—Así que voy a codearme con un hatajo de hijos de perra engreídos que están mal de la cabeza.
—Bueno, muchos de ellos son de la más noble cuna.
Ah, claro, aquí el único bastardo soy yo.
—Pensaba que trazar sería más divertido —dijo Kip.
—Los retacos no pueden remar —dijo Gavin.
—¿Retacos?
—Retacos, medianías, normalos, mangorreros, zoquetes, destripaterrones, melilotos, mocosuenas, piojos, boquirrubios, gurruminos, alelados… hay multitud de nombres. La mayoría de ellos menos amables que esos. Todos significan lo mismo: no trazador.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó Kip mientras dejaban finalmente atrás las callejuelas. Cruzaron un puente de piedra que se extendía sobre el río Umbro.
Gavin lo miró.
—¿Te refieres a qué motes degradantes me han puesto?
—¡No! —Oh, Gavin estaba tomándole el pelo. Kip frunció el ceño—. Tus ojos no… —buscó la expresión adecuada—, no tienen halo. ¿Significa eso que puedes trazar cuanto te apetezca?
—Me canso como el que más, pero sí. Por ahora puedo trazar a diario, tanto como sea capaz, sin consumirme. Algún día, seguramente dentro de cinco años, empezaré a perder los colores. La situación se prolongará durante un año, más o menos, y después moriré.
—¿Por qué dentro de cinco años? —preguntó Kip. Seguía llamándole la atención la tranquilidad con que se referían los trazadores a su muerte inminente. Supongo que disponen de tiempo para acostumbrarse a la idea.
—Ocurre siempre en múltiplos de siete a partir del comienzo del nombramiento de un Prisma. Yo ya he superado los dieciséis años, de modo que tengo hasta los veintiuno. Mucho tiempo para un Prisma.
—Ah. ¿Por qué múltiplos de siete?
—¿Porque siete son los colores, las virtudes, las satrapías…? ¿Porque a Orholam le gusta esa cifra? Lo cierto es que nadie lo sabe.
Caminaban por unas calles abarrotadas de personas que comenzaban sus quehaceres diarios, ansiosas por completar el mayor número de tareas posible antes de que llegara el calor. Se acercaron a la aglomeración de gente que se agolpaba ante la Puerta de la Amante, esperando a cruzarla para acudir a sus puestos de trabajo fuera de la ciudad. Aunque Kip ni siquiera le vio trazar, Gavin se giró y le puso una piedra verde en la mano. No se trataba de ninguna roca, sino de luxina verde. Por su tamaño, encajaba a la perfección en la palma de Kip. El muchacho se quedó mirándola, desconcertado.
—¿Has traído las gafas? —preguntó Gavin. Le dio a Kip una tabla cuadrada, de un pie de lado, perfectamente blanca.
Kip sacó los anteojos y esbozó una débil sonrisa. Tengo un mal presentimiento sobre lo que me va a decir a continuación.
—Te toca. Podrás almorzar… o cenar, o posiblemente desayunar… cuando consigas crear una pelota de luxina verde tú solo. Tienes las gafas, un reflector blanco, sol de sobra y un ejemplo. No podría ponértelo más fácil ni aunque quisiera.
—Pero necesito habilidad, voluntad, fuente y tranquilidad. No tengo ninguna habilidad. Ninguna. En absoluto.
Gavin lo miró con aire burlón.
—¿Y cómo crees que se adquiere la habilidad? Es el requisito más sobrevalorado. La voluntad cubre multitud de defectos.
¿Dónde he oído eso antes? Kip ni siquiera había desayunado, ¿y no iban a dejarle probar bocado hasta que hiciera una bola mágica? Estupendo.
Llegaron al fondo de la columna. Gavin miró de reojo al comandante Puño de Hierro. Sin necesidad de más incentivo, Puño de Hierro dijo:
—Parece que se ha estropeado una carreta. Está bloqueando la mitad de la puerta.
Gavin apuntó con la mano hacia delante, como diciendo: Tú primero. El comandante Puño de Hierro avanzó, y los impacientes campesinos y artesanos le abrieron paso sin rechistar. O, por lo menos, quienes se enfadaron al verse empujados a un lado se apresuraron a disimular su irritación cuando vieron el tamaño de la figura que se cernía sobre ellos.
—Queremos ayudar —anunció Gavin.
—Cómo no, escoria pariana —escupió alguien. Gavin se detuvo y paseó la mirada por la multitud en busca de quien había hablado. Quienes veían sus ojos y reparaban en aquellos orbes prismáticos enmudecían, desconcertados y aturdidos.
—Podéis aceptar mi ayuda o ganaros mi enemistad —declaró en voz alta Gavin. Se desabrochó la humilde capa y la echó hacia atrás por encima de los hombros, exponiendo así el manto y la camisa casi cegadoramente blancos que lucía debajo, bordados con hilo de oro y tachonados de piedras preciosas.
Siguió caminando, y Kip se pegó a él. La muchedumbre se abría a su paso, murmurando preguntas e imprecaciones. En cuestión de un minuto, llegaron al frente de la columna. Al menos una docena de hombres se esforzaban por mover una carreta. Al parecer, los caballos se habían asustado y se habían desviado a un lado al atravesar la puerta. Una de las ruedas había chocado con el pilar, compuesto en este caso por el cabello de la Amante. La rueda se había hecho añicos por completo, al igual que el eje de la carreta, la cual seguía encajonada contra la pared, lo que imposibilitaba cualquier intento por repararla por medios convencionales. Los hombres porfiaban por levantar la carreta a pulso, con unos cuantos usando largas pértigas en un intento por separar la mole de la pared.
—Habrá que traer una carreta vacía y descargar esta antes o no tendremos ninguna oportunidad —estaba diciendo uno de los guardias.
Pese a su confesa inexperiencia, Kip supuso que al hombre no le faltaba razón. Los músculos combinados de todos esos labradores apenas si conseguían que la carreta se tambaleara. Pero la multitud aglomerada emitió un gemido colectivo, y unos pocos protestaron de viva voz.
—¿Traer una carreta vacía? ¿De dónde? ¿A través de todo el lío que tenemos ahí detrás? ¡Tardará horas!
—Hoy todos tendréis que usar las otras puertas —dijo el guardia.
Sus palabras fueron recibidas con idénticas protestas. Con lo congestionada que estaba la calle, ninguno de los hombres del frente de la columna podría salir hasta que todos los del fondo se dispersaran. Les llevaría horas.
—¿Qué? —exclamó el guardia—. Yo no tengo la culpa. ¡Solo intento encontrar una solución! ¿A alguien se le ocurre otra idea?
—A mí —dijo Gavin.
—Ya, claro, listillo… ¡Lord Prisma!
El grito del guardia provocó que una oleada de murmullos se extendiera por toda la columna.
Gavin hizo oídos sordos y, con un ademán, indicó a los hombres que se apartaran. Obedecieron, algunos temerosos, otros contrariados, aun otros con hostilidad. Gavin se acercó tranquilamente al lugar donde la carreta estaba aplastada contra la pared.
—Ya veo dónde está el problema —dijo—. Por suerte tengo unas cuantas herramientas a mi disposición.
Kip, sujetando aún la pelota de luxina verde y la tabla blanca, se dio cuenta de que el comandante Puño de Hierro había desaparecido.
Pero si es gigantesco. ¿Dónde se ha metido? Kip miró a su alrededor y al final lo encontró. El comandante estaba detrás de uno de los integrantes del gentío, cuya mano se había posado en el enorme cuchillo de faena que llevaba en el cinturón. Los inmensos dedos de Puño de Hierro envolvieron tanto la mano como el cuchillo del hombre. A continuación, cerniéndose sobre el hombre, el comandante le susurró algo al oído.
Al escucharlo, el hombre palideció al tiempo que todo su cuerpo parecía quedarse sin fuerza.
El comandante Puño de Hierro le dio una cordial palmadita en el hombro, que a punto estuvo de tirarlo al suelo, y regresó junto a Gavin.
—Siempre te escapas cuando te necesito —dijo este.
El comandante Puño de Hierro soltó un gruñido.
Kip no pudo contenerse.
—Creo que acaba de salvarte el… —Reparó demasiado tarde en la expresión de Gavin. Lo sabía—. Ah. Hum. No tiene importancia. —Bravo, Kip.
Pero Gavin ya había vuelto a poner manos a la obra.
—Necesito cuerdas. —Levantó una mano por encima de la cabeza y creó una barra de luxina amarilla que se extendió en ambas direcciones, hasta alcanzar una longitud tres veces superior a la altura de una persona. Se la entregó a uno de los asombrados trabajadores—. Tú y tú, colocad esto en su sitio, necesitaré que levantéis la carreta de la pared.
El hombre asintió con la cabeza, embobado. El otro hombre y él empezaron a encajar la pértiga entre la pared y la carreta, a tanta profundidad como les era posible.
Gavin rodeó la carreta mientras proyectaba finos chorros de luxina en varios lugares bajo los ejes.
—Ahora —indicó a los hombres de la palanca.
Empujaron y movieron la carreta al menos un palmo. Tras contar hasta tres, se relajaron y tensaron los hombros, listos para intentarlo de nuevo.
—No será necesario —dijo Gavin—. Ya habéis hecho suficiente. Gracias. —Y efectivamente, había luxina incluso detrás de la carreta, envolviendo el conjunto en una telaraña reluciente de varios colores, principalmente verdes y amarillos.
Gavin giró los hombros, se preparó, apuntó al arco de piedra y luxina de la puerta, y disparó un chorro de azul y amarillo. En cuestión de momentos, se materializó en una polea. Aceptó los rollos de cuerda de un granjero que tenía cerca y disparó otro rayo, anclando un extremo de la cuerda en el techo. A continuación, hilvanó el resto de la cuerda en la polea. Dejó que la cuerda colgara floja entre la polea fija y el extremo anclado, y trazó una polea simple en ese tramo, que a continuación sujetó a la red de luxina que rodeaba la carreta. Llamó por señas al campesino, aparentemente el propietario de la carreta, y le lanzó el resto de la cuerda.
—Aún me hará falta toda vuestra ayuda —dijo.
Kip tragó saliva con dificultad.
—Por favor, dime que no está improvisando todo eso —murmuró para el comandante Puño de Hierro, que observaba la multitud en silencio.
—No. Te sorprendería la frecuencia con que se estropean las carretas cuando dos ejércitos se persiguen a través de la mitad de las Siete Satrapías. He visto cómo levantaba cargas más pesadas él solo. Aunque con muchos más aparejos.
Lo que planteaba la pregunta fundamental de por qué no se encargaba Gavin solo de esto. Podía trazar luxina más resistente que cualquier cuerda de cáñamo. Podía trazar otras cuatro poleas y volver la carga tan liviana como para levantar la carreta sin ayuda de nadie. Pero en cuanto Kip se hizo esa pregunta, supo cuál era la respuesta. Gavin estaba ganándose la confianza de la gente. Si irrumpía sin más y lo hacía todo él solo, los demás se sentirían impresionados, pero no formarían parte de ello. De este modo, les permitía ayudarse a sí mismos. Su poder seguiría siendo asombroso, pero estaría al servicio del pueblo.
Los hombres tiraron de los cabos, y Gavin llamó a unos cuantos a su lado. La carreta se alejó de la pared al levantarse del suelo; Gavin y sus compañeros hicieron fuerza para impedir que lastimara a alguien con sus balanceos descontrolados. Al final consiguieron estabilizarla, y Gavin gritó:
—¡Vale, aguantad ahí! —A continuación se deslizó debajo de la carreta, de espaldas, hasta quedar debajo del eje posterior roto.
El peso no era ninguna broma, y los hombres estaban esforzándose por sostenerlo; los habitantes de una ciudad que el ejército de Gavin prácticamente había arrasado hacía dieciséis años. Sin embargo, el comandante Puño de Hierro no parecía preocupado.
—¿No temes la posibilidad de que la dejen caer a propósito? —susurró Kip.
—No.
Kip sí. Pero Gavin tampoco parecía asustado. Agarró los extremos del eje partido y los acercó cuanto pudo. Era un gesto inútil, estaban torcidos y deformados, pero Gavin los juntó tanto como le fue posible y los fusionó gradualmente con luxina amarilla. Pronto le tocó el turno a la rueda de la carreta. Gavin la reparó en la medida de lo posible, y remplazó el resto.
Salió arrastrándose e hizo un gesto. Los hombres bajaron la carreta, que se posó en la calzada, sosteniéndose con facilidad. Quienes habían estado ayudando prorrumpieron en vítores. Gavin dio una palmada en el hombro al campesino.
—El apaño durará unos tres días, después de los cuales tendrás que repararla en condiciones, pero hasta entonces resistirá.
—Gracias, señor, muchísimas gracias. Estaba seguro de que me lincharían. Todas estas personas iban a perder el dinero de una jornada. Me habéis salvado la vida, señor.
—No hay de qué —repuso Gavin, con una sonrisa—. Y ahora, engancha esos caballos.
Solo al ver las sonrisas que los rodeaban comprendió Kip la verdadera magnitud de las acciones de Gavin. Con diez minutos de esfuerzo y una pizca de sutileza, había transformado un contratiempo en la ocasión perfecta para conquistar, no solo a la gente a la que había ayudado directamente, sino también a toda aquella que escucharía la historia repetida. Lo incongruente del mero hecho de que el Prisma en persona se sumara a la tarea flagrantemente física de levantar, mover y estabilizar una carreta, sin importarle que su elegante ropa blanca se ensuciara, arrimando el hombro, era una declaración de principios para estos hombres. Un regente dispuesto a sudar con ellos era alguien capaz de entender a quienes se ganaban el pan con el sudor de su frente. Era más fácil confiar en alguien así que en un dandi refinado cubierto de sedas que, aunque supiera desenvolverse a la perfección en los ambientes más sofisticados, desconocería por completo el mundo real.
—Por eso oirás a muy pocas personas referirse a él como emperador Guile —dijo en voz baja Puño de Hierro, leyendo los pensamientos de Kip—. En el fondo no es un emperador, sino un prómaco. No siempre es la forma más adecuada de combatir, pero es su estilo. Por eso los hombres están dispuestos a dar la vida por él.
—Entonces, ¿por qué no conservó el título de prómaco? —preguntó Kip, temiéndose que se tratara de una pregunta delicada.
—Podría enumerar una docena de razones. La verdad es que no lo sé.
Con una floritura (completamente innecesaria, por supuesto), Gavin liberó toda la luxina y esta se disolvió, tremolando, hasta que no quedó nada más que polvo. Inclinó la cabeza en dirección a sus compañeros de fatigas y, a continuación, le hizo una seña a Kip para que lo siguiera.
Mientras Kip se reunía con Gavin y cruzaban la puerta, Gavin dijo:
—¿Has hecho ya esa bola de luxina verde que te encargué?
—¿Qué? —protestó Kip—. No me lo puedo creer… Pero si ni siquiera he tenido ocasión de…
Oh. Ha vuelto a cazarme. Gavin estaba sonriendo.