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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

El prisma negro (13 page)

BOOK: El prisma negro
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—Ahí —dijo Karris, apuntando con el dedo—. Humo.

Gavin no estaba seguro de que el hilillo negro fuera algo más que fruto de la imaginación de Karris, y ahora también de la suya. En cualquier caso, estaba detrás de las montañas, de modo que era irrelevante. Había abierto la boca para decirle eso a Karris cuando el cóndor sobrevoló una de las estribaciones. Una potente corriente ascendente los atrapó y los elevó aún más por los aires.

Gavin se quedó sin aliento. Solo había experimentado con el cóndor encima del agua. Ni siquiera se le había ocurrido cómo afectaría al aire el terreno que sobrevolaba. Ahora que lo había experimentado, tenía sentido. ¿Por qué si no describían sus círculos las aves de presa tan a menudo en los mismos lugares? Gavin siempre había asumido que serían buenos terrenos de caza. Ahora comprendía el verdadero motivo. Las corrientes ascendentes de aire.

—¿Podemos cruzar las montañas? —preguntó Karris.

Desde su nueva posición (Gavin miró abajo, tragó saliva e inmediatamente volvió a concentrarse en el horizonte) estaba seguro de que lo que habían visto era humo. Y para que resultara visible a tanta distancia, solo podía ser una de dos cosas.

Que sea un incendio forestal. Por favor, Orholam.

—Podemos. Pero si lo hacemos, no te reunirás con el hombre que debía darte la bienvenida al ejército del rey Garadul. Y si no es en el mar, no sé cómo conseguir que despegue el cóndor. Tendré que flotar río abajo hasta la desembocadura.

—Gavin, cuando veo tanto humo, pienso en engendros rojos. Una Antorcha podría reducir a cenizas una ciudad entera. ¿No ibas a detener a un engendro de los colores cerca de Ru? Estas gentes no valen menos que las de Ru. Puestos a ello, en Ru hay multitud de trazadores que podrían combatir juntos al engendro azul. Estas personas no tienen a nadie.

Gavin estaba comparando mentalmente el terreno que se extendía a sus pies con los mapas de Tyrea que conocía. Le sorprendió lo fácil que era, puesto que pocas personas gozaban de una perspectiva como esta, tan parecida a aquella con la que estaban dibujados la mayoría de los mapas. Miró en dirección a las montañas, contempló el remedo de paso que las atravesaba y la posición de la columna de humo. Lo asaltó un presentimiento, algo más poderoso que la mera intuición. No estaba aquí por accidente. No era ninguna casualidad que estuviera planeando en el lugar exacto desde el que podía verse ese fuego, ni que Karris lo acompañara. No se trataba de ningún incendio forestal. Y tampoco de ningún engendro rojo.

El fuego surgía de Rekton. Había sido una ciudad bonita antes de la guerra. Era la ciudad en la que vivía su «hijo». Gavin estaba seguro de ello, aunque estaban tan lejos que resultaba imposible alimentar ninguna certeza. Si Orholam existiera realmente, este sería el tipo de castigo que idearía para Gavin. O de prueba.

Fuera lo que fuese, debía elegir.

Cinco años por delante, y otros tantos grandes objetivos que cumplir. Y uno de ellos se podría calificar de desinteresado: liberar Garriston, que había sido arrasada a causa de él. Que padecía aún las consecuencias, por su culpa.

Si Gavin acudía a Rekton tendría que enfrentarse a la loca de Lina. Tendría que enfrentarse a su hijo Kip y decirle que él no era su progenitor. Lo siento, sigues siendo huérfano de padre. No sé de qué habla la zorra embustera de tu madre.

Eso sería digno de verse. También estarían cerca del ejército de Rask Garadul, por lo que Karris podría abrir sus órdenes, y las cosas se complicarían muy deprisa.

Lo único que debía decir era: «Tengo mis órdenes». Karris lo comprendería. Siempre había sido disciplinada. Hasta el extremo.

Pero tú no eres Karris. Esta no es su prueba.

Abrió la boca para decirlo, y el sabor de la cobardía le inundó la boca. No logró obligarse a empujar las palabras más allá de sus dientes apretados.

—Echemos un vistazo —dijo Gavin. Inclinó el cóndor y vio que se había decidido justo a tiempo. Atravesar la brecha entre las montañas sería una proeza.

Karris le apretó la mano con ojos rutilantes, aquellos ojos de jade verde salpicados de diamantes rojos. Por algún motivo, su júbilo le impactó más hondamente que cualquier posible desilusión. Aquel júbilo era un recordatorio de los dieciséis años de alegría que debería haberle proporcionado, alegría perdida. Con un nudo en la garganta, Gavin apartó la mirada.

Las montañas se cernían sobre ellos, y Gavin reparó por primera vez en la velocidad a la que viajaban. Aquí no había ninguna posibilidad de amerizar. Si las corrientes ascendentes que esperaba no los atrapaban enseguida, Karris y él dejarían una enorme mancha carmesí en la cara de estas montañas.

Orholam, si no sopla el viento, tampoco puede haber ninguna corriente ascendente, ¿verdad?

Se disponía a trazar un cojín rojo (aunque sin hacerse muchas ilusiones, sabedor de que no importaba el tamaño que le diera, sería insuficiente a la velocidad a la que volaban) cuando la corriente los atrapó. Fueron propulsados a gran velocidad hacia el cielo, forzadas al límite las alas del cóndor.

Karris profirió un alarido exultante.

La fuerza era increíble. Resultaba difícil estimar cuán rápido estaban elevándose, pero Gavin acortó las alas del cóndor para reducir la tensión y porque Rekton no estaba tan lejos como para que necesitaran tanta altura. Cuanto más subieran, más visibles serían. Pero eso le dio que pensar. Con toda la altura que podían proporcionarle las montañas, la autonomía del cóndor era inmensamente mayor de lo que creía.

Reflexionaría al respecto en otra ocasión. En estos momentos el problema era mantenerse bajo para que no los viera toda Tyrea, y perder una parte de la tremenda velocidad que habían acumulado. Trazó una boneta con la misma luxina azul que había empleado para amortiguar su caída cuando saltó de la Cromería. Se abrió al instante con un chasquido, impulsándolos hacia delante, y se desgarró casi igual de rápido.

Cuando recuperaron el equilibrio, Gavin lo intentó de nuevo. Verde esta vez, y mucho más pequeña. Selló la boneta a la luxina del cóndor para que no se hiciera jirones. Dio resultado, en parte. Aminoraron un poco. Ahora descendían a una velocidad casi ridícula. Gavin pugnó por expandir otra vez la envergadura de las alas.

—¿Qué puedo hacer? —exclamó Karris.

Gavin masculló una maldición. Apenas si había empezado a experimentar con el cambio de las alas del cóndor. En todos sus ensayos se había limitado a escorarse a uno u otro lado y prepararse antes de golpear el suelo o el agua. Gruñendo a causa del esfuerzo, levantó el borde frontal de las alas hacia el firmamento. Había que apuntar hacia arriba para subir, ¿no?

Era la maniobra menos indicada. Se inclinaron de repente hacia abajo. Para cuando equilibró las alas, estaban cayendo en picado. Peor aún, lo inopinado de la caída había provocado que sus pies ni siquiera tocaran el suelo. Carecía de apoyo contra el que empujar para seguir manipulando las alas. Volcó luxina contra el techo a fin de impulsar su cuerpo hacia abajo y empezó a afianzar los pies en el suelo, pero los eucaliptos se abalanzaban ya sobre ellos. Había reaccionado demasiado tarde.

Chocó contra el suelo de repente. El cóndor se hundió bajo las copas de los árboles, en una pradera, y comenzó a remontar el vuelo. No iba a conseguirlo.

Gavin hundió los dedos en la luxina mientras el cóndor arrollaba las ramas. La luxina azul crujió y se habría desmenuzado si él no estuviera sosteniéndola. Durante otro instante no pudo ver nada mientras se precipitaban a gran velocidad entre los árboles antes de ganar altura de nuevo. Cada vez más arriba, en un ángulo cada vez más cerrado.

Por fin miró a Karris, cuya piel se había convertido en un campo de batalla verde y rojo. Tenía las manos engarfiadas en el techo y las líneas de luxina se extendían desde sus manos hasta la parte posterior del cóndor. Había asumido el control de la cola, que relucía verde, doblada. Había salvado sus vidas, pero tenía los ojos cerrados a causa del esfuerzo, tensos los músculos mientras sostenía la cola frente a la fuerza del viento.

—¡Karris, estabilízala! —exclamó Gavin.

—¡Eso intento!

—Ya has ido demasiado…

En ese momento se pusieron cabeza abajo, volando en la dirección opuesta. La camisa de Gavin cayó sobre su cara, y cuando la apartó de en medio se habían estabilizado… cabeza abajo.

—¡No la estabilices ahora!

—¡A ver si te aclaras! —repuso Karris, erguida sobre las manos apoyadas en el techo. Gavin la ayudó a afianzarse de nuevo y, juntos, giraron las alas y la cola otra vez. Se vieron aplastados contra el suelo cuando la enorme ave de luxina recuperó la estabilidad una vez más, a tan solo veinte pasos de las copas de los árboles.

Gavin respiró aliviado por primera vez en lo que parecían horas. Comprobó el estado del cóndor. No encontró ningún desperfecto.

—¿Nos habrán visto? —preguntó Karris.

—¿Qué? ¿Quién? —¿Cómo era capaz de estar pendiente de tantas cosas al mismo tiempo?

—Esos —respondió Karris, inclinando la cabeza hacia abajo.

Gavin miró en dirección a Rekton. Se encontraban ya a escasas leguas de la ciudad, la cual, efectivamente, había ardido. Hasta los cimientos. Eso significaba o bien un engendro rojo asombrosamente poderoso, o bien algo completamente distinto.

Ese algo completamente distinto era lo que estaban contemplando. Había un pequeño ejército acampado alrededor de la ciudad. Solo podía tratarse de los hombres de Garadul.

Orholam misericordioso.

—No —dijo Gavin—. Tendrían que mirar al sol casi de frente para vernos.

—Ja. Hemos tenido suerte, supongo.

—¿A esto lo llamas tú suerte?

—¿Qué es eso? —lo interrumpió Karris.

Debajo de la ciudad, después de que las cascadas se convirtieran en rápidos y la furia del río Umbro se enfriara por fin, había un grupo de hogares. Casi una aldea, aunque todos los edificios humeaban. También había un trazador verde, con la piel rebosante de poder, enfrentado a varios de los Hombres Espejo del rey Garadul.

—¡Es un niño! —exclamó Karris—. ¡Dos! Gavin, tenemos que rescatarlos.

—Bajaré tanto como me sea posible. Rueda con el impacto. —Se estabilizaron diez pasos por encima de una llanura de rocas, matojos y arbustos rodantes. Gavin proyectó una pequeña boneta para frenar el cóndor de nuevo. Se abrió con un chasquido, pero esta vez ambos estaban preparados para el retroceso y se sujetaron con firmeza. Gavin proyectó otra, y otra más. Aminoraron más deprisa de lo que esperaba. El cóndor apuntó el morro hacia el suelo.

Gavin extendió las manos a los lados, reduciendo el cóndor a añicos. Mientras caían, envolvió a Karris y a él mismo en un gigantesco cojín de luxina naranja, ribeteada por una funda de verde segmentada y flexible, con el núcleo de amarillo superendurecido.

Golpearon el suelo; la luxina naranja y verde los frenó antes de explotar a causa de la fuerza del aterrizaje. La luxina amarilla formó una pelota apretada alrededor de cada uno de ellos. Gavin se estrelló en unos arbustos, rebotando y rodando media docena de veces antes de que la luxina amarilla se resquebrajara y lo lanzara sin miramientos al suelo. Agitó los dedos de las manos y los pies. Funcionaban todos. Se incorporó de un salto.

—¿Karris?

Le respondió un alarido que no auguraba nada bueno. Emprendió la carrera.

Karris se levantó ágilmente a veinte pasos de distancia. Tenía el pelo alborotado, pero Gavin no vio ninguna herida aparente. Se situó a su lado.

—¿Qué sucede? —preguntó.

Karris miró abajo de reojo. Había una serpiente de cascabel a sus pies, tan larga como los brazos extendidos de Gavin. Una daga inmovilizaba su cabeza contra el suelo. La daga de Karris.

Mientras Gavin se quedaba paralizado, boquiabierto, Karris apoyó un pie detrás de la cabeza de la serpiente y desclavó la daga; con la mano, por el amor de Orholam, sin ayuda de trazos. A veces Gavin olvidaba lo dura que era Karris. La mujer limpió la sangre con un pañuelo negro que los Guardias Negros llevaban encima a tal efecto; el negro no revelaba manchas de sangre difíciles de explicar. Sufrió un ligero estremecimiento mientras guardaba el pañuelo, pero Gavin sabía que no era fruto del miedo ni de los nervios. El cuerpo necesitaba tiempo para tranquilizarse tras la descarga de adrenalina desencadenada por la proximidad de la muerte.

Karris no le recriminó que hubiera estado a punto de matarla. Agarró el petate y la funda del arco, se ciñó el cinturón del yatagán al talle esbelto, comprobó que ni la hoja ni la vaina hubieran sufrido desperfectos durante la caída, y se colgó la bolsa a la espalda. Era como si la inesperada violencia le hubiera recordado quién era; y lo que no eran. De nuevo en el suelo, de vuelta a la realidad.

—Lo siento —dijo Gavin—. Debería haber elegido el mar.

—Si hubiéramos caído allí, podríamos haber encontrado tiburones. —Karris se encogió de hombros—. Y ahora estaría empapada. —Esbozó una sonrisa que no se extendió a su mirada. Gavin no iba a acceder a ella ahora. Había trabajo pendiente; y su trabajo era peligroso, un trabajo que podía conducir a la guerra, un trabajo que podía exigirle matar o morir. Debía aislarse implacablemente de cualquier posible distracción.

—Karris —dijo Gavin—. Lo que pone en esa nota… no es verdad. No espero que lo entiendas, o que me creas incluso, pero te juro que no es verdad.

La mujer lo observó con dureza, inescrutable. Conservaba los iris verdes como el jade, pero ahora las motas rojas llameaban como estrellas con forma de diamante. De una forma u otra, por medios mágicos o mundanos, ya fuera mediante la luxina o las lágrimas, Gavin sabía que esos ojos pronto serían rojos por completo.

—Rescatemos a los niños —sentenció Karris.

Empezó a correr y Gavin la siguió. Descendieron zigzagueando por una ladera dominada por los eucaliptos, cuyos jirones de corteza cubrían el suelo, abofeteados por la maleza. El objetivo de Karris era el más flacucho de los jóvenes, confiando en Gavin para salvar al que se enfrentaba al trazador rojo.

Pero daba igual. Ninguno de los dos iba a llegar a tiempo.

16

Era demasiado tarde para huir en dirección a la batea, o hacia Sanson, incluso. Una certeza glacial se apoderó de Kip: iba a morir. Le sorprendió su reacción. Ni pánico. Ni temor. Tan solo una furia contenida. Treinta Hombres Espejo de élite armados hasta los dientes contra un chiquillo. Un trazador rojo experto contra un crío que había trazado ayer por primera vez.

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