Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Finalmente, Roque se despidió de mi casa, y mi pobre mujer
comenzó a experimentar los malos tratamientos de un marido
pícaro que la aborrecía, aunque ella, lejos de valerse
de la prudencia para docilitarme, me irritaba más y más
con su genio orgulloso e iracundo. Ya se ve, como que tampoco me
amaba.
Todos los días había disputas, altercaciones y
riñas, de las que siempre le tocaba la peor parte, pues
remataba yo a puntapiés y bofetones los enojos, y de este modo
desquitaba mi coraje; ella se quedaba llorando y maltratada, y yo me
salía a la calle a divertir el mal rato.
A veces no parecía yo en casa hasta pasados los ocho o diez
días del pleito, y entonces iba a reñir de nuevo por
cualquiera friolera y a requerir a mi mujer sobre celos, siendo lo
más vil de estas reconvenciones que eran sin haberle yo dejado
un real para comer, pareciéndome en esto a muchos maridos
sinvergüenzas que se acuerdan que tienen mujeres para celarlas y
servirse de ellas como de criadas, pero no para cuidar de su
subsistencia, sin advertir que el honor de la mujer está anexo
a la cocina, y que cuando el brasero o chimenea no humea en la casa,
el hombre no debe gritar en
ella
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; porque las miserables
mujeres, aunque sean más honradas que las Lucrecias, no
tienen vientres de camaleones para mantenerse con el aire.
Mi desgraciada esposa sufría, en medio del odio con que me
veía, sus desnudeces y trabajos sin atreverse a vivir con su
madre, que era la única que la visitaba, consolaba y
socorría (al fin madre); porque las dos me temían mucho,
y yo había amenazado a mi mujer de muerte siempre que
desamparara la casa. Ni aun el religioso su tío quería
mezclarse en nuestras cosas.
He dicho que entre mis malas cualidades tenía la buena de
poseer un corazón sensible, y creo que si mi esposa, en vez de
irritarme desde el principio con su orgullo, y de haberme persuadido a
que me era infiel, me hubiera sobrellevado con cariño y
prudencia, yo no hubiera sido tan cruel con ella; pero hay mujeres que
tienen gracia para echar a perder a los mejores hombres.
Las enfermedades y la mala vida cada día ponían a mi
mujer en peor estado. A esto se agregaba su preñez, con lo que
se puso no sólo flaca, descolorida y pecosa, sino molesta,
iracunda e insufrible.
Más la aborrecía yo en este estado y menos
asistía en la casa. Una noche que por accidente estaba en ella,
comenzó a quejarse de fuertes dolores y a rogarme que por Dios
fuera a llamar a su madre, porque se sentía muy mala. Este
lenguaje sumiso, poco acostumbrado en ella, junto con sus dolorosos
ayes hicieron una nueva impresión en mi corazón y,
mirándola con lástima desde aquel punto, sin acordarme
de su genio iracundo y poco amante, corrí a traer a su madre,
quien luego que vino advirtió que aquellos conatos y dolores
indicaban un mal parto, y que era indispensable una partera.
Luego que me impuse de la enfermedad y de la necesidad de la
facultativa, rogué a una vecina fuera a buscarla mientras iba
yo a solicitar dinero.
Ella fue corriendo, la halló y la llevó a casa, y yo
empeñé mi capote, que era la mejor alhaja que me
había quedado y no estaba de lo peor, sobre el que me prestaron
cuatro pesos a volver cinco. ¡Gracias comunes de los usureros que
tienen hecho el firme propósito de que se los lleve el
diablo!
Muy contento llegué a casa con mis cuatro pesos a hora en
que la ignorantísima partera le había arrancado el feto
con las uñas y con otro instrumento
infernal
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, rasgándole de
camino las entrañas y causándole un flujo de sangre tan
copioso que, no bastando a contenerlo la pericia de un buen cirujano,
le quitó la vida al segundo día del sacrificio,
habiéndosele ministrado los espirituales.
¡Oh, muerte, y qué misterios nos revela tu fatal
advenimiento! Luego que yo vi a la infeliz Mariana tendida
exánime en su cama atormentadora, pues se reducía a unos
pocos trapos y un petate, y escuché las tiernas lágrimas
de su madre, despertó mi sensibilidad, pues a cada instante le
decía: ¡ay, hija desdichada! ¡Ay, dulce trozo de mi
corazón! ¿Quién te había de decir que
habías de morir en tal miseria por haberte casado con un hombre
que no te merecía, y que te trató no como un esposo,
sino como un verdugo y un tirano? A éstas añadía
otras expresiones duras y sensibles que despedazaban mi
corazón, de modo que no pude contener mis sentimientos. En
aquel momento advertí que me había casado no con los
fines santos a que se debe contraer el matrimonio, sino como el
caballo y el mulo que carecen de entendimiento; conocí que mi
mujer era naturalmente fiel y buena, y yo la hice enfadosa en fuerza
de hostigarla con mis inicuos tratamientos; vi que era hermosa, pues,
aunque exangüe y sin vital aliento, manifestaba su rostro
difunto las gracias de una desventurada juventud, y conocí que
yo había sido el autor de tan fatal tragedia.
Entonces… (¡qué tarde!) me arrepentí de mis
villanos procederes, reflexioné que mi esposa ni era fea ni del
natural que yo la juzgaba; pues si no me amaba, tenía mil
justísimas razones, porque yo mismo labré un diablo de
la materia de que podía haber formado un
ángel
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, y, atumultadas en
mi espíritu las pasiones del dolor y el arrepentimiento,
desahogué todo su ímpetu abalanzándome al
frío cadáver de mi difunta esposa.
¡Oh, instante fúnebre y terrible a mi cansada
imaginación! ¡Qué de abrazos le di! ¡Qué de besos
imprimí en sus labios amoratados! ¡Qué de expresiones
dulcísimas la dije! ¡Qué de perdones no pedí a un
cuerpo que ni podía agradecer mis lisonjas ni remitir mis
agravios…! Espíritu de mi infeliz consorte, no me demandes
ante Dios los injustos disgustos que te causé; recibe,
sí, en recompensa de ellos, los votos que tengo ofrecidos por
ti al dueño de las misericordias ante sus inmaculados
altares.
Por último, después de una escena que no soy capaz de
pintar con sus mismos colores, me quitaron de allí por fuerza,
y al cuerpo de mi esposa se le dio sepultura no sé cómo,
aunque supongo que tuvo en ello mucha parte el empeño y
diligencia del tío fraile.
Mi suegra, luego que se acabó el funeral
(sepultándose con el cadáver el desgraciado fruto de su
vientre), se despidió de mí para siempre, dándome
las gracias por las buenas cuentas que le había dado de su
hija; y yo aquella noche, no pudiendo resistir a los sentimientos de
la naturaleza, me encerré en el cuartito a llorar mi viudez y
soledad.
Entregado a las más tristes imaginaciones, no pude dormir
ni un corto rato en toda la noche, pues apenas cerraba los ojos
cuando despertaba estremeciéndome, agitado por el pavor de mi
conciencia, que me representaba con la mayor viveza a mi esposa, a la
que creía ver junto a mí, y que lanzándome unas
miradas terribles me decía: ¡Cruel! ¿Para qué me
sedujiste y apartaste del amable lado de mi madre? ¿Para qué
juraste que me amabas y te enlazaste conmigo con el vínculo
más tierno y más estrecho, y para qué te llamaste
padre de ese infante abortado por tu causa, si al fin no habías
de ser sino un verdugo de tu esposa y de tu hijo?
Semejantes cargos me parecía escuchar de la fría boca
de mi infeliz esposa, y lleno de susto y de congoja esperaba que el
sol disipara las negras sombras de la noche para salir de aquella
habitación funesta que tanto me acordaba mis indignos
procederes.
Amaneció por fin, y, como en todo el cuarto no había
cosa que valiera un real, me salí de él, y di la llave a
una vecina con ánimo de apartarme de una vez de aquellos
lúgubres recintos.
En el que Periquillo cuenta la suerte de Luisa, y
una sangrienta aventura que tuvo, con otras cosas deleitables y
pasaderas
Lo hice como lo propuse, y me fui a andar
las calles sin destino, lleno de confusión, sin medio real ni
arbitrio de tenerlo, y con bastante hambre, pues ni había
cenado la noche anterior ni me había desayunado aquel
día.
En este fatal estado me dirigí a mi antigua guarida, al
truco de la Alcaicería, a ver si hallaba en él a alguno
de mis primeros conocidos que se doliera de mis penas, y tal vez me
las socorriera de algún modo, a lo menos la ejecutiva de mi
estómago.
No me equivoqué en la primera parte, porque hallé en
el truco a casi todos los antiguos concurrentes, los que, luego
que me vieron, conocieron y se impusieron de mi deplorable estado, en
vez de compadecerse de mi suerte trataron de burlarse alegremente de
mi desgracia, diciéndome: ¡Oh, señor don Pedro!
¡Cómo se conoce que los pobres hedemos a muertos! Cuando usted
tuvo su bonanza no se volvió a acordar para nada de nosotros ni
de los favores que nos debió. Si nos encontraba en alguna
calle, se hacía de la vista gorda y pasaba sin saludarnos; si
alguno de nosotros le hablaba, hacía que no nos conocía;
si lo ocupábamos alguna vez, nos mandaba desairar con Roque,
aquel su barbero que también anda ya hecho un andrajo; y
finalmente manifestó en su bonanza todo el desprecio que le fue
posible hacia nosotros.
Señor don Pedro, el dinero tiene la gracia, para algunos, de
hacerlos olvidadizos con sus mejores amigos si son pobres. Usted
cuando tuvo dinero procuró no rozarse con nosotros por pobres;
y así, ahora que está pelado, váyase allá
con sus amigos los señores de capas y casacas, y no vuelva a
poner aquí los pies, mientras que no traiga un peso que jugar,
porque nosotros no queremos juntarnos con su merced.
De este modo me insultó cada uno lo mejor que pudo, y yo no
tuve más oportuna respuesta que marcharme, como suelen decir,
con la cola entre las piernas, reflexionando que cuanto me
habían dicho era cierto, y era fuerza que yo recogiera el fruto
de mi vanidad y mis locuras.
Como el hambre me apuraba, traté de ir a pedir algún
socorro a los amigos que me habían comido medio lado y se
habían divertido a mi costa.
No me fue difícil hallarlos; pero ¡cuál fue mi
cólera y mi congoja cuando, después de avergonzarme con
todos presentándome a su vista en un estado tan indecente,
después de referirles mis miserias y provocar su piedad con
aquella energía que sabe usar la indigencia en tales ocasiones,
sólo escuché desprecios, sátiras y burletas!
Unos me decían: usted tiene la culpa de verse en ese estado,
si no hubiera sido calavera, hoy tendría qué
comer. Otros: amigo, yo apenas alcanzo para mantener a mi familia;
todavía está usted mozo y robusto, siente plaza en un
regimiento, que el rey es padre de pobres. Otros fingiendo una grande
admiración me decían: ¡válgame Dios! ¿Y
cómo se le arrancó a usted tan pronto? Yo lo
decía, y ellos replicaban: aquellos gastos y vanidades de usted
no podían tener otro fin. Otros: vaya usted con esas quejas a
los ricos, que a ellos se les debe pedir limosna y no a los pobres
como yo.
Así me iban todos despidiendo, y los más piadosos me
hacían creer que se compadecían de mi desgracia, pero
que no la podían remediar.
De esta suerte, triste, despechado y hambriento, salí de
todas partes sin que hubiera habido uno, de tantos que se lisonjeaban
de llamarse mis amigos, que me hubiera dado siquiera un pocillo de
chocolate.
A mí ya no me cogían muy de nuevo estas ingratitudes,
pero no me había aprovechado de sus lecciones. Pensaba que
todos los que se dicen amigos en el mundo lo eran de las personas y no
de sus intereses; mas entonces y después he visto que hay
muchos amigos pero muy pocas amistades.
La falsedad de los amigos es muy antigua en el mundo. En el libro
más santo y verdadero
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se
leen todas estas sentencias:
Hay amigos de tiempos, que no
permanecen en el día de la tribulación. Hay amigos muy
puntuales a la mesa, que no serán así en el día
de la necesidad
. En el mismo lugar se dice:
dichoso el que
ha hallado un amigo verdadero. En el tiempo de su tribulación
permanécele fiel. Sé fiel con el amigo en su pobreza. Yo
no me confundiré o avergonzaré de saludar a mi amigo; no
me excusaré de él, y si me viniere algún mal por
su causa, lo sufriré
. Alabando al buen
amigo dice:
que el amigo fiel es una robusta protección,
que el que lo halló, encontró un tesoro
; y por
último dice:
que ninguna comparación es propia para
ensalzar al fiel amigo, ni junto a su bondad es digna la
ponderación del oro ni de la plata
.
¿Pero quién será este desinteresado, este prudente,
este fiel y este amigo verdadero?
El que teme a Dios
, dice el
mismo Eclesiástico,
ése sabrá tener una buena
amistad
.
Lejos estaba yo en esos tiempos de saber estas cosas, ni de valerme
de los escarmientos que el mismo mundo me proporcionaba; y así
es que, sin sentir más que las penas actuales que me
afligían, viendo que la esperanza que yo tenía en mis
falsos amigos se había acabado, que no hallaba abrigo ni
consuelo en parte alguna, y que mi hambre crecía por momentos,
eché mano de mi pobre chupa para venderla, como lo hice, y me
fui a almorzar, sobrándome creo que ocho o diez reales.
El día lo pasé adivinando en dónde me
quedaría en la noche; pero, cuando ésta llegó, se
me juntó el cielo con la tierra no teniendo un
jacal
en donde recogerme.
En este estado determiné arrojarme a la casa del sastre que
me hizo la ropa, y pedirle que por Dios me hospedara en esa noche.
Con esta determinación iba yo por la calle de los Mesones,
cuando vi en una accesoria a Luisa, nada indecente. Pareciome
más bonita que nunca y, creyendo volver a lazar su amistad y
valerme de ella para aliviar mis males, me acerqué a su puerta,
y con una voz muy expresiva le dije: Luisa, querida Luisa, ¿me
conoces? Ella se acordó sin duda de mi voz, pero para
certificarse me dijo: no, señor, ¿quién es usted? A lo
que contesté: yo soy Pedro Sarmiento, aquel Pedro que te ha
querido tanto, y que cuando tuvo proporciones te sostuvo en un grado
de decencia y señoría al que tú jamás
hubieras llegado por tu propia virtud.