—¡Mira, Kip —dijo el muchacho—, alguien ha escrito la palabra inocente en el cielo! —Levantó la cabeza y puso cara de estupefacción—. ¿Eh? ¿Dónde?
Gavin soltó una carcajada, y a menos que le engañaran los ojos, a Kip le pareció ver que incluso Puño de Hierro esbozaba una sonrisa.
—Le cuesta arrancar, pero cuando se lanza no hay quien lo pare. No sé a quién me recuerda. —Su sonrisa no dejaba lugar a dudas sobre la identidad de ese quién. Apoyó una mano en el hombro de Kip.
Una miríada de sensaciones inidentificables sobrevino al muchacho. Ese contacto lo reafirmaba: Este es mi chico, decía. Su madre había pronunciado esas mismas palabras en no pocas ocasiones, siempre después de que Kip cometiera algún estropicio. Nunca las había dicho con orgullo.
Gavin Guile no era solo un gran hombre. También era buena persona. Kip haría cualquier cosa por él.
—General, debo hablar con vos. —Liv Danavis había encontrado a su padre en el tejado del Palacio de Travertino, ante una mesa cubierta de listas e informes. Aún no había amanecido, y Corvan se resguardaba de la helada embozado en su manto. Estaba de pie, ignorando el trabajo por el momento, con las nalgas apoyadas en el canto de la mesa, mirando hacia el este.
—Así que esta mañana es «general» en vez de «padre». Debo de haberme metido en algún lío. —Las comisuras de sus labios se curvaron—. Ven aquí.
Liv se situó a su lado, y Corvan la atrajo hacia sí para que pudieran contemplar juntos la salida del sol.
—Los instantes hermosos nos ayudan a superar los momentos difíciles —dijo su padre. Liv lo observó mientras el sol se elevaba. Sus ojos azules (halo rojo mediante, por supuesto) parecían cansados. Corvan Danavis siempre había sido capaz de pasar sin dormir durante más tiempo que nadie que Liv conociera, por lo que la muchacha sabía que su fatiga no se debía a lo temprano de la hora. No era la primera vez que veía esa expresión en su rostro, pero pensó que tal vez fuese la primera vez que la comprendía.
Antes, siempre que veía ese gesto, los ojos entrecerrados, la jovialidad ausente en unas facciones por lo general risueñas, era porque su padre estaba reviviendo alguna batalla. Hoy se disponía a ver cómo morían más hombres… y a luchar por la misma persona que había asesinado a los suyos en el pasado, Gavin Guile. Debía de ser desgarrador.
El sol nació envuelto en espectaculares rosas y naranjas que se reflejaban en las olas, y la tensión abandonó lentamente los ojos de su padre. Liv se fijó en las pecas que los rodeaban bajo la piel tostada, y en los delicados destellos rojizos que el sol arrancaba a sus cabellos. Ella no había heredado ni las unas ni los otros, como tampoco los ojos azules que contribuirían a hacer de ella una trazadora más poderosa.
Corvan movió ligeramente los labios, silabeando. Oh, estaba rezando, comprendió Liv. Una vez concluida su oración, formó un triángulo con tres dedos extendidos: el pulgar sobre el ojo derecho, el dedo corazón sobre el izquierdo y el índice sobre la frente, el ojo espiritual. Completó el gesto tocándose la boca, el corazón y las manos. El tres y el cuatro, el siete perfecto, sellado por Orholam. Aquello que ves, aquello en lo que crees, aquello que haces.
Sin volver la espalda al sol que ya se elevaba sobre el horizonte, dijo:
—Has venido para preguntarme cómo es posible que combata a favor de mi antiguo enemigo.
—Mató a mamá —repuso con voz glacial Liv.
—No, Aliviana, no es cierto.
—Pues su gente. Es lo mismo.
—La situación es más complicada de lo que parece.
—¿Y qué me quieres decir con eso? ¡No me trates como si fuera una niña!
—Perdona Aliviana, pero tengo que proteger…
—Ya he cumplido los diecisiete. ¡Hace tres años que sobrevivo sin tu ayuda! Ya no hace falta que me protejas.
—No hablaba de protegerte de nada —dijo Corvan—, sino de proteger a los demás de ti.
¿Cómo? Liv sintió como si acabaran de darle un puñetazo en el estómago. ¿Su padre no confiaba en ella?
—¿Sabes quién tenía diecisiete años cuando llevó el mundo al filo del abismo? —preguntó Corvan—. Dazen Guile.
—Pero… pero… no es lo mismo, ni por asomo.
—Aliviana, solo te pido que confíes en mí. Conozco a padres que se aprovechan de su situación y exigen una obediencia ciega a sus hijos. Yo nunca te he pedido nada por el estilo, ¿verdad? Cuando te empeñaste en ir a la Cromería a pesar de mi oposición, cuando te dije que todo lo que necesitabas saber sobre el trazo podía enseñártelo yo, ¿qué pasó?
—Dejaste que me fuera. —Al final.
—Y allí lo pasaste espantosamente mal, pero me demostraste lo fuerte que eres, y hete aquí ahora. Me siento orgulloso de ti, Aliviana. Has nadado con los demonios marinos y has sobrevivido. Pero te ruego que confíes en mí. Estoy obrando correctamente. Te lo prometo. No me he olvidado de tu madre. Ni de ti.
La negativa en redondo de su padre a ser más sincero y explícito desarmó a Liv; incapaz de aferrarse a la indignación que la embargaba, no pudo seguir mirándolo a los ojos. Corvan se escudaba tras su historial, y ella mejor que nadie sabía que este era impecable. También sabía que nada sería capaz de hacerle cambiar de parecer tras haber tomado una decisión de esta envergadura. Por mucho que Liv se obstinara, no conseguiría nada.
Desistió de su empeño.
—Admirarlo resultaba mucho más sencillo cuando no estaba librando ninguna guerra en nuestra tierra. Quiero decir, ni siquiera pensaba en la guerra cuando lo tenía cerca.
—¿Encaprichadilla? —sugirió su padre.
Las mejillas de Liv se tiñeron de rosa.
—Un poquito, tal vez —refunfuñó.
—Me extrañaría que no lo estuvieras. Después de todo, es quien es —dijo Corvan, encogiéndose de hombros.
—¿De verdad que no es el responsable de la muerte de mamá? —preguntó Liv, temblorosa.
—¿Responsable? Eso se puede interpretar de muchas maneras. Si los Guile no hubieran ido a la guerra, ¿seguiría con vida tu madre? Probablemente. Pero te puedo asegurar dos cosas: Gavin no ordenó en ningún momento la muerte de tu madre, ni la deseaba, y está completa e irremediablemente loco por una mujer, y no se trata de ti.
—Eso son tres cosas, ¿no? —preguntó Liv, regalando una sonrisa a su padre.
Corvan le devolvió el gesto.
—Te llevas una de regalo por ser mi hija.
—¿Qué está haciendo aquí? Los hombres del Prisma incendiaron esta ciudad, asesinaron a decenas de miles. Desde entonces no ha vuelto a demostrar el menor interés por Garriston. Entonces, ¿qué quiere ahora? ¿No le importaba cuando nadie la quería, pero ahora que eso ha cambiado, no soporta la idea de perderla?
—Los hermanos Guile no eran dos, sino tres. El menor de ellos, Sevastian, murió a manos de un engendro azul cuando Gavin contaba unos trece años de edad. El primer propósito de Gavin es proteger a los inocentes de los engendros de los colores. O, si prefieres verlo de forma menos caritativa, exterminar a todos los engendros de los colores que se crucen en su camino. El rey Garadul tiene engendros a su servicio, o al menos así lo cree el Prisma. De modo que hay que pararle los pies.
—¿Un engendro azul? Eso es absurdo. ¿Los azules no eran racionales?
—Liv, la gente compara la ruptura del halo con enloquecer en un abrir y cerrar de ojos, como si se pasara bruscamente de la vida a la muerte. No es así. Algunos engendros de los colores se aferran a un remedo de cordura durante semanas, o incluso meses. Algunos sobrellevan su estado durante la noche, pero a la luz del día sucumben por completo al influjo de su color. La locura se manifiesta siempre de forma distinta. Un azul puede sucumbir a una rabia asesina; un rojo puede parecer sereno y filosófico. Por eso son tan peligrosos. Mira, ¿quieres echarme una mano?
—Vale —respondió Liv—. ¿Qué tengo que hacer?
—¿Sabes fabricar granadas de luxina?
—¿Qué? No.
—¿Qué enseñan a los tenues en la Cromería hoy en día?
—¡Oye!
Corvan esbozó una sonrisa.
—¿Llevas las gafas encima?
—Por supuesto —dijo Liv.
—Bueno, pues me vendría bien algo de amarillo.
—El amarillo no es precisamente mi fuerte. Quiero decir, no sé hacer agua brillante sólida.
—No es eso lo que necesito —replicó Corvan—. ¿Sabes qué ocurre si fundes rojo y amarillo líquido, sellas la mezcla herméticamente en un recipiente azul y la estrellas contra algo?
—Pues… ¿algo bueno?
—¡Bum! —dijo Corvan—. También puedes emplear supervioleta para el recipiente, pero los lanzadores se pondrían nerviosos.
¿Coger un explosivo sin poder ver si el envoltorio está intacto? Liv pensó que cualquiera sentiría reparos.
Corvan le lanzó una bola de luxina azul. Liv la atrapó al vuelo y se sorprendió al oír un cascabeleo. La observó atentamente. La pelota contenía unas diminutas postas redondeadas, como balas de mosquete. Por algún motivo, eso la desconcertó.
—Esto, esto…
—Eso es lo que hace que las granadas maten a la gente. Y eso es lo que vamos a hacer nosotros, Aliviana. Matar gente. Aquí y ahora. Vamos a usar el don de Orholam para asesinar a sus hijos. La mayoría de los cuales son unos pobres diablos con los que en otras circunstancias podríamos trabar amistad. Es un mundo cruel. ¿Quieres que te mienta al respecto? ¿Quieres que te proteja, después de todo?
Liv sintió cómo la sangre huía de sus mejillas. Las palabras de su padre eran una esponja que absorbía todas sus ilusiones y amenazaba con no dejar ni rastro de la alegría inicial que le había producido el rencuentro, la ilusión de volver a contar con alguien que tomara las decisiones por ella. Algo se rompió en su interior.
—Padre, no puedo hacerlo —dijo—. No puedo matar tyreanos, ni por la Cromería ni porque tú me lo ordenes.
Por un momento, vio que un profundo pesar empañaba la mirada de su padre. Por primera vez en su vida, Corvan parecía viejo, abatido.
—Liv. —Hizo una pausa—. Tarde o temprano tendrás que decidir no solo en qué quieres creer, sino cómo vas a hacerlo. ¿Vas a creer en la gente, en alguna idea, en Orholam? ¿Con el corazón o con la cabeza? ¿Creerás en lo que tienes delante o en lo que piensas que conoces? Algunas de las cosas que tomas por ciertas en realidad son mentiras. Me apena no poder decirte cuáles.
Liv pensó que esta debía de ser su enrevesada manera de explicar el concepto de «lealtad para uno».
—¿Qué elegiste tú, padre? ¿Las ideas o las personas? —preguntó Liv. Aunque acababa de verlo rezar, sabía que su padre no era muy religioso. Esa parte de él había muerto con su madre. Sus oraciones probablemente consistían en un: «Bien hecho, señor. Ha sido un amanecer precioso». Su padre rechazaba la idea de que Orholam sintiera el menor interés por las personas como individuos, o por las naciones, ya puestos.
Le vio parpadear. Abrió la boca, para cerrarla rápidamente a continuación. Apretó los labios. Sus ojos reflejaban el dolor que sentía.
—No puedo decírtelo —respondió, al cabo.
¿No puedes decírmelo porque en realidad nunca tomaste esa decisión? ¿Entonces cómo te atreves a sermonearme? Pero eso no tenía sentido. Su padre era el hombre más bueno que conocía.
No, no se trataba de eso. La vida de su padre siempre se había regido por sus ideas. Ellas lo habían llevado a luchar contra Gavin Guile, a renunciar a todo por ese enfrentamiento. Había sido una persona con ideales. Esos ideales eran lo que lo habían mantenido alejado de la Cromería, lo que había hecho que se opusiera a que su hija ingresara allí. Temía que la ausencia de ideales de la Cromería la corrompiera.
Temores fundados, después de todo, pensó con una punzada de culpabilidad Liv. La habían corrompido. Había accedido a espiar a Gavin. Era tan despreciable como cualquiera de los habitantes de la Cromería.
Pero eso no explicaba qué hacía su padre aliándose de repente con un hombre al que debería odiar. Los ideales no habían cambiado. Si acaso, con Gavin allí, enfrentándose a los tyreanos, su padre debería haberse sentido obligado a oponerse a él aún con más ferocidad si cabe.
Por Orholam, a lo mejor su padre también se había corrompido. A lo mejor lo habían comprado. A lo mejor había vendido sus ideales, como todos los demás. La mera idea le provocaba dolor de cabeza, pero ¿por qué si no se negaba a responder a lo que era una pregunta evidente? Porque entonces no podría seguir negando su hipocresía.
La cochina Cromería al completo estaba corrompida. Profanaba todo cuanto tocaba. Liv conocía el fondo de primera mano. Había visto cómo trataban a los monocromos; había visto cómo trataban a los tyreanos. Y también ella había entrado a formar parte de esa jerarquía de poderes. Se había convertido en algo parecido a una amiga para el mismísimo Prisma… y le había encantado, había sido maravilloso conversar con alguien tan influyente, gozar de toda su atención. Era halagador que te regalaran vestidos bonitos y que te trataran como a alguien especial, digna de atención. Y a fin de conservar ese poder, se había vendido… con tanta, con tantísima facilidad. Pero así funcionaban las cosas en la Cromería. Había corrompido incluso a su padre.
—Liv —dijo Corvan—. Liv, confía en mí. Sé que no es fácil, pero te lo ruego.
—¿Que yo confíe en ti? ¿Cuando tú no confías en mí? —preguntó la muchacha, dolida.
—Livy, por favor. Te quiero. Sabes que no permitiría que te pasara nada malo.
La revelación que sobrevino entonces a Liv la dejó sin aliento. ¿Cómo había conseguido el Prisma que su padre traicionara todo aquello en lo que creía? ¿Por qué rehuía su padre aun las preguntas más sencillas? Porque la quería. Corvan se había corrompido, pero no por culpa del dinero, el poder ni el sexo. Liv sabía que jamás vendería tan barata su alma. Entonces, ¿con qué podría presionarlo el Prisma? Con Liv.
Gavin Guile estaba utilizando a Liv para extorsionar a su padre. No sabía exactamente en qué consistían ni la amenaza ni el chantaje, pero eso carecía de importancia. Liv era víctima del mismo tipo de extorsión e intimidación, en su caso por parte de los ruthgari. Era un juego cuyas reglas había aprendido a su pesar. Había traicionado sus principios porque quería a Vena. Corvan estaba traicionando a los suyos porque la quería a ella.
Corvan había elegido depositar su fe exclusivamente en su familia. En Liv. Y eso significaba que no podía decirle nada. Porque si lo hacía, Liv lo echaría todo a perder y sus sacrificios habrían sido en vano.