Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Después de ésta, cenamos en la fonda, tomamos vino y
nos fuimos a acostar.
Así se pasaron cuatro o cinco días sin hacer
más cosa de provecho que pasear y gastar alegremente. Al fin de
ellos entró el sastre al mesón y me entregó dos
vestidos completos y muy bien hechos de un paño
riquísimo, las cuatro mudas de ropa como yo las quería,
y la cuenta, por la que salía yo restando ciento y pico de
pesos. No me metí en averiguaciones, sino que le
pagué de contado y aun le di su gala. ¡Qué cierto es que
el dinero que se adquiere sin trabajo, se gasta con profusión y
con una falsa liberalidad!
A poco rato de haberse despedido el sastre, entró el
almonedero avisando estar la casa ya dispuesta, que sólo
faltaba ropa de cama y criados, que si yo quería me lo
facilitaría todo según lo mandara, pero que necesitaba
dinero.
Díjele que sí, que quería las sábanas,
colcha, sobrecama y almohadas nuevas, una cocinera buena y un muchacho
mandadero; pero todo cuanto antes. Le di para ello el dinero que me
pidió y se fue.
Aquel día lo pasé en ociosidad como los anteriores, y
al siguiente volvió el almonedero diciéndome que
sólo mi persona faltaba en la casa. Entonces mandé a
Roque trajera un coche, y pasé a la vivienda de mi depositario
tan otro y tan decente que no me conocía a primera vista.
Cuando se hubo certificado de que yo era me dijo: no me parece mal
que usted se vista decente, pero sería mejor que arreglara su
traje a su calidad, destino y proporciones. Supongo que por lo primero
no desmerece usted ése ni otro más costoso, pero por lo
segundo, esto es, por sus cortas facultades, creeré que propasa
los límites de la moderación, y que a diez o doce
vestidos de éstos le ve el fin a su principal. Es cierto que el
refrán vulgar dice:
vístete como te llamas
; y
así usted, llamándose don Pedro Sarmiento y teniendo con
qué, debe vestirse como don Pedro Sarmiento, esto es, como un
hombre decente pobre; pero ahora me parece usted un marqués por
su vestido, aunque sé que no es marqués ni cosa que lo
valga por su caudal.
El querer los hombres pasar rápidamente de un estado a otro,
o a lo menos el querer aparentar que han pasado, es causa de la ruina
de las familias y aun de los estados enteros. No crea usted que
consiste en otra cosa la mucha pobreza que se advierte en las
ciudades populosas que en el lujo desordenado con que cada uno
pretende salirse de su esfera.
Esto es tan cierto como natural, porque si el que adquiere, por
ejemplo, quinientos pesos anuales por su empleo, comercio, oficio o
industria, quiere sostener un lujo que importe mil, necesariamente que
ha de gastar los otros quinientos por medio de las drogas, cuando no
sea por otros medios más ilícitos y vergonzosos. Por eso
dice un refrán antiguo que
el que gasta más de lo
que tiene, no debe enojarse si le dijeren ladrón
.
Las mujeres poco prudentes no son las menos que contribuyen a
arruinar las casas con sus vanidades importunas. En ellas es por lo
común en las que se ve el lujo entronizado. La mujer o hija de
un médico, abogado u otro semejante quiere tener casa, criados
y una decencia que compita, o a lo menos iguale a la de una marquesa
rica; para esto se compromete el padre o el marido de cuantos modos le
dicta su imprudente cariño, y a la corta o a la larga resultan
los acreedores, se echan sobre lo poco que existe, el crédito
se pierde y la familia perece. Yo he visto después de la muerte
de un sujeto concursar sus bienes, y, lo más notable, haber
tenido lugar en el concurso el sastre, el peluquero, el zapatero, y
creo que hasta la costurera y el aguador, porque a todos se les
debía. Con semejantes avispas, ¿qué jugo les
quedaría a los pobres hijos? Ninguno por cierto. Éstos
perecieron como perecen otros sus iguales. Pero ¿qué
había de suceder si cuando el padre vivía no alcanzaban
las rentas para sostener coche, palco en el coliseo, obsequios a
visitas, gran casa, galas y todos los desperdicios accesorios a
semejantes francachelas? La llaga estuvo solapada en su vida, los
respetos de su empleo para con unos, y la amistad o la
adulación para con otros de los acreedores, los tuvieron a raya
para no cobrar con exigencia; pero cuando murió, como
faltó a un tiempo el temor y el interés, cayeron sobre
los pocos bienecillos que habían quedado, y dejaron a la viuda
en un petate con sus hijos.
Este cuento refiero a usted para que abra los ojos y sepa manejarse
con su corto principalito sin disiparlo en costosos vestidos, porque
si lo hace así, cuando menos piense se quedará con
cuatro trapos que mal vender y sin un peso en su baúl.
Fuera de que, bien mirado, es una locura querer uno aparentar lo
que no es a costa del dinero, y exponiéndose a parecer lo que
es en realidad con deshonor. Esto se llama quedarse pobre por parecer
rico. Yo no dudo que usted con ese traje dará un gatazo a
cualquiera que no lo conozca, porque quien lo vea hoy con un famoso
vestido, y mañana con otro, no se persuadirá a que su
gran caudal se reduce a dos mil y pico de pesos, sino que
juzgará que tiene minas o haciendas, y como en esta vida hay
tanto lisonjero interesable, le harán la rueda y le
prodigarán muchas y rendidas adulaciones; pero cuando usted
llegue, como debe llegar si no se aprovecha de mis consejos, a la
última miseria, y, no pudiendo sostener la cascarita, conozcan
que no era rico, sino un pelado vanidoso, entonces se
convertirán en amarguras los gustos, y los acatamientos en
desprecios.
Conque ya le he predicado amistosamente con la lengua y pudiera
predicarle con el ejemplo. Veinte mil pesos cuento de principal; me
ha venido la tentación de tenerle una muy buena casa a mi mujer
y un cochecito, y ya ve usted que me sería fácil, pues
todavía no me determino. Pero, ¡qué más!, la
muestra que usted tiene sin disputa es mejor que la mía.
Acaso calificará usted esta economía de miseria, pero
no lo es. Yo tengo también mi pedazo de amor propio y vanidad
como todo hijo de su madre, y esta vanidad es la que me tiene a raya.
¿Lo creerá usted? Pues así es. Yo quisiera tener coche,
pero este coche pide una gran casa, esta casa muchos criados, buenos
salarios para que sirvan bien, y estos salarios fondos para que no se
acaben en cuatro días. A esto se sigue mucha y buena ropa, un
ajuar excelente, media vajilla, cuando menos, de plata; palco en el
coliseo, otro coche de gala, dos o tres troncos de mulas buenas,
lozanas y bien mantenidas, lacayos y todo aquello que tienen los ricos
sin fatiga, y yo lo tendría cuatro días con ansias
mortales, y al cabo de ellos, como que mi principal no es suficiente,
daría al traste con coches, criados, mulas, ropa y cuanto
hubiera, siéndome preciso sufrir el sacrificio de haber tenido
y no tener, a más de los desprecios que tienen que sufrir los
últimos indigentes.
Así es que no me resuelvo, amigo, y más vale paso que
dure que no trote que canse. Yo no quiero que en mí sea virtud
económica la que me contiene en mis límites, sino una
refinada vanidad; sin embargo, el efecto es saludable pues no debo
nada a ninguno, no tengo necesidad de cosa alguna de las precisas para
el hombre, mi familia está decente y contenta, no tengo
zozobras de que se me arranque pronto, y disfruto de las mejores
satisfacciones.
Si usted me dijere que para tener coche no es necesario tener tanto
boato como el que le pinté, diré que según los
modos de pensar de las gentes; pero como yo no había de ser de
los que tienen coche y le deben el mes a la cocinera, si se ofrece, de
ahí es que para mí era menester más caudal que
para ellos; porque, amigo, es una cosa muy ridícula ostentar
lujo por una parte y manifestar miseria por otra; tener coche y sacar
mulas que se les cuenten las costillas de flacas, o unos cocheros que
parezcan judas de muchachos; tener casa grande por un lado, y por otro
el casero encima; tener baile y paseos por un extremo, y por otro
acreedores, trampas y boletos del montepío a
puñados.
No amigo, esto no me acomoda; y lo peor es que de estas ridiculeces
hay bastantes en México y en donde no es México.
¿Pues qué le diré a usted de un oficial
mecánico o de otro pobre igual, que, no contando sino con una
ratería que adquiere con sumo trabajo, se nos presenta el
domingo con casaca y el resto del vestido correspondiente a un hombre
de posibles, y el lunes está con su capotillo de mala
muerte? ¿Qué diré de uno que vive en una accesoria, que
le debe al casero un mes o dos, cuya mujer está sin enaguas
blancas y los muchachos más llenos de tiras que un espantajo
de
milpa
, y él gasta en un paseo o un almuerzo ocho o
diez pesos, teniendo tal vez que empeñar una prenda a otro
día para desayunarse? Diré que son unos vanos, unos
presumidos y unos locos; y esto mismo diré de usted si le
sucediere igual caso. Conque usted hará lo que quiera, que
harto le he dicho por su bien.
Yo me prendé de aquel hombre que tan bien me aconsejaba sin
interés, pero no trataba de admitir por entonces sus consejos;
y así, dandole las gracias de boca, le prometí
observarlos exactamente y le pedí mi dinero.
Diómelo en el momento, exigiéndome un recibo. Yo le
di veinte y cinco pesos como de albricias. Rehusolos recibir muchas
veces, pero yo porfié con tal tenacidad en que los tomara que
al fin los tomó; mas delante de mí cogió un clavo
y un martillo y comenzó a señalarlos uno por uno, y
concluida esta diligencia los guardó en una gaveta de su
escribanía.
Yo le pregunté que ¿para qué era aquella ceremonia? Y
él me respondió que no había menester dinero, y
así que lo guardaba para darlo de limosna a un infeliz
miserable. Pero ¿siendo uno mismo cualquier dinero nuestro en su
valor, le dije, no puede usted darle otros pesos a ese pobre, y no
esos propios que ha marcado? Eso tiene mucho misterio, me dijo, y
quiera Dios que usted no lo comprenda.
Con esto me despedí de él, cansado de tanta
conversación, y dándole el dinero a Roque nos metimos en
el coche con el almonedero, que ya estaba aburrido de esperarme.
Llegamos a mi casa que la hallé bastantemente limpia,
provista y curiosa. Me posesioné de ella, aunque no me
gustó mucho la cuenta que me presentó, que, para no
cansarme en prolijidades, ascendió a no sé
cuánto; ello es que en vestidos, ociosidades, albricias y
casa ajuarada se gastaron en cuatro días mil y doscientos
pesos.
Por mi desgracia la cocinera que me
buscó el almonedero fue aquella Luisa que sirvió de dama
a Chanfaina y a mí.
Luego que el almonedero me la presentó, la conocí, y
ella me conoció perfectamente, pero uno y otro disimulamos. El
almonedero se fue pagado a su casa, yo despaché a Roque a traer
puros, y llamé a Luisa con la que me explayé a
satisfacción, contándome ella cómo luego que
salí de casa del escribano y él tras de mí,
huyó ella del mismo modo que yo, y se fue a buscar sus
aventuras en solicitud mía, pues me amaba tan tiernamente que
no se hallaba sin mí; que supo cómo Chanfaina, no
hallándola en su casa y estando tan apasionado por ella, se
enfermó de cólera y murió a poco tiempo; que ella
se mantuvo sirviendo ya en esta casa, ya en la otra, hasta que aquel
almonedero, a quien había servido, la había solicitado
para acomodarla en la mía, y que pues estados mudan costumbres,
y ella me había conocido pobre y ya era rico, se
contentaría con servirme de cocinera.
Como el demonio de la muchacha era bonita y yo no había
mudado el carácter picaresco que profesaba, le dije que no
sería tal, pues ella no era digna de servir sino de que la
sirvieran.
En esto vino Roque, y le dije que aquella muchacha era una prima
mía y era fuerza protegerla. Roque, que era buen
pícaro, entendió la maula y me apoyó mis
sentimientos. Él mismo le compró buena ropa,
solicitó cocinera, y cátenme ustedes a Luisa de
señora de la casa.
Yo estaba contento con Luisa, pero no dejaba de estar avergonzado,
considerando que al fin había entrado de cocinera y que, por
más que yo aparentara a Roque que era mi prima, él era
harto vivo para ser engañado y, lejos de creerme,
murmuraría mi ordinariez en su interior.
Con esta carcoma y deseando oír disculpado mi delito por su
boca, un día que estábamos solos le dije: ¿qué
habrás tú dicho de esta prima, Roque? Ciertamente no
creerás que lo es, porque la confianza con que nos tratamos no
es de primos, y en efecto, si has pensado lo que es, no te has
engañado; pero amigo, ¿qué podía yo hacer cuando
esta pobre muchacha fue mi valedora antigua, y por mí
perdió la conveniencia que tenía, exponiéndose a
sufrir una paliza o a cosa peor? Ya ves que no era honor mío el
abandonarla ahora que tengo cuatro reales; pero, sin embargo, no dejo
de tener mi vergüencilla, porque al fin fue mi cocinera.
Roque, que comprendió mi espíritu, me dijo: eso no te
debe avergonzar Pedrito; lo primero, porque ella es blanca y bonita, y
con la ropa que tiene nadie la juzgará cocinera, sino una
marquesita cuando menos. Lo segundo, porque ella te quiere bien, es
muy fiel y sirve de mucho para el gobierno de la casa. Y lo tercero,
porque, aun cuando todos supieran que había sido tu cocinera y
la habías ensalzado haciéndola dueña de tu
estimación, nadie te lo había de tener a mal conociendo
el mérito de la muchacha. Fuera de que no es esto lo primero
que se ve en el mundo. ¡Cuántas hay que pasan plaza de
costureras, recamareras, etc., y no son sino otras Luisas en las casas
de sus amantes amos! Con que no seas escrupuloso, diviértete y
ensánchate ahora que tienes proporción como otros lo
hacen, que mañana vendrá la vejez o la pobreza y se
acabará todo antes de que hayas gozado de la vida.