Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Fríos se quedaron los pobres acreedores con esta noticia;
pero no desmayaron, sino que pusieron el negocio en la Audiencia. El
abogado, que se vio acosado por dos enemigos en un tribunal tan
serio, trató de defenderse y halló la ley que
citó a su favor; pero no le valió, pues los
señores de la Audiencia sentenciaron que en clase de multa
pagara el licenciado la cantidad demandada, pues o había obrado
con demasiada malicia o ignorancia en el caso, y de cualquiera manera
era acreedor a la pena, o bien por la mala fe con que había
obrado engañando a los demandantes, o bien por la crasa
ignorancia de la ley que tenían en contra, lo que era no
disculpable en un letrado.
Con esto el miserable tío escupió la plata mal de su
grado, y siguió la demanda contra mí, que, sabedor ya de
cuanto había ocurrido, protestando siempre pagar a mejora de
fortuna, me afiancé de la misma ley para librarme de la
ejecución, y se declaró no tener lugar dicha demanda
judicialmente.
En este estado quedó el asunto y perdido el dinero del
tío, a quien jamás le pagué. Mal hecho por mi
parte, pero justo castigo de la codicia, adulación y miseria
del Licenciado.
En éstas y las otras se pasaron como tres meses, tiempo en
que, no pudiendo ocultarle ya a mi mujer mis ningunas proporciones,
fue preciso ir vendiendo y empeñando la ropa y alhajitas de los
dos para mantener el lujo de comedia a que me había
acostumbrado, de modo que los amigos no extrañaban los
almuercitos, bailes y bureos que estaban acostumbrados a
disfrutar.
Mi esposa sola era la que no estaba contenta con ver su ropero
vacío. Entonces conoció que yo no era un joven rico,
como ella había pensado, sino un pobre vanidoso, flojo e
inútil que nada tardaría en reducirla a la miseria; y
como no se me había entregado por amor sino por interés,
luego que se cercioró de la falta de éste,
comenzó a resfriarse en su cariño, y ya no usaba conmigo
los extremos que antes.
Yo de la misma manera empecé a advertir que ya no la amaba
con la ternura que al principio, y aun me acordaba con dolor de
la pobre Luisa. Ya se ve, como tampoco me casé por amor, sino
por otros fines poco honestos, deslumbrado con la hermosura de Mariana
y agitado por la privación de mi apetito, luego que éste
se satisfizo con la posesión del objeto que deseaba, se fue
entibiando mi amor insensiblemente, y más cuando advertí
que ya mi esposa no tenía aquellos colores rozagantes que de
doncella; y, para decirlo de una vez, luego que yo satisfice los
primeros ímpetus de la lascivia, ya no me pareció ni la
mitad de lo que me había parecido al principio. Ella, luego que
conoció que yo era un pelado y que no podía disfrutar
conmigo la buena vida que se prometió, también me
veía ya de distinto modo, y ambos, comenzando a vernos con
desvío, seguimos tratándonos con desprecio, y acabamos
aborreciéndonos de muerte.
Ya muy cerca de este último paso sucedió que estaba
yo debiendo cuatro meses de casa, y el casero no podía cobrar
un real por más visitas que me hacía. No faltó de
mis más queridos amigos quien le dijera cómo yo estaba
muy pobre, y que no se descuidara; bien que aunque esto no se lo
hubiera dicho, mi pobreza ya se echaba de ver por encima de la ropa,
pues ésta no era con el lujo que yo acostumbraba; las visitas
se iban retirando de mi casa con la misma prisa que si fuera de un
lazarino; mi mujer no se presentaba sino vestida muy llanamente porque
no tenía ningunas galas; el ajuar de la casa consistía
en sillas, canapés, mesas, escribanías, roperos, seis
pantallas, un par de bombas, cuatro santos, mi cama y otras maritatas
de poco valor; y para remate de todo, mi tío el fiador, viendo
que no le pagaba, no sólo quebró la amistad enteramente,
sino que se constituyó mi más declarado enemigo, y no
quedó uno, ni ninguno de cuantos me conocían, que no
supieran que yo le había hecho perder más de talega y
media, pues a todos se lo contaba, añadiendo que no
tenía esperanza de juntarse con su dinero, porque yo era un
pelagatos, farolón y pícaro de marca.
No parece este vil proceder de mi tío, sino al de la gente
ordinaria que no está contenta si no pregona por todo el mundo
quiénes son sus deudores, de cuánto, y cómo
contrajeron las deudas, sin descuidarse por otra parte de cobrar lo
que se les debe. Por esto el discreto Bocángel dice:
No debas a gente ruin,
Pues mientras estás debiendo,
Cobran primero en tu fama,
Y después en tu dinero.
Con semejantes clarines de mi pobreza claro
está que el casero no se descuidaría en cobrarme.
Así fue. Viendo que yo no daba traza de pagarle, que la casa
corría, que mi suerte iba de mal en peor y que no le
valían sus reconvenciones extrajudiciales, se presentó a
un juez, quien después de oírme me concedió el
plazo perentorio de tres días para que le pagara,
amenazándome con ejecución y embargo en el caso
contrario.
Yo dije amén, por quitarme de cuestiones, y me fui a casa
con Roque, quien me aconsejó que vendiera todos mis muebles al
almonedero que me los había vendido, pues ninguno los
pagaría mejor; que recibiera el dinero, me mudara a una
viviendita chica con la cama, trastos de cocina y lo muy preciso, pero
por otro barrio lejos de donde vivíamos; que despidiera en el
día a las dos criadas para quitarnos de testigos, mas que
comiéramos de la fonda; y hechas estas diligencias, la
víspera del día en que temía el embargo, por la
noche me saliera de la casa dejándole las llaves al
almonedero.
Como yo era tan puntual en poner en práctica los consejos de
Roque, hice al pie de la letra y con su auxilio cuanto me propuso esta
vez. Él fue a buscar la casa y la aseguró, y yo en los
dos días traté de mudar mi cama y algunos pocos muebles,
los más precisos. Al día tercero llamó Roque al
almonedero, quien vino al instante, y yo le dije que tenía que
salir de México al siguiente sin falta alguna, que si me
quería comprar los muebles que dejaba en la casa, que lo
prefería a él para vendérselos, porque mejor que
nadie sabía lo que habían costado, y que si no los
quería que me lo avisara para buscar marchantes, en
inteligencia de que me importaba verificar el trato en el mismo
día, pues tenía que salir al siguiente.
El almonedero me dijo que sí, sin dilatarse; pero
comenzó a ponerles mil defectos que no conoció al tiempo
de venderlos.
Esto es antiguo, me decía, esto ya no se usa; esto
está quebrado y compuesto; esto está medio apolillado;
esto es de madera ordinaria; esto está soldado; a esto le falta
esta pieza; a esto la otra; esto está desdorado; ésta es
pintura ordinaria; y así le fue poniendo a todo sus defectos y
haciéndomelos conocer, hasta que yo enfadado le di en ochenta
pesos todo lo que le había pasado en ciento sesenta; pero por
fin cerramos el trato, y me ofreció venir con el dinero a las
oraciones de la noche.
No faltó a su palabra. Vino muy puntual con el dinero, me lo
entregó y me exigió un recibo, expresando en él
haberle yo vendido en aquella cantidad tal, y tal, y tal mueble de mi
casa con las señas particulares de cada cosa. Yo, que deseaba
afianzar aquellos reales y mudarme, se lo di a su entera
satisfacción con las llaves de casa, encargándole las
volviera al casero, y sin más ni más cogí el
dinero y me metí en un coche (que me tenía prevenido
Roque) con mi esposa, despidiéndome del almonedero y guiando al
cochero para la casa nueva que Roque le dijo.
Luego que llegamos a ella, advirtió mi esposa que era peor y
más reducida que la que tenía antes de casarse, con
menos ajuar y sin una muchacha de a doce reales. La infeliz se
contristó y manifestó su sentimiento con imprudencia; yo
me incomodé con sus delicadezas echándole en cara la
ninguna dote que llevó a mi poder; tuvimos la primera
riña en que desahogamos nuestros corazones, y desde aquel
instante se declaró nuestro mutuo aborrecimiento. Pero
dejemos nuestro infeliz matrimonio en este estado, y pasemos a ver lo
que sucedió al día siguiente en mi antigua casa.
No parece sino que los accidentes aciagos se rigen a las veces por
un genio malhechor para que sucedan en los instantes críticos
de la desgracia, porque en el mismo día tercero que el
almonedero fue con las llaves a sacar los muebles vendidos y en la
misma hora llegó el casero con el escribano que llevaba a raja
tablas la orden de proceder al embargo de mis bienes.
Abrió el almonedero y entró con sus cargadores para
desocupar la casa, y el casero con el escribano y los suyos para el
mismo efecto. Aquí fue ello. Luego que los dos se vieron y se
comunicaron el motivo de su ida a aquella casa, comenzaron a altercar
sobre quién debía ser preferido. El casero alegaba la
orden del juez, y el almonedero mi recibo. Los dos tenían
razón y demandaban en justicia, pero uno sólo era quien
debía quedarse con mis muebles, que no bastaban para satisfacer
a dos. El casero ya se conformaba con que se dividiera el infante y se
quedara cada uno con la mitad, pero el almonedero, que había
desembolsado su plata, no entraba por ese aro.
Por último, después de mil inútiles
altercaciones se convinieron en que los muebles se quedasen en la
casa, inventariados y depositados en poder del sujeto más
pudiente de la vecindad hasta la sentencia del juez, el que
declaró pertenecerle todos al almonedero, como que tenía
constancia de habérselos yo vendido, quedando al casero su
derecho a salvo para repetir contra mí en caso de
hallarme. Todo esto lo supe por Roque, que no se descuidaba en saber
el último fin de mis negocios. Pasada esta bulla, y
considerándome yo seguro, pues a título de insolvente no
me podía hacer ningún daño el casero, sólo
trataba de divertirme sin hacer caso de mi esposa, y sin saber las
obligaciones que me imponía el matrimonio. Con semejante
errado proceder me divertí alegremente mientras duraron los
ochenta pesos. Concluidos éstos, comenzó mi pobre mujer
a experimentar los rigores de la indigencia, y a saber lo que era
estar casada con un hombre que se había enlazado con ella como
el caballo y el mulo, que no tienen entendimiento. Naturalmente
comenzó a hostigarse de mí más y más, y a
manifestarme su aborrecimiento. Yo, por consiguiente, la
aborrecía más a cada instante, y como era pícaro
no se me daba nada de tenerla en cueros y muerta de hambre.
En estas apuradas circunstancias, mi suegra, con los chismes de mi
mujer, me mortificaba demasiado. Todos los días eran pleitos y
reconvenciones infinitas sin faltar aquello de: ¡ojalá y yo
hubiera sabido quién era usted! Seguro está que se
hubiera casado con mi hija, pues a ella no le faltaban mejores
novios.
Todo esto era echar leña al fuego, pues, lejos de amar a mi
mujer, la aborrecía más con tan cáusticas
reconvenciones.
Mi mal natural, más que el carácter y figura de mi
mujer, me la hicieron aborrecible, junto con las imprudencias de la
suegra; pero, la verdad, mi esposa no estaba despreciable; prueba de
ello fue que concebí unos celos endiablados de un vecino que
vivía frente de nosotros.
Di en que pretendía a mi mujer y que ésta le
correspondía, y sin tener más datos positivos le di una
vida infernal, como muchos maridos que, teniendo mujeres buenas, las
hacen malas con sus celos majaderos.
La infeliz muchacha que, aunque deseaba lujo y desahogo, era
demasiado fiel, luego que se vio tratar tan mal por causa de aquel
hombre de quien yo la celaba, propuso vengarse por los mismos filos
por donde yo la hería; y así fingió corresponder
a sus solicitudes por darme que sentir y que yo la creyera infiel. Fue
una necedad, pero lo hizo provocada por mis imprudentes celos. ¡Oh,
cómo aconsejara yo a todos los consortes que no se dejaran
dominar de esta maldita pasión, pues muchas veces es
causa de que se hagan cuerpos las sombras y realidades las
sospechas!
Si cuando no había nada la celaba y la molía sin
cesar, ¿qué no haría cuando ella misma estaba
empeñada en darme que sentir? Fácil es concebirlo,
aunque yo no sé cómo combinar el aborrecimiento que le
tenía con los celos que me abrasaban; pues, si es cierto el
común proloquio de que
donde no hay amor no hay celos
,
seguramente yo no debería haber sido celoso; si no es que se
discurra que, no siendo los celos otra cosa que una furiosa envidia
agitada por la vanidad de nuestro amor propio, nos exalta la
más rabiosa cólera cuando sabemos o presumimos que
algún rival nuestro quiere posesionarse del objeto que nos
pertenece por algún título, y en este caso claro es que
no celamos porque amamos, sino porque concebimos que nos agravian, y
aquí bien se puede verificar celo sin amor, y concluir que en
lo general es falsísimo el refrán vulgar citado.
Lo primero que hice fue mudar a mi pobre esposa a una accesoria muy
húmeda y despreciable por los arrabales del barrio de Santa
Ana. A seguida de esto, no teniendo ya qué vender ni qué
empeñar, le dije a Roque que buscara mejor abrigo, pues yo no
estaba en estado de poder darle una tortilla; lo puso en
práctica al momento, y le faltó desde entonces a mi
esposa el trivial alivio que tenía con él, ya
haciéndole sus mandados, y ya también
consolándola, y aun algunas ocasiones socorriéndola con
el medio o el real que él agenciaba. Esto me hace pensar que
Roque era de los malos por necesidad más que por la malicia de
su carácter, pues las malas acciones a que se prostituía
y los inicuos consejos que me daba se pueden atribuir al conato que
tenía en lisonjearme, estrechado por su estado miserable; pero,
por otra parte, él era muy comedido, atento, agradecido, y
sobre todo poseía un corazón sensible y pronto para
remitir una injuria y condolerse de una infelicidad. En la serie de mi
vida he observado que hay muchos Roques en el mundo, esto es,
muchos hombres naturalmente buenos a quienes la miseria empuja,
digámoslo así, hasta los umbrales del delito. Cierto es
que el hombre antes debería perecer que delinquir, pero yo
siempre haría lugar a la disculpa en favor del que
cometió un crimen estrechado por la suma indigencia, y
agravaría la pena al que lo cometiese por la pravedad de su
carácter.