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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

El prisma negro (53 page)

BOOK: El prisma negro
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Por Orholam, ¿por qué había impedido que esa mujer lo arrojara al vacío? Un par de momentos de terror, sin duda, y un estropicio de Kip despanzurrado contra las rocas. Pero el terror acabaría, todo terminaría, y el mar se encargaría de limpiar el estropicio.

Alguien le pegó una bofetada. Kip se tambaleó. Se masajeó el mentón.

—Habla, Kip —dijo Gavin.

Kip se lo contó todo. Liv clavó la mirada en el suelo como una estatua cuando Kip relató cómo la muchacha se había marchado después de que él le dijera que creía que su padre había muerto.

—¿El general Danavis llevaba todo este tiempo viviendo en una aldea remota? —preguntó el comandante Puño de Hierro. Miró a Liv de soslayo—. Lo siento, sabía que había una Danavis en la Cromería, pero no esperaba que estuvierais emparentados. —Carraspeó y cerró la boca.

—No me sorprendería que se hubiera librado —observó Gavin—. El general siempre fue un hijo de perra con recursos, y lo digo en el mejor de los sentidos.

Liv esbozó una sonrisa, débil y fugaz. Kip les contó el resto.

Cuando terminó, Gavin y Puño de Hierro cruzaron las miradas.

—¿El Ojo Fragmentado? —preguntó Puño de Hierro.

Gavin encogió los hombros.

—Es imposible saberlo. Por otra parte, de eso se trata.

—¿De qué se trata? —preguntó Kip.

—Los magísteres nos han explicado que se trata de una leyenda —protestó Liv. El Prisma y el comandante de la Guardia Negra se giraron para observarla. La muchacha tragó saliva con dificultad y fijó la mirada en el suelo.

—Los magísteres tienen razón en parte —dijo Puño de Hierro—. La Orden del Ojo Fragmentado es un reputado gremio de asesinos. Se especializan en matar trazadores. Han sido erradicados y aniquilados al menos en tres ocasiones, si no más. A ningún sátrapa ni satrapesa le hace gracia perder a los trazadores que tanto dinero les han costado antes de lo que dicte su esperanza de vida natural. Creemos que cada vez que la orden se ha reformado, ha sido sin la menor conexión con ninguna de sus encarnaciones anteriores.

—En pocas palabras —terció Gavin—, un puñado de matones recluta a otro puñado de matones con la esperanza de llenarse los bolsillos apuñalando por la espalda a unos cuantos trazadores, y se autoproclaman la nueva Orden del Ojo Fragmentado para poder exigir unas tarifas desorbitadas. Es una farsa.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Kip.

—Porque si existieran realmente, harían mejor su trabajo.

Kip frunció el ceño. Su asesina había sido bastante buena.

—Eso no significa que todos sean igual de incompetentes, Kip —matizó Gavin—. Ese es el quid de la cuestión. Ni siquiera deberíamos haberlo mencionado. Eso no nos acerca al verdadero problema. Tanto si la orden es real como si no, el caso es que alguien ha contratado a un asesino para atentar contra ti. Puesto que no llevas aquí tanto tiempo como para haberte granjeado la enemistad de nadie, es evidente que el enemigo es mío. Solo podemos hacer una cosa.

Kip picó el anzuelo.

—¿Qué cosa? —No quería reconocer que sí se había granjeado ya la enemistad de alguien. Pero ese examinador, el magíster Galden, no intentaría asesinarlo, ¿verdad?

—Huir. —Gavin sonrió de oreja a oreja como un chiquillo travieso, iluminados los ojos.

—¡¿Cómo?! —exclamaron Kip y Liv al unísono.

—Reuníos conmigo en los muelles dentro de una hora. Liv, esto también va por ti. Serás la tutora de Kip. Nos vamos a Garriston.

—¿A Garriston? —preguntó Liv.

—Daos prisa en preparar el equipaje —añadió Gavin—. Nunca se sabe dónde podría estar la orden al acecho. —Sonrió de nuevo, burlón.

—Vaya, gracias —dijo Liv.

—¿Qué equipaje? —preguntó Kip mientras Gavin salía de la estancia como una exhalación—. ¡Pero si no tengo nada!

54

El prisionero estudió al difunto.

—Te mataré —musitó.

—No muero fácilmente —repuso el cadáver, con una sonrisita aleteando en los labios. Estaba sentado enfrente de Dazen, en su pared, con las rodillas dobladas, las manos en el regazo, imitando burlón la postura de Dazen. De soslayo, echó un somero vistazo al trapo cuidadosamente tejido que cubría el regazo de Dazen—. ¿Quién se lo iba a imaginar? —musitó el difunto—. Gavin Guile, tan paciente, tan callado, tan contento haciendo labores de mujer.

Dazen observó su obra. Tejida con sus propios cabellos tan firmemente como le era posible, con la fría serenidad azul fluyendo por su cuerpo, ni siquiera estaba seguro de cuánto tiempo había invertido en ella. Semanas, quizá. Parecía casi una gorra, un pequeño cuenco. Inspeccionó el interior reluciente. Tras encontrar, tal vez, un defecto, utilizó una uña larga pero perfectamente redondeada para rasparse la nariz y la frente con gestos metódicos. Tras hacer acopio de la piel acumulada y, lo más importante, del preciado aceite con otra uña, Dazen cubrió escrupulosamente la tara con la mezcla.

Solo dispondría de una oportunidad. Después de tantos años, no estaba dispuesto a pifiarla.

Con mano firme y la piel rebosante de azul, reunió más aceite y embadurnó la pared directamente sobre el rostro del difunto, que dijo:

—Esto no cambia nada, Gavin.

—No, todavía no.

Se puso de pie y trazó una cuchilla. Se cortó un mechón de pelo grasiento. Escupió sobre él y lo restregó contra su piel mugrienta para ensuciarlo tanto como fue capaz.

—No tienes por qué hacer esto —dijo el difunto—. Es una locura.

—Es una victoria —replicó Dazen. Deslizó el filo de luxina azul contra su pecho.

—Si quieres matarte, deberías probar con la muñeca o el cuello —dijo el cadáver.

Dazen no prestó atención a sus palabras. Con los dedos mugrientos, ensanchó el corte y hundió la pútrida masa de pelo y suciedad bajo la tira de piel. Una cascada de sangre se derramó por su torso, el rojo lo tentaba a intentar trazar directamente, pero no sería suficiente, lo sabía por experiencia. Se llevó una mano al pecho y presionó contra la herida, sosteniéndola cerrada, frenando la hemorragia.

Dentro de unos cuantos sueños, la celda se purificaría con el baño semanal de Dazen. Poco después, dependiendo de la exactitud de sus planes y sus suposiciones, conseguiría escapar o moriría.

Descubrió que, mientras mantuviera el azul dentro de su ser, tampoco le importaba gran cosa cuál fuera el resultado.

55

Liv carraspeó azorada mientras llenaba un petate de ropa.

—Esto… volví esta mañana para disculparme.

—¿Eh? —dijo Kip. La muchacha sostenía algún tipo de ropa interior con encajes en la mano, distrayendo su atención.

—Ya sabes, cuando estabas ocupado intentando conseguir que te mataran.

—Ah, hum… disculpas aceptadas. —¿Por qué le pedía perdón? Dejó en el suelo la mochila que el comandante Puño de Hierro le había dado antes de desaparecer. Puño de Hierro casi no había tardado nada en reunir algo de ropa, un odre con agua, herramientas, e incluso una espada corta para Kip. El muchacho, sin embargo, aún no había averiguado cómo lograr que el petate descansara cómodamente sobre sus hombros. Había ido a la habitación de Liv para ayudarla a hacer el equipaje, pero no se lo estaba poniendo nada fácil. Echó un nuevo vistazo de reojo a las bragas.

—Solo es ropa interior, Kip. —¡Aj, pillado!

—Son transparentes. —¿Cómo podía caber una persona en un trozo de tela tan diminuto?

Liv bajó la mirada y se sonrojó ligeramente, pero no le dio mayor importancia. Lanzó las bragas en dirección a Kip, que las atrapó al vuelo por instinto, e inmediatamente se sintió avergonzado.

—¿Quieres comprobar si están limpias?

Las cejas de Kip salieron disparadas de su rostro y se incrustaron en el techo, tres plantas más arriba.

—Es una broma. Acabo de mudarme a estos aposentos y me han regalado un montón de ropa. Todo lo que hay aquí es nuevo.

—Salvo mi credulidad, por lo visto —dijo Kip. Era la segunda vez en otros tantos días que la muchacha le tomaba el pelo.

Liv se rió.

—Eres genial, Kip. Es como torturar al hermano pequeño que nunca tuve.

Ay, el símil del hermanito. Justo lo que todos los hombres esperan escuchar de labios de una mujer bonita. Me acaban de castrar.

—¿Debería sentirme más o menos turbado con la ropa interior de mi hermana en las manos?

Liv soltó otra carcajada.

—¿Estas arreglarían la situación o la empeorarían? —La muchacha le enseñó un trozo de encaje negro consistente en poco más que dos cordones anudados de forma artística.

A Kip se le desencajó la mandíbula.

Liv se ciñó la prenda contra las caderas y enarcó una ceja en su dirección, provocativa. Kip sufrió un ataque de tos.

—Me parece que tengo que sentarme —dijo. Liv se rió tal y como Kip esperaba que hiciera, aunque no hablaba por completo en broma. Dio unos pasos de espaldas, buscando una silla… y al instante se tropezó con alguien.

—Cuidado —dijo el comandante Puño de Hierro—. No querrás ensartar a nadie con esa espadita.

Kip se sentía tan mortificado que le faltaban las palabras. ¿«Espadita»? Liv reparó en su expresión y se cayó encima de la cama, desternillándose. Se rió con tantas ganas que se le escapó un ronquido, un sonido decididamente impropio de una damisela, lo que tan solo consiguió que le diera otro ataque de risa.

Al girarse, Kip vio a Puño de Hierro apartar con mano firme su petate lejos de él para no pincharse con la espada corta envainada sujeta en lo alto.

Ah, esa espadita. Una oleada de alivio sobrevino a Kip, hasta que vio cómo Puño de Hierro echaba un vistazo de soslayo a las bragas de raso que tenía en las manos.

—¿Quieres que te busque unas de tu talla? —preguntó secamente el comandante.

Liv resopló de nuevo, esforzándose tanto por contener la risa que le faltaba el aliento.

—Aliviana —dijo Puño de Hierro—. ¿Está listo tu equipaje? Porque partimos dentro de cinco minutos.

Las carcajadas de Liv cesaron de inmediato. Se levantó de la cama de un salto y empezó a registrar sus pertenencias como un torbellino. Puño de Hierro dejó que una sonrisita de satisfacción asomara brevemente a sus labios antes de soltar otra mochila en el suelo junto a Kip y salir de la habitación.

—Espabila, genio —dijo el comandante, antes de que Kip pudiera preguntar nada—. Como no hayas averiguado cómo funcionan las correas de tu mochila para cuando regrese…

No completó la amenaza. No era necesario.

Pronto llegaron juntos a los muelles, caminando con brío. Pese a sus amenazas, Puño de Hierro les había ayudado a terminar de preparar el equipaje. Principalmente, trasladando cosas de la mochila de Liv a la de Kip. Cuando este formuló con la mirada la inevitable pregunta (¿por qué me obligas a cargar con sus cosas?), Puño de Hierro respondió: «Ser una chica es más complicado. ¿Algún problema?». Kip se apresuró a decir que no con la cabeza.

Mientras recorrían los muelles, dejando atrás pescadores que descargaban sus capturas, aprendices de distintas profesiones que corrían de un lado a otro, holgazanes, comerciantes que discutían con los capitanes a cuenta del precio de sus productos o sus pasajes (básicamente, la actividad habitual de una jornada cualquiera), fueron varias las personas que dejaron de hacer por unos momentos lo que tuvieran entre manos. No era para observar a Kip, por supuesto, sino para admirar al comandante Puño de Hierro. El hombre era alto, e imponente, y apuesto, y caminaba con una confianza absoluta, pero lo que le deparaba tanta atención no era su mera presencia física. Kip comprendió que era famoso.

Mientras se fijaba en los rostros vueltos hacia el comandante, Kip vio que Gavin llegaba a los muelles. Si el comandante Puño de Hierro conseguía que la actividad aminorara, el Prisma provocó que cesara por completo. Gavin paseaba entre la gente repartiendo sonrisas y saludos con la cabeza automáticamente, pero todos lo trataban como si fuera poco menos que una deidad. Nadie intentó tocar a Gavin directamente, pero abundaban las manos que se extendían para rozar su capa sobre la marcha.

¿Qué hago yo con estas personas?

Hacía una semana, Kip estaba limpiando el vómito de las mejillas y los cabellos de su madre, desfallecida tras otra de sus juergas. En su choza. Con el suelo de tierra. En su recóndita localidad, nadie le había prestado la menor atención. El hijo de la adicta, no era otra cosa. El gordinflón, a lo sumo. Aquí no pinto nada.

Nunca he encajado en ninguna parte. Madre decía que le había arruinado la vida, y ahora voy a arruinar la de Gavin.

Kip no pudo evitar recordar las últimas palabras de su madre, y la promesa que le había hecho en su lecho de muerte. Había jurado vengarla, y apenas si había hecho nada por cumplir su promesa.

Contaban que Orholam prestaba atención personalmente a todos los juramentos. Kip no había conseguido averiguar nada, y ahora se disponían a regresar.

—Oye —dijo Liv—, ¿a qué viene esa cara tan larga? —Le apoyó una mano en el brazo, y el contacto le produjo un escalofrío. Se habían detenido en un rincón despejado del muelle, al pie de una rampa que desembocaba en el agua, en la que el comandante Puño de Hierro estaba trazando una plataforma de luxina, el primer componente de una trainera.

—No… no lo sé. Pensar en Tyrea hace que me acuerde de… —De algún lugar que Kip ni siquiera sospechaba que albergaba en su interior brotó un caudal de lágrimas ante el recuerdo de su madre moribunda. Las alejó de sí, las encauzó hacia alguien cuya muerte era más digna de lamentación—. ¿Sabes?, espero que tu padre esté bien, Liv. Era… siempre se portó bien conmigo. —El único.

Sin embargo, incluso con maese Danavis existía una muralla, un punto más allá del cual Kip tenía el acceso prohibido. ¿Se debía a alguna parte de su pasado que debía mantener en secreto? ¿O se trataba de algo más profundo, algo de lo que solo Kip tenía la culpa?

—Kip —dijo Liv—. Todo se arreglará.

El muchacho la miró sin poder reprimir una sonrisa. Orholam jamás había creado una mujer más hermosa. Liv sería capaz de eclipsar el sol con su resplandor. Se sumergió en sus hoyuelos sin poder remediarlo. Apartó la mirada.

Hermanito, se burló de sí mismo. Alguien con quien bromear, pero no un hombre. La desesperación amenazaba con estrangularlo.

—Gracias —consiguió decir a pesar del nudo que le oprimía la garganta—. ¿Puedo picar algo de comer? —le preguntó a Puño de Hierro.

—Sí, por supuesto —contestó el gigante.

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