Apreciar es casi lo mismo que admirar, ¿no? ¿Como si fuese buena cocinera?
¡Por las pelotas de Orholam, qué agonía! ¡Ah, una salida! No es que la aprecie a ella, sino que aprecio algo que hace.
—Aprecio cómo te… —¿Cómo sé qué?
Cómo está de guapa con una de esas camisas tan ceñidas que… ¡mierda!
—… has portado siempre tan bien conmigo.
Y otra vez el crío torpe y desvalido. Bien hecho. Deberían llamarte Kip Pico de Oro.
No pienso volver a hablar con otra mujer en mi vida.
Kip se resistía a mirar a Liv después de esa actuación, pero cuando buscó de nuevo sus ojos, descubrió que la muchacha lo observaba con suspicacia.
—Caray, Kip… ¡¿estás coqueteando conmigo?!
Fue como si Kip se hundiera en esa pesadilla en la que llegaba en cueros al Baile del Solsticio de Verano, sin percatarse apenas de las miradas de extrañeza hasta que subió al escenario y la música se detuvo, todos los bailarines equivocaron el paso, y todos los rostros se giraron hacia él. Entonces se dio cuenta de que estaba desnudo. Y todos empezaron a reírse. A señalar con el dedo. A hacer chistes.
No, esto era peor. De esto no iba a despertar. La sangre había huido despavorida de sus mejillas. De golpe y porrazo, había huido de todo su cuerpo. No sabía adónde había ido, pero se había llevado consigo su facultad para hablar.
—Kip —dijo Liv—, era una broma.
Kip movió los labios. La sangre empezó a regresar, aunque seguía teniendo el pensamiento embotado.
—No es habitual verte sin habla —dijo Liv, provocándolo. El efecto de sus palabras debió de reflejarse en las facciones de Kip, porque la muchacha esbozó una sonrisa—. Como no tengas cuidado, terminaré alborotándote el pelo.
—¡Ya está, me afeitaré la cabeza! —declaró Kip.
—¡Basta, basta! —se rió Liv—. ¡Se acabaron las digresiones! Nunca conseguiré enseñarte nada como sigamos así.
—Vale —dijo Kip—, la voluntad. No soy tan malo, ¿lo ves? Por lo menos recuerdo dónde nos desviamos del hilo.
Liv sacudió la cabeza, sin dejar de sonreír.
—No corras tanto. Lo primero, Kip, es que tienes un trato. Me encantaría ser tu amiga. Quizá podamos recordarnos de vez en cuando de dónde venimos.
Kip sintió que se le encendían las orejas. Como si alguna vez se le hubieran enfriado.
—Nada me gustaría más —dijo.
—Y ahora, por fin, la voluntad. La voluntad cubre multitud de desperfectos, del mismo modo que…
—El amor cubre multitud de pecados —declaró desde la puerta una voz familiar.
Kip y Liv giraron las cabezas de golpe. Allí estaba maese Danavis, el padre de Liv, vivo.
—¿Padre? ¡Padre! —chilló prácticamente Liv. Dio un salto, corrió hacia su padre y se arrojó a sus brazos. Corvan se rió y la apretó con fuerza contra su pecho—. ¡Me dijeron que habías muerto!
Ah, sí, ese fui yo. Kip, el portador de falsas malas noticias.
—No me lo creí, pero estaba tan… —Liv empezó a llorar.
Corvan cerró los ojos, limitándose a abrazar a su hija. Kip se preguntó si podría escapar de alguna manera.
¿E ir adónde? Esta es mi habitación.
Pero después de unos instantes, Corvan apartó con delicadeza a su hija.
—Soy asombrosamente resistente. Estás más guapa que nunca, Aliviana.
—Estoy llorando a moco tendido —protestó Liv, restregándose los ojos.
—Tal vez incluso un poquito más guapa que tu madre. Afirmación que no hubiera consentido hasta este día, tras ver la verdad con mis propios ojos. Se sentiría orgullosísima de ti.
—Padre —dijo Liv, ruborizándose pero halagada.
—¿No te parece bonita, Kip?
Kip farfulló algo que sonó como si estuviera ahogándose. En serio, si el bochorno fuera un músculo, estaría cuadrado.
—¡Padre! —se escandalizó Liv.
Corvan soltó una carcajada.
—Mi día no estaría completo sin que mi hija se avergonzara de mí. Perdona, Kip.
—Erm —fue lo más elocuente que atinó a responder Kip. De modo que no era él el objetivo, sino Liv. Kip empezaba a comprender de dónde provenía el retorcido sentido del humor de la muchacha.
—Es estupendo volver a verte, Kip… Kip Guile. —Corvan sacudió la cabeza, asombrado—. Liv, Kip, me encantaría disponer de tiempo para que todos pudiéramos ponernos al día, pero el Prisma acaba de darme trabajo.
—¿Trabajo? —preguntó Liv.
—Se me ha encomendado la defensa de Garriston, con el Prisma como mi único superior directo.
—¡¿Qué?! —dijo Liv—. ¿Vuelves a ser general?
—Se trata de una posición menos envidiable de lo que te imaginas. Por mullido que sea el colchón, aún cuesta conciliar el sueño cuando la suerte de diez mil vidas está en tus manos temblorosas. El ejército del rey Garadul llegará dentro de unos cinco días. Atacarán después del solsticio de verano. Si queremos conservar esta ciudad tendré que organizar una defensa más brillante que la que he visto hasta ahora. Ahora debo poner unas cuantas cosas en movimiento, Liv, pero vendré a verte pasada la medianoche. Kip, ¿tal vez mañana?
—Será un placer, maese Danavis. ¿General Danavis?
Maese Danavis sonrió.
—Sí. No me había dado cuenta de lo mucho que echaba eso de menos. A pesar de todo. Oye, Liv, ¿sabes algo acerca de Karris Roble Blanco?
Liv se encogió de hombros.
—Es la única bosquesangrienta de la Guardia Negra, una luchadora consumada, bicroma que estuvo a punto de convertirse en poli, quizá la trazadora más rápida de los Jaspes. ¿Por qué?
El nuevo general respondió:
—El rey Garadul la ha capturado. El Prisma no quiere reconocerlo, pero sé que eso lo distraerá. Esa mujer le importa mucho. Dudo que sea posible rescatarla con los recursos tan limitados que tengo a mi disposición, pero quiero averiguar todo lo posible para ver si hay alguna esperanza, por minúscula que sea.
Y así de fácil se comenzó a fraguar una idea estúpida, disparatada e imposible.
—Despierta, Kip —dijo una voz.
Kip tenía el sueño profundo, por lo general, pero se sentó de golpe al escuchar esa voz.
—¿Mi señor Prisma? —preguntó, parpadeando. Se sentía como si hiciera apenas diez minutos que se había acostado.
—Vístete —dijo Gavin—. Vamos a dar un paseo. —Se giró hacia el comandante Puño de Hierro, de pie junto a la puerta—. Estás invitado.
Una sonrisa centelleó en el semblante de Puño de Hierro, visible tan solo porque sus dientes, tan blancos, resaltaban contra la piel de ébano. Los habría acompañado de todas maneras.
Kip se vistió. Llegaron a las calles de Garriston en cuestión de minutos. Kip volvió a asumir su papel de forastero boquiabierto, aún ligeramente impresionado por encontrarse en una ciudad de este tamaño, si bien no era ni por asomo tan impresionante como los Jaspes. La arquitectura, por supuesto, no consistía solo en altos minaretes. Al igual que en su hogar, los edificios eran cuadrados, con tejados planos donde la gente podía relajarse al atardecer o dormir durante las noches más sofocantes. Aun con la brisa marina, el calor era abrumador. Pero, a diferencia de en Rekton, aquí no todas las construcciones eran de piedra. Intercalados con esta, a menudo en el mismo edificio, había ladrillos de adobe y madera de dátil, todo ello cohesionado con mortero de yeso. Incluso el encalado, imprescindible para mantener el frescor dentro de los hogares y proteger el mortero y los ladrillos de barro del sol, se aplicaba arbitrariamente. Los edificios, no obstante, tenían tres y hasta cuatro plantas de altura. En Rekton, solo un puñado alcanzaba los tres pisos. Los transeúntes parecían sucios y desaliñados, y había basura desperdigada por todas partes.
Gavin, se fijó Kip, llevaba puesta una capa raída y descolorida sujeta al frente por un solo botón. ¿Disimulando su estatus? Lo cierto era que Puño de Hierro era blanco de más miradas de curiosidad que Gavin o Kip.
—Oye, Puño de Hierro, ¿te importaría llamar un poco menos la aten…? —empezó Gavin mientras su mirada ascendía desde los pies del comandante de la Guardia Negra. Hubo de inclinar la cabeza hacia atrás antes de poder abarcar por completo al gigantón musculoso en toda su envergadura—. No tiene importancia.
Kip sonrió.
—¿Adónde vamos? —quiso saber.
—Ya lo verás —dijo Gavin—. ¿Qué tal los estudios?
—No sé si se puede llamar estudiar a lo que he hecho hasta ahora. —Kip frunció el ceño—. Liv estaba empezando a explicarme cómo la dependencia de la fuerza de voluntad puede resultar peligrosa para muchos trazadores cuando apareció su padre.
—¿Qué dijo?
—Bueno, nada. En realidad no lo entendí, y ella no tuvo ocasión de explicarse.
Gavin se adentró en una callejuela para sortear las calles atestadas de gente que rodeaban el mercado fluvial.
—Muy pocos hombres son supercromados, Kip. Ni siquiera yo soy un supercromado, aunque Dazen lo era, de modo que parece que lo llevamos en las venas. Si quieres trazar algo duradero, deberás trazar el centro exacto del espectro con el que estés trabajando. ¿Quieres crear una espada azul que resista durante años después de trazarla? Tendrá que ser perfecta, por supuesto, y tendrás que resguardarla de la luz, pero esa es otra cuestión. Porque los hombres, a excepción de unos pocos, no pueden hacer eso… no pueden trazar en el centro exacto de un color, ni resguardarlo de la luz, evidentemente. Ejem, es decir, si un hombre quiere crear algo permanente, tendrá que añadir fuerza de voluntad. Dicho así suena como si hubiera que añadir carne a la sopa, ¿verdad? Hummm. La enseñanza no es lo mío, está claro. Deja que intente una cosa.
Gavin parecía completamente ajeno a las esquinas oscuras que estaban doblando y las miradas especulativas que los seguían. Por otra parte, en cuanto una de esas miradas especulativas se posaba en Puño de Hierro, no tardaba en encontrar otra cosa con la que entretenerse.
—Cada vez que trazas, usas tu voluntad. Tienes que decidir que algo totalmente inusitado, extraño y en apariencia antinatural va a ocurrir, y conseguirás que ocurra. En otras palabras, decides hacer magia. Ahora bien, cuanto más inusitado sea, más te costará creer que eres realmente capaz de conseguirlo. O, dicho de otro modo, requerirá más fuerza de voluntad. ¿Me sigues?
—De momento tiene sentido —dijo Kip.
—Bien. Ahora, la espada azul. —Gavin sacó una mano de debajo de la capa. La envolvía un azul sólido, y ante la mirada de Kip brotó luxina azul de ella. Se condensó, solidificó y endureció en forma de espada azul. Gavin se la entregó a Kip.
El muchacho la cogió con timidez mientras cruzaban una intersección con otra callejuela. Empuñó la espada como si estuviera siguiéndola hasta su destino.
—Ah —dijo, pero entonces sintió que la empuñadura se tornaba resbaladiza. Instantes después, la hoja se dobló, se separó de la empuñadura empujada por su propio peso y se despachurró contra los mugrientos adoquines del callejón. Se produjo un destello tremolante de azul, y a continuación no quedó nada salvo un montoncito de polvo del mismo color. La empuñadura que Kip sostenía aún en la mano corrió la misma suerte poco después, reduciéndose a una mancha de arenilla azul en el suelo.
—¿Qué es ese polvo? —preguntó Kip.
—Una lección para más adelante —dijo Gavin—. Bastante me está costando enseñarte los rudimentos más básicos. Lo que tienes que imaginarte es que te hubiera trazado un arado en vez de una espada. Estupendo, funcionará mientras el trazador esté en tu granja, pero a los diez minutos de su partida lo único que te quedará es polvo, literalmente. Poco práctico. Por eso todas las satrapías reclutan supercromados como posesas.
—¿Para que les hagan arados?
—No toda la magia es diversión y desmembramiento, Kip. De hecho, la mayoría de los trazadores pasan toda su vida creando objetos prácticos, como arados. Por cada artista hay diez hombres encargados de reparar tejados con luxina verde. En cualquier caso, los hombres… y las mujeres que no tengan la suerte de ser supercromadas… pueden suplir sus carencias con voluntad.
—Esforzándose más, quieres decir.
—Básicamente.
—Eso tampoco suena tan mal. Esforzarse, vaya cosa. Por el modo en que lo explicó Liv, era como si los trazadores varones fuesen esclavos comparados con las mujeres.
—Más bien perros, diría yo —repuso Gavin.
—¿Eh?
—Bueno, son personas de segunda categoría porque recurrir constantemente a la voluntad te consume. Es agotador. Y la voluntad no es solo esfuerzo, sino fe y esfuerzo unidos. Entonces, si necesitas fe para hacer magia, ¿qué ocurre con aquel que pierde la fe en sí mismo?
—¿Que no puede hacer magia? —sugirió Kip.
—Exacto. Eso explica la mitad de lo que representa la jerarquía para los trazadores. Los sátrapas y las satrapesas tratan a los trazadores como si fueran un regalo de Orholam para el mundo, no solo porque lo sean, sino porque a menos que el trazador crea que es especial y puede recurrir a Orholam para hacer magia, será incapaz de hacerla. ¿Un trazador incapaz de trazar? Inservible.
—Nunca lo había visto de ese modo. —Entonces, ¿la jerarquía no era tan rígida por capricho? Kip dedujo que los tutores de Liv le habrían explicado las cosas de forma ligeramente distinta.
—Por supuesto, se trata de un círculo que gira sobre sí mismo. Eres sátrapa, has pagado una fortuna por un trazador bicromo, en fin, has invertido tanto en él que no puedes permitir que te falle, así que debes reforzar sus aires de superioridad y mimarlo, darle esclavos, etcétera. Eso hace que los trazadores más poderosos sean intratables.
Alguien carraspeó detrás de ellos. Puño de Hierro.
—Comandante —dijo Gavin—, ¿tiene algo que añadir a la conversación?
—Se me había metido una mota de polvo en la garganta. Lo siento —dijo Puño de Hierro, que no parecía sentirlo en absoluto.
—Lo malo de la voluntad es que creemos que cuanta más gaste una persona a lo largo de su vida, antes morirá. O quizá se trate tan solo de que las personas poseedoras de una gran fuerza de voluntad tienden a trazar mucho más. En cualquier caso, sus carreras son espectaculares. Y breves. Tal vez ese sea el motivo de que los trazadores varones suelan vivir menos que sus contrapartidas femeninas, al consumir voluntad constantemente a fin de imprimir una mayor utilidad a su trazo. El efecto secundario es que, entre los trazadores más poderosos, se cuentan muchas personas con una fuerza de voluntad titánica. O, por decirlo mal y pronto, un montón de gilipollas arrogantes. Sobre todo varones. Y chiflados. Los dementes suelen creer en lo que hacen. Eso los vuelve poderosos.