Gavin tragó saliva contra su voluntad. En realidad nunca había universalizado esa idea como estaba haciendo ahora la Blanca, pero siempre había pensado que su vida era exactamente así. Sus subterfugios, su autoridad, su hermano prisionero, sus relaciones afectivas. Nada más que una cadena de papel mojado que se combaba por su propio peso. Una cadena a la que a diario se añadían nuevos lastres.
—Esto es lo que he aprendido —dijo la anciana—. Orholam no me necesita. Sí, puedo realizar obras en su nombre, obras que le complacen, y si cometo un error, los demás pagarán las consecuencias. Verás, mi trabajo es importante, pero en última instancia debe prevalecer la voluntad de Orholam. Por eso creo que aún tengo trabajo que hacer. Dondequiera que miro, solo veo asuntos inacabados. Pero si me ordenas que me libere este solsticio de verano, lo haré de buen grado, no porque tenga fe en ti, Gavin… aunque así es, más de lo que te imaginas… sino porque tengo fe en Orholam.
Gavin la miró como si fuera una visitante de la luna.
—Eso es muy… metafísico. ¿Podemos hablar ya de la Liberación?
La Blanca soltó una carcajada.
—Permite que te diga una cosa, Gavin. Lo recuerdas todo. Sé que es así. Ahora piensas que estoy loca, pero recordarás esta conversación, y algún día demostrará ser importante. Me conformo con eso.
Una chiflada o una santa; por otra parte, Gavin no creía que hubiese ninguna diferencia.
—Me voy a Garriston —dijo.
La anciana recogió las manos en el regazo y giró el rostro hacia el resplandor del sol naciente.
—Deja que me explique —se apresuró a añadir Gavin. Así lo hizo, desentendiéndose de la belleza del amanecer. Diez minutos después, ya casi había terminado cuando la Blanca levantó un dedo. La anciana contuvo el aliento y suspiró mientras el sol coronaba el horizonte.
—¿Alguna vez has intentado ver el destello verde?
—Alguna vez, sí. —Gavin conocía a personas que juraban haberlo visto, aunque nadie sabía explicar qué era ni por qué ocurría, y conocía a otras que aseguraban que se trataba de una leyenda.
—Me lo imagino como si Orholam nos guiñara un ojo —dijo la Blanca.
¿Es que esta mujer solo sabe hablar de Orholam? A lo mejor empieza a chochear.
—¿Tú lo has visto?
—En dos ocasiones. La primera vez fue… ¿hace cincuenta y nueve años ya? No, sesenta. La noche que conocí a Ulbear. —Gavin hubo de hacer memoria para entender a quién se refería. Ah, Ulbear Rathcore, el marido de la Blanca, bastante célebre en su día. Fallecido hacía ya veinte años—. Estaba en una fiesta, bastante molesta con el joven borracho que me había escoltado hasta allí, el cual de ninguna manera iba a acompañarme de regreso a casa. Salí a la calle en busca de un poco de aire. Estaba contemplando la puesta de sol, vi el destello verde y me emocioné tanto que di un salto. Con tan mala suerte que le rompí la nariz con el dorso de la mano al tipo espigado que se inclinaba sobre mí en ese momento para recoger la copa de vino que había dejado en el balcón.
—¿Conociste a Ulbear Rathcore rompiéndole la nariz?
—A la mujer con la que estaba disfrutando de la velada tampoco le hizo mucha gracia. Era preciosa, elegante y mil veces más bonita que yo, pero de alguna manera no podía competir con mi torpe persona. Aunque me cuesta imaginar que hubiera sido feliz de haberse desposado con Ulbear, tu abuela tardó dos años en perdonarme.
—¿Mi abuela?
—Si no hubiera visto el destello verde en aquel preciso momento, tu abuela se habría casado con Ulbear, y tú no estarías aquí ahora, Gavin. —La Blanca se rió—. ¿Lo ves?, dejando parlotear a las viejas se descubren las cosas más insospechadas.
Gavin se había quedado sin habla.
—Puedes ir a Garriston si quieres, Gavin, por supuesto, pero nadie más puede practicar la Liberación, y no se puede celebrar en otra ocasión. De modo que solo tengo una opción: Enviaré a todos los que van a ser liberados a Garriston. Daré la orden de que nuestros barcos más veloces los intercepten para que puedan llegar a tiempo.
—Estamos hablando de una guerra.
—¿Y qué?
—¿Cómo que «y qué»? —le espetó Gavin—. No andaré sobrado de tiempo para celebrar fiestas, organizar espectáculos de fuegos artificiales y pronunciar discursos.
—La lista que he elaborado se compone de momento de unos ciento cincuenta trazadores. El grupo no es demasiado numeroso este año. Una buena proporción de ellos sin duda no llegarán al año que viene. ¿Quieres otros ochenta o noventa engendros de los colores?
—Por supuesto que no.
—Las fiestas están muy bien, Gavin, pero te entiendo. Esta es la antítesis de tu propósito principal. —La Blanca había deducido que Gavin había jurado erradicar a los engendros azules por Sevastian. Como hacía con toda la información que caía en sus manos, la utilizaba para manipularlo—. Aunque tú no creas que el Prisma es un regalo de Orholam para la humanidad, ellos sí. Los minutos que cada trazador pasa contigo durante la Liberación constituyen el momento más sagrado de sus vidas. Arrebátaselo si quieres, pero será la mayor crueldad que hayas cometido en tu vida. Por lo que a mí respecta, te puedo perdonar muchas cosas, pero eso no te lo perdonaría jamás.
Duras palabras.
—Y ahora, explícame cómo dejaste a Karris en Tyrea, mataste a un giist y regresaste con un hijo, todo en cuestión de unos pocos días. El viaje de por sí debería haberte llevado dos semanas.
Vaya, eso había sido rápido. Gavin sabía que la Blanca descubriría la existencia de la trainera y el cóndor en cuanto se los enseñara a Karris, pero no había podido reprimirse. En ocasiones pecaba de impulsivo. De modo que le habló de la trainera y el cóndor. Los ojos de la anciana se iluminaron.
—Eso sería algo digno de verse, Gavin. ¡Volar! ¡Y a esa velocidad! Me imagino que querrás regresar a Garriston del mismo modo.
—Sí, y Kip me acompañará.
La Blanca volvió a sorprenderle y no protestó.
—Bien —dijo—. Te vendrá bien descubrir lo que es el amor paternal.
Porque es algo que mi padre no me enseñó nunca, tan cierto como que la noche es oscura. Con irritación, Gavin comprendió entonces a qué se refería realmente. Pero no tenía sentido volver a discutir por culpa de su padre. En vez de eso, preguntó:
—¿Cuándo fue la segunda vez?
—¿La segunda vez?
—La segunda vez que viste el destello verde. La segunda vez que Orholam te guiñó el ojo. —Gavin se esforzó por no imprimir la menor nota de sarcasmo a sus palabras. Estuvo a punto de conseguirlo.
La Blanca sonrió.
—Espero con ganas el día en que os cuente esa historia, mi señor Prisma, pero no será hoy. —Su sonrisa se evaporó—. A tu regreso, tendremos que hablar de la prueba de Kip.
—Te fijaste en los cristales de las paredes. Pensé que lo había detenido a tiempo.
—¿Vieja? Sí. ¿Senil? Todavía no.
—¿Quieres oírme admitirlo? Kip estuvo a punto de romper la prueba —dijo Gavin—. Igual que Dazen.
—O peor aún —repuso la Blanca—. Estuvo a punto de superarla.
A los cinco minutos de su captura, Karris supo que estaba aún en más aprietos de lo que se había temido en un principio. Los Hombres Espejo del rey Garadul la condujeron a una carreta a punta de pistola. No la maniataron, lo que le pareció curioso y reavivó sus esperanzas por unos instantes. Los Hombres Espejo la dejaron en manos de un grupo de trazadoras. Dos de ellos se quedaron apuntándole a la cabeza con sus armas, sin parpadear apenas.
Las mujeres (dos rojas, una verde, una azul y una supervioleta) la desnudaron y registraron su cuerpo y sus ropas, donde enseguida encontraron las fundas oculares. Los dos Hombres Espejo no dirigieron más que un somero vistazo a sus curvas, y aunque a lo largo y ancho del campamento había quienes se esforzaban por atisbar algo entre las trazadoras que la rodeaban, no se oyó ni un solo comentario lujurioso.
Disciplinados. Maldita fuera su suerte.
Karris cruzó los brazos sobre los pechos y agachó la cabeza con fingido azoramiento. Bueno, tal vez no fuera enteramente fingido.
—¡La vista al frente! —ordenó una de las rojas.
Karris levantó la cabeza. Querían ver sus ojos para saber si se proponía trazar. Inteligentes, también. Mil veces maldita.
En rápida sucesión examinaron todas sus prendas de vestir, reventando todas las costuras en busca de bolsillos ocultos. A continuación vaciaron su petate; una de las mujeres anotó todo cuanto encontraron en un códice. Cuando terminaron, Karris esperaba que le devolvieran la ropa.
La suerte no estaba de su parte. En vez de eso, abrieron la puerta del carro y arrojaron dentro un vestido y una combinación de color violeta.
—Adentro —le indicó el mismo que había hablado antes.
Karris obedeció, y la puerta se cerró de un golpe a su espalda. Se oyó el estrépito de una barra de madera al bajar y unas cadenas al colocarse en su sitio. El interior de la carreta era bastante espacioso. Contenía un catre, un orinal, una taza con agua, varias mantas y cojines; todo de color violeta, el más oscuro que se podía encontrar en el espectro azul. Todo ello había sido pintado recientemente, a juzgar por la pestilencia que flotaba en el aire. Unos barrotes protegían las ventanas de cristal violeta, cubiertas desde el exterior por telas del mismo color. Al parecer se tomaban muy en serio su aptitud para el trazo, y del interés que habían demostrado en sus ojos y las bengalas de magnesio se desprendía que sabían que podía trazar verde y rojo. En lugar de arriesgarse a elegir un color que estuviera situado entre los suyos, se habían decantado por el más lejano del espectro de los que Karris no podía trazar.
Era una deferencia extraña. Podrían haberse limitado a vendarle los ojos, por supuesto, pero las vendas resbalan. Cualquier otro captor, sin embargo, habría pintado la carreta de negro y la habría encerrado en la oscuridad. Esto era igual de eficaz, pero conllevaba mucho más trabajo. Si un trazador no veía su color, o no disponía de lentes y luz blanca, no podía trazar. Karris estaba prácticamente indefensa. Detestaba esa sensación con toda su alma.
Se puso la combinación y el vestido violeta sin forma definida, y comenzó a rascar la pintura de inmediato. Un subrojo había acelerado el proceso de secado. Conseguiría desportillarla, a la larga, pero con las cortinas y el cristal violeta filtrando toda la luz, tampoco le serviría de nada. Aun así, lo intentó. No podía evitarlo. Bajo la capa de pintura violeta había otra de color negro, y debajo de esta, la madera era de caoba oscura. Mala suerte.
Transcurridos unos minutos, el carromato se puso en marcha.
Esa noche, tras una cena consistente en un mendrugo de pan negro y agua contenida en una taza de hierro ennegrecido, entraron dos trazadoras con la piel resplandeciente de luxina roja y azul, respectivamente. Tras ellas apareció, inesperadamente, una costurera. Se trataba de una mujer diminuta cuya cabeza apenas si llegaba a los hombros de Karris. Le tomó las medidas rápidamente, memorizándolas en lugar de apuntarlas. A continuación se quedó observando fijamente el cuerpo de Karris, estudiándola como haría un granjero con una ladera pedregosa que tuviera que arar. Volvió a comprobar las medidas de las caderas de Karris y se marchó sin decir palabra.
Karris averiguó pocas cosas en el transcurso de los cinco días siguientes. Su carro debía de estar cerca de los que contenían las cocinas, pues el traqueteo que producían las cazuelas con cada bache del camino era incesante. Las figuras sombrías de unos jinetes, Hombres Espejo tal vez, en ocasiones pasaban lo bastante cerca de sus ventanas cubiertas para permitirle ver sus siluetas. Si hablaban, no obstante, nunca logró distinguir sus palabras. Por las noches le servían la cena en un cuenco de hierro ennegrecido, con una cuchara del mismo material, pan negro y agua, nunca vino; maldición, incluso habían pensado en el vino tinto. Un Hombre Espejo acompañado de una trazadora retiraba el orinal, el cuenco, la cuchara y la taza todas las noches tras la puesta de sol. Cuando se guardó la cuchara una noche, oculta bajo uno de los cojines, nadie dijo nada. Tampoco le trajeron agua al día siguiente. Cuando entregó la cuchara, volvieron a darle de beber.
El tedio era lo peor. Las flexiones que se podían hacer en un día tenían su límite, y practicar cualquier otra actividad física más exigente era tarea imposible. No tenía instrumentos musicales, ni libros, ni mucho menos armas, y tampoco podía distraerse trazando.
A la sexta noche entraron dos azules.
—Elije una postura que te resulte cómoda —dijo una de ellas. Karris se sentó en el pequeño catre, con las manos recogidas encima del regazo y los tobillos cruzados. Emplearon aproximadamente cinco veces más luxina de la necesaria para inmovilizarle los brazos y las piernas. Se marcharon tras cubrirle los ojos con unas lentes de color violeta.
El rey Garadul entró en el carromato portando una silla de campamento plegable. Llevaba puesta una holgada camisa negra sobre otra de un color que Karris no podía precisar, y unos voluminosos pantalones negros encima de los que vestiría normalmente. Karris entendía que tuvieran cuidado en su presencia, pero esto rozaba lo absurdo. El rey se acomodó en la silla y la miró fijamente, en silencio.
—Supongo que no te acuerdas de mí —dijo, al cabo—. Nos vimos una vez, antes de la guerra. Yo era tan solo un muchacho, por supuesto, tres años más joven que tú, y tú ya bebías los vientos por… en fin, por uno de los Guile, no recuerdo cuál. A lo mejor tú tampoco. Durante una temporada parece que hubo algo de confusión al respecto, ¿verdad?
—Eres un auténtico seductor, ¿eh? —repuso Karris.
—Te sorprenderías. —El monarca sacudió la cabeza—. Siempre te consideré bonita, pero las historias sobre ti cobraron vida propia. Un trágico triángulo amoroso entre los dos hombres más poderosos del mundo prácticamente exige que la protagonista sea una belleza, ¿verdad? Quiero decir, ¿por qué arrasarían esos dos hombres el mundo entero, de lo contrario? ¿Por tus conocimientos de historia? ¿Por tu aguda conversación? No. Eras una chica bonita embellecida por los bardos en un intento por explicar lo que desencadenaste. No me malinterpretes —añadió—, estaba tan loco por ti que me pasaba las noches en vela. Fuiste mi primer gran amor no correspondido.
—Seguro que has tenido muchos. ¿O fingen las mujeres que te encuentran atractivo, ahora que eres rey?
Calma, Karris, tranquilízate. Aunque, a decir verdad, no era el rojo lo que ponía esas palabras en su boca. Siempre había detestado actuar para los demás, bailar al son que le marcaban.