—Pues… rojo. —A Kip le pareció oír la voz de Gavin procedente de la planta de arriba, cada vez más alta, enfadada.
—Es rojo.
Kip volvió a dirigir su atención a Liv, miró por encima de la montura de las lentes y vio que, aunque el tono del paño había cambiado ligeramente, era efectivamente de color rojo.
—¿Cómo funciona eso? —preguntó.
—Las gafas solo surtirán efecto en presencia de aquellas superficies que reflejen el verde. Las superficies blancas son las que dan mejor resultado porque el blanco es la suma de todos los colores. Menos idóneo, pero también posible en ocasiones, será trazar a través de las lentes cuando estés mirando superficies amarillas o azules, dado que el verde es un color secundario.
—Ahí me he perdido.
—¿Qué pasa, ahora quieres que te explique la teoría de los colores? —Liv sonrió, bromeando—. A efectos prácticos, si necesitas trazar, las gafas te ayudarán sobre todo si encuentras cosas que sean blancas o de color claro. El trigo maduro serviría; una pícea, no.
—Creo que seré capaz de recordarlo —dijo Kip. Todo eso de «las cosas no son del color que parecen ser» en realidad no tenía mucho sentido, pero supuso que tendría ocasión de reflexionar al respecto más tarde.
—Bien, pues con eso hemos cubierto las fuentes. Por ahora.
¿Insinúas que todavía debemos cubrir la habilidad, la voluntad y la tranquilidad?
—No quiero ponerme pesada —dijo Liv—, y me apena que no puedas disfrutar de la ceremonia, porque te ayudaría a metértelo en la cabeza. A partir de ahora, esas gafas son tu posesión más preciada. La mayoría de los trazadores no solo deben ahorrar durante meses o incluso un año completo antes de poder permitirse unas lentes como esas, sino que inmediatamente después todo el mundo empieza a ahorrar otra vez para comprarse unas de repuesto. Si tienes dinero, o si el Prisma lo ordena, supongo, puedes conseguir que los forjadores de lentes te hagan unas a medida. Pueden darte unas de un verde más oscuro o más claro, o ajustar la montura para que se asiente mejor o por razones estéticas. Pero sin ellas, serás prácticamente impotente. Sé que has visto al Prisma en acción, pero es la excepción que confirma la regla. Él no necesita gafas. Sus ojos no sufren el halo. Puede emplear toda la magia que le apetezca. Las normas no se aplican a él. Ni siquiera aquellas que se aplican a otros prismas. ¿Te imaginas a cualquier otro presentándose aquí, solo, y asumiendo el mando por las buenas? ¿Imponiendo su voluntad a los ruthgari? Y lo más gracioso es que terminarán claudicando. No les hará ni pizca de gracia, pero…
La interrumpió una voz masculina procedente del piso de arriba.
—Me importa un bledo lo que ponga en esa hoja, de ninguna manera vas a… —El hombre enmudeció con un grito.
Kip levantó la cabeza a tiempo de ver cómo una figura pasaba frente a su balcón, camino del suelo. Aterrizó a lo lejos, en la bahía, con un estrepitoso chapuzón, y Kip vio que salía a la superficie haciendo aspavientos, escupiendo agua, con sus elegantes ropajes flotando a su alrededor. Empezó a desgañitarse pidiendo ayuda.
—¡Esto es un ultraje…! —protestó alguien, y Kip vio cómo otro hombre se precipitaba por los aires al otro lado del balcón. Se hundió en la bahía, casi encima del gobernador.
Se produjo un gigantesco estallido de luz.
—Juro por Orholam que el próximo no irá a parar al agua —dijo Gavin, con voz imperiosa.
Kip esperaba escuchar disparos (el gobernador debía de tener guardias), pero no se oyó nada. Habían claudicado.
Ese es mi padre. ¿Ese es mi padre?
Gavin imponía su voluntad, y el mundo la acataba.
—Bueno —dijo Kip, sintiéndose como los hombres que braceaban en la bahía a sus pies, apenas capaces de nadar y desesperados porque alguien los rescatara—. De acuerdo. La voluntad. Es lo que viene a continuación, ¿no?
Corvan Danavis llegó a las afueras de Garriston con la puesta de sol. Las murallas exteriores de la ciudad habían sido demolidas tiempo atrás, por supuesto. Durante la Guerra de los Prismas (Corvan nunca se refería al conflicto como la Guerra del Falso Prisma), había ordenado su reconstrucción, pero el tiempo más bien escaseaba. Las murallas exteriores estaban diseñadas para proteger una ciudad de miles de habitantes. Aproximadamente noventa mil, en el momento que estalló la guerra. Protegerlos a todos había sido una tarea imposible.
Los canales de riego que deberían abastecer de agua a los terrenos que mediaban entre las murallas exteriores y las interiores estaban destruidos, salvo uno o dos. Pero las murallas interiores aún se mantenían en pie, al igual que las Damas.
Las Damas, despojadas ya prácticamente de cualquier posible asociación con la diosa Anat, guardaban cada una de las puertas. Se trataba de colosales estatuas blancas incorporadas a la misma muralla. Todas ellas representaban una faceta distinta de Anat: la Guardiana era el coloso cuyas piernas flanqueaban la entrada a la bahía; la Madre vigilaba la puerta del sur, visiblemente embarazada, desafiante, daga en ristre; la Vieja guardaba la puerta occidental, apoyándose con dificultad en un cayado; la Amante se encontraba frente a la puerta del río, hacia el este. Por motivos que Corvan nunca había entendido, la Amante aparentaba tener unos treinta años, mientras que la Madre se mostraba muy joven, tal vez adolescente, incluso. Todas las efigies estaban esculpidas en el mármol blanco más caro, un poco traslúcido, un material que solo se encontraba en Paria. Solo Orholam sabía cómo habían conseguido transportarlo hasta aquí. Las estatuas, afortunadamente, se habían recubierto con una fina capa de luxina amarilla sellada, de una sola pieza. Un trabajo asombroso. La ciudad había sufrido al menos tres invasiones, y aun así las Damas se erguían intactas, indemnes incluso tras los estragos de la última y devastadora conflagración.
Anat, la Dama del Desierto, el Ama Llameante, la subroja, había sido la diosa de todas las pasiones fogosas: la ira, la protección, la venganza, el amor posesivo y el acto sexual impetuoso. Cuando Lucidonius ocupó la ciudad en nombre de Orholam y eliminó el culto, sus seguidores intentaron derribar todas las estatuas, tarea para la que, sin duda, hubieran hecho falta unos trazadores muy poderosos. Eran famosas las palabras de Lucidonius, que los detuvo diciendo: «Destruid tan solo lo que sea falso». A lo largo de los siglos transcurridos desde entonces habían sido varios los prismas que, llevados por el celo, se propusieron arrasar aquellas reliquias paganas, pero la ciudad había amenazado con ir a la guerra todas las veces. Hasta el estallido de la Guerra del Prisma, Garriston había poseído la potencia militar necesaria para disuadir a cualquiera con ese ultimátum.
Corvan nunca había visto a la Amante a la luz del ocaso. Al igual que las demás Damas, su cuerpo formaba parte de la puerta. Estaba tumbada boca arriba, con la espalda arqueada sobre el río, los pies plantados con firmeza, las rodillas formando una torre en una orilla, las manos enredadas en los cabellos, los codos elevándose para formar la torre de la ribera opuesta. Se cubría únicamente con velos, y antes de la guerra existía un rastrillo que podía descender hasta las aguas desde su cuerpo arqueado, moldeados el hierro y el acero que lo componían para dar la impresión de ser una prolongación de sus velos. Pero el rastrillo había sufrido desperfectos durante el conflicto, y nadie lo había reparado.
Su visión arrebató el aliento de Corvan. Al ponerse el sol, la fina luxina amarilla que sellaba la estatua, apenas visible por lo general, se había encendido. El amarillo era como una piel dorada, broncínea, que perdía intensidad lentamente mientras Corvan caminaba y el sol seguía ocultándose, hasta dejar tan solo una silueta invitadora: una esposa que esperaba en el lecho a su marido, ausente después de tanto tiempo.
Sintió una punzada de anhelo. Era incapaz de ir allí sin acordarse de Qora, su primera mujer. La madre de Liv. Qora lo había recibido así en una ocasión, acostada, cubierta tan solo por velos, imitando intencionadamente a la Amante cuando Corvan regresó a su lado. Incluso ahora, dieciocho años más tarde, el dolor, el deseo, el gozo y el amor se aliaron para oprimirle el pecho. Corvan había contraído segundas nupcias en Rekton, dos años después del fallecimiento de Qora, pero casarse con Ell había sido un acto más destinado a proporcionarle una madre a Liv que impulsado por el amor. Transcurridos tres años, Ell perdió la vida a manos de un asesino que había logrado seguir la pista de Corvan hasta el final. Corvan había contemplado la posibilidad de mudarse, pero la alcaldesa le imploró que no se marchara, y aquel era el hogar de Kip, de modo que se quedó. Pero no había vuelto a casarse, ni siquiera con el abrumador número de mujeres por hombre que había en Rekton y los incesantes tejemanejes de innumerables alcahuetes. Era incapaz de amar como había amado antes. Perder a otra mujer a la que quisiera tanto como había querido a Qora acabaría con él, y no era justo pedirle a otra mujer que fuera la madre de su hija cuando él no estaba dispuesto a amarla con todo su corazón. El corazón de Corvan no estaba intacto.
Apretó el paso penosamente, dejando atrás granjas con sus ralas pero maduras cosechas de espelta y cebada, esforzándose por no mirar a la Amante que se desperezaba exuberante ante él. Tras llegar a la puerta, la cual se perdió entre la cascada de mechones de la figura al abrirse, se sumó a la columna de hombres y mujeres que regresaban a la ciudad, abriéndose paso entre quienes salían de ella para pasar la noche. Mantuvo la mirada fija en el suelo al pasar entre dos guardias ruthgari que debían de haber visto la guerra desde los regazos de sus madres. Sin embargo, apenas si prestaban la menor atención al caudal de personas que desfilaban ante ellos. Uno de los guardias estaba reclinado en la cascada de cabellos de la Amante, con un pie apoyado en la piedra ondulante y el petasos de paja, el característico sombrero de ala ancha de los ruthgari, echado hacia atrás y colgado de su cuello ahora que el sol había dejado de caer a plomo sobre ellos.
—¿… crees que habrá venido? —estaba preguntando.
—Que me quemen en la hoguera si lo sé, pero cuentan que lanzó al gobernador Crassos a la bahía. Supongo que nos…
Corvan no podía seguir escuchando sin detenerse, y eso significaría llamar la atención. Llamar la atención, a su vez, podría conducir a establecer contacto visual, y con los halos rojos que ceñían los iris de Corvan, eso era desaconsejable.
De modo que alguien muy poderoso había llegado a Garriston, pero ¿quién era tan poderoso como para lanzar a un gobernador a la bahía? Corvan no conocía de nada al tal Crassos, pero la familia real ruthgari comprendía al menos media docena de jóvenes príncipes. Probablemente alguno de ellos habría venido para ayudar a supervisar la retirada de Garriston. Nadie más se atrevería a arrojar a un gobernador ruthgari al mar.
De hecho, un príncipe impulsivo podría servir a los fines de Corvan mejor que un gobernador acomodaticio. Más complicado de persuadir, al principio, pero también más predispuesto a hacer preparativos de guerra y, tanto si le gustaba como si no, eso era lo que traía Corvan consigo: la guerra.
Mientras cruzaba la ciudad, se descubrió analizándola como el general que había sido en su día. Puede que el rey Garadul fuera un monstruo, pero los ocupantes eran ruthgari. ¿A quién se unirían las gentes de Garriston, y lo harían de buen grado o a regañadientes? Mientras caminaba, Corvan prestó especial atención a los soldados ruthgari. A veces iban en solitario, haciendo recados para sus comandantes o sencillamente regresando a los barracones o saliendo de alguna taberna. Vio cómo un vendedor de alfombras que se disponía a cerrar el puesto empujaba sin querer a un soldado y se apresuraba a disculparse. El soldado prosiguió su camino con gesto de contrariedad, aunque sin volver la vista atrás. El comerciante, oriundo de Tyrea, se mostró respetuoso pero no parecía asustado.
Esta no era una ciudad que se tambaleara al filo de la sublevación. Los tyreanos se habían acostumbrado a la ocupación. Ruthgar era la cuarta satrapía que asumía el mando, y lo hacía por segunda vez. No todas las naciones se repartían la ocupación y el botín de la guerra. Paria había disfrutado de los dos primeros años, y si bien habían podido robar los despojos más suculentos, también habían tenido que sofocar más revueltas que nadie. Los ilytianos habían combatido del bando de Dazen, como todo el mundo sabía, y de todas formas carecían de un gobierno central, por lo que quedaban fuera de la rotación. Los aborneanos habían preferido comerciar con ambas partes, y solo se habían sumado al combate tras la Batalla de la Roca Hendida. También ellos se habían quedado fuera. Eso dejaba a los parianos, los atashianos, los bosquesangrientos y los ruthgari. En ese orden, si a Corvan no le fallaba la memoria. Era comprensible que los habitantes de Garriston tuvieran sus ocupantes favoritos, o menos odiados que los demás.
A Corvan le bastó con un sencillo cálculo mental para deducir que, con los ruthgari sustituidos por los parianos, estos se habrían impuesto ya hasta en tres ocasiones a Garriston. Los ocupantes más fáciles de tolerar estaban a punto de ceder el testigo a los más aborrecidos.
Pero la pregunta que sus observaciones dejaban sin respuesta era cuánto temor se mezclaba con el odio a los parianos. Estos habían ajusticiado rebeldes las dos veces que habían gobernado. Tal vez su crueldad obligara a los tyreanos a pensárselo mejor antes de volver a levantarse en armas. Tal vez los animara a sublevarse más deprisa. Corvan no lo sabía, ni podría saberlo sin pasar una temporada en la ciudad. No disponía de tanto tiempo.
La ciudad parecía más cosmopolita de lo que era cuando la visitó por última vez, hacía aproximadamente diez años. Antes de la guerra, el número de habitantes y la diversidad de Garriston no tenían nada que envidiar a cualquier otra ciudad portuaria. Después de la guerra, todos aquellos que podían marcharse lo hicieron, sobre todo quienes por su aspecto fueran susceptibles de ser tomados por extranjeros. Los nervios estaban crispados. Durante aquella época, los únicos pobladores de Garriston eran nativos tyreanos y los ocupantes de turno. Al parecer, con cada nueva ronda de ocupación, unos pocos comerciantes y soldados habían decidido quedarse y se habían casado con los locales. Corvan vio a dos tenderas conversando mientras barrían sus puestos abiertos con escobas de paja. Una de las mujeres exhibía la piel tostada, las pobladas cejas oscuras y el cabello ondulado tradicionales de Tyrea, mientras que la otra tenía la tez melosa y el pelo rubio como la ceniza, rasgos infrecuentes incluso entre los ruthgari. Sus atuendos eran prácticamente idénticos, ambas lucían pulseras en las muñecas y largas faldas de lino, y se recogían el pelo con sendas pañoletas.