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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

El prisma negro (66 page)

BOOK: El prisma negro
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Los guardias de la Puerta de la Vieja ni siquiera los miraron dos veces. Una vez fuera de la ciudad, Kip encontró una roca, se subió encima y montó en la silla contorsionándose. Liv le tomó la mano y montó a su espalda. El enorme caballo de tiro no parecía tener ningún problema con el peso. Kip se obligó a relajarse mientras Liv le rodeaba la cintura para sostenerse.

No obstante, Kip titubeó y miró al norte, de nuevo hacia Garriston. Venga, Kip, has cometido estupideces más grandes y has vivido para contarlo.

No estaba tan seguro de ello. Aun así, Kip azuzó al corpulento caballo y emprendieron el largo viaje.

67

Empezó como un dolor sordo. Durante un rato, Karris esperó que su estómago estuviera reaccionando a la comida que el rey Garadul prácticamente le metía por el gaznate. Hacía seis meses que Karris no tenía su sangre de la luna. Como la mayoría de las mujeres de la Guardia Negra, su flujo era irregular en el mejor de los casos. Su nivel de entrenamiento sencillamente impedía que fuera de otro modo. Pero cuando Karris tenía el suyo, era como si su cuerpo compensara el dolor perdido.

Condenado rey Garadul. Esto era culpa suya. El aburrimiento forzoso estaba volviendo loca a Karris, sentada en la carreta, incapaz de hacer gran cosa y constantemente vigilada. Cuando la descubrieron haciendo ejercicios de fuerza, llamaron a tres trazadores y dos Hombres Espejo. Los seis apenas si cabían en la pequeña carreta. Los Hombres Espejo habían aprehendido a Karris y la habían tendido sobre la rodilla de una de las trazadoras. Literalmente.

La mujer había sacado un cinturón de hombre, de cuero, y había azotado el trasero de Karris hasta dejárselo en carne viva. Como si fuera una chiquilla recalcitrante. Ya la habían descubierto en tres ocasiones y el castigo nunca cambiaba, pero gradualmente su voluntad para resistir sí lo hizo. Rebelarse le parecía una acción demasiado insignificante y fútil como para obstinarse en ella.

Ahora desearía haberlo hecho. El dolor ya estaba propagándose a su espalda. No faltaba mucho para que comenzara la diarrea.

Ser mujer era estupendo.

Las otras mujeres de la Guardia Negra aprovechaban su relativa independencia de la sangre de la luna como algo que les garantizaba una cierta despreocupación frente a los riesgos de embarazo. Karris sencillamente disfrutaba de su relativa independencia del dolor. Hacía años que solo practicaba el sexo con la almohada. Tampoco es que ahora mismo le apeteciera pensar en ello. De hecho, sospechaba que preferiría arrancarse los ojos antes de posarlos en ningún hombre.

Las mujeres sufrían tanto por culpa de ellos. Como rezaba el antiguo proverbio, una mujer tiene que sangrar para fertilizar la semilla del hombre. Cronológicamente confuso, pero cierto.

Le trajeron el vestido por la mañana.

No era la clase de atuendo con el que se esperaba que una asistiera a su ejecución. Si bien no era una copia exacta del vestido que llevaba puesto cuando cedió por fin a las exigencias de su padre y se unió a Gavin al frente de sus ejércitos para reclamar Ru, se le parecía mucho. Para empezar, era de seda negra en vez de verde. El sastre del rey Garadul seguro que había trabajado de memoria o a partir de un cuadro de aquel día, o sencillamente habían decidido alterar el diseño de hacía dieciséis años para amoldarse a las tendencias de la moda actuales.

El corte sería perfecto, por supuesto.

Karris se pasó todo el día contemplando el vestido con asco, mientras los calambres le martirizaban las tripas, mientras sufría la inevitable diarrea, mientras se tambaleaba a punto de desmayarse en un par de ocasiones. Ese vestido simbolizaba algo más que una concesión a las fantasías infantiles de Rask Garadul. Ese vestido era la juventud de Karris. Era la niña que había sido. Era feminidad, suavidad, blandura. La desesperada atención de los ojos de la gente, de los celos de las otras chicas, de la envidia de las mujeres mayores, del interés de los hombres. Karris había sido débil, mezquina y estúpida, irremediablemente dependiente.

La obligarían a llevar el vestido, claro. Podía ponérselo ahora, o esperar y claudicar después de que le propinaran una paliza. También podía hacerlo pedazos, naturalmente. A pesar de lo satisfactorio que resultara, eso solo retrasaría lo inevitable. Además, no iban a permitir que saliera de allí sin el vestido. De eso estaba segura. Lo que no sabía era si le permitirían salir aunque se lo pusiera. Aun así, era una opción mejor que ninguna. ¿Y cómo iba a matar a Rask Garadul desde allí dentro?

Se puso el vestido.

Quería odiarlo. Quería odiarlo con toda su alma. Pero hacía años que no se ponía nada que le sentara tan bien. Su uniforme de la Guardia Negra se ajustaba a sus formas, pero esa era su ropa de trabajo. Esto, el susurro de la seda fina sobre la piel, era algo muy distinto. Le sentaba como un guante. Si no hubiera estado tan bien cortado, no habría podido respirar, y menos aún moverse. El vestido se ceñía a sus curvas alrededor de las caderas y el vientre, y el cuello generosamente escotado llamaba la atención tanto sobre los deslumbrantes y líquidos pliegues de seda fina como sobre su busto. Sin duda su antiguo vestido no estaba cortado tan bajo en la espalda, donde los escasos lazos entrecruzados enfatizaban la desnudez esencial de su espalda. Al mirar pecho abajo (no había espejos en la estancia), esperó que no hiciera mucho frío. De lo contrario, todos se enterarían.

¿Tampoco tenía forro el vestido de su estúpido yo de dieciséis años? ¿Ni siquiera se había dado cuenta? La verdad, no lograba recordarlo. Lo único que recordaba era cómo le encantaba ese vestido. Se había sentido como la diosa Atirat en pie junto a Gavin con él, recogidos los largos cabellos por una tiara con incrustaciones de diamantes y esmeraldas, mientras la gente prácticamente los adoraba. Se había convencido de que podía amar a Gavin. Al principio, antes del Baile de los Señores de la Lux, se había sentido más atraída por él que por Dazen. Seguro que podía reavivar esa llama.

Dazen había estado siempre a la sombra de su hermano mayor, y parecía conformarse con ello. Gavin era tan confiado, tan dueño de sí mismo. Karris se había sentido irresistiblemente atraída por él, como todos los demás. Pero después de aquella noche en el Baile de los Señores de la Lux todo había cambiado. Tras conocer a Dazen, de pronto parecía como si Gavin no tuviera tanta profundidad. Dazen nunca había conocido sus propias fuerzas. Adoraba a Gavin, proyectaba todas sus virtudes sobre su hermano mayor, era ciego a sus defectos y exageraba sus cualidades. Gavin se alimentaba de toda aquella adoración y medraba con ella.

Pero Gavin aún era apuesto, elegante, imponente y admirado. Para la Karris de dieciséis años, la opinión de los demás era muy importante. Siempre había querido complacer a su padre, a su madre, a Koios y al resto de sus hermanos, a sus magísteres, a todo el mundo. Gavin lo tenía todo. Era el Prisma, su hermano a esas alturas era un proscrito caído en desgracia y un asesino. Karris recordaba cómo se había convencido de que debería conformarse con el aprecio del Prisma, el hombre más admirado, temido y deseado de las Siete Satrapías. Además, después de lo que había hecho Dazen, debía casarse con Gavin si no quería que lo que quedaba de su familia se sumiera en la ruina.

En la plataforma donde se anunció su compromiso, Karris pensó que iba a ser realmente feliz. Shehad admiraba a su prometido. Gavin siempre ofrecía una estampa admirable. Había disfrutado de cada minuto de atención.

Aquella noche, durante la cena, Gavin bromeó con su padre acerca de llevarse a Karris a sus aposentos y no pegar ojo en toda la noche. El padre de Karris, generalmente tan tradicional, el hombre que siempre había jurado que su hija no daría leche hasta que algún joven digno comprara toda la vaca, el hombre que había propinado una paliza a Karris por entregar su virginidad a Dazen, ese canalla, ese hipócrita, ese cobarde, soltó una risita nerviosa. Hasta aquel momento, Karris había sido capaz de reprimir su pánico creciente. Al menos no tendré que dormir con él hasta que nos casemos, pensó. Podré enamorarme de él en los próximos meses. Me olvidaré de Dazen. Olvidaré los escalofríos que me producían sus besos en la nuca. Olvidaré la opresión que sentía en el pecho cada vez que me regalaba su sonrisa espontánea. Todos tienen razón, Dazen no es ni la mitad de hombre que Gavin. No puedo amar a Dazen después de todo lo que ha hecho.

Pero no tenía escapatoria. Karris había elegido su propia clase de cobardía y se había emborrachado como una cuba. Su padre tardó demasiado en darse cuenta (o se dio cuenta justo a tiempo, según se mirara) y prohibir a los sirvientes que le trajeran más vino antes de que pudiera caer sin sentido debajo de la mesa. Ni siquiera lograba recordar qué había dicho en la mesa, pero sí recordaba cómo Gavin la había transportado medio en volandas hasta su habitación. Su padre la había visto alejarse con la mirada vacía, sin decir nada.

Pensó que el alcohol la ayudaría a ser dócil, callada, maleable. Funcionó, y no sabía por qué eso le producía una desilusión tan amarga. Cuando apartó la cara de los besos de Gavin, este lo malinterpretó como un signo de timidez y la besó en otros lugares. Cuando le quitó las bragas y Karris se tapó con las manos, Gavin lo confundió con modestia. ¿Modestia? Cuando estaba con Dazen, Karris había disfrutado con su mirada sobre ella. Había sido atrevida, desvergonzada. Había sido una mujer… aunque ahora sabía que solo había jugado a ser una mujer en más de un sentido. Con Dazen se había sentido hermosa. Con Gavin la embargaba una desesperación tan indescriptible que su llanto moría en su garganta. No podía recordar si había protestado siquiera, si le pidió que parara. Quería hacerlo, pero el recuerdo estaba empañado. Dudaba que lo hubiera hecho. No dejaba de pensar en su padre, diciendo: «Nuestra familia necesita esto. Sin esta boda, estamos arruinados». Y no se había resistido.

Recordaba que había llorado, no obstante, durante el acto. Un caballero habría parado, pero Gavin era joven, estaba borracho y cachondo. No había ni un poso de delicadeza en su interior. Aunque Karris no estaba preparada y Gavin le hacía daño, ignoró sus protestas y empujó con tanto afán como impericia.

Lejos de mantenerla despierta toda la noche, como se había jactado, terminó enseguida. Después le ordenó que se marchara. Su indiferencia y su crueldad la dejaron sin aliento. Pero lo aceptó. Debería haberle arrancado los ojos.

Gavin no quería a Karris. Quería demostrar que Dazen no podía tener lo que le pertenecía a él por derecho. Karris bien pudiera haber sido un árbol contra el que mear detrás de otro perro para reclamar su territorio.

Karris había recorrido los pasillos a trompicones con aquel hermoso vestido con la mitad de los botones sueltos; abrochar aquel condenado chisme requería la ayuda de varios sirvientes. La habían visto, por supuesto. De alguna manera llegó a casa, no a su hogar en el Gran Jaspe, que había ardido hasta los cimientos, sino a unas dependencias cercanas. Su padre la esperaba despierto, pero no dijo nada, se limitó a mirarla fijamente. Su esclava de cámara la había desnudado con dedos temblorosos, y cuando Karris cayó rendida por fin en la cama, la puerta del dormitorio se oscureció con la silueta de su padre. Se tambaleaba, apoyado en el marco.

—Podría retarlo a un duelo —dijo—. Pero me mataría, Karris, y entonces estaríais en la ruina. Sin remisión. Perderíamos todo aquello por lo que lucharon nuestros antepasados durante cincuenta generaciones. Quizá mañana lo veas de otro color.

Karris pasó dos días enferma a causa del vino. Cuando emergió de su estupor, Gavin la besó en público, la sentó a su diestra y la trató como a una reina. Era como si aquella noche jamás hubiera existido. O como si hubiera sido algo maravilloso.

Más tarde decidió que era porque todo el mundo se refería a ellos como la pareja perfecta, comentaban lo hermosa que era Karris y Gavin había decidido que favorecía a su imagen. De modo que en vez de repudiarla había decidido seguir adelante con el enlace. Pero entonces se fue, y poco después se libró la batalla definitiva en la Roca Hendida.

Cuando regresó parecía otra persona. La trataba con genuino afecto y respeto, era completamente distinto del hombre que la había desterrado de su dormitorio tras obtener de ella el placer que codiciaba. Karris se preguntó si aquella noche habría ocurrido en realidad. Podría haberse convencido de que todo había sido una pesadilla… hasta que descubrió que estaba embarazada. El mismo día que se enteró, antes de poder decirle nada a Gavin, este había cancelado su compromiso.

Karris tenía dieciséis años, estaba embarazada y no tenía la menor posibilidad de contraer matrimonio. En otras palabras, la pesadilla de su padre hecha realidad. En cuanto estuvo segura de que no iba a abortar espontáneamente, informó a su padre. Este exigió que fuera a ver a los cirujanos para que ellos se encargaran de todo.

Por primera vez en su vida se opuso a su padre. Al diablo con él. Hizo ademán de golpearla. Karris sacó una pistola. Le dijo que le volaría la tapa de los sesos como intentara ponerle la mano encima. Le dijo que era un cobarde. Iba a dar a luz al bastardo de Gavin y dejaría que el mundo supiera que era suyo. Al diablo con él y con su padre, al diablo con todos. Tener ese niño sería su primer acto de libertad, y su venganza.

Su padre se puso de rodillas y le imploró. Literalmente. Salva a nuestra familia, por favor, no podemos ser nosotros los que defraudemos a todas las generaciones de Roble Blanco que lo sacrificaron todo por llegar donde estamos nosotros ahora. Nosotros, dijo. Se refería a él. Era él el que había destruido la familia, y lo sabía. Qué pequeño y débil parecía, con la cabeza calva perlada de gotitas de sudor helado. De pronto, Karris solo sintió desprecio por él. Había ejercido un dominio absoluto sobre ella, y era repugnante. Hizo oídos sordos a sus súplicas y gozó con la desesperación, enfermiza y pueril, que anidaba en sus ojos.

Dos días más tarde, su padre besó el cañón doble de una pistola y se voló la tapa de los sesos sin ayuda de nadie. Todos sus libros de cuentas estaban en orden. Así era como había pasado los dos últimos días. Todas las propiedades de la familia se habían vendido para saldar las deudas, lo que dejaba a Karris lo suficiente para vivir desahogadamente durante el resto de su vida, lo suficiente para criar a su hijo ilegítimo. Su padre se había ocupado de todo. Su nota de suicidio sencillamente explicaba dónde estaban los dineros restantes e indicaban a Karris dónde ir si quería tener su hijo en secreto. No le imploraba que lo hiciera. De hecho, no había el menor rastro de emoción en la nota. Ni maldiciones, ni disculpas, ni lamentos. Estaba tan vacía como su cráneo después de que las balas lo atravesaran. Únicamente sangre y restos de pólvora. Inmundicia y muerte. Hueco, sucio.

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