—Hijo mío. —Felia Guile aún conservaba el atractivo a sus cincuenta y pocos años. Era prima de la familia real atashiana, y en su juventud las familias nobles de Atash rara vez contraían nupcias con extranjeros. Andross Guile, naturalmente, había sido un caso especial. Como siempre. Felia poseía la tradicional y espectacular combinación atashiana de piel olivácea y ojos acianos, si bien los iris azules contenían un amplio halo de naranja apagado. Había sido una trazadora naranja, aunque de modestas aptitudes. Andross jamás se hubiera casado con una mujer que no pudiera trazar. Delgada a pesar de sus años, Felia ofrecía una imagen regia, elegante, cómoda consigo misma, imponente sin llegar a intimidar, bella y afectuosa.
Gavin no lograba entender cómo soportaba el estar casada con su padre.
Felia levantó dos dedos de la mano izquierda para despedir a la esclava de cámara, sin apartar los ojos de Gavin.
—Bueno, he oído que tienes un… sobrino.
Gavin carraspeó. Pero ¿a qué velocidad viajaban las noticias en ese lugar? Paseó la mirada alrededor de la estancia. La esclava se había perdido de vista.
—En efecto.
—Un hijo natural —dijo Felia Guile, cuyos labios se tensaron por un momento. Ella jamás pronunciaría la palabra «bastardo». Su inmensa paleta de expresiones faciales eliminaba esa necesidad. Con el paso de los años, el naranja la había vuelto más empática y suspicaz. Unido a su intuición e inteligencia congénitas, esto hacía de ella un ser formidable.
—Así es. Un buen chico. Se llama Kip.
—¿De quince años de edad? —O lo que era lo mismo, engañaste a tu prometida, con la que llevo apremiándote a casarte los últimos dieciséis años. Felia adoraba a Karris. Andross Guile se había opuesto terminantemente a que Gavin se desposara con una mujer cuya familia se había quedado sin nada, como la de Karris, después de la guerra. Era uno de los pocos aspectos en que la madre de Gavin había continuado desafiando a su padre. Por lo general, cuando surgía alguna desavenencia entre ellos, Felia exponía sus objeciones con elocuencia y firmeza, para luego acatar cualquiera que fuese la decisión de Andross. En no pocas ocasiones, Gavin había visto a su padre cambiar de parecer tras una de las artísticas capitulaciones de su madre. La discusión a propósito de Karris Roble Blanco, sin embargo, había estado salpicada de invectivas, añicos de porcelana y lágrimas. A veces Gavin pensaba que, si él no hubiera estado presente durante la pelea, Andross habría dado el brazo a torcer; pero era incapaz de quedar en ridículo delante de nadie, y menos del rebelde de su hijo.
—Correcto.
Felia recogió las manos sobre el regazo y escudriñó el rostro de Gavin.
—Bueno, ¿y te sorprende su existencia tanto como a los demás, o más todavía?
Un escalofrío recorrió la espalda de Gavin. Su madre no tenía ni un pelo de tonta. Tomaba tantas precauciones como el que más contra los oídos indiscretos, pero sabía imprimir un significado inequívoco a sus palabras cuando se lo proponía. Después de la Roca Hendida, cuando Dazen fue el único en salir tambaleándose de la conflagración mágica, vestido con la ropa de su hermano, su corona y sus cicatrices bajo varias capas de sangre y hollín, todo el mundo lo había tomado por Gavin sin hacer preguntas. Pese a la diferencia de edad, ambos hermanos habían sido confundidos con gemelos docenas de veces, y sus gestos eran extraordinariamente parecidos. Dazen se había esmerado por emular las idiosincrasias léxicas y expresivas de su hermano. Cualquier disonancia que hubiera surgido al terminar la guerra se atribuía a los cambios operados en Gavin por haberse visto obligado a acabar con la vida de su hermano.
Pero Gavin despertó la primera mañana tras su regreso a la Cromería con su madre sentada al pie de la cama. Aunque Felia tenía los ojos enrojecidos e hinchados a causa del llanto, sus mejillas estaban secas. Había procurado desahogarse mientras Gavin dormía.
—¿Pensabas que no iba a reconocer a mi hijo? —le había preguntado—. Eres sangre de mi sangre. ¿Pensabas que podrías engañarme?
—No creí que llegaría tan lejos, madre. Esperaba que mil personas distintas ya hubieran descubierto la farsa, pero ¿qué puedo hacer?
—Entiendo por qué has hecho lo que has hecho. Es solo que me había preparado para encajar tu muerte, no la de tu hermano, y verte ahora… Es como tener que elegir cuál de mis hijos preferiría que hubiese muerto.
—Nadie te pediría que hicieras algo semejante.
—Dime tan solo una cosa. ¿Gavin está muerto?
—Sí. No quería… No me dejó… Lo siento.
Los ojos de Felia se anegaron de lágrimas, pero la mujer las ignoró.
—¿Qué necesitas, Dazen? He perdido a tus dos hermanos. Juro por Orholam que no te perderé también a ti.
—Diles que estoy convaleciente. Diles que la batalla estuvo a punto de acabar conmigo. Cuando llegue el momento, diles que me ha cambiado. Pero no me hagas parecer débil.
De ese modo se había convertido en su única aliada real dentro de la Cromería. Y en cuanto se fue, él había atrancado la puerta antes de abrir el baúl en el que yacía su hermano drogado, a un palmo del lugar que acababa de abandonar su madre. Observó minuciosamente a la figura inconsciente, y después su imagen en el espejo. Tras tomar nota de todas las diferencias, puso manos a la obra. Su hermano tenía un mechón de cabello que sobresalía entre los demás cuando lo llevaba muy corto; el nuevo Gavin debería dejarse el pelo largo para que nadie reparara en esta disparidad. Gavin era un poco más bajo que Dazen, y le gustaba calzar botas con más tacón; el nuevo Gavin se pondría zapatos de suela lisa. Empezó a elaborar listas con las manías de su hermano, el modo en que acostumbraba a torcer el cuello a izquierda y derecha hasta que crujían las vértebras. ¿O era a derecha e izquierda? Maldición, Dazen ni siquiera sabía cómo conseguir que le crujieran las vértebras. A Gavin le gustaba afeitarse a diario, incluso dos veces al día, para tener las mejillas siempre tersas; Dazen acostumbraba a afeitarse un par de veces a la semana, pues lo consideraba un incordio. Gavin desprendía siempre una fragancia característica; Dazen nunca había prestado atención a ninguna colonia. Tendría que encargar a un esclavo que le consiguiera la misma. Gavin era celoso de su atuendo y procuraba vestir siempre a la última moda; Dazen ni siquiera sabía por dónde empezar. Tendría que investigarlo. ¿Se depilaba Gavin las cejas? Orholam bendito.
Otros cambios entrañaban más dificultad. Dazen tenía una peca en la cara interior de uno de sus codos. Apretó los dientes y se la extirpó con una navaja. Le dejaría una pequeña cicatriz. Nadie se daría cuenta.
Su madre le ayudaba, viniendo todos los días, pañuelo en mano para sus lágrimas mudas, pero con la espalda recta como el palo de una escoba. Apuntó tics de los que Dazen jamás se hubiera acordado, como la postura que adoptaba su hermano cuando se quedaba pensativo, cuáles eran los platos preferidos de Gavin y cuáles los que más aborrecía.
Pero la principal razón de su éxito había sido el verdadero Gavin en persona. Gavin había retratado a Dazen como un Falso Prisma. Había jurado que Dazen engañaba a sus seguidores con trucos de salón que jamás convencerían a quien no fuese un criminal o un demente, o a quien aspirara a obtener algún beneficio respaldando a un Falso Prisma. Todo el mundo sabía que solo podía existir un Prisma por generación, por lo que las palabras del antiguo Gavin se daban por ciertas de forma automática. Quienes opinaban lo contrario, quienes sabían que Dazen nunca había necesitado recurrir a burdos trucos de salón, quienes sabían que era tan Prisma como Gavin (en otras palabras, los partidarios y amigos más íntimos de Dazen) se habían desbandado a los cuatro vientos tras la Batalla de la Roca Hendida. Los había traicionado, y aunque se tratase de una traición motivada por una buena causa, seguía pasando muchas noches en vela pensando en los piratas ilytianos que vendían a sus seguidores como esclavos en un centenar de puertos distintos. Redactó su primera lista de siete grandes propósitos, e hizo todo cuanto estaba en su mano.
Contra viento y marea, su madre le había salvado el pellejo una docena de veces. Se merecía conocer la verdad.
—Más —respondió ahora. Se había sorprendido más que nadie al descubrir que tenía un hijo. Sus hombres y él habían vivido en cuevas, siempre a la fuga, y aunque hubiera poseído las energías necesarias para recrearse con alguna de sus seguidoras, se sentía demasiado abatido por el compromiso de Karris y Gavin. Dazen no se había acostado con nadie durante la guerra.
Felia se levantó y caminó hasta la puerta, la abrió para cerciorarse de que no hubiese nadie espiando y regresó a su asiento. En voz baja, dijo:
—De modo que has adoptado al hijo natural de tu hermano. ¿Por qué?
Porque no dejas de darme la lata pidiéndome un nieto, estuvo a punto de responder, pero sabía que eso heriría sus sentimientos. ¿Porque era lo más justo? ¿Porque es lo que habría hecho Gavin? No, no estaba seguro de que Gavin hubiera hecho lo mismo en su lugar. ¿Porque el muchacho no tenía nada y se merecía una oportunidad? ¿Porque Karris estaba allí, observándolo, y lastimarla haciendo lo correcto le producía un placer malsano?
—Porque sé lo que es la soledad. —Le sorprendió que esa fuera la verdad.
—Subestimas a Karris —dijo su madre.
—¿Qué pinta ella en todo esto?
Su madre se limitó a sacudir la cabeza.
—¿Le ha sentado mal?
—Por así decirlo.
—¿Qué harás si tu padre se niega a reconocer al muchacho?
—No me hará cambiar de parecer, madre. Pocas veces hago lo correcto. No permitiré que me arrebate esta oportunidad.
Felia sonrió de repente.
—¿Está en tu lista de siete propósitos? ¿Desafiarlo?
—En mi lista no hay imposibles.
—¿Así que es más difícil que detener la Guerra de la Sangre? ¿Más difícil que aniquilar a los barones piratas?
—El doble de difícil —dijo Gavin—. Y sí.
—Eso lo has heredado de él, ¿sabes?
—¿El qué?
—Tu padre siempre hacía listas, objetivos que después iba tachando. Casarse con una chica de buena familia antes de cumplir los veinticinco, unirse al Espectro antes de los cuarenta… lo consiguió con treinta y cinco… etcétera. Bien es cierto que nunca tuvo que organizar su vida en tandas de siete años.
—¿Nunca quiso ser Prisma? —preguntó Gavin.
Felia no respondió de inmediato.
—Por regla general, los Prismas solo duran siete años.
Demasiado poco para mi padre. Ya veo.
—Quería tener más hijos e hijas, ¿verdad? —Incluso después de Sevastian. Más herramientas. Más armas, por si se torcían las cosas.
Felia no dijo nada.
—Quiero irme a casa, Gavin. Hace años que quiero unirme a la Liberación. Estoy tan cansada.
Por un momento, Gavin no pudo respirar. Su madre era la mismísima quintaesencia de la vitalidad. Belleza, energía, inteligencia, bondad. Oírla hablar como si estuviera acabada, como si quisiera renunciar a todo, equivalía a recibir un puñetazo en la boca del estómago.
—Tu padre jamás lo consentiría, por supuesto —añadió Felia, con una sonrisa teñida de tristeza—. Pero con su permiso o sin él, en algún momento de los próximos cinco años lo haré. Ya he enterrado a dos hijos. No pienso enterrarte también a ti. —De modo que solo quería avisarle, darle tiempo para prepararse. Por Orholam, Gavin ni siquiera quería pensar en ello. Su madre había sido su única compañía, su mejor consejera, la única persona capaz de detectar cualquier amenaza a leguas de distancia, la única que le profesaba un amor incondicional.
»Bueno, ¿cuáles eran tus siete propósitos? ¿Has cumplido ya alguno? —preguntó Felia, devolviendo la conversación a terreno seguro, pese a saber que Gavin intentaría evadirse.
—He aprendido a volar. Me llevó casi todo el año pasado.
Felia lo miró como si no supiera muy bien si intentaba tomarle el pelo.
—Eso sería muy práctico —observó con cautela.
Gavin se rió.
—Lo dices en serio.
—Tendré que llevarte a dar un paseo algún día… por los aires —dijo Gavin—. Te encantará.
—¿Te crees que con eso puedes distraerme e impedir que te sonsaque el resto de tus objetivos?
—Absolutamente —repuso Gavin, con fingida solemnidad—. Me enseñó la mejor.
—De acuerdo —dijo Felia—. Venga, fuera de aquí. —Gavin había recorrido medio camino hasta la puerta cuando su madre exclamó—: ¡Gavin! —Así lo llamaba ahora, siempre, aunque sus ojos pronunciaran el nombre de Dazen—. Ten cuidado. Ya sabes cómo se pone tu padre cuando alguien le lleva la contraria.
Kip se despertó con el brazo dormido de un sueño en el que su madre le sostenía la cabeza en el regazo. Aunque, más que un sueño, era un recuerdo a medias. Él era pequeño. Su madre, con los ojos hinchados y enrojecidos, le acariciaba el pelo con los dedos. Los ojos rojos solían ser señal de que había estado fumando cencellada, pero esta mañana no olía ni a humo ni a alcohol. Lo siento, estaba diciendo, lo siento muchísimo. Lo he dejado. A partir de ahora será diferente. Te lo prometo.
Entreabrió un ojo incrustado de legañas y soltó un gemido. Qué bien, madre, ¿te importaría quitarte de encima de mi brazo? Rodó de costado. ¿Había dormido en el suelo? ¿Tumbado en una alfombra? ¡Oh! A medida que la sangre fluía lentamente a su brazo, este empezó a dolerle. Se lo frotó hasta que recuperó la sensibilidad. ¿Dónde estaba? Ah, en la habitación de Liv. Comenzaba a despuntar el sol.
Kip se sentó y vio a una mujer que entraba en el cuarto. Puede que le hubiera despertado la puerta al abrirse. Liv debía de haber dormido en otra parte. Las sábanas ni siquiera estaban revueltas.
—Buenos días, Kip —dijo la mujer. Era morena, de cejas grávidas y pelo crespo, y le envolvía el cuello una llamativa bufanda dorada. Era fuerte, inmensamente alta, con grandes hombros pesados y un vestido verde con estampados chillones que la cubría como una sábana a una galeaza—. Ya es de día, hora de tu primera lección. Soy el ama Helel.
—¿Vos sois mi magíster? —preguntó Kip, que seguía frotándose el brazo entumecido.
—Ya lo creo que sí. —La mujer esbozó una sonrisa que no se reflejó en sus ojos—. Y recordarás la clase de hoy mientras vivas. Arriba, Kip.
Kip se levantó. La mujer pasó junto a él y abrió la puerta que daba a un pequeño balcón.
—Ven, date prisa —dijo—. Tienes que ver esto antes de que el sol termine de elevarse sobre el horizonte.