El prisma negro (45 page)

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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

BOOK: El prisma negro
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—Pero si vi cómo buscaba la cuerda —protestó débilmente la muchacha. Tragó saliva, nerviosa de pronto por haber contradicho al Prisma en su cara.

—Y tú se la diste.

—Naturalmente.

—¿También habrías construido un nuevo puente detrás del bendito sátrapa Rados?

—Por supuesto que no, eso sería…

—Su ruina. ¿Cuánto duraste tú antes de tirar de la cuerda?

La muchacha se ruborizó y apartó la mirada.

—Diecisiete segundos. —Se arrebujó en su manto, cubriéndose al fin.

—Y destruiste caprichosamente el destino de un joven.

—Podríamos repetir…

—Sabes que eso es imposible. Una vez los aspirantes saben que no es real, el Trillador no surte efecto. Todo el mundo diría que le dispensamos un trato especial por ser mi sobrino…

—No pretendía…

—¡Y tú lo sabes! —sentenció Gavin, dominando la voz a duras penas.

—Lo que pretendieras no tiene importancia —siseó el ama Varidos.

Mientras la anciana hablaba, Gavin extrajo un poco de supervioleta de la luz de las antorchas. Solo un poquito. La ventaja del supervioleta residía en su invisibilidad. Aunque había al menos media docena de personas presentes en la sala capaces de ver la luxina supervioleta si se concentraban, Gavin estaba dispuesto a apostar que ninguna de ellas estaba concentrada en esos momentos. Y aunque así fuera, lo que Gavin se disponía a hacer era tan rápido y sutil que incluso quien estuviera atento podría perdérselo. Un truco de prestidigitador. El supervioleta se asentó en las yemas de sus dedos.

—Has contravenido las normas, Tisis —dijo el ama—. Faltaste a tu deber, y podrías haber destruido el futuro de un muchacho.

—¡Pero si nadie llega hasta el final! —protestó la joven. Resistir tanto tiempo como fuera posible se había convertido en motivo de orgullo. Las conspiraciones, la oscuridad, los espacios cerrados, las alturas, las arañas, las serpientes, las ratas… el Trillador abarcaba todos los temores habituales. Por lo general, convencido de que el fracaso equivalía a perderlo todo, con las pupilas dilatadas por el miedo, los aspirantes trazaban todos los colores antes de tirar de la cuerda. No era un método perfecto, desde luego, pero era el mejor que tenían.

—Fuera de mi vista —dijo Gavin.

La muchacha se marchó resoplando, furiosa, y pasó entre el ama y Gavin, tal y como este esperaba. Sacó una piedra del bolsillo, sosteniendo el pequeño cilindro tras la muñeca, retiró el satén del agujero, produjo unos hilos de supervioleta invisible en las puntas de sus dedos y los empleó para extraer la piedra de pruebas de la oquedad. Devolvió bruscamente la luxina a su muñeca, sujetó la piedra de pruebas a su antebrazo con unas correas de supervioleta y, con los restos de luxina que quedaban en sus dedos, colocó la falsa piedra de pruebas en su sitio.

El proceso completo le había llevado menos de un segundo, y Gavin ni siquiera se había agachado encima de la mesa.

—Bueno, veamos el resultado, ¿os parece? —dijo, tirando aún de la suntuosa tela satinada.

Ante la atenta mirada del ama Varidos, Gavin dejó el paño a un lado e introdujo una mano en el receptáculo. Se agachó, cogió la piedra de pruebas y la levantó. La piedra consistía en una barra de marfil (procedente de algún demonio marino varado en las costas o de los elefantes del interior de Ruthgar) con los extremos de obsidiana. El marfil era un material precioso, pero la obsidiana constituía un verdadero prodigio. Nadie sabía dónde se había recogido, excavado o creado la obsidiana que existía en el mundo. Era más escasa que los diamantes y los rubíes, por lo que después de cada uso se retiraban los extremos de obsidiana de cada piedra de pruebas a fin de reutilizarlos.

Los supersticiosos la llamaban piedra infernal. La mayoría de los trazadores se alegraban de que fuera tan rara, pues se trataba de la única piedra capaz de absorber directamente la luxina de un trazador. Gavin había oído que los reyes y los sátrapas de tiempos remotos (y según las leyendas más disparatadas, también los asesinos del Ojo Fragmentado) fabricaban dagas enteras o incluso espadas de obsidiana. Pero la obsidiana únicamente manifestaba sus propiedades mágicas cuando se cumplían dos requisitos insoslayables. Primero, la oscuridad debía ser absoluta: es decir, una ausencia completa de luz en el espectro visible aunque, por algún motivo, el supervioleta y el subrojo no interferían. Segundo, necesitaba la sangre del trazador, procedente de un corte. Tenía que darse una conexión física directa entre la obsidiana y la luxina para que esta brotara del trazador. Una vez establecida dicha conexión, no obstante, el vínculo resultante era muy fuerte. Si un trazador sufría un corte en el hombro practicado con obsidiana mientras sostenía luxina en la mano y apretaba la piedra contra la herida, la luxina desaparecería en cuestión de segundos. Los eruditos especulaban que, puesto que los trazadores contenían luxina en todo momento, la conexión siempre era directa, con independencia de la distancia que mediara entre una parte del cuerpo y otra.

Dado que la velocidad a la que la obsidiana extraía los colores de una persona variaba según los distintos tipos de luxina, se formaban espectaculares estelas cuando la sustancia salía del cuerpo y entraba en el marfil. Los aspirantes eran considerados dignos de estudiar aquellos colores que se materializaran, se condensaran y se mantuvieran visibles. La presencia de dos colores, como es lógico, cualificaba al trazador como bicromo, y más de dos lo convertían en policromo.

Gavin cogió la piedra de pruebas. Percibió la suave fragancia a clavo que caracterizaba a la luxina supervioleta. Sostuvo la piedra durante un momento, mientras esperaba a que el olor se dispersara, antes de entregársela al ama Varidos. Como examinadora principal, le correspondía a ella anunciar el hallazgo. Entretanto, los demás ocupantes de la sala se arracimaron a su alrededor. La anciana retiró con cuidado las puntas de obsidiana y las guardó en una caja especial antes de levantar la piedra de pruebas por encima de la cabeza. Una barra verde, nítida y gruesa, se ahusaba y azulaba en la punta, y junto a ella había otra de un azul menos intenso. El amarillo era débil. El supervioleta se insinuaba ligeramente. Se trataba de una campana clásica, la pauta más extendida entre los trazadores.

—Me complace anunciar —indicó el ama— que Kip de Rekton goza del beneplácito de Orholam para trazar los colores verde y azul. El supervioleta no se ha decidido aún y deberá someterse a más pruebas en el futuro. Kip, enhorabuena, eres un bicromo.

Los asistentes prorrumpieron en vítores.

Únicamente Kip seguía pareciendo desconcertado.

Gavin rodeó la mesa, pasó un brazo por los hombros del muchacho y le dio un achuchón.

—Bien hecho, Kip.

Kip se dejó abrazar sin mostrar ninguna reacción.

—Entonces… ¿he aprobado? —preguntó con un hilo de voz.

—Has aprobado. Me siento orgulloso de ti.

Se elevaron más vítores, y en un abrir y cerrar de ojos el tropel de esclavos que irrumpió en la cámara repartió vino, brandy, ricos pasteles, frutas, carnes y confituras.

Gavin soltó al muchacho, que lo observaba completamente patidifuso, como si no se creyera las palabras que acababa de escuchar. También eso, en parte, formaba parte de la magia. Los efectos emocionales de todos los componentes del espectro acababan de atravesar a Kip por primera vez. Aún no sabía qué hacer con los residuos. Le llevaría algún tiempo. Gavin hizo un gesto en dirección a la puerta y llamó a Aliviana.

—Kip —dijo el Prisma—, te he traído a alguien muy especial. Quería darte una sorpresa. Será tu mentora. Te explicará cómo funcionan las cosas y te enseñará lo más básico antes de que partamos. Kip, deja que te presente a…

—¡¿Liv?! —jadeó Kip cuando la muchacha salió de detrás de Gavin.

—¡Kip!

—¿Por qué no lo acompañas a su habitación, Liv? —sugirió el Prisma—. Y recuerda lo que te he dicho.

Kip todavía estaba conmocionado, de modo que Liv lo tomó de la mano y se giró para guiarlo a la puerta principal. Habría una multitud agolpada tras ella, sin duda. No había necesidad de que Kip sospechara que ocurría nada extraordinario.

—¿Por qué no salís por la puerta de servicio? —dijo Gavin. Se dio la vuelta y arrojó luxina supervioleta contra la pared opuesta. Una sección de la misma se abatió de improviso sobre unos goznes ocultos hasta ese momento.

Liv se llevó a Kip por la puerta de servicio.

El comandante Puño de Hierro y el señor de la lux Negro entraron por la puerta principal.

—Señor de la lux, ama, comandante, magísteres —dijo Gavin mientras agitaba una mano con expresión cordial, como dando a entender que ahora estaba demasiado ocupado para hablar con Puño de Hierro o el señor de la lux Negro. Encaminó sus pasos hacia la puerta de servicio. Tenía que alcanzar a Kip cuanto antes. Debería haberle ordenado al muchacho que esperara fuera de la sala en vez de enviarlo arriba.

Gavin cruzó la puerta de servicio, componiendo sobre la marcha la carta que dejaría para la Blanca, y a punto estuvo de arrollar a un hombrecillo moreno y recatado, cubierto con el manto propio de los esclavos. Se le paró el corazón cuando lo reconoció.

—Saludos, lord Prisma —dijo el hombre, cuyo turbante estaba tan almidonado que apenas si se movió cuando inclinó la cabeza. Había sido picapleitos en Paria antes de que los piratas ilytianos lo capturaran, esclavizaran y, por último, lo vendieran a Andross Guile. Brillante y discreto, hacía veinte años que era la mano derecha de su amo—. Vuestro padre se aburre de esperaros. Exige que acudáis a sus aposentos inmediatamente.

Tratándose de Andross Guile, «inmediatamente» quería decir para ayer. Gavin hizo una mueca para sus adentros, giró el cuello a izquierda y derecha para liberar la tensión acumulada en las vértebras, y murmuró:

—Llévame con él.

46

Kip siguió a Liv Danavis por un estrecho pasillo que desembocaba en un elevador. Todavía le daba vueltas la cabeza, aunque el tumulto de emociones que lo sacudía no parecía completamente interior, como si de alguna manera algo estuviera imponiéndole un cargamento de sensaciones añadidas. Era muy extraño. Quizá se debiera sencillamente al hecho de volver a ver a Liv. Sabía que estaba en la Cromería y había esperado encontrarse con ella desde que supo que este era su destino, pero tenerla delante era distinto.

Maese Danavis había compartido con él muchas de las cartas de Liv, por lo que en cierto modo no parecía que hubieran pasado dos años completos, pero entonces ella tenía quince años, y Kip trece. Al parecer, había crecido en ese tiempo, porque al fin era más alto que ella. Claro que también era tres veces más ancho. Liv estaba más guapa que nunca, de eso no cabía la menor duda.

La muchacha no dijo nada mientras lo conducía por el pasillo hasta el elevador. Kip agradeció el silencio. Estaba seguro de que le faltarían las palabras. Al verla, lo embargó una extraña mezcla de alegría y serenidad. Recordó cuando Liv contaba catorce años y se extendió por la ciudad el rumor de que iba a prometerse con Ged, el hijo de la alcaldesa. Poco después se había ido a la Cromería. Kip se había sentido aliviado. Le parecía demasiado buena para la modesta Rekton. A pesar de que estaba seguro de que Liv no había vuelto a pensar en él en todo este tiempo, la extrañaba. Era como el sol atisbado entre las nubes, y a él le gustaba girar el rostro hacia ella, solazarse con su presencia, aunque jamás se atreviera a albergar más esperanzas. Cuando maese Danavis le confió que Liv estaba pasándolo mal a causa de una de las chicas de la Cromería, Kip hubo de refrenarse para no partir de inmediato y ajusticiar a la culpable.

Ver cómo su cabello ondulado susurraba y saltaba alrededor de sus hombros mientras le mostraba el camino era como recibir los primeros rayos de sol después de un largo invierno. Kip no necesitaba palabras. En cuanto abriera la bocaza, seguro que lo echaba todo a perder. Se conformaba con verla caminar, subiéndose con torpeza los pantalones mientras ella encabezaba la comitiva con decisión, sintiéndose como en casa, confiada, dueña de su entorno.

—Creo que me he perdido —dijo Liv. Miró a un lado y a otro; los pasillos parecían exactamente iguales. Se mordió el labio.

Con la mirada presa de aquellos labios carnosos, ligeramente humedecidos, Kip tragó saliva con dificultad.

—¿Kip? No, déjalo, cómo ibas a conocer tú el camino.

Reanudó la marcha, y Kip la siguió. En el tiempo transcurrido desde su partida, Liv se había convertido en una mujer. Era tan esbelta como él obeso. Sus inmensos ojos castaños, tan rutilantes; su piel, tersa e inmaculada, mientras que Kip había sido maldecido con un cuello salpicado de espinillas y un mentón en el que la barba apenas si comenzaba a insinuarse. Gracias a Orholam, por lo menos tenía el pecho más grande que él.

Kip no se atrevía a mirar en esa dirección más que a hurtadillas, del mismo modo que se esforzaba por no fijarse demasiado en su figura mientras la seguía. La falda de Liv oscilaba adelante y atrás de forma sumamente placentera con cada paso que daba, revelando unas pantorrillas delicadas y bien torneadas. Pero aparte de uno o dos vistazos, quizá tres… Kip volvió a mirar de reojo. ¡Ah! Cuatro. Aparte de eso, no la miraba como haría si se tratara de otra mujer hermosa. No le parecía respetuoso.

Ups, cinco.

Liv se detuvo cuando llegaron al elevador.

—Acabo de caer en la cuenta —dijo, riéndose de sí misma— de que no tengo ni idea de adónde se supone que debo llevarte. Hum… te propongo una cosa. Puedes quedarte en mi habitación hasta que lo averigüe. Si el Trillador te ha dejado tan molido como me dejó a mí, probablemente estarás deseando meterte en la cama, ¿verdad?

Kip no entendía cómo era posible que no se hubiera percatado hasta ahora, pero sí que estaba cansado. Se sentía como si alguien hubiera cogido la tinaja donde guardaba todas sus energías y la hubiese volcado hasta no dejar ni gota. Asintió con la cabeza.

—¿No tienes ganas de cháchara? —preguntó Liv, dedicándole una sonrisita. Era la clase de sonrisa que se dispensaba a los niños pequeños que se habían saltado la hora de la siesta y debían esforzarse para aguantar despiertos si no querían quedarse sin postre. Pero Kip ni siquiera logró conjurar la pasión necesaria para desesperar ante aquella muestra de condescendencia.

Me trata como si fuera un gatito. Una cosita desvalida. Aj.

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