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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

El prisma negro (89 page)

BOOK: El prisma negro
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—¡Vete al infierno! —exclamó Kip—. ¡Vete al infierno! —Levantó al rey en volandas y apretó con todas sus fuerzas y toda su voluntad.

—¡Kip! ¡Para! Esto es precisamente lo que quiere lord Omnícromo…

Nada podía penetrar la locura, la furia desatada. Kip ni siquiera estaba seguro de quién era su objetivo, si ese hombre que había masacrado a su aldea o su madre. La quería. La odiaba.

El rey Garadul gritó, Kip gritó, y juntos ahogaron el grito de Corvan Danavis. Las manos de Kip se unieron y la cabeza del monarca reventó como una uva, como una sandía arrojada desde gran altura, esparciendo su jugo por todas partes.

—¡Kip! ¡No! ¡Es justo lo que quieren que hagas! —La voz de Corvan Danavis penetró en el cráneo de hierro de Kip mientras soltaba el cadáver inerte del rey encima de la plataforma.

Al levantar la cabeza, aturdido, Kip vio a Corvan Danavis montado al frente de unos cien jinetes que entraban en la plaza en ese momento. Los invasores, desmoralizados y sin líder en ausencia del rey Garadul, se desbandaron ante la llegada de tantos refuerzos.

Kip oyó que un cuerpo caía a su espalda, y se giró a tiempo de ver a un Hombre Espejo con una flecha en el corazón. Alguien le había salvado. De nuevo. Ni siquiera se había percatado de la amenaza. La cabeza le daba vueltas. Se sentía como si estuviera encogiendo. Se erguía de nuevo sobre sus propios pies, la luxina había desaparecido. Se tambaleó y sintió que alguien lo sostenía en pie. Se giró. Karris había bajado de la azotea y estaba recogiendo el bich’hwa del cadáver del rey. ¿Karris? Se había propuesto salvarla, ¿verdad?

Pues sí que lo había hecho bien.

Contempló el cadáver del rey Garadul y no sintió nada más que un vacío. Cuando levantó la cabeza, Corvan Danavis estaba allí, maldiciendo. Kip nunca había oído maldecir a maese Danavis.

—¿Tienes la menor idea de lo que acabas de hacer? —preguntó Corvan.

—Vete al diablo —dijo Kip, vacío, seco, sin vida—. Asesinó a toda nuestra ciudad. Se merecía algo peor.

Corvan se detuvo y observó a Kip con renovado respeto. Dejó que el silencio se prolongara unos instantes, y dijo:

—Monta. Tenemos que salir de la ciudad. Ya.

—Pero si lo he matado. ¿No hemos ganado? —preguntó Kip. Le costaba ordenar las ideas. Y la luz le hacía daño en los ojos. Nada le apetecía más que una manta y una habitación oscura. Habían ganado, ¿verdad?—. ¿Por qué tenemos que irnos?

—Mira eso —dijo Karris, acercándose. Ya había montado. Estaba apuntando hacia la muralla.

Lord Omnícromo se erguía en lo alto de la Puerta de la Madre, a unos cuatrocientos pasos de distancia, y cuando habló, valiéndose de algún truco de magia, todos pudieron oírlo perfectamente.

—¡Han asesinado al rey Garadul! ¡Vengad al rey! ¡Expulsad a los bárbaros!

La puerta se abrió para revelar cientos de trazadores, literalmente cientos, y docenas de engendros de los colores. Los seguían miles de soldados.

—Por eso tenemos que irnos —concluyó Karris.

89

La intuición de Gavin se había equivocado.

Al llegar a la Puerta de la Vieja fue como si tuviera que taponar con los dedos el casco agujereado de un barco. Todo tenía un límite. Los Guardias Negros y él llevaban ya diez minutos defendiendo la Puerta de la Vieja ellos solos, sin ayuda de nadie. Llegado este punto podía resistir limitándose a quedarse detrás del escudo antibalas que sus Guardias Negros habían trazado enfrente de él.

No estaban oponiéndose a él. Adondequiera que iba, el ejército se retiraba a su paso. Si la ciudad hubiera tenido una sola puerta, eso podría haber servido de algo. Pero con tres vías de acceso y tres cuartos de muralla circular medio desmoronada, era inútil. Nadie le hacía frente. Los hombres se limitaban a apartarse y esperar. Aunque contuviera a estos soldados eternamente, el resto del ejército sencillamente entraría por las otras puertas. Las cuales, sin duda, debían de haber caído ya a estas alturas.

Su adversario era astuto. No pensaba malgastar fuerzas atacando a Gavin. El tiempo se encargaría de concederle la victoria, de modo que prefería ahorrar fuerzas. No había necesidad de precipitarse. Sus tropas rodearían a Gavin y avanzarían por donde él no estuviera. Así, Gavin no podría hacer nada, ni corriendo de un lado a otro hostigando a un rival que rehuía el combate, ni aislándose del grueso de su ejército… momento en el que lord Omnícromo sacrificaría tantas vidas como considerara preciso para matarlo. O para apresarlo.

El soldado que Gavin llevaba dentro estaba furioso. Durante la guerra, él se habría lanzado a la yugular. ¿Querían abrirle paso? Habría ido a por el rey, lo habría matado, y al diablo con las consecuencias. Esa acción lo pondría en el mayor de los peligros, pero le daría igual. Motivo por el cual la fortuna sonríe a los jóvenes. Resopló. Si lo mataban, los refugiados no llegarían ni a dos leguas del muelle.

Maldiciendo, Gavin trazó las bengalas que señalaban la retirada y las lanzó a las alturas.

—¿Noticias del muelle? —preguntó.

—No, señor.

Gavin no esperaba que ningún mensajero lograra encontrarlo, pero aun así habría estado bien.

—En marcha.

Un Guardia Negro rojo extendió un grueso manto de luxina roja sobre la brecha de la puerta y le prendió fuego mientras Gavin daba media vuelta y empezaba a correr. Habían perdido a los caballos antes y no tenían ninguno de repuesto. Los caballos que no estaban acostumbrados al fuego de mosquete y la magia a menudo eran más peligrosos que útiles para sus jinetes. Además, viajar a caballo lo convertía a uno en un blanco perfecto para los mosqueteros y los trazadores. La ciudad no era tan grande. Irían a pie.

Resultaba extraño correr por una ciudad desierta. Casi todo el mundo se había ido ya, pero aún no se habían instalado el aire de abandono y la capa de polvo que invaden las ciudades en cuanto sus habitantes las desalojan. Garriston presentaba la clase de vacío que se producía cuando la gente dejaba la comida quemándose en el fuego y se marchaba sin mirar atrás. El olor a quemado no se había disipado aún. De hecho, tenían suerte de que nadie hubiera incendiado la ciudad. Calles vacías. Hogares vacíos. Macetas con flores abandonadas en los alféizares de las ventanas, sin marchitar todavía.

La muerte vendrá también a por ti, florecita.

Habían llegado a uno de los puentes cuando les tendieron la emboscada. Dos docenas de trazadores y varios engendros de los colores se materializaron en los tejados y descargaron una lluvia de magia sobre ellos. Sin vacilación ni previo aviso. Por supuesto. Habían rodeado a Gavin para cortar la vía de escape más evidente. Las azoteas les proporcionaban una plataforma excelente desde la que atacar, y la zona despejada alrededor del puente constituía el matadero perfecto.

Pero los Guardias Negros eran Guardias Negros. Hasta el último de ellos sabía cuál era su cometido y qué papel debía desempeñar en caso de que cualquiera de sus compañeros falleciera. Estaban adiestrados para esto. Esta era su vida. Escudos de luxina verde, luxina azul y más luxina verde, de tres capas de espesor, envolvieron a Gavin. Sabía exactamente dónde aterrizarían, y cada escudo contenía unos agujeros para que también él pudiera luchar.

Asomó una mano fuera del escudo y apuntó a tantos atacantes como alcanzó a ver. Disparó unos delgados tentáculos de luxina supervioleta contra ellos, adhiriéndolos a cada trazador, dejando cuerdas colgantes de supervioleta. Dos de los Guardias Negros eran bicromos de supervioleta y azul. Su primera acción fue escudar a Gavin, la segunda escudarse a sí mismos, y la tercera, siempre que fuera posible, esta. Podían ver los hilos supervioletas de Gavin, y trazaron azul a lo largo de esos diminutos senderos mientras sacaban granadas de sus bandoleras. Lanzaron las granadas, que siguieron las trayectorias arqueadas supervioletas sin errar. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Habían reforzado incluso los arcos de luxina para que siguieran una trayectoria ascendente natural.

Pero los cazadores también se habían puesto en acción. Tres Guardias Negros cayeron con la primera andanada de misiles de fuego. Al defender primero a Gavin, no lograron levantar a tiempo sus propios escudos. Un torrente de luxina roja llegó procedente de cuatro direcciones distintas, intentando empapar el puente entero para que pudieran prenderle fuego. Los Guardias Negros azules y verdes levantaron escudos para desviar los torrentes a los lados del puente mientras una amarilla arrojaba granadas de luz explosiva contra todo lo que se movía.

Gavin miró al frente y vio que los cazadores no bloqueaban el acceso al puente. Solo había una razón para ello. Querían que Gavin y la Guardia Negra huyeran a ciegas hacia algo peor.

Los proyectiles levantaban chispas y silbaban al rebotar en los escudos, las explosiones de las granadas sacudían los tejados, y dos de los engendros a sus espaldas les lanzaban cuchillos azules del tamaño de témpanos de hielo. Los Guardias Negros estaban apiñándose alrededor de Gavin, empleando sus escudos y, si eso fallaba, sus propios cuerpos para mantenerlo a salvo.

—¡En marcha! ¡Cruzad el puente! —ordenó la comandante. Era joven. Por Orholam, ¿tantas bajas habían sufrido que tenía que ser esta niña quien asumiera el mando?

Todo esto se correspondía también con el entrenamiento de la Guardia Negra. Proteger, asegurar, decidir, actuar. Sin vacilaciones.

—¡No! —exclamó Gavin. Señaló a un lado del puente y trazó una nueva pasarela verde, desde la sección media hasta un punto treinta pasos más abajo.

—¡Descarga! —gritó una Guardia Negra. Era amarilla. Lanzó una bomba deslumbrante a unos meros diez pasos de altura. Gavin y los Guardias Negros se taparon la cara mientras explotaba con tanta fuerza que Gavin pudo sentir cómo temblaban sus escudos.

A continuación cruzaron corriendo el nuevo puente verde, mientras el puente a sus espaldas, desaparecida la barrera que lo protegía de los torrentes de luxina roja, estallaba en llamas.

Uno de los engendros azules aterrizó en la calle delante de ellos cuando llegaron al otro lado, decidido a reconducirlos hacia la segunda emboscada. Una docena de manos de la Guardia Negra se alzaron para acribillar con balas de luxina a la bestia, que se desplomó a un lado al instante.

Uno de los Guardias Negros cayó, aunque Gavin no vio qué lo había golpeado.

—¡No! ¡No! ¡No! —estaba gritando el hombre. Su compañera se separó del grupo. El Guardia Negro abatido había rodado de espaldas. Su compañera, una mujer de casi cuarenta años, Laya, creyó recordar Gavin que se llamaba, se situó en pie a su lado.

»Lo siento —dijo el Guardia Negro derribado—. Demasiado. Es demasiado.

Laya le levantó un párpado para observar con detenimiento el halo del Guardia Negro abatido. Susurró algo, se besó los dedos, tocó con ellos los ojos, la boca y el corazón de su compañero. Acto seguido, le cortó la garganta. El resto de la Guardia Negra no esperó más.

Corriendo, dejaron atrás un callejón y se encontraron contemplando las espaldas de varias docenas de mosqueteros, todos ellos en formación, armas en ristre, apuntando hacia donde la emboscada original había intentado desviar a Gavin. Los hombres estaban tan concentrados esperando a que su presa apareciera ante ellos que no repararon en la presencia de Gavin a sus espaldas. Sin aminorar la marcha, Laya vertió luxina roja sobre ellos. En ingentes cantidades. Cuando le prendió fuego, la llamarada fue tan intensa que Gavin vio sombras a medio bloque de distancia… lo que significaba que, por un momento, las llamas habían saltado por encima de los tejados. A continuación llegaron los alaridos. Los hombres estaban quemándose vivos.

Un río más a cruzar. Esta vez, Gavin condujo a los Guardias Negros hasta una sección despejada y trazó su propio puente de luxina verde hasta el otro lado. No había necesidad de arriesgarse a caer en otra emboscada.

Llegaron a los muelles, donde encontraron cientos de soldados con los mosquetes cargados, contemplando las aguas. Los barcos continuaban aceptando pasajeros mientras las montañas de equipajes se empujaban a un lado, abandonadas, reconvertidas en barricadas. Varias embarcaciones habían zarpado ya, formando una línea que se perdía de vista a lo lejos, pasando entre las piernas de la Guardiana. Se habían utilizado todas las naves del muelle. Y la mayoría de ellas se habían ido ya. Dos grandes barcazas improvisadas con luxina azul y verde y madera comenzaban a alejarse también. Eso dejaba una barcaza de luxina que estaba llenándose rápidamente en esos momentos, y muchas más personas de las que podrían subir a bordo.

Los soldados presentes eran en su mayoría nativos. ¿Dónde diablos se habían metido todos los soldados ruthgari? Habrían embarcado ya, sin duda. Alguien pagaría por eso, pero no ahora. Los soldados que quedaban parecían resueltos, y se alegraron al ver a Gavin. Eran hombres que pensaban que iban a morir para dar a sus familias una oportunidad de escapar. Hombres que estaban dispuestos a pagar ese precio.

—¿Quién está al mando? —preguntó Gavin.

—Yo, señor. Lord Prisma, señor. —Un ruthgari tímido, con el pelo curiosamente crespo para su complexión pálida y una expresión en los ojos como si dar un paso al frente le produjera un miedo de muerte. En otras circunstancias, Gavin se habría carcajeado al ver a este hombrecillo apocado—. Tenemos casi todos los barcos que hemos cargado. Hombres reunidos dispuestos a luchar. Necesitamos espacio para otros trescientos, si no viene nadie más de la ciudad.

—¿Algún rastro del general Danavis o del comandante Puño de Hierro?

—No, señor. Lord Prisma. Señor.

—Señor es suficiente —dijo Gavin—. Guardias, todos los que podáis trazar sin romper el halo, ayudadme. Fabricaremos otra barcaza mientras esperamos.

—¿Esperar, señor? —preguntó un Guardia Negro.

—El general Danavis viene hacia aquí. Terminaremos una barcaza más. Después nos iremos. Para entonces ya habrá llegado.

Sonó una trompeta. El ruthgari pálido exclamó:

—¡Se acerca el enemigo! ¡Preparados!

—¿Resistiréis mientras construimos la barcaza? —preguntó Gavin.

El hombre seguía siendo menudo, seguía siendo tímido, pero su expresión era resuelta, y en su apariencia no quedaba el menor rastro de comicidad.

—Resistiremos, señor. Hasta el último hombre.

90

Karris eligió un caballo de los Hombres Espejo al que parecía que aún le quedaba algo de brío y resuello, y partió. La barda del animal estaba recubierta de espejos en los que se reflejaba el sol de la mañana. Lo mismo podría haber dibujado una diana en la espalda. En fin, tampoco el resto de su aspecto era precisamente discreto.

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