Alguien estaba gritando, pero el clamor de las olas le impedía entender las palabras. Aunque el agua solo se elevaba a un paso de altura, bastaba para obstaculizarle la vista. Se giró en redondo.
Una campana tañía y tañía. Kip se volvió en su dirección, y a pesar de las olas, distinguió la imponente silueta de la isla de los Cañones. No dejaba de alejarse. Comenzó a nadar. Una ola cayó sobre él como un mazazo, lo sumergió y lo volteó bajo el agua. Pataleó y pataleó, intentando no sucumbir al pánico. Sin conseguirlo. Le faltaba el aliento. Por Orholam, iba a morir. Pataleó una vez más, desesperado.
Subió a la superficie como un corcho, pero estaba desorientado de nuevo.
El pánico aflojó su presa. Sin saber cómo había logrado soslayar la resaca, y ahora las olas lo empujaban hacia la isla de los Cañones, aunque no hacia la rampa. Se dirigía a las rocas. Nadó vigorosamente de costado, hacia el sonido de la campana.
Ascendía con una de las olas cuando vio algo imposible. Puño de Hierro, con una cuerda amarrada al pecho, estaba corriendo… por el aire. Llevaba puestas unas gafas azules y tenía las manos apuntadas hacia abajo. Estaba arrojando luxina azul a sus pies, corriendo a gran velocidad, creando una plataforma para sostenerlo sobre la marcha.
Ante la atónita mirada de Kip, la plataforma de luxina azul, anclada de alguna manera a la isla de los Cañones, se partió con un crujido ensordecedor y empezó a hundirse entre las olas. Puño de Hierro dio un salto mientras la plataforma se desplomaba, liberando la luxina y ejecutando una zambullida perfecta.
Salió a la superficie justo al lado de Kip, con las gafas y el ghotra arrancados por las olas, y aferró a Kip con un brazo. A continuación, los hombres de la orilla empezaron a recoger la cuerda tan deprisa como podían. En menos de un minuto, Kip y el gigante subían por la rampa con paso tambaleante. Bueno, Puño de Hierro subía a grandes zancadas, con una mano engarfiada en la camisa de Kip para impedir que este se cayera, y el muchacho trastabillaba con las piernas desnudas convertidas en gelatina.
—No hemos podido rescatar a tu maestro, hijo. Lo siento —dijo Puño de Hierro. Una docena de soldados habían confluido en el estrecho pórtico del acceso trasero a la isla de los Cañones. Uno de ellos echó una manta por encima de los hombros de Kip—. Conducid adentro a este muchacho y cuidad bien de él —ordenó Puño de Hierro—. Debo atender unos asuntos en el Gran Jaspe. Lo llevaré conmigo e informaré a la familia. Diez minutos.
Mientras los soldados se llevaban a Kip, este oyó que Puño de Hierro mascullaba entre dientes:
—Maldita sea, eran las mejores gafas azules que tenía.
Liv Danavis cruzaba con paso rápido el Tallo de Azucena, el puente de luxina que conectaba la Cromería en la isla del Pequeño Jaspe con los mercados y los hogares de la isla del Gran Jaspe, intentando ignorar la tensión que le agarrotaba los hombros. Llevaba puesto un recio pantalón de lino y una capa para resguardarse del viento helado de la radiante mañana, llevaba el cabello oscuro recogido en una coleta, y aún conservaba puestos los mismos zapatos de cuero, sin tacones, que llevaba cuando llegó por primera vez a la Cromería, aterrada, con catorce años. Siempre había sentido la tentación de ponerse sus mejores galas cuando la llamaban, pero siempre se había resistido. Su adinerada e imperiosa preparadora conseguiría que se sintiera como una pordiosera sin importar cómo vistiese, de modo que prefería mostrarse desafiante. Si Dazen Guile hubiera ganado la Guerra de los Prismas, Liv sería lady Aliviana Danavis, hija del condecorado general Corvan Danavis. Su condición de tyreana sería un distintivo honorífico. No le debería nada a nadie. Pero Dazen había sido abatido, y quienes le juraron lealtad habían caído en desgracia; el padre de Liv había escapado por los pelos del verdugo pese a gozar de más estima que ningún otro general de cualquiera de los dos bandos. De modo que ahora era lisa y llanamente Liv Danavis de Rekton, la hija del tintorero. Y Ruthgar la poseía en propiedad. ¿Y qué? No la asustaba que la llamaran.
No mucho.
Aunque había pasado los tres últimos años en las islas de Jaspe, Liv no visitaba el Gran Jaspe a menudo. Las otras muchachas acudían todas las semanas para escuchar a los juglares, saborear platos que no hubieran salido de los fogones de la Cromería, conocer chicos que no fuesen trazadores y beber más de la cuenta tras los exámenes. Liv no podía permitirse nada de todo eso, ni quería apelar a la caridad de nadie, así que se mantenía al margen, alegando tener que practicar o estudiar.
La ventaja era que aún no se había vuelto inmune a las maravillas del Gran Jaspe. La isla entera estaba atestada de edificios, pero nada era aleatorio, al contrario que en su antiguo hogar o en Garriston. Las estructuras de estuco blanco resplandecían cegadoras al sol, elevándose en terrazas escalonadas por la distribución natural del terreno. Predominaban las formas geométricas: hexágonos y octágonos rematados por cúpulas. Todos los edificios cuyo tamaño lo justificaba (y muchos que no) lucían una cúpula, y estas eran de todos los colores del arco iris. Cúpulas azules del color del mar Cerúleo, cúpulas de oro batido en los hogares de los ricos, cúpulas de cobre que se tornaban gradualmente verdes y se bruñían todos los años para que volvieran a relucir el Día del Sol, cúpulas pintadas del color de la sangre, cúpulas recubiertas de espejos. Pero la belleza no se restringía a las cúpulas, sino que se extendía también a las puertas. Era como si toda la irrefrenable personalidad de los jasperitas se rebelara contra el conformismo de sus paredes blancas y sus cúpulas uniformes, pero solo en la decoración y el diseño de sus puertas. Maderas exóticas, diseños cincelados de todos los rincones de las Siete Satrapías y más allá, puertas en apariencia talladas en madera viva con hojas que aún crecían del Pueblo de los Árboles, arcos de herradura tyreanos, escaques parianos, portales inmensos en edificios humildes, portezuelas minúsculas en estructuras colosales.
Pero no menos icónicas que las cúpulas de colores y las relucientes paredes blancas del Gran Jaspe eran las Mil Estrellas. Todas las calles se extendían perfectamente rectas, y en todas las intersecciones se alzaba un par de arcos angostos, muy finos, imposiblemente esbeltos sobre sus patas blancas, de al menos diez pisos de altura, que confluían muy por encima del cruce en una bóveda de arista. Montado sobre eslabones giratorios en el pináculo de dicha bóveda se encontraba un espejo redondo, sumamente pulido, inmaculado, tan alto como una persona. Debido a la distribución especial de las calles, en cuanto el sol conquistaba el horizonte, la luz se podía dirigir a cualquier parte.
Hacía tiempo, los constructores dijeron: En esta ciudad no habrá ninguna sombra que escape al ojo de Orholam. En ninguna otra parte del mundo duraban tanto los días como en el Gran Jaspe.
Su función original, deducía Liv, había sido aumentar el poder de los trazadores de la isla. En otras ciudades densamente pobladas, tarde o temprano los edificios eclipsaban el sol. Eso no solo imprimía un halo sombrío a la ciudad, sino que aumentaba la vulnerabilidad de los trazadores que pasearan por sus calles. Aquí las distancias que mediaban entre los edificios estaban calculadas al detalle, en función de su altura y su anchura, lo que formaba pozos de luz naturales, pero con las Mil Estrellas, un trazador podía disponer de tanta energía como fuese capaz de controlar durante más horas que en ninguna otra parte.
El Día del Sol, hasta la última de las Mil Estrellas se convertía en esclava del Prisma. Adondequiera que lo llevasen sus pasos, todos los espejos giraban para iluminarlo. Evidentemente, algunos edificios bloqueaban los rayos de luz, pero daba igual dónde estuviera, aun en las zonas más pobres, había al menos un puñado de vías sin obstruir. De hecho, antes de que se aprobara la construcción de cualquier edificio, sus planes debían superar una inspección para garantizar que no interferiría con las Mil Estrellas. Solo unos pocos habían conseguido burlar las normas, como el palacio de Guile.
Por supuesto, pensó Liv, las leyes no se aplican por igual a los obscenamente ricos. Jamás. Aquí no.
A todos los principados de la ciudad se les permitía decidir cómo querían emplear sus estrellas cuando no fueran necesarias con fines defensivos, de seguridad o religiosos. Algunos movían las estrellas según un horario estricto, formando un reloj luminoso fácilmente visible para todos los habitantes del distrito.
Hoy era día de mercado en las Embajadas, el primer principado que cruzó Liv. Habían acoplado unas difusas lentes amarillas a la mitad de sus estrellas, bañando de luz animada toda una gran plaza. Media docena de trazadores amarillos sin gafas, contratados especialmente para la ocasión, hacían malabarismos con agua brillante, luxina amarilla líquida. En el aire explotaban dragones, grandes surtidores de luxina amarilla, vaporosa y resplandeciente, se elevaban por los aires, atrayendo un gran número de personas al mercado. La otra mitad de las estrellas, equipadas con lentes de todos los colores, giraban en grandes círculos alrededor de la plaza produciendo un efecto vertiginoso.
Liv compadecía a los monos de las torres (esclavos menudos, por lo general niños) que tuvieran que trabajar las cuerdas ese día. Entre los esclavos, recibían un trato cordial, incluso un sueldo digno, pues el servicio que prestaban a los guardianes de las estrellas se consideraba importante, técnicamente complejo, hasta sagrado, pero se pasaban un día tras otro en parejas en los ejes estrechos, uno oteando y otro accionando las cuerdas con dedos ágiles, trabajando a menudo desde el primer destello del amanecer hasta la noche cerrada sin descanso salvo para intercambiar los puestos. Cuando el Prisma o un supervioleta viajaban y necesitaban utilizar las estrellas, podían hacerlo sin necesidad de intermediarios, por medios sortílegos. Pero cualquier aplicación mundana requería los servicios de los monos.
Distraídamente, Liv contempló la posibilidad de tocar una de las líneas de control supervioletas tendidas en la calle y tomar el mando de una estrella, tan solo para sembrar un poco de caos en la fiesta de los ricachones. Esa era la ventaja de ser supervioleta. Nadie podía saber que estabas trazando a menos que pudiera ver el supervioleta a su vez.
Aun así, tampoco sería la primera estudiante en hacer algo parecido. Las bromas de ese tipo recibían un castigo fulminante y severo.
Las mariposas se resistían a abandonar el estómago de Liv. A pesar del bullicio del gentío madrugador, los gritos de los mercaderes, los cantos de los juglares y el crepitar de los fuegos artificiales de agua brillante, nada podía distraerla de su inminente reunión.
La Encrucijada era una casa de kopi, restaurante, taberna, la posada más cara de los Jaspes y, con tan solo bajar unas escaleras, supuestamente también un burdel no mucho más asequible. Gracias a su ubicación en el centro del distrito de las Embajadas resultaba idóneo para todos aquellos diplomáticos, espías o comerciantes que tuviesen asuntos que tratar con los distintos órganos del gobierno y los trazadores que acabaran de cruzar el Tallo de Azucena, puesto que el edificio que contenía la Encrucijada era una antigua embajada. La de Tyrea, para ser exactos. Liv se preguntó si su preparadora lo habría elegido por ese mismo motivo, o tan solo porque sabía que era demasiado caro para Liv.
Liv subió la majestuosa escalera que conducía a la segunda planta, donde se hallaba la casa de kopi. Una bella recepcionista la saludó con una sonrisa deslumbrante. La Encrucijada disponía del mejor equipo de empleados de la ciudad: hasta el último hombre, mujer y esclavo de mesa era tan atractivo como impecable su atuendo e intachable su profesionalidad. Liv siempre había sospechado que aquí los esclavos ganaban más que ella. Aunque eso no era difícil. En realidad, era la primera vez que Liv entraba en ese lugar.
—¿En qué podemos serviros hoy? —preguntó la recepcionista—. Disponemos de unas mesas encantadoras junto a la ventana del sur. —Refinadamente, evitó fijarse demasiado en el mediocre atuendo de Liv.
—Una mesa privada, a ser posible. Estoy esperando a una… amiga de la embajada ruthgari, Aglaia Crassos.
—Por supuesto, me encargaré personalmente de indicarle el camino. —El personal de la Encrucijada conocía a toda la gente que merecía la pena conocer por su nombre—. ¿Necesitaréis que silenciemos la mesa?
¿Silenciar? Ah. Liv entornó los párpados para ver el supervioleta. Por supuesto. Se le había olvidado; también había oído hablar de eso. Un tercio de las mesas del establecimiento estaban encerradas en burbujas supervioletas. Las burbujas tenían agujeros, por supuesto, de lo contrario los clientes se asfixiarían en su interior, de modo que el sonido no se podía amortiguar por completo, pero sin duda garantizaba que espiar una conversación fuera mil veces más difícil. Algunas de las burbujas disponían incluso de pequeños ventiladores supervioletas que las abastecían de aire fresco. Lo cual, comprendió Liv, era eminentemente práctico. Los comensales que habían optado por una burbuja pero no por el ventilador parecían incómodos a causa del calor.
Liv iba a jugársela y apostar a que los ventiladores estaban disponibles a cambio de un pequeño suplemento adicional.
Ahora que miraba, se dio cuenta de que la recepcionista era una trazadora supervioleta a su vez; el halo de sus pupilas cubría apenas una tercera parte del iris. No era de extrañar que Liv no se hubiera percatado enseguida. Cuando un trazador supervioleta se adentraba demasiado en su senda, el color de sus ojos comenzaba a filtrarse en el espectro visible, produciendo un suave tinte violeta difícil de ver en los ojos castaños pero que volvía los ojos azules asombrosamente bonitos. Algo de lo que Liv no disfrutaría jamás, con sus insulsos ojos marrones.
—De hecho… —dijo Liv. Giró su capa para que la mujer pudiera ver el dorso. Era corriente que los supervioletas tejieran un diseño añadido en su atuendo para que otros supervioletas pudieran identificarlos.
Las pupilas de la recepcionista se transformaron en cabezas de alfiler en un abrir y cerrar de ojos tras echar un vistazo a la capa de Liv.
—Muy elegante. Los supervioletas están invitados a trazar su propio sistema de insonorización. Avisadnos tan solo de que vais a silenciaros durante vuestra visita para evitar que el servicio cometa algún error.
La mujer condujo a Liv hasta una mesa junto a las ventanas que daban al sur, abiertas para permitir el paso de la claridad natural. Había sol en abundancia en el triforio (los arcos y los contrafuertes sostenían con facilidad todo el peso del tejado, por lo que las ventanas de la segunda planta se extendían desde el suelo hasta el techo), pero una de las desventajas de ser supervioleta era que las ventanas gruesas como las que había allí entorpecían la captura de la luz. Cualquier trazador experto podría seguir usando su magia, pero tardaría más y algunos trazadores terminaban padeciendo jaquecas.