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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

El prisma negro (31 page)

BOOK: El prisma negro
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Las opciones de Gavin eran sencillas: dejar que una sucesión de esclavas de cámara desfilara por sus aposentos y librarse de ellas de forma rápida, con la esperanza de que no les diera tiempo a descubrir su secreto, o ganarse completamente la lealtad de una. A Karris no le gustaba Marissia, pero la ignoraba. Hubiera sido diez veces peor si Gavin tuviera una esclava de cámara nueva todos los meses; a la larga, así solo conseguiría que un espía de cada familia noble tuviera ocasión de registrar su habitación e informara a todas las satrapías de los detalles más íntimos sobre su persona.

Además, necesitaba que alguien tirara el pan por el tobogán cuando él se ausentaba.

Empero, la Blanca había demostrado un gusto impecable al elegir a Marissia. Aunque su cuerpo era casi tan familiar como el suyo después de diez años, seguía siendo un placer ver sus curvas esbeltas. Se deslizó en la bañera a su lado, sosteniendo jabón y un paño, y empezó a lavarle la espalda y los hombros.

—Esta noche, entonces, después de cenar. Dile a la Blanca que me gustaría verla dentro de una hora.

—Sí, lord Prisma. ¿Algo más antes de que os dé el mensaje?

—Adelante.

—Vuestro padre desea hablar con vos.

Gavin rechinó los dientes.

—Tendrá que esperar. —Levantó un brazo mientras Marissia le frotaba la axila.

—Y la Blanca desea recordaros que prometisteis dar clase a la cohorte de supervioletas a vuestro regreso.

—Oh, diablos. —¿Cómo se había enterado de su regreso?

—¿Queréis que os lave el pelo, lord Prisma?

Nada le apetecía más que disfrutar de Marissia y relajarse en un baño caliente hasta el anochecer, pero debía hacer una cosa antes de hablar con la Blanca, antes de reunirse con todo el Espectro, y definitivamente antes de hablar con su padre.

—No hay tiempo —dijo en un intento por reprimir la creciente sensación de pánico, ignorando la opresión en su pecho ante la perspectiva de lo que debía hacer.

Marissia le enjabonó el pecho, cálido y resbaladizo su cuerpo contra su espalda. Suave, reconfortante. Era casi suficiente para relajarlo. Marissia besó el punto en su nuca que siempre le hacía estremecer, y deslizó las uñas por su pecho espumoso, su estómago, más abajo. Le besó el cuello de nuevo, titubeó. Había una pregunta implícita en esa pausa.

Gavin emitió un ruidito quejumbroso.

—No, tampoco hay tiempo para eso. —¿Cuán bien lo conocía Marissia? A menudo, cuando apremiaban las reuniones u otros deberes, siempre había tiempo para eso.

¿A menudo? Casi siempre.

Marissia lo apretó debajo del agua, vaciló un momento más, como diciendo: Vuestros labios dicen que no, pero alguien más dice sí, sí, por favor. Pero luego le besó el cuello otra vez, un piquito nada más, y empezó a aclararle el jabón del cuerpo.

—Os he añorado enormemente, lord Prisma —dijo en voz baja. Terminó y salió de la bañera—. Os prepararé la ropa —añadió mientras se secaba someramente y se anudaba la toalla a la cintura antes de dirigirse a un armario para seleccionar el atuendo de Gavin.

Este la observó con anhelo. Sacudió la cabeza para salir de su ensimismamiento.

No podré abrocharme los pantalones como siga así.

Después de que Marissia eligiera la ropa, volvió a la bañera mientras Gavin se ponía de pie, pero él la alejó con un gesto. Hoy podía secarse sin ayuda. Marissia se secó el cuerpo entero y se vistió en el tiempo que tardó Gavin en secarse el pecho. Salió de la estancia.

Tras vestirse, Gavin abrió el pequeño armario de servicio, levantó con cuidado un montón de sábanas dobladas que había encima de la balda, y lo llevó a otro armario donde volvió a apilarlo todo escrupulosamente. A continuación levantó las baldas y las deslizó en un hueco en la otra punta de la sala. El resultado era un espacio abierto en un armario que apenas le llegaba a la altura del pecho. El proceso era lento, pero la cuestión era que nadie descubriera jamás su secreto. Si alguien se presentaba en su ausencia, la habitación debía parecer sencillamente vacía. Si registraban el cuarto, no debían encontrar nada que pareciera fuera de lo normal. El tiempo extra y los inconvenientes merecían la pena.

Gavin trazó una tabla azul y verde a sus pies, tan ancha como sus hombros, con un agujero en el centro. Luego, tras encajar una bengala de magnesio en el cinturón y aferrar la tabla con una mano, se agachó y entró en el armario. Cerró la puerta a su espalda. El suelo chasqueó a sus pies. A fin de disimular la trampilla, había diseñado el suelo para que no se abriera a menos que la puerta estuviera cerrada. Encorvado, encontró el gancho y tiró hacia arriba, lo pasó por el agujero en la tabla y lo envolvió alrededor del cinturón. Soltó la tabla y deslizó los pies en las ranuras que había encima de ella. Su diseño se basaba en los elevadores de la torre, pero simplificado porque no había nadie que lo operara, ni espacio para los contrapesos. Se trataba básicamente de unas cuantas cuerdas tendidas en la oscuridad y una polea montada en lo alto.

Ahora venía la parte más aterradora. Gavin se acercó un poco más a la abertura del suelo… y se desplomó como una piedra en la oscuridad.

La polea silbó, pero sus estridentes protestas desaparecieron en cuestión de momentos mientras Gavin se precipitaba al vacío. No había resistencia en absoluto. Caía cada vez más deprisa. Sacó la bengala de magnesio azul y la rompió contra una pierna. El hueco del elevador, que él mismo había excavado en el corazón de la Cromería, medía apenas un paso y medio de ancho. No había nada que ver salvo piedra cortada lisa y la cuerda, con un lado silbando hacia arriba y el otro descendiendo veloz al mismo tiempo que Gavin.

Tendió la mano hacia el freno de la cuerda en su cinturón, pero el movimiento inclinó la tabla sujeta a sus pies, provocando que uno de sus cantos tocara la pared. La fricción tiró de él hacia arriba y lo estrelló contra la roca al otro lado. El freno escapó dando vueltas de sus dedos… y aterrizó encima de la tabla. Intentó agarrarlo. Falló. Levantó las rodillas y, deslizando la espalda por la pared lisa, agarró el freno.

Mientras se incorporaba con suma lentitud, cogió el gancho, unió la tabla al freno y lanzó este contra las cuerdas silbantes. Apretó el freno, plenamente consciente de que si no frenaba enseguida golpearía el fondo del pozo a una velocidad increíble, pero si frenaba demasiado deprisa se podría romper la tabla… o sus piernas.

Con las rodillas temblorosas a causa del esfuerzo por intentar permanecer en pie mientras deceleraba rápidamente, pasó junto a cinco franjas blancas pintadas en todas las paredes del pozo. Era la advertencia de que casi había llegado al fondo. Un momento después dejó atrás cuatro franjas blancas. Aún demasiado deprisa. Tres. Dos.

Vale, no está tan mal. Una más.

Golpeó el suelo con un topetazo sorprendentemente seco. Su reacción natural fue intentar rodar con el impacto… lo que no dio resultado, puesto que la cuerda atirantada no le dejaba margen de maniobra. Rodó de espaldas y se cayó encima de la bengala de magnesio. Su camisa comenzó a arder al instante.

Gavin se levantó de un salto con un chillido. Afortunadamente, la camisa no se había quemado entera. Examinó las furiosas marcas rojas que le cruzaban las costillas. Dolorosas, pero poco graves. Se desenganchó del elevador.

La cámara que había en el fondo del elevador solo medía cuatro pasos de lado. Gavin no veía nada. A la luz azul de la bengala de magnesio, caminó hasta una pared azul que se volvió traslúcida al contacto, pero detrás de ella no había nada. Todavía no. Despacio, muy lentamente, la cámara del otro lado se elevó de su lugar de reposo y empezó a girar con exasperante parsimonia.

Esta era la mayor obra de Gavin. La había construido en el plazo de un mes frenético, volcando todos sus conocimientos en ella. Pero siempre que conjuraba la cámara, se le encogía el corazón. Y hoy también. La lentitud de la elevación y rotación de la cámara era necesaria para que el hombre de su interior nunca supiera que estaba moviéndose.

Por otro lado, dejaba a Gavin con cinco minutos sin nada que hacer salvo esperar. Seguro que hoy estaba desierta. Orholam bendito. Gavin sintió una opresión en el pecho. Le costaba respirar. La cámara era demasiado pequeña. No había aire. Respira, Gavin, respira. Aférrate a esa máscara de indiferencia.

Por fin, la traslucidez reveló el orbe pulido del interior del calabozo. Frente a Gavin había un hombre muy parecido a él, aunque más delgado, menos musculoso, más sucio, y con el pelo más largo.

—Hola, hermano —dijo Gavin.

35

—Así —dijo Puño de Hierro— es como deberías conocer la Cromería. Con la marea alta y al amanecer. —Había llegado antes de que saliera el sol, despertando a Kip con la desconcertante sensación de no saber si era de día o de noche. Solo lentamente había sido capaz Kip de orientarse mientras el comandante lo empujaba por las calles, menos pobladas, coronando por fin la colina—. Lo llaman la Azucena de Cristal —dijo Puño de Hierro—. Un nombre bastante más suave del que se merece, pero el acero no es transparente, ¿verdad?

Al coronar la colina, a primera vista, la Cromería efectivamente se parecía un poco a una flor. Seis torres en un hexágono rodeaban una torre central. Puesto que el Pequeño Jaspe se alzaba en altitud de sur a norte, las torres más alejadas de Kip se elevaban más, aunque todas tenían la misma altura desde la base a la cúspide. Y cada torre era completamente transparente en su cara sur. Completaba la extraña imagen floral un puente, si se podía llamar así.

El puente que cruzaba el océano entre el Gran Jaspe y el Pequeño Jaspe era verde, como el tallo de una flor, dirigiéndose directamente a las torres llameantes y las murallas bulbosas que en realidad se descolgaban en vertical. Pero no solo el puente era verde, sino que no se sostenía sobre la nada. Yacía en la superficie del agua. Tampoco flotaba, porque no se movía con las olas, y el mar era encrespado a un lado y mucho más plácido al otro.

—¿Por qué verde? —preguntó Kip, mientras intentaba poner en marcha su cerebro—. ¿El verde no era flexible?

—Es azul reforzado con amarillo. Solo parece verde —dijo Puño de Hierro, reanudando su paseo hacia el puente. Kip apretó el paso para mantener el ritmo con dificultad, boquiabierto, evaporado todo su cansancio.

—¿Amarillo? —preguntó Kip—. ¿Cómo funciona eso? El Pr… esto, mi tío no me ha contado nada del amarillo.

Puño de Hierro escudriñó a Kip, pesada como una maza su mirada. No respondió, ni siquiera cuando Kip cerró la boca y caminó en silencio a su lado, mirando expectante al gigante pero sin molestarlo.

Por fin, Puño de Hierro observó a Kip de reojo.

—¿Tengo cara de magíster?

—Solo supuse que como luchador no vales gran cosa sin tus gafas azules —dijo Kip. ¡Calla, cretino! No—. Así que haríamos bien en darte otra utilidad.

La cabeza del comandante de la Guardia Negra restalló hacia Kip. Kip tragó saliva con dificultad. Te mereces que te aplaste el cráneo, Kip. Lo estás pidiendo a gritos.

Una sonrisita renuente se extendió lentamente por las facciones del comandante. Soltó una carcajada.

—Cuando Orholam reparte los cerebros, los primeros tienen que ponerse al final de la cola para el sentido común, ¿eh?

—¿Qué? —preguntó Kip—. Oh.

Aguardó pacientemente, esperando que su chiste le granjeara alguna respuesta sobre la luxina amarilla, pero Puño de Hierro lo ignoró. La perversa sonrisita de su rostro indicaba a Kip que sabía que este aguardaba una respuesta y solo estaba mordiéndose la lengua porque no quería empezar otra conversación. Pero Puño de Hierro no iba a proporcionarle el placer de obtener una respuesta. Fuerza fofa se topa con masa inamovible.

En cuestión de minutos, no obstante, habían llegado al Tallo de Azucena (o mejor dicho, a su interior), y Kip olvidó lo que fuera que había preguntado. El puente estaba completamente cerrado, aunque con una luxina azul tan fina que era casi tan incolora como el cristal. Pero bajo sus pies, el puente refulgía. Kip miró a Puño de Hierro.

—Da igual lo a menudo que me mires, sigo sin ser un magíster —dijo el gigante.

—¿Y un guía?

—Tampoco.

—¿Un anfitrión cortés?

—Uh-uh.

¿Un cretino? La boca de Kip realmente se abrió para decirlo cuando notó de nuevo cuán densamente musculosos eran los brazos de Puño de Hierro. Cerró la boca abierta y frunció el ceño.

—¿Ibas a decir algo? —preguntó Puño de Hierro.

—Tu nombre —dijo Kip—. ¿Es común entre los parianos?

—¿Puño de Hierro? Que yo sepa, soy el único.

—No es eso lo que… —Ah, estaba bromeando.

Puño de Hierro sonrió.

—¿Te refieres a adoptar un nombre descriptivo? Muy común. Algunos usan nuestra antigua lengua, pero la gente de la costa… mi gente… usa palabras comprensibles para los forasteros. Pero los ilytianos lo hacen también. En menos grado, la Cromería entera lo hace. Gavin Guile casi nunca es llamado emperador Guile o Prisma Guile. Es sencillamente el Prisma. Orea Pullawr es solamente la Blanca. Mucha gente cree que los nombres sin significado son los verdaderos enigmas.

—Nombres sin significado. ¿Quieres decir como Kip?

Puño de Hierro enarcó una ceja. Encogió los hombros.

Muchas gracias.

El gentío que se dirigía a pasar el día al Pequeño Jaspe ni siquiera parecía reparar en el milagro bajo sus pies. El puente medía unos veinte pasos de ancho y trescientos de largo de una orilla a otra. La superficie estaba ligeramente texturada, pero eso apenas si interfería con su transparencia, aparte de algo de polvo. Kip podía ver el agua justo bajo sus pies, ni a un pie de distancia, abombándose con cada ola y combándose entre ellas. Estaba en el lado del puente con la mar embravecida, además; aparentemente aquí el tráfico viajaba por la derecha, al contrario que en casa, por lo que las olas chocaban con la luxina justo al lado de Kip. Tras haber sido arrastrado y vapuleado por esas mismas olas, estaba algo más que nervioso. Nadie más parecía darle la menor importancia.

Entonces, aproximadamente cuando Kip y Puño de Hierro llegaban al centro del puente, Kip vio una ola monstruosa que se acercaba. Justo a la altura del puente, cavidad chocó con cavidad, pico chocó con pico, y la ola se cernió gigantesca; su altura era fácilmente el doble que el puente. Kip se preparó y respiró hondo.

No se dio cuenta de que había cerrado los ojos con fuerza hasta que oyó las risitas contenidas de Puño de Hierro. Los abrió cuando el último rastro de agua se deslizaba por el interior del tubo, inofensivo. El puente no había gruñido, no había temblado, ni siquiera había reaccionado ante la violencia de la ola que acababa de pasarle por encima.

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