El prisma negro (52 page)

Read El prisma negro Online

Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

BOOK: El prisma negro
8.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

Garadul frunció el ceño.

—Parece que los panegíricos omitieron mencionar la lengua acerada. ¿O se trata acaso de un añadido reciente?

—De un tiempo a esta parte me siento más libre para decir lo que pienso. Ya he destruido el mundo, ¿qué más da el ego de un hombre?

—Karris, me disponía a hacerte un cumplido antes de que nos arrastraras a este pozo de descortesías.

—Ay, cielos. Pues adelante, por favor, nada me colmaría de más felicidad que escuchar los halagos del Carnicero de Rekton.

Garadul restregó las palmas de la mano, contemplativo.

—Me apena que tuvieras que ver eso, Karris. —No dejaba de usar su nombre. No le gustaba ni un pelo—. Espero que sepas que dar esa orden no me produjo ningún placer, pero también espero que entiendas que esa pequeña monstruosidad prevendrá otras mayores en el futuro. ¿Estás familiarizada con un manuscrito que lleva por título El consejero de los reyes?

—Sí —dijo Karris—. Un compendio de recomendaciones aborrecibles y crueldades para las que ni siquiera él tenía estómago cuando gobernaba. —El consejero se preguntaba qué le convenía más a un regente, si ser amado o temido. Decidía que ambas cosas, en el mejor de los casos, pero si había que escoger, la elección más acertada sería el miedo.

—Sus consejos eran buenos, pero él era débil. No se lo tengo en cuenta. La cuestión, Karris, es que cuando los reyes no son temidos desde el principio, acaban teniendo que infundir temor tarde o temprano, con desastrosas consecuencias. Eso es lo que ocurrió en Ru. Eso es lo que ocurrió en Garriston. Esos hombres a los que amabas… o con los que te acostaste, al menos… aprendieron la lección al final, pero puesto que ya era demasiado tarde, se vieron obligados a hacer algo peor que destruir una insignificante aldea. Así que dime, ¿cómo puedes echarme en cara la muerte de mil personas sin recriminarles a ellos la de decenas, cientos de miles?

A Karris no le habían permitido ver los escalones reales de Ru, cubiertos con la sangre y los excrementos de centenares de cuerpos asesinados fríamente y arrojados uno por uno a los boquiabiertos y horrorizados espectadores que se agolpaban al fondo. Incluso al término de la guerra le habían impedido acudir a Garriston, donde decenas de miles de personas (ni siquiera sabían con exactitud cuántas) habían perdido la vida entre las llamas de luxina roja que devoraron la ciudad asediada. Era obra de Gavin y Dazen. De alguna manera, siempre se había resistido a creer que unos hombres a los que conocía tan bien pudieran hacer algo así. Unos hombres a los que creía conocer tan bien.

—Este es mi pueblo. No soy un mero sátrapa, el guardián de las tierras de otro. Soy rey. Estas gentes me pertenecen. Asesinar a mil de los míos fue como arrancarme un pedazo de carne. Pero los cánceres deben extirparse. Yo soy esta tierra. Mis súbditos la trabajan y extraen sus cultivos con mi beneplácito. Yo los protejo y velo por ellos, y ellos a su vez deben rendirme sus frutos y sus hijos. Quienes me desacatan son rebeldes, traidores, ladrones, herejes y apóstatas. Se oponen al Pacto sagrado, y desafiarme equivale a desafiar la voluntad de los dioses. Me vi obligado a obrar así porque mi padre se negó. Si hubiera sustituido a media docena de alcaldes la primera vez que lo desafiaron y se negaron a enviar soldados para la leva, esos mil aún seguirían con vida. Era débil y aspiraba a ser amado. Quizá nadie lo reconozca ahora, pero al acabar con ese millar de vidas en Rekton, salvé muchas más. En eso consiste ser rey.

—Con qué pasión defiendes la decapitación de bebés y la exhibición de sus cabezas clavadas en picas. —¿La voluntad de los dioses, no la de Orholam?

—Karris, estás consiguiendo que entienda por qué hay hombres que pegan a sus mujeres. —El rey Garadul se atusó la barba negra, pero no hizo ademán de agredirla—. Al ordenar un espectáculo tan atroz, me aseguré de que se grabase a fuego en la mente de todo el que lo contemplara. ¿Crees que a los muertos les importa lo que ocurra con sus cuerpos? Que su ejemplo salve a los vivos es preferible a que los entierre a todos en un agujero y mis descendientes tengan que matar a los suyos. Ese monumento perdurará una docena de generaciones. Ese es mi legado para los hijos de mis hijos, un gobierno seguro que eliminará la necesidad de cometer de nuevo una masacre parecida. Y el motivo por el que te cuento todo esto, Karris, es que esperaba que tú lo entendieras mejor que nadie. Ahora eres una mujer, no una niñita asustada rodeada de grandes hombres. Eres una mujer que ha visto las atrocidades que son capaces de cometer esos hombres. Esperaba que comprendieras la carga que conlleva la grandeza. Siquiera un poquito. Quizá te haya sobrevalorado.

Karris tragó saliva con dificultad, temblando de rabia y puede que también un poco de temor. Las palabras de Garadul entrañaban una lógica enfermiza, pero ella había visto los cadáveres. La sangre. Las cabezas amontonadas.

—Como quería decir antes —continuó el rey Garadul. Respiró hondo, conteniendo la frustración con un esfuerzo visible—, eras una muchacha muy bonita, pero solo eso, a pesar de las historias. Para mi enorme sorpresa y satisfacción, eres una de las pocas mujeres que conozco cuya belleza ha aumentado con la edad. Tienes mejor aspecto a los treinta del que tenías a los veinte, y no me extrañaría que a los cuarenta tuvieras mejor aspecto que ahora. Por supuesto, estoy seguro de que ayuda el hecho de que no hayas tenido que parir seis o diez mocosos. La mayoría de las chicas bonitas consiguen encontrar un marido antes de envejecer tanto, pero a caballo regalado, no le mires el dentado.

Menudo seductor. ¿Qué le pasaba a este imbécil, tenía que decir todo lo que se le pasaba por la cabeza?

—Tu rostro es, sin duda, de los que inspiran a los poetas. Esto, sin embargo —gesticuló vagamente, sin que Karris supiera a qué se refería—, esto tiene que cambiar. Tus hombros son demasiado masculinos. —¡Hijo de perra! ¿Cómo sabía que Karris detestaba sus hombros? Siempre que la moda le permitía esconderlos, dejaba sus brazos al descubierto, y viceversa. Eso mismo se decía ella al menos una vez a la semana: Tus hombros son demasiado masculinos. Pero el monarca aún no había terminado—. Tienes el culo de un niño de diez años. Tal vez sea el vestido. Esperemos. Y tus tetas. Tus magníficas tetas, las pobres. ¿Adónde se han ido? ¡Eran más grandes cuando tenías quince años! A partir de ahora, se acabó el ejercicio. Te permitiré bailar y montar a caballo de nuevo cuando dejes de parecer una pigmea raquítica del Bosque Oscuro.

—No me quedaré tanto tiempo. —Karris frunció el ceño. ¿Acababa de reconocer que parecía una pigmea raquítica?

—Karris, querida. Te he esperado durante quince años. Y aunque no lo supieras, tú también estabas esperándome. Ni tú ni yo nos conformamos con segundas opciones. ¿Por qué si no seguirías estando soltera? Así que podemos aguardar unos pocos meses más. Vendré a visitarte cuando tu vestido esté listo. —Miró de reojo a su alrededor—. Ah, y me he dado cuenta de que no tienes nada con lo que entretenerte. Debe de ser muy aburrido. Una mujer debe destacar en las nobles artes. Ordenaré que te traigan el salterio de mi madre. Es lo que tocas, ¿verdad? —Se marchó con una sonrisa.

Lo peor de todo era que Karris realmente se sentía agradecida. Un poco. Hijo de perra.

53

Kip y Liv se dirigieron directamente a los Guardias Negros que vigilaban el elevador.

—Tenemos que ver al Prisma —dijo la muchacha.

—¿Y quiénes sois vosotros? —preguntó el hombre. Era bajito, pariano, naturalmente, con la constitución de una piedra angular. Miró a Kip—. Ah, tú eres el bas… —Tosió—. El sobrino del Prisma.

—Sí, soy su bastardo —repuso Kip, enfadado—. Tenemos que verlo ahora mismo.

El Guardia Negro se giró hacia su paisano, un tipo igual de musculoso, pero extraordinariamente alto.

—Nadie nos ha indicado cómo debemos tratar al… sobrino del Prisma —dijo el hombre.

—Se ha acostado hace menos de veinte minutos —añadió el otro—. Después de pasarse toda la noche en vela.

—Se trata de una emergencia —insistió Liv.

Los guardias, inconmovibles, adoptaron sendas expresiones de «¿y quién diablos es esta cría?».

—Alguien acaba de intentar asesinarme —dijo Kip.

—Retaco, ve a buscar al comandante —dijo el alto. ¿Retaco? ¿El Guardia Negro bajito se llamaba Retaco? Puesto que ambos eran parianos, quienes tradicionalmente ostentaban nombres tan descriptivos como Puño de Hierro, Kip no sabía si se trataba de un apodo o de su nombre real.

—Anoche se encargó de la tercera guardia —dijo Retaco, haciendo una mueca.

—Retaco. —Haciendo valer su rango.

—Vale, vale. Ya voy.

Retaco se fue, y el Guardia Negro más alto se giró y llamó a la puerta con los nudillos, tres veces, una pausa, dos veces. Luego, transcurridos cinco segundos, lo repitió.

Una esclava de cámara abrió la puerta casi antes de que el Guardia Negro terminara de llamar. Una mujer atractiva, con la perturbadora tez pálida y el cabello rojo de los bosquesangrientos, completamente vestida y alerta pese a lo intempestivo de la hora y la oscuridad de la habitación a su espalda.

—Marissia —dijo Liv—. Me alegro de volver a verte. —Su voz no sonaba del todo sincera.

La esclava no parecía alegrarse especialmente de ver a Liv. Kip se preguntó por qué la habría llamado Liv por su nombre. Creía que solo debía hacerse con aquellos esclavos con los que existiera una relación de amistad.

Oyeron la voz de Gavin procedente del interior de la estancia, ronca y entrecortada tras acabar de despertarse.

—Ummgh, dadme un… —El resto de sus palabras se perdió entre las almohadas. Instantes después, todas las contraventanas se abrieron de golpe y la luz entró a raudales procedente de todas direcciones, cegando prácticamente a todo el mundo. El Prisma emitió un gemido estridente desde la cama.

—¡La magia es asombrosa! —exclamó Liv—. ¡Fíjate, Kip! —Señaló una franja de cristal negro purpúreo que se extendía por las paredes de cristal que rodeaban toda la cámara.

—Pero ¿qué…? ¿Se te ha olvidado por qué estamos aquí?

—Ay, perdona.

Gavin los observaba con los ojos entrecerrados.

—Marissia, kopi, por favor.

La mujer asintió con la cabeza.

—En el primer armario, el tercer cajón por la izquierda. —Y se fue.

—¿El kopi está en el armario? —preguntó Gavin—. ¿Qué diablos? ¿Quién guarda el kopi… y por qué no me lo sirves? —La puerta se cerró detrás de la esclava—. ¿Y dónde está mi camisa favorita…? Ah, el armario. Condenada mujer.

—Está claro que le gusta madrugar —musitó Liv entre dientes.

A Kip se le escapó un resoplido antes de que pudiera dominarse.

Gavin, que hasta entonces había mantenido la cabeza agachada como si se sintiera acorralado, miró al muchacho de repente.

—Más te vale que sea importante. —Apartó las mantas y se encaminó hacia el armario. No llevaba puesto absolutamente nada.

Kip había visto los antebrazos de Gavin, con cuerdas de cáñamo por músculos, y sabía que su padre era nervudo, pero contemplar todo su cuerpo al natural era entre sobrecogedor y mortificante. Los hombros de Kip eran tan anchos como los de Gavin, y también sus brazos tenían probablemente el mismo diámetro, pero incluso ahora (sin que acabara de realizar ningún ejercicio, sin la tensión consustancial al esfuerzo físico), recién levantado de la cama, el cuerpo de Gavin contenía un músculo terso y curvo tras otro, en interminable concatenación, sin el menor rastro de grasa. Al parecer, ese era el efecto que surtía el surcar las aguas y los cielos de las Siete Satrapías de uno a otro confín.

¿Cómo he podido salir yo de eso?

Kip se dio cuenta de que Liv, a su lado, también estaba observando fijamente al Prisma, boquiabierta. No apartó la mirada ni siquiera mientras Gavin registraba el armario.

—Liv —susurró Kip.

—¿Qué? —preguntó la muchacha, observándolo de soslayo, con las mejillas encendidas—. Es el Prisma. Concederle mi atención incondicional es prácticamente un deber religioso.

Gavin, que parecía ajeno a la presencia de ambos, agarró un puñado de prendas al azar y, sin mirar en su dirección, dijo:

—Ana, es de mala educación quedarse mirando.

Liv se ruborizó más aún y se encogió, horrorizada.

—Se llama Liv —dijo Kip.

—Ya lo sé. Bueno, ¿de qué se trata? —preguntó Gavin mientras se ponía una deslumbrante camisa de seda blanca con ribetes dorados.

La puerta se abrió detrás de Kip, y Marissia y el comandante Puño de Hierro aparecieron en el umbral. Puño de Hierro se detuvo en la puerta mientras Marissia entraba con una bandeja con cubiertos de plata y tres tazas. Sirvió un líquido oscuro, cremoso y humeante en una de ellas y se la entregó a Gavin, cuyos pantalones y mangas seguían sin anudar.

—¿Comandante? ¿Kip? —preguntó Gavin, indicando las tazas restantes—. Me parece que Liv ya está suficientemente despierta.

Liv puso cara de querer que se la tragase la tierra. Kip sonrió.

Puño de Hierro se sirvió una taza de kopi mientras Marissia se encargaba de terminar de vestir a Gavin. Kip cogió una taza a su vez. Pero al ir a levantar la jarra, sus manos comenzaron a temblar tan violentamente que ni siquiera intentó llenarse la taza.

—Alguien ha querido tirarme por el balcón —dijo.

Fue como si las palabras imprimieran una capa de realidad a lo que hasta entonces parecía tan solo una pesadilla. Hacía un instante estaba bromeando con Liv, pensando en lo poco que se parecía a su padre, sonriendo ante la turbación de la muchacha. Ahora, la certidumbre de cuán cerca había estado de perecer despachurrado cayó sobre él como un mazazo. Podía verse cayendo, retorciéndose en el aire, impotente, como en un sueño espantoso, antes de que su cuerpo reventara como una uva madura.

¿Y quién hubiera sospechado nada? La mujer podría haberse colado en su habitación, podría haberlo lanzado por el balcón y podría haber vuelto a salir con la misma facilidad. Aunque descubrieran quién estaba en la planta en ese momento, ¿quién tomaría a esa mujerona por una asesina? La gente creería que Kip había sucumbido a la tensión de la prueba y había saltado. Nadie habría averiguado nunca la verdad.

¿Y a quién le habría importado?

Kip sintió que se abría un vacío espantoso en su pecho.

Nunca había formado parte de nada. Ni siquiera en Rekton había encajado en ninguna parte. Demasiado gordo y torpe para Isa, demasiado listo como para sentir alguna afinidad con Sanson, demasiado simplón, víctima de las incesantes chanzas de Ram, demasiado joven para Liv. Esperaba que ingresar en la Cromería le haría ser parte de algo por primera vez en su vida. Pero también aquí desentonaba. Siempre sería distinto de los demás, siempre estaría solo, no importaba adónde fuera.

Other books

The 13th by John Everson
His Darkest Hunger by Juliana Stone
Hard Case Crime: House Dick by Hunt, E. Howard
Adrift in the Sound by Kate Campbell
Shimmers & Shrouds (Abstruse) by Brukett, Scarlett
Literary Lapses by Stephen Leacock
Goodbye for Now by Laurie Frankel