Ese debía de ser el punto débil. Ahí la luxina tenía que ser más delgada, más simple, para que Gavin pudiera manipularla a fin de ver a través de ella. Estaría protegida, por supuesto, pero Gavin no podía haber pensado en todo. Solo había dispuesto de un mes.
Sin embargo, todas las pruebas con fuego de Dazen habían sido un fracaso. La luxina roja era inflamable, así que había pensado que podría trazar luxina roja si se cortaba. Y así era, pero muy poca. No serviría de nada a menos que consiguiera hacerla arder. El fuego le proporcionaría todo un espectro luminoso con el que trabajar, y lograría escapar. Pero no tenía nada con lo que provocar una chispa. Intentar extraer calor de su propio cuerpo casi dio resultado, o al menos creía que había estado cerca, aunque estuvo a punto de matarse la última vez, aterido.
Era sencillamente imposible. Moriría aquí abajo. No podía hacer nada.
Trazó una maza y, con un alarido, la descargó contra la pared. La herramienta, como no podía ser de otra manera, saltó en mil pedazos. El golpe no dejó ni tan siquiera un rasguño en la superficie.
Dazen se frotó la cara. No, la desesperación era su peor enemigo. Debía ahorrar fuerzas. Mañana restregaría la concavidad un poco más. Tal vez mañana fuese el día.
Sabía que no tenía la menor posibilidad, pero se aferró a esa mentira.
En la pared, el cadáver soltó una risita.
—Tenemos que hablar acerca de tu futuro —dijo Gavin—. Tienes varias opciones.
Kip miró al Prisma a través del fuego que los separaba. La oscuridad se cernía veloz sobre su islote. Kip había dormido durante horas, al parecer, se había perdido Garriston por completo y solo había despertado cuando la embarcación dio una sacudida al golpear la arena, ya de noche.
—¿Cuánto tiempo me queda de vida? —preguntó Kip. Estaba malhumorado, hambriento, y empezaba a comprender algunas de las consecuencias de lo ocurrido en los dos últimos días.
—Solo Orholam conoce la respuesta. Yo no soy más que su humilde Prisma —dijo Gavin, con una sonrisa traviesa aleteando en los labios. Tenía la mirada perdida en la oscuridad.
—Ya sabes a qué me refiero. —Las palabras de Kip sonaron más ásperas de lo que pretendía. Todas las personas que conocía habían muerto, y él iba a convertirse en un trazador verde. Había visto su futuro en el engendro de los colores: muerte, o locura y después muerte.
Gavin fijó la mirada de golpe en Kip. Hizo ademán de decir algo, pero se contuvo.
—Cuando uno traza —habló al fin—, su cuerpo cambia, y el cuerpo interpreta ese cambio como una herida. La restañará en la medida de lo posible, pero es una batalla perdida de antemano, como luchar contra los estragos de la edad. La mayoría de los trazadores varones consiguen llegar a los cuarenta. La media de edad de las mujeres es de cincuenta años.
—¿Significa eso que la Cromería nos mata o nos vuelve locos?
Las facciones de Gavin se endurecieron.
—Te estás poniendo emocional. Creo que no estás preparado para esto.
—¿Que no estoy preparado? —Gavin tenía razón, y Kip lo sabía. Tenía los nervios de punta. Debería cerrar el pico, pero no pudo contenerse—. No estaba preparado para que asesinaran a todas las personas que conocía. No estaba preparado para empalar a unos jinetes y saltar por una cascada. Las palabras no significan nada. ¿Qué pasa? ¿Tenemos que suicidarnos cuando dejamos de ser útiles? —¿Por qué gritaba? ¿Por qué estaba temblando? Orholam, había jurado por su alma que mataría a un rey. ¿Habría perdido ya la razón?
—Algo por el estilo.
—¿Es eso o convertirse en un engendro de los colores?
—Correcto.
—Bueno, en tal caso ya hemos hablado acerca de mi futuro —dijo con amargura Kip. Sabía que se estaba comportando como un mocoso malcriado, pero no podía evitarlo.
—No me refería a eso, y tú lo sabes —repuso Gavin.
—¿Quién te dice lo que yo sé o dejo de saber, «padre»?
Fue como ver saltar un resorte. En un abrir y cerrar de ojos, el Prisma pasó de estar sentado frente a Kip, al otro lado de la fogata, a plantarse delante del muchacho con un brazo amartillado. Kip golpeó la arena antes de darse cuenta, con la cabeza resonando debido al manotazo de Gavin y el trasero arañado por el tronco del que acababa de caerse, sin respiración a causa del impacto.
—Has vivido un infierno, de modo que he sido más tolerante contigo que con nadie en toda mi vida. ¿Querías encontrar mi límite? Pues bien, ahí lo tienes.
Kip rodó hasta ponerse boca arriba mientras recuperaba el aliento. La humedad que le rodeaba las comisuras de los labios se había cubierto de arena. Se limpió con el dorso de la mano. No era sangre, solo saliva.
—¡Por las pelotas de Orholam! —dijo—. ¿Sabes lo que he encontrado? ¡Un límite! ¡Soy el mayor descubridor desde Ariss el Navegante!
Gavin se estremeció; su rostro se convirtió en una máscara. Giró los hombros y torció el cuello a un lado y al otro, obteniendo sendos chasquidos. Aunque estaba de espaldas al fuego, Kip vio las espirales de luxina roja que se arremolinaban en sus ojos.
—¿Qué vas a hacer? ¿Pegarme? —preguntó Kip. Solo era dolor.
A veces Kip se aborrecía por cómo veía la debilidad. El Prisma lo amenazaba y lo primero que veía Kip era la vacuidad de la amenaza. Gavin no le daría ninguna paliza por el sencillo hecho de que era un buen hombre y Kip estaba indefenso.
Por un momento la expresión de Gavin se ensombreció hasta tornarse asesina, pero a continuación se redujo a meramente intensa. La más fugaz de las sonrisas destelló en su mirada.
—Respira hondo —dijo con voz queda.
—¿Qué?
El Prisma agitó con suavidad una mano en el aire, como si estuviera espantando una mosca. Una gota de luxina roja salió disparada de sus dedos y salpicó los labios de Kip. El muchacho cogió aire por la nariz antes de que la luxina se extendiera y se la tapara también. A continuación le envolvió la nuca, se propagó por su coronilla y se solidificó. Tan solo los ojos de Kip permanecían al descubierto; tenía la nariz y la boca tapadas, bloqueadas por completo. No podía respirar.
—Me recuerdas a mi hermano —dijo Gavin—. Nunca podía derrotarlo si se crecía. Y cuando lo conseguía, me felicitaba con una condescendencia que hacía que me preguntara si no me habría dejado ganar. ¿Ves las rendijas en las cosas? Bien. Eso demuestra que eres un Guile. Toda nuestra familia comparte ese don. Incluido yo. Piensa en esto, Kip: tengo un montón de problemas que podrían esfumarse si dejara esa máscara en tu cara hasta que murieses. Deberías pensártelo dos veces antes de emplear la conciencia de un hombre en su contra. Podrías descubrir que carece de ella.
Kip escuchó, conservando las fuerzas contra el pánico creciente, seguro de que cuando Gavin terminara de hablar le quitaría la luxina de la cara. Pero Gavin terminó de hablar y no le quitó la máscara. El estómago de Kip dio un vuelco cuando su diafragma intentó absorber más aire, cuando se contrajo para expeler el aire viciado que tenía dentro. Nada.
Se llevó las manos al cuello, intentando encontrar el borde donde la luxina tocaba la piel. Pero la línea era muy fina, la luxina estaba adherida a la piel. No podía introducir las uñas por debajo. Tanteó alrededor de su cabeza, sus ojos. Si clavaba las uñas en la piel que le rodeaba los ojos, más suave, podría levantar el filo de la máscara y meter un dedo debajo. Se le nublaba la vista. Miró a Gavin, implorante, convencido de que el hombre reaccionaría ahora.
Gavin lo observaba sin apiadarse de él.
—Si lo único que vas a respetar es la fuerza, Kip, primero, eres imbécil, y segundo, has encontrado a la persona adecuada.
El pánico lo dominó por completo. Tendría que haberlo sabido. Kip pataleó, intentó gritar, arañó el fino borde de luxina alrededor de sus ojos, pero apenas si lo había tocado cuando se agotó la fuerza que aún conservaba en las manos. Tendría que haber sabido que no podía confiar…
Tras toda una jornada de viaje, el anochecer encontró a Karris cruzando un bosque desde el que se divisaba el intenso y monótono resplandor de Rekton a lo lejos. La oscuridad se había asentado ya, al igual que el aire frío en la maleza. Su dominio del subrojo le permitía utilizar la visión nocturna, pero esta distaba de ser perfecta; en las noches iluminadas por la luna, como hoy, prefería alternar entre ambos tipos de vista. La luz que quedaba por debajo del espectro visible era imprecisa y dificultaba el reconocimiento de los matices. Incluso los rostros se reducían a simples manchas de calor salpicadas de zonas más o menos brillantes, y distinguir las expresiones y los gestos más sutiles, o incluso identificar una cara a cierta distancia, no siempre era tarea sencilla.
El resplandor significaba que Rekton aún seguía ardiendo. Karris rodeó lentamente la ciudad mientras ascendía por la última colina. Evitó la carretera mientras, a la luz plateada de la luna, admiraba la cascada que se erguía justo al pie de la ciudad. Le extrañaba no haber visto a nadie circulando por la carretera en todo el día. Si nadie escapaba de Rekton corriente abajo, eso podría significar que no había supervivientes. Pero también resultaba extraño seguir el río entre las tierras cultivables y no cruzarse con más asentamientos. Había visto naranjales que a todas luces no recibían la menor atención desde la guerra, aunque seguía produciendo frutos. Estos eran tan escasos como frondosos y caóticos los árboles, que crecían aleatoriamente en comparación con los cuadros con escenas de la cosecha que conocía Karris, pero seguían en pie. Le costaba creerlo, con el precio que alcanzaban las naranjas de Tyrea, más pequeñas pero también más dulces y jugosas que las atashianas; las naranjas parianas no tenían ni punto de comparación. ¿Nadie había reclamado estas tierras después de la guerra?
¿Realmente habían muerto tantas personas en la Batalla de la Roca Hendida que incluso ahora, dieciséis años después, la tierra seguía estando en barbecho, entregando sus frutos tan solo a los ciervos y los osos?
Karris no vio ningún cadáver hasta que entró sigilosamente en la ciudad, aún humeante, envuelta en su capa negra con capucha. Estaba siguiendo la carretera principal, de empedrado homogéneo y cuidado, señal, en opinión de Karris, de que el lugar estaba bien gobernado. Un cuerpo calcinado yacía en medio de la calle, bocabajo, con un brazo extendido, apuntando con un dedo al interior de la ciudad. Tan solo la mano y el dedo estirado habían escapado de las llamas. Le faltaba la cabeza.
No había visto ningún incendio parecido desde la guerra. Durante el conflicto, los ejércitos se habían enfrentado varias veces en zonas donde los cadáveres no podían recibir sepultura y el combustible natural para las piras funerarias escaseaba. Había que eliminar los muertos para no perder aún más soldados por culpa de la enfermedad, de modo que los trazadores rojos rociaban los cadáveres con un rápido chorro de gelatina roja. Estas capas improvisadas, aun trazadas descuidadamente, podían prenderse enseguida. Problema resuelto. Sin embargo, la incineración no era completa. Si los cuerpos se quemaban individualmente, en vez de en montones, los esqueletos sobrevivían a las llamas. Si el trazador no era meticuloso, había partes del cuerpo que no podían reducirse por completo a huesos carbonizados. Los costillares y las calaveras acababan repletas de carne humeante; suficiente en tiempos de guerra cuando había que eliminar los restos del adversario para evitar la propagación de enfermedades, pero no para los compatriotas de uno.
Aunque el rey Garadul no había combatido en esa guerra, estaba imitando sus peores prácticas; con su propia gente.
Como sospechaba, la mano extendida condujo a Karris hasta más cadáveres. Al principio yacían muy espaciados entre sí, después uno cada treinta pasos, cada veinte, cada diez. Todos estaban decapitados. Los cuerpos flanqueaban ahora la carretera principal formando una hilera compacta frente a las ruinas humeantes de hogares y comercios. El calor había agrietado los cuidados adoquines, surcados de extrañas huellas. Karris tardó en comprender de qué se trataba, pero al acercarse su significado se tornó evidente: eran las marcas que habían dejado los cadáveres arrastrados, franjas de sangre seca dibujadas por los cuerpos sin cabeza transportados desde la plaza.
Se detuvo en medio del humo y la carnicería antes de doblar la esquina que habría de llevarla a la plaza de la ciudad. Desenvainó la espada corta, pero no se puso las gafas. Si había una trampa, estaría aquí, pero había calor y rojo en abundancia para permitirle luchar por medios mágicos, llegado el caso. Aunque su objetivo no fuera infiltrarse sin que la vieran, no había necesidad de anunciar su condición de trazadora a menos que fuese imprescindible. Llegado el momento, las llamas hablarían por ella.
Karris dobló la esquina.
Orholam misericordioso.
No habían quemado las cabezas, sino que las habían amontonado en el centro de la plaza de la ciudad, conservadas en un envoltorio de luxina amarilla y azul. Ojos vidriosos, rostros mutilados, regueros de sangre que manaban desde lo alto en macabra imitación de las pirámides de champán del Baile de los Señores de la Lux. Karris se esperaba algo así después de ver todos esos cadáveres decapitados, pero esperarlo no era lo mismo que verlo. La sobrevino una arcada. Se giró y apretó las mandíbulas con fuerza, pestañeando un par de veces seguidas, como si sus párpados pudieran borrar el horror de sus ojos. Paseó la mirada por el resto de la plaza mientras se le asentaba el estómago.
Si Gavin hubiera visto esto, habría matado al rey Garadul. Tan inexorable como el mar, tan implacable como Orholam, habría perseguido hasta al último de estos monstruos. A pesar de lo que hubiera hecho durante la guerra y antes, a pesar de cómo se había portado con ella, desde la Guerra del Falso Prisma Gavin había recorrido las Siete Satrapías impartiendo justicia. En dos ocasiones había hundido sendas flotas piratas ilytianas, había ejecutado al rey bandido de los Demonios de Ojos Azules, había luchado por la paz cuando estalló la guerra una vez más entre Ruthgar y el Bosque de Sangre, y había llevado al Carnicero de Ru ante la justicia. Aparte de los tyreanos, todo el mundo lo amaba. Y su venganza habría sido temible en este escenario, aun por los tyreanos. Jamás hubiera tolerado algo así.
La mayoría de los edificios eran montañas de escombros humeantes al gris que antecedía al amanecer. Aquí y allá se erguían paredes solitarias, abrasadas, ennegrecidas y aisladas de sus compañeras derrumbadas. La residencia de la alcaldesa, si eso es lo que era (se trataba del edificio más grande que había visto en los alrededores, con una escalinata que daba a la misma plaza), había quedado irreconocible por completo. Los soldados la habían arrasado; no quedaba piedra sobre piedra.