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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

El prisma negro (12 page)

BOOK: El prisma negro
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Cuando Kip abrió los ojos de nuevo, estaba aplastado contra la reja metálica delante del salto de agua, rodeado de restos y astillas de madera, ardiendo aún algunas secciones, hundiéndose lentamente una enorme parte del puente, y de cientos de ratas, algunas carbonizadas, otras heridas, otras tan solo empapadas pero todavía con vida y desesperadas por salir del agua. La explosión no había mandado tan lejos a los animales de mayor tamaño, pero se acercaban corcoveando y pataleando, chapoteando y lanzándose mordiscos unos a otros, enloquecidos de miedo y dolor.

—¡Kip! ¡Pasa por encima! ¡Ya casi lo hemos conseguido! —exclamó Sanson desde el otro lado de la celosía.

—¡No te muevas! —ordenó el mayor de los dos trazadores, cuya piel comenzaba a llenarse de remolinos rojos—. ¡No te muevas o la próxima te dará en la cabeza!

Kip se agarró a la reja, pero en cuanto sus manos la tocaron, sintió que unas uñas diminutas le arañaban las piernas, y a continuación más en la espalda. Se quedó paralizado. Ratas. Una o dos, al principio, después media docena.

Cerró los ojos con fuerza mientras sentía las zarpas encaramarse a su cuello y a lo alto de su cabeza. Al agarrarse a los barrotes, su cuerpo se había convertido en un puente, en la única manera de salir del agua, y las ratas se abalanzaron en tropel sobre él.

En cuestión de momentos, la media docena de ratas se había convertido en cientos.

A Kip se le agarrotaron los músculos. No podía moverse. No podía pensar. No podía respirar. Ni siquiera se atrevía a abrir los ojos. Tenía ratas en el pelo. Una de ellas se había caído por el cuello de su camisa y estaba arañándole el pecho. Había más trepando por sus brazos.

—¡Muévete, Kip! ¡Muévete o morirás! —gritó Sanson.

De repente, Kip se sintió desligado de su cuerpo. Estaba a punto de ahogarse, la ciudad ardía, casi todas las personas que conocía habían muerto, dos trazadores intentaban asesinarlo, y a él le preocupaban las ratas. Mientras él se quedaba pasmado en el sitio, los trazadores se disponían a asestarle el golpe de gracia, y él estaba paralizado de miedo. Era ridículo. Patético.

Abrió los ojos de pronto al sentir unos dedos que se cerraban sobre él. Sanson. El muchacho había vuelto a escalar la reja e intentaba ahuyentar a las ratas para ayudar a Kip a pasar al otro lado. Kip se sacudió como un perro, lanzando por los aires a una docena de alimañas, pero aún quedaban muchas más. Aterrado, comenzó a trepar por la celosía.

Pasó una pierna por encima de los barrotes, pero no consiguió encaramarse. Pesaba demasiado. Una rata se coló por la pernera abierta y empezó a corretear por la piel desnuda.

Gritando a causa del esfuerzo, Sanson agarró las ropas de Kip con las dos manos. Kip tiró una vez más y sintió que su cuerpo se elevaba, se elevaba… y por fin rodaba por encima de lo alto de la reja. Se hundió en el agua al otro lado.

La corriente comenzó a arrastrarlo de inmediato. Cuando salió a la superficie, Sanson estaba gritando algo, pero Kip ni siquiera podía distinguir sus palabras. Metió la mano dentro de los pantalones, atrapó a la escurridiza alimaña y la arrojó lejos de él.

En ese momento llegó al salto de agua. Una serie de cornisas escalonadas discurrían perpendiculares a la cascada, y los bravucones de la ciudad las empleaban para correr por ellas e impulsarse hasta el otro lado de la caída. Era demasiado tarde para que Kip intentara algo así. Había secciones en las que el agua era menos profunda. Kip se giró, desesperado, y se le engancharon los pies en una roca sumergida. La fuerza de la corriente lo empujaba hacia delante, y se agazapó en la piedra, recogiendo los pies debajo del cuerpo, haciendo aspavientos con los brazos para recuperar el equilibrio. El pozo que había al pie de la cascada tenía profundidad de sobra, pero si no saltaba lo bastante lejos, chocaría con las rocas en el descenso.

Se impulsó con tanta fuerza como pudo. Para su sorpresa, avanzó en la dirección deseada. Por un momento lo embargó una sensación de libertad absoluta. Paz. El rugido de la cascada ahogaba todos los demás sonidos, cualquier pensamiento. Era una belleza. De alguna manera, Sanson y él se habían pasado toda la noche flotando en el río, y ahora el sol despuntaba sobre el horizonte, reduciendo la negrura nocturna a un azul oscuro, un azul glacial, rosas y naranjas que iluminaban las nubes como halos.

Kip se percató entonces de la velocidad a la que caía. Su cuerpo se precipitaba en diagonal a las aguas que volaban raudas a su encuentro. Tras observar a los muchachos más intrépidos, sabía que debía caer con los pies por delante o de cabeza, con los brazos extendidos, si no quería resultar malherido.

De ninguna manera pensaba zambullirse de cabeza, de modo que arqueó la espalda y agitó los brazos como ruedas de molino.

Fuera lo que fuese que acababa de hacer, debía de ser justo lo contrario de lo que debía, o puede que ya hubiera empezado a girarse hacia delante, porque se encontró tendido en paralelo al agua. Iba a pegarse el panzazo más colosal de la historia. Y desde esa altura era probable que se matara.

No solo eso, sino que se dio cuenta de que caía rodeado de agua; todos los saltadores que había visto se precipitaban lejos de ella. El agua siempre rebotaba en alguna roca a lo largo de su descenso.

Ni siquiera le dio tiempo a pensar en una maldición antes de que una roca le golpease el pie con violencia. Estiró los brazos…

… mientras entraba en el agua de cabeza, sintiéndose como si alguien acabara de partirle un tablón en la coronilla. Como si alguien acabara de descoyuntarle los brazos. Y se le había olvidado coger aliento antes del impacto. Kip abrió los ojos bajo el agua a tiempo de ver que algo de gran tamaño trazaba una impresionante estela de burbujas junto a él. ¡Sanson!

Sanson había caído de pie, pero al golpear el agua había rodado hasta quedar bocabajo. Por un momento se quedó aturdido, inmóvil, y cuando abrió los ojos estaba de espaldas a Kip. Evidentemente desorientado a causa de la caída, Sanson empezó a nadar hacia abajo. Kip le agarró un pie para llamarle la atención.

Pero Sanson se asustó. Pataleó y le estampó un pie en toda la nariz a Kip, que gritó y vio cómo el poco aire que le quedaba escapaba de golpe en dirección a la superficie.

Sanson se giró, vio a Kip, reparó en la dirección que seguían las burbujas, primero, y después en la sangre que se propagaba por las aguas oscuras. Agarró a Kip, y los muchachos nadaron juntos hacia la superficie.

Kip llegó a duras penas. Jadeó sin aliento, inhalando agua y sangre en el proceso antes de escupirlo todo en un ataque de tos. Volvió a toser y le sobrevino una arcada. Sanson le tiró del brazo.

—¡Kip, ayúdame! Tenemos que alcanzar la orilla antes de que lleguen los rápidos.

Eso terminó de despertar a Kip. A cincuenta pasos del profundo remanso que se extendía al pie de la cascada había un tramo de aguas embravecidas, tan empinado que a todos los efectos constituía otro salto. Y la corriente comenzaba a acelerar ya. Con el pie dolorido, la cabeza embotada y la nariz ensangrentada, Kip imitó a Sanson y empezó a nadar.

Llegaron a la orilla con diez pasos de margen. Los muchachos se arrastraron hasta la ribera cubierta de hierba, desfallecidos, e inspeccionaron los daños que habían recibido. Sanson, ileso, adoptó una expresión compungida.

—Lo siento, Kip. Lo de tu nariz y todo lo demás, quiero decir. Nunca me ha gustado nadar. Siempre he pensado que hay cosas al acecho en las profundidades, esperando a atraparme.

Kip se pellizcó la nariz para contener la hemorragia y miró a su amigo.

—Be haj jalvado la vida —dijo—. Di hiquiega be haj goto la naguij. —A Kip le preocupaba más el pie que se había golpeado en la caída. Se desató los cordones con una mano y se quitó el zapato y el calcetín de sendos tirones. Tenía el pie dolorido y presentaba varios rasguños de consideración en el empeine, pero cuando se lo frotó no le pareció que hubiera ningún hueso roto. Empezó a ponerse de nuevo el calcetín mojado, tarea complicada sin dejar de pellizcarse la nariz con la otra mano.

—No me puedo creer que hayamos… —comenzó Sanson.

—¿Escapado? —preguntó Kip. Había renunciado a atarse los cordones con una sola mano y estaba sorbiendo con fuerza por la nariz en un intento por impedir que siguiera sangrando. Antes de terminar de hacer el nudo, sin embargo, comprendió por qué se había interrumpido Sanson. Estaban envueltos en un implacable resplandor rojo.

Kip levantó la cabeza y vio una bengala roja que flotaba en el cielo sobre sus cabezas, marcando su posición para el resto del ejército del rey, que no debía de andar lejos. El rastro de humo de la bengala conducía a lo alto de la cascada, desde donde los observaban los dos trazadores.

Kip y Sanson les habían dado esquinazo. Ahora debían hacer lo mismo con todo un ejército.

Kip se levantó de un salto, sin dejar de aspirar con fuerza por la nariz. Temía empezar a hiperventilar de un momento a otro. Fue entonces cuando reparó en el jinete que descendía por la cresta que zigzagueaba desde la cascada hasta la granja de los Sendina. Su nariz ensangrentada cayó inmediatamente en el olvido. El jinete tendría que dar un buen rodeo, pero iba a caballo. Kip y Sanson aún debían cruzar el camino que discurría paralelo a los rápidos y llegar a la granja antes que el jinete.

Kip vio que otros tres jinetes se sumaban al primero. Y después otro, y otro más.

Sanson y él empezaron a correr.

La cascada levantaba grandes nubes de bruma, de día y de noche, y el sol llegaba al valle horas después que al resto de la zona. Cuando se apagó la bengala, Kip perdió de vista al jinete y el sendero.

Se detuvo, aterrado. Unas plantas de grandes hojas, humedecidas por la bruma, oscurecían ambos lados del diminuto sendero. Si ponía un pie en ellas, se precipitaría rodando por la ladera rocosa hasta el río. En los rápidos, moriría aplastado contra las piedras.

Necesitaba ver. Intentó fijarse en su entorno con el rabillo del ojo, como le había enseñado maese Danavis. La parte de los ojos que se concentraba en las cosas era la más adecuada para percibir los colores, pero la periferia de la visión discriminaba mejor entre la luz y la oscuridad.

—¡En marcha! —exclamó Sanson.

Kip miró por encima del hombro. Parecía que Sanson tuviera la cara encendida. Kip dio un paso atrás y se tambaleó al afilado borde del sendero. Allí donde la piel de Sanson estaba expuesta, parecía caliente. Kip podía ver incluso el vapor que se elevaba de sus brazos en pequeños remolinos anaranjados.

—¿Qué te pasa en los ojos? —preguntó Sanson—. Da igual. ¡En marcha, Kip!

De nuevo, Sanson tenía razón. Daba igual lo que Kip estuviera viendo, o cómo. Se giró y reanudó la marcha. De alguna manera, lo asombroso de la experiencia eclipsó el temor que lo atenazaba. Las plantas eran como antorchas que iluminaban su camino, perfilando con delicadeza el sendero que discurría entre ellas.

Con una mano sosteniendo aún los pesados pantalones empapados de agua, Kip empezó a correr tan deprisa como le era posible, sin arredrarse ante las rocas resbaladizas, lo angosto del camino y la muerte emboscada a su lado.

Había cuerpos en el río, atrapados en los rápidos. Orholam misericordioso, la granja de los Sendina estaba sembrada de cadáveres, pequeños promontorios casi tan fríos como el suelo sobre el que yacían. Las ruinas humeantes de los edificios centellaban abrasadoras en la visión de Kip. Lo más importante para Sanson y él, vio una batea de fondo plano amarrada en el embarcadero de los Sendina. Los muchachos llegaron al final del sendero sin aminorar el paso. Doblaron una esquina y, al sol del amanecer, se tropezaron con treinta Hombres Espejo a caballo que los aguardaban en formación de combate.

—Queríamos capturarte con vida —anunció el trazador rojo. Su piel era carmesí, y la furia teñía su voz—. Un trazador con tu potencial no se encuentra todos los días. Pero has acabado con la vida de dos hombres del rey Garadul, y por eso debes morir.

15

—No iremos a estrellarnos de verdad —dijo Karris mientras Gavin los transportaba sobre el desierto salpicado de matorrales.

—Oh, ya veo. Cuando vuelo, volamos los dos, pero cuando nos estrellamos, me estrello yo solo.

Gavin ladeó el cóndor a la derecha para que no los divisaran desde Garriston. Seguía cabiendo la posibilidad de que los advirtiera algún campesino o algún pescador, pero ¿quién creería a un tipo solitario que afirmara haber visto un gigantesco hombre-ave volando? Si se expusieran ante una ciudad entera, sería otro cantar. Garriston, pese a tratarse del puerto más importante de Tyrea, no era gran cosa. La bahía estaba despoblada de peces, la tierra era árida e inadecuada para el cultivo, el gobernador ruthgari era un corrupto, y sus hombres, aún peores.

No siempre había sido así. Antes de la Guerra del Falso Prisma existía un vasto sistema de canales de irrigación que habían convertido este páramo en un vergel, con dos y hasta tres cosechas anuales. Existían esclusas por las que salían embarcaciones que abastecían pequeñas ciudades de un extremo a otro del río Umbro. Pero los canales y las esclusas requerían trazadores y mantenimiento. Con la falta de ambos, la tierra se había marchitado, castigada por los pecados de sus difuntos.

—Gavin, hablo en serio. ¿Nos vamos a estrellar de verdad?

—Confía en mí.

Karris abrió la boca, pero la volvió a cerrar. Gavin adivinó lo que se había callado: Porque la última vez me fue tan bien, ¿verdad?

—¿Llevas algo frágil en el petate?

—¿Cómo de malo va a ser? —preguntó a su vez Karris, cuyo tono dejaba entrever que estaba realmente preocupada.

—Perdona. Debería haber aguardado hasta estar más cerca del suelo.

—Espera, ¿qué es eso?

Gavin dirigió la mirada hacia el oeste, siguiendo la de Karris, pero no vio qué era lo que le había llamado la atención. Garriston estaba rodeada de llanuras y campos de labranza baldíos, pero hacia el oeste el terreno pronto daba paso a unas montañas altas, escarpadas e intransitables que lindaban casi con la misma orilla del mar. El río Umbro se encontraba justo detrás de ellas. Si discurriera en línea recta, a través de las montañas, solo mediría diez leguas de longitud. En cambio, debía desviarse hacia el este, a Garriston, separado del océano por una muralla montañosa, y se extendía a lo largo de unas ciento cincuenta leguas desde su nacimiento hasta la desembocadura.

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