—No ha dado ningún resultado porque no estás dispuesto a arriesgarlo todo para ganar. En eso consistía la genialidad de Dazen —dijo el difunto—. ¿Recuerdas la última vez que os peleasteis?
—¿Cuando me encerró y me robó la vida?
—No, la última vez que os peleasteis a puñetazos.
Gavin nunca podría olvidarlo. Era el mayor de los dos hermanos. Tenía que ganar. Ni siquiera recordaba cuál era el motivo de la disputa. Eso carecía de importancia. Probablemente había empezado él. Dazen llevaba algún tiempo pasándose de listo, negándole a Gavin el respeto que se merecía. De modo que Gavin le pegó un puñetazo en el hombro y le llamó algo feo.
Aunque Gavin era mayor, Dazen había crecido hasta igualar su tamaño, o superarlo incluso. Por lo general, Dazen encajaba los insultos protestando y maldiciendo. Ese día no. Dazen le había agredido, y de repente Gavin sucumbió al temor que ya llevaba algún tiempo insinuándose en su interior. ¿Qué ocurriría si perdía?
Estaban forcejeando, intentando tirarse al suelo mutuamente, aporreando los brazos, el estómago y los hombros del otro. La mayoría de los golpes eran bloqueados, pero incluso aquellos que traspasaban la defensa del rival eran más vergonzantes que dolorosos. Las riñas entre hermanos tenían sus reglas. No se intentaba romper ningún hueso, no se pegaba en la cara. Era un ejercicio de sumisión, dominancia y castigo.
Pero si Dazen ganaba una pelea, las cosas jamás volverían a ser iguales entre ambos. Eso no podía ocurrir. Presa del miedo y la desesperación, Gavin golpeó a Dazen en el rostro.
El puñetazo dejó a Dazen tambaleándose sobre los talones, pero más a causa de la sorpresa que de la fuerza del golpe. Dazen solía mantener la cabeza fría, pero en cuanto Gavin vio su cara, supo que había cometido un error. Un error espantoso. El dolor carecía de importancia, al igual que la dominancia. Al menos para Dazen. Se había vuelto absolutamente loco. Ni siquiera tenía que trazar rojo para perder la calma. Y vaya si la perdió.
Dazen embistió a Gavin como un toro y lo levantó por los aires. Gavin intentó soltarse, desembarazarse, zafarse. Pero Dazen no buscaba afianzar su posición; pretendía derribar a Gavin. Se cayeron. Gavin aterrizó encima de Dazen y logró conectar un rodillazo directo.
No surtió efecto. Fue como si Dazen ni siquiera lo sintiese. Se limitó a encajar el golpe y tiró de Gavin con la fuerza de la caída. De pronto, el hermano pequeño estaba encima. Dazen agarró la garganta de Gavin con ambas manos y apretó.
El pánico de Gavin se mitigó. Los dos habían aprendido a luchar. Golpeó a Dazen en el mentón. Nada. Dazen lo encajó. Dazen desvió el siguiente puñetazo con un codo. Continuó apretando.
El pánico regresó, multiplicado. ¡Dazen iba a matarlo! Gavin descargó un puñetazo tras otro, pero Dazen se limitó a encajar el castigo.
Adelante, hazme daño si quieres, pero yo voy a matarte.
El mundo empezaba a oscurecerse cuando Dazen liberó a Gavin de improviso. Se levantó trastabillando mientras Gavin volvía a la vida entre toses. Para cuando Gavin se hubo puesto de pie, su hermano pequeño ya se había ido.
Después de aquello, no habían vuelto a llegar a las manos. Fue suficiente. Sabían, sin necesidad de decir nada, que si alguna vez volvían a pelearse, probablemente moriría alguien.
Y así habría sido si yo hubiera vencido en la Roca Hendida.
Pero Dazen le había permitido vivir. Fue igual que aquel momento, cuando tenía la garganta de Gavin en sus manos. Podría haberme aplastado. Podría haberme asesinado, pero en vez de eso prefirió dejarme con vida. Porque era débil.
—Si Dazen es débil —dijo el difunto—, ¿en qué te convierte eso a ti? Te derrotó. —Soltó una carcajada.
—No volverá a ocurrir. He tardado mucho tiempo, pero por fin lo he entendido. Mi hermano me ha enseñado una lección: ganar a cualquier precio. Si estás dispuesto a renunciar a todo, no deberás renunciar a nada. —Eso era. Así de simple. Ahora, ahora sí, Gavin estaba listo para convertirse en Dazen. Imitaría la fortaleza de Dazen y prescindiría de sus debilidades.
Extendió una mano para tocar su reflejo.
—Ahora has muerto de verdad —dijo.
Sus intentos por trazar subrojo habían fracasado hasta ahora porque no lograba reunir el calor necesario. Lo único que generaba calor aquí abajo era su cuerpo, y había estado a punto de matarse la última vez al extraer demasiado. Se había vuelto loco, y aun así no había sido suficiente. No estaba dispuesto a arriesgarlo todo. No estaba dispuesto a morir, si era preciso. Ahora sí lo estaba.
—Gracias, hermano. Gracias, hijo —dijo en voz alta. Trazó una hoja de luxina azul. Debía concentrarse al máximo para imprimirle un filo, pero a lo largo de varios días se afeitó los largos cabellos con ayuda del difunto. Cogía un puñado, separaba los mechones en finos montones, y ataba los extremos para que no se dispersaran. Cuando hubo reunido una cantidad considerable, tras impregnar la improvisada madeja de tanto aceite corporal como pudo reunir, empezó a tejer. Esto era lo primero que debía hacer. Después no estaría en condiciones.
Por una vez, el azul le sirvió de ayuda. Su antiguo yo (cuando era libre, cuando era Gavin) jamás podría haberlo conseguido. Pasar los cabellos por encima, por debajo, por encima, por debajo, equivocarse, empezar desde el principio, sufrir un estremecimiento y dejar caer el producto sin terminar, intentar atraparlo y perder una semana de trabajo en un segundo cuando sus dedos tiraron de las hebras y estas se soltaron… todo ello hubiera bastado para enloquecer a cualquiera. Pero el azul se recreaba en los detalles, en la colocación de cada cabello individual en el lugar exacto.
Dazen ni siquiera se dio cuenta al principio, pero un día comprendió que había recuperado algo que creía perdido hacía mucho. La esperanza. Saldría de aquí. Ahora estaba seguro de ello. Solo era cuestión de tiempo. La venganza estaba cerca y, cuanto más se postergara, más dulce sería. Dazen exhaló un suspiro, satisfecho, y reanudó su labor.
Gavin se quitó la camisa manchada a tirones. Se le escapó un gruñido cuando la tela rozó la quemadura. Una camisa de cincuenta danares, y he conseguido estropearla en media hora. Peor aún, había notado que algunas de las muchachas se fijaban en la mancha, cada vez más grande. Tampoco era ninguna catástrofe. No preguntarían al respecto. Al contrario que cualquiera de los miembros del Espectro. Le gustaba ahorrarse las mentiras para ellos.
Maldijo entre dientes.
Gavin sabía que Marissia debía de seguir algún plan de organización para guardar su ropa, pero fuera cual fuese, él nunca le había encontrado ninguna lógica. Revolvió los montones de camisas, calzas, pantalones, capas, habias, mantos, thobes, petasos, ghotras y otras prendas de vestir, muchas de las cuales no debía de haberse puesto ni una sola vez. Por Orholam, cuánta ropa tenía. Y esta solo era la de verano. Supuso que se debía a que, como Prisma que era, se esperaba de él que perteneciera a todos los pueblos, por lo que si se reunía con un embajador o tenía que visitar Abornea de repente, dispondría de atuendo regional a su medida.
Seguía en pie con el torso desnudo, con la quemadura embadurnada de ungüento (al menos tenía la sensatez de guardar un botiquín en su habitación), cuando se abrió la puerta. Marissia entró sin hacer ruido. Miró de reojo la quemadura que tenía en el flanco. Un destello de ira relampagueó en sus ojos de jade, aunque Gavin no sabría decir si estaba enfadada con él o por él. Quizá un poco de ambas cosas. La esclava cogió el linimento de la mesa y aplicó una generosa cantidad en la espalda de Gavin. Ay. Había pasado unos cuantos puntos por alto, al parecer. A continuación lo vendó con destreza. Pero sin miramientos.
—¿Necesita ayuda mi señor para buscar otra camisa? —preguntó.
—¡Ayyy! —chilló Gavin. Carraspeó y bajó la voz una octava—. Por favor.
Marissia se dirigió a un montón de ropa que Gavin juraría que ya había registrado minuciosamente, y de inmediato sacó una camisa de sus profundidades. Gavin no creía que se la hubiera puesto nunca, pero le gustaba el estilo, y su color oscuro garantizaba que nadie se diera cuenta si el ungüento la empapaba. Marissia poseía sus propias artes mágicas. Gavin juraría que esa camisa no estaba allí antes.
La mujer empezó a silbar suavemente mientras le vestía y le arreglaba el cabello; era una melodía antigua, bonita. Marissia sabía silbar.
Oh, la canción era Corderito perdido. ¿Una alusión a la incapacidad de Gavin para encontrar su propia ropa? Probablemente. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Había derrotado a su hermano, ¿qué problemas podría darle el Espectro?
—Partiré en uno o dos días —dijo Gavin—. Hay un joven examinándose abajo. Kip. Es mi… esto, mi hijo natural. —No había necesidad de usar el eufemístico «sobrino» con Marissia. Sabía que el Prisma había encarcelado a su hermano, pero ni siquiera ella sospechaba que Gavin no era en realidad Gavin. No los había conocido a ninguno antes de la guerra, de modo que no necesitaba saberlo. Gavin confiaba completamente en ella, pero cuanta menos gente compartiera ese secreto, más tardaría todo en desmoronarse sobre su cabeza—. Tiene dieciséis años… quiero decir, quince. ¿Te importaría reunir ropa adecuada para él y preparar equipaje para los dos, para dos semanas?
—¿Para combatir o para impresionar?
—Las dos cosas.
—Por supuesto —dijo Marissia, lacónica.
Camino de la puerta, Gavin agarró su espada y su vaina enjoyada. Distaba de ser tan buen espadachín como el Guardia Negro más mediocre. Había tenido talento en su día, pero cuando comprendió que podía trazar cualquier combinación de color y obtener instantáneamente el arma que exigiera la ocasión, dejó de practicar con el acero con la regularidad necesaria para medirse con guerreros profesionales como los de la Guardia Negra.
Siempre que el combate fuera justo, naturalmente, concepto desconocido para los trazadores. También los Guardias Negros luchaban con lo que tenían a mano: espadas, magia, copas de vino o puñados de arena.
También se guardó las pistolas ilytianas en el cinturón. Tan solo para fardar.
Cuando Gavin cruzó la puerta, encontró dos Guardias Negros esperándolo. Su escolta. Era el acuerdo al que había llegado con la Blanca. Tenía permiso para viajar sin la Guardia Negra cuando lo considerara absolutamente imprescindible (la mayoría de las veces), siempre y cuando accediera a tolerar su presencia cuando estuviera en un lugar propicio para los intentos de asesinato. A la Blanca no le gustaba su interpretación del acuerdo, pero Gavin se aferraba con tenacidad a la escasa libertad de movimientos que le quedaba.
Cruzó con paso rápido el único pasillo que separaba las dos mitades de este nivel. La Blanca y él se dividían la planta. Debido a la rotación de la Cromería, la mitad de Gavin siempre apuntaba hacia el sol. Resultaba irónico que la Blanca debiera pasarse la vida a la sombra, aunque con los años había aprendido a apreciarlo. Reducía la tentación de trazar y acelerar su muerte. Gavin volvió a preguntarse cómo lo soportaba. Sin trazar, él se sentiría vacío y débil. La vida no tendría razón de ser sin la cromaturgia. Era lo que lo definía. Sin duda había sido igual para la Blanca; sin embargo, continuaba con vida, y su voluntad seguía siendo tan férrea como recta su espalda.
Tras dejar atrás a los Guardias Negros que custodiaban su habitación, llamó a la puerta con los nudillos.
—No está —dijo el vigilante a su izquierda—. La Blanca ha ido a reunirse con la Cromería. Pensó que sería descortés hacer esperar al Espectro al completo por culpa de la tardanza de un solo hombre.
Así demostraban su desagrado los Guardias Negros. Sus escoltas supieron adónde se dirigía en cuanto encaminó sus pasos hacia la habitación de la Blanca en vez de hacia el elevador, pero no le habían avisado. Los Guardias Negros de la Blanca supieron adónde iba en cuanto lo vieron, pero no le informaron de la ausencia de la Blanca hasta que hubo llamado a la puerta, provocando que perdiera más tiempo y se demorara más todavía. ¿La tardanza de un solo hombre? ¿De qué va a hablar el Espectro sin mí? Fui yo quien convocó la asamblea.
Como de costumbre, los Guardias Negros manifestaban su irritación con cautela. Nadie les causaría problemas durante una temporada, Puño de Hierro se encargaría de ello. Si contrariaban a Gavin algo más que ocasionalmente, el Prisma redoblaría sus esfuerzos por darles esquinazo y no podrían protegerlo, como les habían encomendado. Aun así, querían que los respetara. Y Gavin lo hacía, a su manera.
Pocas personas se ofrecen voluntarias para interceptar una flecha con el cuerpo sin saber siquiera si van a gustarles el Prisma o la Blanca cuyo cuidado les asignen. Pero se negaba a que lo encadenaran. El poder era libertad. Debía conservarlo a cualquier precio.
—Si no podéis servirme bien —dijo Gavin a sus dos Guardias Negros—, no podéis servirme en absoluto. —Giró sobre los talones y se dirigió al elevador.
Guardaron silencio, por supuesto. Se limitaron a flanquearlo. El comandante Puño de Hierro los adiestraba para que ignoraran aquellas órdenes que pudieran entrañar algún peligro para sus protegidos.
Gavin agitó los brazos hacia abajo y trazó unos barrotes de luxina azul reforzados con amarilla a izquierda y derecha. Los Guardias Negros titubearon por un momento mientras él mantenía el paso rápido y cerraba el hueco en el centro. Siguió caminando sin mirar atrás mientras levantaba muros sólidos de azul, rojo, verde, amarillo y supervioleta.
Sintió una pequeña satisfacción. Era innegable que su hermano había conseguido alterarlo. Malnacido.
Pero al mismo tiempo, esto era inevitable. La Guardia Negra debía comprender que no podía controlarlo. Así actuaban los guardaespaldas inteligentes: te cortan las alas un poquito, después un poquito más, y antes de darte cuenta ya no puedes volar. Gavin no pensaba permitir que ocurriera tal cosa. Si los Guardias Negros revoloteaban a su alrededor en todo momento, como parecían desear de un tiempo a esta parte, desentrañarían no solo la existencia del deslizador y el cóndor, sino también el secreto definitivo. ¿Qué harían si descubrían que Gavin en realidad no era Gavin? Podrían decidir que era el Prisma a efectos prácticos y dejarlo correr. O decidir que constituía una amenaza para el auténtico Prisma. O escindirse en facciones rivales. Interesante idea, un puñado de trazadores guerreros de élite intentando aniquilarse mutuamente. Eso era lo que hacía que esto fuera necesario. La Guardia Negra debía aprender a aceptar las migajas que les concediera Gavin: Podéis protegerme si me servís incondicionalmente, privilegio que os retiraré cuando me plazca, por el motivo que sea, o por ninguno en absoluto.