojos durante su maniobra, una sonrisa aleteó en sus labios. La daga de Gavin le había abierto la mejilla, de la que colgaba un jirón de piel oscilante, perpendicular al suelo, en el que se apreciaba un entramado de vasos sanguíneos y luxina azul, si bien esta aparecía resquebrajada y rota en el punto del impacto, rezumantes de sangre los capilares. La daga incrustada en su hombro izquierdo parecía entorpecer sus movimientos, pero la herida distaba de ser letal.
—Rojos —dijo el giist con voz ronca, como si hiciera tiempo que de su garganta no brotaba el menor sonido—. Tan impulsivos. ¿Creías que podrías derrotarme sin ayuda tan solo porque haya llegado el ocaso al desierto?
Gavin lanzó una mirada de soslayo a sus gafas, tendidas en la arena duna arriba. El giist lo vio y asestó un tajo con su montante. La hoja se estiró sobre la marcha, cubriendo los cinco pasos de distancia, y redujo los anteojos rojos a añicos antes de recuperar su longitud original.
—Deberíais dejar el asesinato de Desencadenados a vuestro Prisma —dijo el engendro.
¿«Desencadenados»?
—Nos dijeron que el Prisma era demasiado importante para ti —repuso Gavin—. Nos dijeron que deberíamos ser capaces de encargarnos de un engendro azul en medio del desierto. Nos dijeron que Rondar Wit no era tan poderoso.
El giist se rió.
—¿Se supone que debería enfurecerme por eso? Ya no soy Rondar. El imperio del Prisma se desmorona a tu alrededor, esclavo. Únete a nosotros. Descubre la libertad. Te quedan, ¿qué, tal vez cinco años? No mucho, ni siquiera para un trazador en su mundo. ¿Por qué morir por un falso dios? ¿Por qué morir por sus mentiras? ¿Por qué morir?
¿El giist intentaba reclutarlo? Esto era nuevo. Gavin mantuvo los párpados entornados. Cuanto menos viera sus ojos el giist, menos probabilidades tendría de fijarse en lo extraños que eran.
—¿Un falso dios? —preguntó Gavin. ¿Inmortalidad?
Una membrana viscosa de luxina azul contenida barrió el interior de los ojos de insecto del engendro, de dentro afuera. Parpadeando.
—No me digas que crees en Orholam. ¿Tanto te han corrompido? ¿Hasta ese extremo llega tu estupidez? Si Orholam elige personalmente al Prisma, como afirma la Cromería desde tiempos de Lucidonius, ¿cómo es posible que surgieran dos Prismas en una generación? ¿O eres acaso uno de esos cobardes mentales que prefiere encogerse de hombros y decir que es un misterio, de esos que dicen que los caminos de Orholam son inescrutables?
Que un engendro de los colores huyera era una cosa: ni siquiera los azules eran inmunes a la cobardía. Pero atacar al mismísimo Orholam era una herejía que atentaba contra los mismísimos cimientos del mundo. Al tachar a Orholam de fraude y decir que los poderosos debían de saberlo, la Cromería se transformaba en una fábrica de mentiras, un opresor que se aprovechaba de ti, no un amigo que necesitaba tu ayuda para desempeñar su sagrado deber.
—Hace años que no creo en Orholam —dijo Gavin, sin faltar a la verdad—. Pero ¿por qué cambiar una superstición por otra?
El giist observó de reojo la camisa de Gavin y vio que los botones no estaban abrochados correctamente. Bien. El tiempo que se pasara mirando sus botones era tiempo que no pasaba mirándolo a los ojos.
—La finalidad de dejar de creer en mentiras es poder creer en la verdad, no renunciar a la fe. El rey Garadul tiene… —Dejó la frase flotando en el aire mientras observaba a Gavin con suspicacia. Encajando las piezas.
—El rey Garadul… ¿es él quien dirige a los Desencadenados? —preguntó Gavin.
—¿Quién eres? —quiso saber el engendro—. No estás nervioso. Y deberías estarlo. —Se arrancó la daga del hombro, selló la herida y arrojó el arma lejos de sí. Extrajo de la bolsa harapienta una larga pistola de mecha con la culata redondeada, y comenzó a cargarla con movimientos extraños, rápidos pero distraídos, característicos de algunos espectros azules. Usaba la luxina azul como si fuera una extensión de sus manos. Baqueta de luxina azul, dedos de luxina azul para sostener la mecha lenta, luxina azul para sacar el cuerno de pólvora y una bola de plomo. Recogió de la arena la bengala de magnesio, encendida todavía, y la levantó para prender la mecha—. Estúpido, impulsivo trazador rojo —dijo el giist, sin dejar de contemplar de reojo los botones desparejados de la camisa de Gavin—. Deberías emplear la paga extra en comprar bengalas de tu color.
—Eso he hecho.
La mirada del giist saltó de la bengala blanca a los ojos de Gavin. A pesar de las protuberancias que cubrían los ojos del engendro y de la rigidez que imponía la luxina a sus facciones, Gavin vio que la comprensión se asentaba en todas y cada una de las líneas de su cuerpo.
Antes de que pudiera moverse, Gavin saltó hacia delante con un alarido enloquecedor.
Pillado por sorpresa, el engendro perdió la concentración; la mano de luxina que sostenía la bengala de magnesio se desintegró, y la tea llameante cayó al suelo. El giist, sin embargo, no se había olvidado del montante ni de la pistola. Se dispuso a ensartar a Gavin con la espada al tiempo que levantaba el cañón del arma de fuego.
Gavin trazó dos bastones de esgrima de luxina azul, uno para cada mano, y apartó la espada de su camino. Separó las manos del giist. Dejó que los bastones se desintegraran y volvió a trazar. Una fina hoja azul brotó de su palma. Avanzó un paso, penetrando en la guardia del engendro azul mientras el percutor de la pistola emitía un chasquido y caía sobre la mecha. Golpeó el pecho del giist con la hoja y la palma; el caparazón cedió con un crujido. Gavin se deshizo de los restos de luxina azul sacudiendo los brazos y conjuró en cada mano los subrojos más abrasadores que era capaz de soportar. Las llamas se arremolinaron alrededor de sus puños apretados.
La pistola rugió y salió volando por los aires, inofensiva, lejos de la mano del giist.
El engendro trastabilló de espaldas, pero Gavin acortó la distancia una vez más. Asestó dos rápidas puñaladas, una contra el ojo derecho del giist, con la mano izquierda, y otra contra su ojo izquierdo, con la diestra. Las abultadas lentes azules se agrietaron, se fundieron, liberando un chorro de resina y vapores arcillosos. Todo ocurrió tan deprisa que el engendro azul no pudo ofrecer resistencia. Los azules tardaban en reaccionar cuando descubrían que sus presuposiciones estaban equivocadas.
Herido, el giist se hundió, se sentó, intentó incorporarse, y por fin se desplomó en la arena. Pese a sus sólidos ojos azules sin párpados, pese a la piel abrasada y el entramado de luxina azul visible en el corte de su mejilla, a Gavin de pronto le pareció humano una vez más.
La confusión en esos ojos con el halo roto.
La sangre roja, muy roja, que se derramaba por su pecho.
Inesperadamente, la figura se parecía más a un hombre que al monstruo que Gavin había descubierto cerniéndose sobre la cama de Sevastian hacía tantos años, rota la ventana a su espalda, con la luz reflejada en la piel azul y la sangre roja.
Gavin aspiró entrecortadamente una bocanada de aire. Esta vez lo había detenido. No había muerto ningún inocente. Y aún le quedaba una merced por conceder, no porque Rondar Wit lo mereciera, sino a pesar de ello.
—Has cumplido sobradamente, Rondar Wit. Tu servicio no caerá en el olvido, pero tus errores quedan tachados, olvidados, borrados. Te doy la absolución. Te doy la libertad. Te…
—¡Dazen! —aulló el giist, con los dedos engarfiados sobre la herida, estremeciéndose.
El sobresalto de Gavin provocó que interrumpiera el rito funerario.
—Dazen nos guía, y el Príncipe de los Colores es su férrea mano derecha. —El giist se rió. Sus agrietados labios azules se salpicaron de sangre.